No son pocas las ocasiones (es, como tantas
veces digo, uno de mis géneros favoritos, sino el principal -como también se ha
contado, es el que, de una forma u otra, me convirtió en lector, primero con
Enid Blyton, Los Tres Investigadores y algunos otros, después con Agatha
Christie y, de carambola, con Torcuato Luca de Tena, a partir de ahí, con unos
doce años, he devorado páginas sin tregua-) en que hemos hablado de la
dificultad de definir, más allá del considerado canon clásico (e incluso ahí
pueden surgir controversias, matizaciones, la impronta de cada autor por muy
ortodoxo que parezca), qué es la novela negra; creo que fue el admirado Toni
Hill quien, hablando sobre este asunto (él, que tan fantástica revisitación y
revitalización ha hecho del asunto con su trilogía sobre Héctor Salgado), me
contaba la anécdota (sin decir el nombre) de una mujer (es de esos territorios
en que ser fémina es una ventaja, un valor añadido, una primacía, no en vano
abundan las grandes damas del crimen, también es cierto que hay quien abusa de
ello para ocupar un lugar que no le corresponde, es lo que estoy contando) que,
sin recato, jactándose de su número de lectores, dando gato por liebre, afirmaba
que lo suyo era novela negra porque siempre había un muerto, como si eso fuese
condición indispensable para que hablásemos de tal (habría que recomendarle,
por ejemplo, a Horace McCoy). También podrían citarse todos aquellos “críticos”,
“expertos”, “intelectuales” (podrían ponerse muchas más comillas, tal es el
calibre de su ignorancia) que consideran ínfima la literatura (incluso los hay
que se resisten a llamarla así) que, por encima de todo, busca entretener, que
se puede leer casi sin respirar, que conquista un público muy amplio y variado,
ellos sólo se sienten seguros en su torre de marfil (con unos cimientos que a
duras penas mantienen el equilibrio pero consiguen que nadie los horade -o casi
nadie aunque, tapándose unos a otros, enfrentados al enemigo común, acallan las
voces que osan discrepar por mucho que esgriman argumentos sólidos ante la
endeblez de los suyos-) y, así, sancionan como “buena” novela policiaca la que en
realidad no lo es, la que se pierde en lo conceptual, en lo pretencioso, en lo
culterano, la que es otra cosa (y puede que apasionante, pero cuando ciertas
voces cantan las excelencias de algo uno no puede evitar mirar para otro lado
-hablo por experiencia, a ver si un día de estos escribo por fin algo a lo que
llevo un tiempo dando vueltas: ¿Por qué llamamos “prejuicio” a lo que a veces
es un rechazo a lo que conocemos y nos desagradó?). En ocasiones, es mucho
mejor no poner etiquetas, no generar expectativas, hay autores que no las
necesitan, hay otros que merecen ser descubiertos por cada lector sin que nadie
les manipule la brújula, también depende de los gustos y conocimientos de cada
uno, de la opinión propia, de nuestras apreciaciones, hay determinadas purezas
(digámoslo así) que no consienten interpretaciones, pero hay muchas gamas de
grises en lo negro, hay autores (y sobre todo autoras) que las mezclan con
talento en una misma obra, por no hablar (o sí porque es elemento básico de lo
que se intenta explicar) de cómo lo policiaco se alía con lo romántico, lo
fantástico con lo realista, híbridos que se resisten a una clasificación
categórica y sin fisuras.
Y a veces está el desacierto en la promoción
de algo, en ocasiones con un interés claramente espurio, queriendo confundir,
incluso engañar y estafar, en otras por recurrir a lo establecido, por cerrar
puertas a lo que, por desconocido o innovador, se piensa puede ser mal
recibido, también puede que sea una voz autorizada (o considerada como tal) la
que provoque que un producto (una novela en el caso que nos ocupa) llame la
atención por unas supuestas características que en realidad no posee. Así,
cuando uno lee en la portada de un libro que The Independent anuncia “De
Finlandia llega la Agatha Christie del norte” no puede más que relamerse del gusto,
especialmente porque el título en cuestión que lleva tal aviso impreso se
presenta como Tres abuelas y un cocinero
muerto, y si hay un cadáver de por medio y se cita a nuestra tía literaria
favorita los jugos gástricos se alborotan anunciando el festín… y resulta que
no, al menos no el sentido esperado. Si al encargado de escribir la reseña en
el periódico británico le resultó pertinente emparentar a Minna Lindgren con
Agatha Christie él sabrá por qué, si se quiso buscar un reclamo más atractivo
que el título original (que por más que he consultado páginas y traductores he
sido incapaz de traducir literalmente), algo que resultase llamativo, no hay
nada que oponer (en parte: hay un cocinero muerto pero no especialmente
decisivo en la trama), el caso es que la jocosa, irónica y trepidante Trilogía de Helsinki debida a la
escritora finesa Minna Lindgren va por otros derroteros y, por lo tanto, puede
provocar una honda decepción en quien llegue al primer volumen pensando que a
la señorita Marple le han nacido tres primas en Finlandia. Pero, superado este
primer escollo, los tres libros que ha publicado Suma de Letras con traducción
de Luisa Gutiérrez (quien ha sido alabada por la propia autora a la hora de
ingeniárselas para reproducir en castellano las particularidades del habla de
cada uno de los personajes) son una auténtica delicia, una esplendorosa muestra
de un humor negro (el adjetivo es muy pertinente utilizado con este
significado) pletórico de causticidad, estas ancianas nonagenarias no tienen
nada que perder pero no están dispuestas a que sus últimos días de vida (no
piensan en plazos largos, aunque se comportan como si les quedase mucho por
delante, de ahí su arrojo, su espíritu inquieto y rebelde, todo sumado, por
supuesto, al hecho de que al ser conscientes de, como afirma la sabiduría
popular -y ellas la poseen por arrobas gracias a su dilatada experiencia en
este mundo-, no les queda demasiado en el convento y por lo tanto no van a
salir fuera a hacer sus necesidades), no están dispuestas a tolerar atropellos
amparados en sus mermadas facultades mentales (que no lo están tanto como
algunos quisieran, más agudizada la inevitable decadencia en unas que en otras
de las componentes del trío protagonista o en sus compañeros de residencia).
Aunque, por así decirlo, las aventuras son
independientes, conviene leer la trilogía en orden y completa, a buen seguro
quien se adentre en Tres abuelas y un
cocinero muerto no dejará de hacer lo mismo con Tres abuelas y un joyero de ida y vuelta y Tres abuelas y un plan de sabotaje porque caerá rendido al encanto
de Siiri, Irma y Anna-Liisa, cada una con sus manías, con sus hábitos, con sus
extravagancias, con su pasado, con su personalidad, provocando alguna que otra
carcajada, muchas risitas cómplices, cabeceos de sorpresa, varias lagrimitas,
Minna Lindgren escribe con sorna y buen humor, con mucha rebaba y crítica hacia
quien corresponde, sin cortapisas ni connivencia, avivando conciencias,
poniendo una lupa muy potente de mordacidad pero sin camuflar o dulcificar los
aspectos más denunciables y lapidarios, recurriendo con mano maestra al
esperpento para, de ese modo, escarbar aún más hondamente en lo miserable de una
sociedad (la finesa, cualquiera de las consideradas civilizadas y perteneciente
a ese que se autoproclama primer mundo, jerarquizando y oprimiendo) que no sabe
qué hacer con sus mayores, que por mucho que pretenda demostrar lo contrario
considera a los ancianos (los “viejos”, escupido con el mayor de los
desprecios) como un estorbo, incluso como una especie a extinguir. Lindgren
provoca, acusa, zahiere, expone, avergüenza (o debería, pero eso ya es problema
de la coraza, de la ceguera, de la maldad de cada uno), pero todo a través de
unos diálogos chispeantes, por momentos absurdos, de una viveza arrolladora,
integrando a la perfección la descripción de una ciudad a través de aquellas
que la han visto transformarse, expandirse, crear guetos, vivir trasvases de
vecinos de unos barrios a otros, metamorfosis de éstos, mantener lugares intocados
que son como un oasis en el que convocar el pasado, hacer desaparecer otros que
a veces ya ni siquiera están en la memoria de quienes los conocieron, provocar
evocaciones inesperadas, Helsinki es un escenario que se explica como un
personaje más a través de los que los demás cuentan, pasean, visitan, añoran o
descubren. Uno sigue sin comprender por qué emparentaron a Minna Lindgren con
la tía Agatha, nada más lejos de la realidad, pero tampoco le hace falta
porque, una vez superado el estupor inicial –“esto tiene poco de policiaco”-,
lo que viene es una excelente oportunidad para divertirse, reflexionar y desear
llegar a los noventa años con esas ganas de vivir.