viernes, 23 de septiembre de 2016

DIFERENTES TONOS DE NEGRO







  No son pocas las ocasiones (es, como tantas veces digo, uno de mis géneros favoritos, sino el principal -como también se ha contado, es el que, de una forma u otra, me convirtió en lector, primero con Enid Blyton, Los Tres Investigadores y algunos otros, después con Agatha Christie y, de carambola, con Torcuato Luca de Tena, a partir de ahí, con unos doce años, he devorado páginas sin tregua-) en que hemos hablado de la dificultad de definir, más allá del considerado canon clásico (e incluso ahí pueden surgir controversias, matizaciones, la impronta de cada autor por muy ortodoxo que parezca), qué es la novela negra; creo que fue el admirado Toni Hill quien, hablando sobre este asunto (él, que tan fantástica revisitación y revitalización ha hecho del asunto con su trilogía sobre Héctor Salgado), me contaba la anécdota (sin decir el nombre) de una mujer (es de esos territorios en que ser fémina es una ventaja, un valor añadido, una primacía, no en vano abundan las grandes damas del crimen, también es cierto que hay quien abusa de ello para ocupar un lugar que no le corresponde, es lo que estoy contando) que, sin recato, jactándose de su número de lectores, dando gato por liebre, afirmaba que lo suyo era novela negra porque siempre había un muerto, como si eso fuese condición indispensable para que hablásemos de tal (habría que recomendarle, por ejemplo, a Horace McCoy). También podrían citarse todos aquellos “críticos”, “expertos”, “intelectuales” (podrían ponerse muchas más comillas, tal es el calibre de su ignorancia) que consideran ínfima la literatura (incluso los hay que se resisten a llamarla así) que, por encima de todo, busca entretener, que se puede leer casi sin respirar, que conquista un público muy amplio y variado, ellos sólo se sienten seguros en su torre de marfil (con unos cimientos que a duras penas mantienen el equilibrio pero consiguen que nadie los horade -o casi nadie aunque, tapándose unos a otros, enfrentados al enemigo común, acallan las voces que osan discrepar por mucho que esgriman argumentos sólidos ante la endeblez de los suyos-) y, así, sancionan como “buena” novela policiaca la que en realidad no lo es, la que se pierde en lo conceptual, en lo pretencioso, en lo culterano, la que es otra cosa (y puede que apasionante, pero cuando ciertas voces cantan las excelencias de algo uno no puede evitar mirar para otro lado -hablo por experiencia, a ver si un día de estos escribo por fin algo a lo que llevo un tiempo dando vueltas: ¿Por qué llamamos “prejuicio” a lo que a veces es un rechazo a lo que conocemos y nos desagradó?). En ocasiones, es mucho mejor no poner etiquetas, no generar expectativas, hay autores que no las necesitan, hay otros que merecen ser descubiertos por cada lector sin que nadie les manipule la brújula, también depende de los gustos y conocimientos de cada uno, de la opinión propia, de nuestras apreciaciones, hay determinadas purezas (digámoslo así) que no consienten interpretaciones, pero hay muchas gamas de grises en lo negro, hay autores (y sobre todo autoras) que las mezclan con talento en una misma obra, por no hablar (o sí porque es elemento básico de lo que se intenta explicar) de cómo lo policiaco se alía con lo romántico, lo fantástico con lo realista, híbridos que se resisten a una clasificación categórica y sin fisuras.
   Y a veces está el desacierto en la promoción de algo, en ocasiones con un interés claramente espurio, queriendo confundir, incluso engañar y estafar, en otras por recurrir a lo establecido, por cerrar puertas a lo que, por desconocido o innovador, se piensa puede ser mal recibido, también puede que sea una voz autorizada (o considerada como tal) la que provoque que un producto (una novela en el caso que nos ocupa) llame la atención por unas supuestas características que en realidad no posee. Así, cuando uno lee en la portada de un libro que The Independent anuncia “De Finlandia llega la Agatha Christie del norte” no puede más que relamerse del gusto, especialmente porque el título en cuestión que lleva tal aviso impreso se presenta como Tres abuelas y un cocinero muerto, y si hay un cadáver de por medio y se cita a nuestra tía literaria favorita los jugos gástricos se alborotan anunciando el festín… y resulta que no, al menos no el sentido esperado. Si al encargado de escribir la reseña en el periódico británico le resultó pertinente emparentar a Minna Lindgren con Agatha Christie él sabrá por qué, si se quiso buscar un reclamo más atractivo que el título original (que por más que he consultado páginas y traductores he sido incapaz de traducir literalmente), algo que resultase llamativo, no hay nada que oponer (en parte: hay un cocinero muerto pero no especialmente decisivo en la trama), el caso es que la jocosa, irónica y trepidante Trilogía de Helsinki debida a la escritora finesa Minna Lindgren va por otros derroteros y, por lo tanto, puede provocar una honda decepción en quien llegue al primer volumen pensando que a la señorita Marple le han nacido tres primas en Finlandia. Pero, superado este primer escollo, los tres libros que ha publicado Suma de Letras con traducción de Luisa Gutiérrez (quien ha sido alabada por la propia autora a la hora de ingeniárselas para reproducir en castellano las particularidades del habla de cada uno de los personajes) son una auténtica delicia, una esplendorosa muestra de un humor negro (el adjetivo es muy pertinente utilizado con este significado) pletórico de causticidad, estas ancianas nonagenarias no tienen nada que perder pero no están dispuestas a que sus últimos días de vida (no piensan en plazos largos, aunque se comportan como si les quedase mucho por delante, de ahí su arrojo, su espíritu inquieto y rebelde, todo sumado, por supuesto, al hecho de que al ser conscientes de, como afirma la sabiduría popular -y ellas la poseen por arrobas gracias a su dilatada experiencia en este mundo-, no les queda demasiado en el convento y por lo tanto no van a salir fuera a hacer sus necesidades), no están dispuestas a tolerar atropellos amparados en sus mermadas facultades mentales (que no lo están tanto como algunos quisieran, más agudizada la inevitable decadencia en unas que en otras de las componentes del trío protagonista o en sus compañeros de residencia).
   Aunque, por así decirlo, las aventuras son independientes, conviene leer la trilogía en orden y completa, a buen seguro quien se adentre en Tres abuelas y un cocinero muerto no dejará de hacer lo mismo con Tres abuelas y un joyero de ida y vuelta y Tres abuelas y un plan de sabotaje porque caerá rendido al encanto de Siiri, Irma y Anna-Liisa, cada una con sus manías, con sus hábitos, con sus extravagancias, con su pasado, con su personalidad, provocando alguna que otra carcajada, muchas risitas cómplices, cabeceos de sorpresa, varias lagrimitas, Minna Lindgren escribe con sorna y buen humor, con mucha rebaba y crítica hacia quien corresponde, sin cortapisas ni connivencia, avivando conciencias, poniendo una lupa muy potente de mordacidad pero sin camuflar o dulcificar los aspectos más denunciables y lapidarios, recurriendo con mano maestra al esperpento para, de ese modo, escarbar aún más hondamente en lo miserable de una sociedad (la finesa, cualquiera de las consideradas civilizadas y perteneciente a ese que se autoproclama primer mundo, jerarquizando y oprimiendo) que no sabe qué hacer con sus mayores, que por mucho que pretenda demostrar lo contrario considera a los ancianos (los “viejos”, escupido con el mayor de los desprecios) como un estorbo, incluso como una especie a extinguir. Lindgren provoca, acusa, zahiere, expone, avergüenza (o debería, pero eso ya es problema de la coraza, de la ceguera, de la maldad de cada uno), pero todo a través de unos diálogos chispeantes, por momentos absurdos, de una viveza arrolladora, integrando a la perfección la descripción de una ciudad a través de aquellas que la han visto transformarse, expandirse, crear guetos, vivir trasvases de vecinos de unos barrios a otros, metamorfosis de éstos, mantener lugares intocados que son como un oasis en el que convocar el pasado, hacer desaparecer otros que a veces ya ni siquiera están en la memoria de quienes los conocieron, provocar evocaciones inesperadas, Helsinki es un escenario que se explica como un personaje más a través de los que los demás cuentan, pasean, visitan, añoran o descubren. Uno sigue sin comprender por qué emparentaron a Minna Lindgren con la tía Agatha, nada más lejos de la realidad, pero tampoco le hace falta porque, una vez superado el estupor inicial –“esto tiene poco de policiaco”-, lo que viene es una excelente oportunidad para divertirse, reflexionar y desear llegar a los noventa años con esas ganas de vivir.