miércoles, 22 de abril de 2020

LA LLAMADA (Y EL SABOR) DE LA SANGRE






   Hemos hablado en muchas ocasiones de ese adagio que, las cosas como son, parece demostrarse en un altísimo porcentaje si atendemos a las taquillas de cine (cuando se podía hacer), las audiencias de televisión o los listados de libros más vendidos y que afirma que el público paga para que le cuenten el mismo cuento una y otra vez; lo cierto es que, reducidos a un esquema mínimo, a unas cuantas palabras, a un resumen muy somero, los argumentos de infinidad de historias son intercambiables/similares, lo que provoca juicios precipitados y erróneos en ambas direcciones, tanto para acusar a alguien de copiar más o menos descaradamente (dejemos el asunto de los plagios fuera) como para alabar la supuesta originalidad de quien en realidad no aporta nada a lo que toma como modelo (hay quien, al menos, tiene la decencia de reconocer sus referentes, sus inspiraciones, sus deudas, por más que siempre haya quien no deje de hacer la ola por lo no es novedoso -por más que su ignorancia así lo crea y sanciones-). Uno diría que la personalidad artística se forja/demuestra de muchas maneras y que no precisa de ningún componente innovador que tantas veces no es tal en sí mismo por más que reciba ese nombre, recordemos a uno de los cineastas más grandes de todos los tiempos cuando tomó la palabra para defender a otro que tal (Joseph L. Mankiewicz) de las acusaciones de quien se autoproclamaba de ese modo eliminando el artículo indeterminado (Cecil B. de Mille): “Me llamo John Ford y hago películas del Oeste”. Su filmografía, al margen de deparar muchas sorpresas a nivel digamos político (sobre todo para quienes se quedan en la superficie, en lo podríamos decir anecdótico -es decir, que la mayoría de sus filmes respondan al arquetipo, cuando no lo crean ellos, de lo que se viene llamando western desde entonces o antes-), demuestra que, con elementos comunes/similares, incluso sin salirse de determinado esquema, eso que tantos aplauden como “original” no radica (o no tiene porqué) en lo que se cuenta sino en cómo se cuenta.

   Ahí radica, al menos para un servidor, la indudable sorpresa, la poderosa novedad, el gran mérito de Malasangre de Michelle Roche Rodríguez que publicó Anagrama a principios de año (cuando no podíamos imaginar la que se nos venía encima, algo, por cierto, para lo que, ya lo estarán comprobando, sirve de poco haber leído/visto tantas historias apocalípticas o de ese jaez como abundan): lo fácil sería decir que es una novela sobre vampirismo, algo que es pero sólo en parte, ya que la escritora venezolana mezcla con sumo acierto y resultados impactantes diferentes tonos y argumentos construyendo una narración que jamás pierde la jocosidad e ironía, una mirada crítica hacia los estigmas que una mujer debe soportar (lo escribo en presente porque, aunque se nos cuenten hechos/ficciones -espléndidamente fundidos- que tienen lugar en 1921, otro de los méritos de la novela es el de trazar con suma facilidad paralelismos entre un ayer no tan lejano y el ahora, elaborando una fábula política y social con muchos visos de realidad, decía que expone con contundencia (es la base del relato) a qué se enfrenta una mujer señalada como “diferente”, “independiente”, “rara”; sí, habrá quien ahora se esté preguntando, “¿no has dicho que habla de vampirismo?”, sí, y lo hace recogiendo la tradición a la hora de abordar el tema, pero dándole el mínimo toque fantástico (aunque lo hay y espléndidamente jugado), poniendo el foco en la parte más sexual, en el deseo desbordante por, nunca mejor dicho, beberse al otro, en llevar el éxtasis hasta las últimas consecuencias, en sentir la posesión más absoluta y completa. Michelle Roche entrega una obra muy personal que uno no puede dejar de celebrar tanto en la prodigiosa mixtura lograda (trata de un modo u otro -ahora abundaremos en ello- el asunto del vampirismo, los acontecimientos políticos/sociales de Venezuela en aquel momento, hace sátira sin ambages pero con suma elegancia, impregna de feminismo cada página manteniendo un discurso coherente, necesario y sin estereotipos) como en la distribución y armonización que hace de las diferentes piezas que maneja, cimentando ahí su posible originalidad (ya saben que es una palabra que no me gusta demasiado, sobre todo porque creo que se le ha desposeído de su auténtico significado y se regala más de la cuenta), desplegando su arte narrativo, su voz, su talento, innovando sin necesidad de subrayarlo o reivindicarlo, simplemente dejando que la historia nos envuelva y se desarrolle, siendo particular en/desde el corazón, desde la médula, en el motor de la historia, en su libertad creativa.

   Hasta ese momento, yo sólo era una hematófaga: si escogía convertirme en una vampira, desarrollaría mi lujuria asociándola con la sed; en cambio, como esposa, mi inclinación a la sangre serviría para fomentar el pecado en otro. Se puede nacer con la condición de hematófaga y sentirse seducida por la sangre o necesitarla para vivir, pero el vampirismo es producto del placer sexual. Un deseo de energía sobre otra”. Nadie como Diana, la protagonista/narradora, para contar quién es y, sobre todo, cómo se siente cuando los demás la señalan por algo con lo que ha nacido, por lo que ha heredado, por su gusto por beber sangre, por su condición/enfermedad (dicotomía/diferenciación que ocupa algunas páginas de la novela y que define al resto de los personajes -e influye en cómo los ve Diana-), porque ella no es una vampira (al menos aún: ahí radica una de las tensiones de la historia), ella, al igual que su padre, bebe sangre porque le gusta, porque lo lleva dentro, porque su cuerpo se la reclama: “En ese momento, yo no tenía suficiente información para comprender que él [mi padre] proponía el control de los impulsos como tratamiento porque la hematofagia era una precondición para el vampirismo. Nací con una inclinación biológica hacia la inconformidad y ciertos comportamientos anormales, pero eso aún no me hacía perversa. Esa era la palabra que encubría el eufemismo «malasangre» que mi madre dejó suspendido sobre mi cabeza como una espada de Damocles. Desde ese momento, mis padres intentarían controlar mis impulsos por medio de la doctrina cristiana y la enseñanza de las labores de mi sexo. Pero no sería suficiente”. Si me apuran, podría decirse que en algunos momentos estamos ante una novela de iniciación, de descubrimiento, de construcción de una personalidad/identidad, no nos cansaremos de resaltar que esa es la grandeza de Malasangre: ser poliédrica, siempre sorprendente, no poder predecir qué va a venir a continuación, todo salpimentado con un agudísimo sentido del humor que se expresa mediante un abanico de posibilidades que van de lo satírico a lo chusco en una perfecta gradación/utilización de cada tono en el momento preciso; novela de iniciación, decíamos, porque Diana aprende quién es (y quién/cómo quieren los demás que sea) casi sin tiempo para procesar la información, teniendo que actuar sobre la marcha, interrogándose sobre sí misma y sobre la sociedad en la que quieren insertarla/de la que quieren alejarla: “Para cumplir el imperativo cívico de mi sexo, mi familia me negó la educación formal, manteniéndome en la cándida ignorancia, afanándome en naderías, como recetas para postres o el bordado, condenándome a representar el papel de un parásito del hogar hasta que un señor quisiera cambiarme el apellido, redefinirme. Convertida en un ser tan diferente al hombre que casi no parece de la misma raza, la mujer podía considerar su cuerpo como un capital para ser explotado. La casada puede hacerse mantener por el esposo, trasladando a su nuevo hogar el parasitismo aprendido en la casa paterna. ¡Y esa mujer sanguijuela es aplaudida por la sociedad! A ella nadie se atrevería a llamarla «malasangre»; está revestida de una dignidad superior a la soltera, incluso cuando esta se ha mantenido virgen”.

   Michelle Roche Rodríguez se mueve con impresionante soltura entre los tonos/estilos de que bebe (nunca mejor dicho) para dar expresión a su voz, a lo que esta novela tiene de especial, al modo en que, respetando una tradición (tanto en lo puede decirse fantástico como en lo realista), encuentra su particular forma de hacer crítica: “No se trataba de constituir una industria, sino de expropiar el subsuelo: pobres y con administradores tan incompetentes como corruptos, no podíamos concebir la fabulosa riqueza petrolera como una industria. Chupábamos la sangre a nuestra tierra; embelesados, entregábamos nuestra energía, construyendo una máscara que llamábamos modernidad para habitarla con las cáscaras de nuestros cuerpos, tan exánimes como los de espectros”. Aunque no se hubiese apuntado ya, quedaría bastante claro de qué país está hablando, ¿verdad? Otro ejemplo: “Mi madre lo miraba con ojos redondos como platos. Se quejó de que su marido sólo hablaba de «negocitos». Llamaba así a una conducta mercantil común de nuestro gentilicio: comprar algo por allá para venderlo por aquí, asociarse al Gobierno en alguna empresa quijotesca o poner a producir un fundo en ninguna parte para que diera algunas monedas. Distinto al trabajo, evitado a toda costa por las familias de bien, los negocitos eran compromisos intermitentes que buscaban la riqueza fácil, y sus predicadores le parecían tan despreciables como quien se pega a un pariente para prosperar”. En momentos así es en lo que más brilla la capacidad de la escritora para transformar el vampirismo en algo aún más simbólico/metafórico/definitorio de lo que podamos haber leído antes, introduciendo con osadía y maestría la lectura política, esa que puede haberse hecho en otras ocasiones de un modo un tanto burdo, pero que encuentra en estas páginas una nueva carta de naturaleza: “Es una falacia la prohibición del sol a los vampiros, como le ocurre al protagonista del Nosferatu de F. W. Murnau. Solo a un director de cine alemán se le puede ocurrir que algo inofensivo como los rayos solares puedan dañar a los monstruos. Si hubiera tenido razón, las Américas estarían libres de estos seres, y, como ha probado la historia más veces de las necesarias, múltiples formas de sanguijuelas se arrastran por estos territorios”. Y no necesita más para que se comprenda perfectamente lo que quiere decir, aunque se permita párrafos tan rotundos como: “El ambiente era una sola algarabía de risas, insinuaciones hechas con discreción y conversaciones entre personas sonrientes que se verían por primera vez y luego seguro se olvidarían. Resultaba increíble aquel ambiente de abundancia en una sociedad tiranizada, empobrecida y enferma como era la nuestra”. Con Malasangre, no es que Michelle Roche Rodríguez haya revolucionado/innovado un género (o varios), sino que ha creado uno propio que ha convertido a quien esto firma en adicto (y necesito calmar mi sed lo antes posible).

sábado, 18 de abril de 2020

EL MAESTRO REMISO







   Son canciones que se quedaron prendidas en el corazón, agazapadas en algún rincón del alma, tanto en los luminosos como en los poco frecuentados, en los recuerdos vívidos y siempre presentes, en aquellas emociones que rebrotan cuando menos lo esperas, a veces para encogerte y dolerte, recuperando un tiempo que pasó y no se puede repetir, vivencias que dejaron huellas muy profundas en el ánimo, en el espíritu, que sólo una cruel enfermedad (como sucede con la tía Carmen) es capaz de desdibujar y borrar (y aunque arrasa no puede con todo: por más voraz que se muestre, el corazón late más deprisa y, aunque no recuerde exactamente a qué es debida, sabe identificar la alegría y afianzarse y cobijarse en ella mientras el olvido se enseñorea del resto). Son la banda sonora de mi vida, incluso antes de comprender lo que querían decir sus letras, canciones cuyo impacto en los demás me alertaba de su importancia, músicas que provocaban reacciones por las que me sentía atañido aunque no tuviera claro por qué, se recibió como una fiesta aquel LP cuya portada me recordaba el inicio de El hombre y la tierra, un sol dibujándose en el horizonte, muy pronto hice mía la metáfora, se hablaba de “renacer”, de “despertar”, de “revivir”, la tía sonreía abiertamente y no podía reprimir las lágrimas de alegría, el tío mantenía su calma habitual pero se le veía pletórico, algo cambió/se estremeció en casa la primera vez que empezó a sonar en el tocadiscos aquello de “Dicen los viejos que en este país hubo una guerra, / que hay dos Españas que guardan aún el rencor de viejas deudas”. Me estoy refiriendo, por supuesto, al histórico Libertad sin ira de Jarcha, el himno nacido como tal servía para titular aquel magnífico trabajo que, entre otras cosas, me permitió descubrir a Miguel Hernández de una manera que todavía hoy me estremece, sacude, empequeñece, me hace temblar sobrecogido y deslumbrado. Mecido/motivado por la canción, empecé a ser consciente de algunos velos que había que descorrer y demasiados silencios que convenía rellenar, me di cuenta que tenía muy cerca a alguna “gente que sufre y calla dolor y miedo”, que había cosas que me insistían no debía contar jamás en el colegio (y eso que apenas decían nada, cualquier insinuación/sospecha era suficiente), se pasaba por encima de hechos y hasta personas como si no tuviesen que ver con nosotros, fue mi abuela la que empezó a hablar claro, con la intrascendencia de tardes de merienda y partidas de tute, aprovechando las Peticiones del oyente de Radio Intercontinental, desgranando aquí y allá detalles (a veces muy someros y ambiguos) sobre esa guerra que en su relato tenía artículo determinado (“la” guerra), hablándome de su hermano, el tío Esteban, que vivía en Francia, reconstruyendo un pasado que no lo era tanto porque aún pesaba y extendía su oscura sombra. No la movía la venganza, no quería echar leña al fuego (en ese sentido, podía decirse que, como cantaba Jarcha, era de esa “gente muy obediente hasta en la cama”), pero creía que era de justicia pronunciar con todas las letras y a un volumen que facilitase la comprensión, aquellas palabras que durante años habían sido susurradas, negadas, calladas, censuradas, prohibidas, reprimidas, comprometedoras, sentencias de muerte.

   La tía Carmen era aún más prudente, más conciliadora, a pesar de lo sufrido, del inevitable rencor con que se había ido recubriendo para no desfallecer, de los golpes físicos y morales recibidos, de la miseria vivida y de los miserables que a tantos como a ella condenaron, reprimieron, explotaron, asesinaron u obligaron a huir por el simple hecho de ser, de estar, convertidos en enemigos por mero azar (o por decisión de quien así lo decretaba y castigaba en base a eso), gentes a las que se arrebató cualquier esperanza y negó cualquier posibilidad/salida, en quienes se ensañaron aquellos que sólo entienden la vida como una permanente batalla, aquellos que hablan en términos de “vencedores y vencidos” para arrogarse continuamente la bandera de los primeros sin darse por satisfechos en la consecución/reivindicación de sus “triunfos”. Por eso no me contaba demasiadas cosas de aquellos años, prefería que todo quedase atrás, decía que no valía de nada tomarse la revancha por muchas ganas (y hasta razones) que hubiera, que no se podía cambiar lo que pasó, que no estaba segura de si eso suponía perdonar a los verdugos, que no se le olvidaba nada, pero que no podíamos estar otra vez a vueltas con lo que tantas vidas había costado, que al menos todo era ya diferente (o empezaba a serlo) aunque su padre no pudiese verlo. Y sin ningún alarde triunfalista, pero toda orgullosa de poder hacerlo, vivía como una victoria el hecho de escuchar y cantar sin miedo (lo que sucedió unos años más tarde de lo de Jarcha aunque el disco se hubiera grabado antes, no todo fue tan rápido ni cambió tan deprisa) canciones que habían estado prohibidas como El maestro de Patxi Andión, donde me señalaba una y otra vez los versos en que se dice “al explicar cualquier guerra / siempre se muestra remiso / por explicar claramente / quién venció y fue vencido” (es la versión grabada para A donde el agua, de 1973, el LP que aún está en casa -junto al de Jarcha y otros muchos-, en otras ocasiones cantaba “al explicar NUESTRA guerra”). Porque en eso la tía fue siempre inflexible, salvo algunos desalmados y otros aprovechados, nadie había ganado con la guerra, no le cabía en la cabeza que alguien pudiese decirlo, los ojos se le empañaban, la voz le temblaba, decía que lo mejor era pasar página, no entendía el placer que algunos encontraban en recordar tanta infamia, en alardear de haber propiciado la ruina, la prisión, la muerte de tantas personas, no se sentía cómoda teniendo que ver cada día a quienes señalaron con el dedo a un inocente como su padre, su mejor momento llegó cuando dejó de tenerles miedo, cuando fue libre para escupir y optó por ignorar, por negarles el obligatorio saludo de antaño, con los años le dije que era terrible que gente así quedase impune e incluso mantuviera cierto estatus/autoridad y ella me desarmó con un contundente “pero nosotros nos queremos y nos quisieron mucho, bastante llevan ellos sobre sus hombros: lo que merecen”.

    Aunque durante la lectura, como tantas veces, hubiesen brotado melodías, recuerdos, experiencias propias o escuchadas de otros, no tenía pensado el título ni digámoslo así la inspiración de la que partiría el presente texto, pero fue precisamente el día en que amanecimos con la triste noticia de la muerte demasiado temprana y a traición (como le gusta actuar) de Patxi Andión cuando gran parte del grupo habitual de lectura nos reunimos para comer juntos antes del parón navideño (era 19 de diciembre) y luego nos juntamos con el resto para mantener un encuentro en torno al que nos gustaba llamar “el libro secreto”. El heredero salió a la venta el pasado mes de enero y, gracias a mi Pepa Muñoz, tuvimos el privilegio de leer la edición no venal y de conocer a su autor y conversar con él un mes antes de su publicación, pero no se podía contar nada hasta que el libro llegase a las librerías, bien saben los leales que suelo retrasar siempre un poco más mis comentarios, que me tomo tiempo para ir dando forma a lo que escribo (pero han podido ver desde entonces la entrevista que mantuve con el autor y que Pepa tuvo a bien inmortalizar: https://www.youtube.com/watch?v=tj5rhqxhleU&t=59s ), luego han venido algunas cosas que ya se han comentado aquí (o en las que estamos inmersos, y no por gusto -lo que incluye la parte laboral, todo hay que decirlo-), y es por eso que hasta ahora no me había puesto a la tarea de recomendar una novela que tanto me marcó, me conmocionó, me hizo reencontrarme con mis mayores, sobre todo con la tía y con la abuela, con las que tantas horas compartí, a las que tanto hice hablar por más que, como se ha señalado, la tía se comportase como el maestro de la canción que tanto la impactaba (movía la cabeza con furia cuando “las buenas gentes del pueblo” -masticado con toda la ironía del mundo por el cantautor- se indignaban/espantaban de que el maestro no pusiera orejones a los niños, murmuraba “qué ignorantes, qué ignorantes” en algunos momentos, se le empañaban los ojos). Rafael Tarradas Bultó fue también un niño cautivado por aquello que le contaban en casa, aquello que, aunque pudiera parecerse en algunos retazos, era tan diferente a lo poco y mal hilvanado que estudiábamos en el colegio, a su vez tan diferente a lo que empezábamos a apreciar en novelas, películas, relatos que se hacían en televisión; sin embargo, según fui creciendo dejé de preguntar, algo de lo que me he arrepentido muchísimo y muchísimas veces, me gustaría poder hacer verdadera justicia, me han quedado interrogantes muy inquietantes que de vez en cuando me reprocho, no tiene ningún sentido haber dejado la historia a medias, de eso, además, se han beneficiado aquellos que han seguido haciendo daño, pero me daba la sensación de estar hurgando demasiado en la herida, sobre todo en el caso de la tía Carmen, su gesto, sus ojos, su voz se quebraba y veía reaparecer la tristeza y el dolor, mi abuela decía algunas veces que era mejor que no supiera más, que de bastantes cosas me había dado cuenta desde pequeño, que era suficiente, otras era ella misma la que buscaba desahogo, demasiada penumbra en su corazón, el caso es que entre unas cosas y otras dejamos demasiados puntos suspensivos en el alma.

   Siempre me habían gustado e interesado las historias de mi familia, lo sucedido durante la Guerra Civil: era algo que me enganchaba porque era una historia cercana, historia que contaban sus protagonistas lo que lo hacía aún más alucinante, un auténtico privilegio. Tenía muy buena relación con mis mayores, especialmente con mi abuelo que era muy noctámbulo, igual que yo: nos quedábamos hasta muy tarde y me contaba muchas cosas. Con el tiempo, empecé a darme cuenta de que iba olvidando muchas de estas cosas, más aún cuando puse recuerdos en común con uno de mis primos y él me decía que no recordaba nada de eso que yo contaba, por eso me decidí a escribirlo. Nunca me lo planteé como un informe, sino como una historia, lo que no recordaba o no sabía lo inventaba y así fue saliendo el libro, sin ninguna expectativa, como algo que quería hacer, pero sin pensar en su posible trascendencia. El caso es que toda mi familia quería leerlo y, como tengo una que no se acaba porque mis abuelos tuvieron diez hijos, opté por colgarlo en Amazon para quien lo quisiera, luego vino todo lo demás”. Es decir, que Espasa se interesara por el libro, que lo publicase y que los lectores se interesaran de ese modo (vendió 500 ejemplares en una semana a través de Internet) por esta historia que, aunque muy particular y concreta, es en realidad la de muchos, la de nuestros mayores, la de nuestra gente, ese es tal vez el mayor mérito de El heredero ser una novela en la que todo el mundo tiene cabida, no hay buenos ni malos en el sentido más puramente literario, Rafael no juzga a los personajes, describe sus acciones, sus sentimientos, su afán de supervivencia, habla de ese absurdo que es la guerra, de cómo afecta y mina a cualquiera involucrado en ella, da voz a personas muy diversas, plantea una historia necesariamente coral, mantiene un tono muy equilibrado e incluso distante, por más que sepamos que muchas de sus criaturas están inspiradas directamente en algunos de sus familiares directos: “He querido que sea un libro de personas, no de bandos, la mayoría no lo escogió, las familias se dividieron sin quererlo. No lo considero un libro sobre la Guerra Civil, sino sobre personas llevadas a una situación límite, que es el momento en que sale tu verdadero yo, para lo bueno y para lo malo: se recibe tanta presión que uno saca lo mejor y lo peor, no hay matices”. Y, sin embargo, evita el maniqueísmo en sus descripciones tanto colectivas como individuales con enorme soltura, caracterizando a cada personaje, exponiéndolos sin paños calientes, consiguiendo momentos de gran altura dramática y de total implicación con los protagonistas.

   Por más que uno sepa a que se enfrenta, el primer capítulo es absolutamente rompedor (al margen de saber enganchar con un manejo de los ardides literarios que se demuestra muy eficaz y hace olvidar que se trata de una ópera prima) y deja muy claro que, en contra de lo que algunos puedan temer (o les convenga pregonar), no estamos ante “otro libro sobre la Guerra Civil” porque, como hiciese José María Gironella en su injustamente olvidada Un millón de muertos (la continuación de la espléndida Los cipreses creen en Dios), esta le interesa en la medida en que afecta a las personas y, por más que algunos episodios se reproduzcan con enorme precisión y procurando ser muy fiel a determinados hechos, no olvida jamás que está escribiendo una novela y que sin el aliento y las emociones de sus personajes no puede establecerse la necesaria corriente vital con el lector, llevándole como en mi caso a recordar lo que, por ejemplo, tanto emocionó al tío Miguel cuando lo vio reflejado en La vaquilla de Berlanga: “He intentado que nadie pierda su humanidad porque es algo con lo que te encuentras hablando con quienes lo vivieron: si hubieran sabido el nombre de quien tenían enfrente, no hubieran sido capaces de disparar. Mirad lo que pasaba con el tabaco en el frente de Madrid, por ejemplo [secuencia que, como digo, será siempre inolvidable para mí, en parte porque muy pocas veces el tío hablaba sobre aquellos años y, además, en esta ocasión lo hizo con tono jocoso y celebrando lo que veíamos en pantalla]”. El primer capítulo es el que sienta las bases de la novela y el que sirve a Rafael para armar toda la historia de modo que, como se ha señalado, importen más los personajes que lo que viven: “El primer capítulo está muy novelado, es ficción totalmente, aunque surge de una leyenda familiar porque la casa, efectivamente, se llama San Antonio y no hay nadie en la familia que se llame así y mira que mis abuelos tuvieron hijos, por un lado diez y por el otro catorce. Una hermana de mi abuelo contaba que pasó algo similar a lo que me sirve como punto de partida, aunque en la realidad le desposeyeron de su herencia por embarazar a una criada y fue la mala conciencia de la familia la que, al final, motivó que la casa llevase el nombre del niño”.

   Y durante la apasionante y encendida charla que mantuvimos en Cervantes y Compañía fuimos desgranando episodios relacionados con nuestras familias, hablando de la madre de uno, del padre de otra, de mi abuela, de todos aquellos a los que, de una manera u otra, Rafael rinde tributo en las páginas de El heredero, contando, por ejemplo, la batalla de Teruel de una manera que la graba indeleblemente en el corazón: “La mayor tragedia de la batalla de Teruel, la gran impotencia que vivieron es que se peleaba por un lugar que no era estratégico, era una maniobra de despiste para lograr que el enemigo llegase debilitado a Madrid, pero eso supuso someter a las tropas a un frío inhumano: se habla de unos 30 grados bajo cero, mi abuelo recordaba que disparaban sólo para calentarse las manos”. Con muchas licencias literarias y rellenando aquellos huecos en que no tenía testimonios directos, pero sin perder jamás la verosimilitud e incorporando todo lo que su abuelo le contó, Rafael ha construido una historia que no pretende dulcificar ni rebajar la tragedia, pero que sabe evitar el enfrentamiento, que no puede restañar heridas pero no coadyuva a abrirlas, una novela muy equilibrada que hace justicia con las personas que perdieron vidas, familias, hogares, para que otros (los de siempre, los de arriba) se llevasen los laureles.

sábado, 4 de abril de 2020

DE ALMAS CONFINADAS, INQUISIDORES DE BALCÓN Y SALVADORES DEL MUNDO





   Justo al ponerme a escribir, es en este mismo momento cuando caigo en la cuenta de que hoy se cumplen siete años desde que el arpa desempolvó sus cuerdas y sonó por primera vez, siete años desde que comenzó esta aventura que nunca pretendió ser otra cosa más que eso mismo, es decir, el ángulo oscuro del salón en que me gusta refugiarme para meditar, para estar conmigo, para leer (dando alguna luz, por supuesto), para esconderme, el lugar que Pablo me hizo y ayudó a habilitar para que no me dejase reducir, silenciar, anular. Y empecé hablando de nosotros, por supuesto, y cité a don Mario Benedetti, posiblemente mi poeta de cabecera (bajo cuyos auspicios quise poner este lugar pero no fue posible, al menos en lo que al nombre se refiere, aunque ahora -desde hace mucho en realidad- no lo cambiaría por nada -incluso he adoptado el apellido de Arpa en las redes porque me he mimetizado totalmente con la poderosa imagen creada por Bécquer-), le recordé colosalmente interpretado, transmitido y hecho verdad por la inmensa Nacha Guevara y se da el caso de que llegué hasta el teclado y la pantalla pensando en la canción que el uruguayo que tanto sabía de exilios (él también se reencontró con su país ese año) escribió a petición de la argentina que regresaba del suyo: Vuelvo (incluida, por cierto, en ese fantástico álbum titulado Los patitos feos, donde se incluye una inspirada versión musical de la Rima LIII, es decir, Volverán las oscuras golondrinas -hay círculos que terminan por cerrarse y no por casualidad-). “Vuelvo, / quiero creer que estoy volviendo / con mi mejor y peor historia. / Conozco este camino de memoria, / pero igual me sorprendo.” Y llevo queriendo hacerlo casi desde el día en que me marché, hace ya algo más de dos meses, pero no quedó otro remedio, tampoco me arrepiento, ha sido por un motivo laboral, el coraje ha sido no haber podido compatibilizar ambas tareas, pero el tiempo estaba muy medido (de hecho, escaseaba), quién iba a decirnos que, de repente, nos sobraría o, más aún, resultaría incierto, ningún plazo tiene sentido ni puede cumplirse, sólo el que, de momento, no pone final al estado de alarma en que vivimos, el caso es que jamás pensé que regresaría en momentos en que se me imponen algunos versos de esa canción: “Todos / estamos rotos, pero enteros, / diezmados por perdones y resabios, / un poco más gastados y más sabios, / más viejos y sinceros” (ojalá, ya que estamos afrontando algo que, al menos así me sucede, sigue pareciendo irreal, una pesadilla demasiado larga, nos sirva para algo -coincido con mi admirado Nando López en que no hay romantizar las enfermedades ni las tragedias, pero ya que llegan sin llamarlas que, al menos, saquemos conclusiones y/o enseñanzas que nos mejoren un poquito, aunque la experiencia demuestra que eso ocurre, si lo hace, en un porcentaje muy bajo-).

   Regresar ahora, justo hoy, cuando hemos de asumir (por más que lo sospechásemos, por más que lo supiéramos, ¿cómo no querer que el cuento de hadas se hiciera realidad? -y ni hago lecturas políticas ni escribo con esa intención, me limito a reflejar mis emociones, simplemente-), hoy que, como digo, nos cae encima la losa de la necesaria prórroga del confinamiento, no tengo el cuerpo para hablar sobre alguno de los libros que tienen pendiente asomarse a este rincón, al modo en que mi adorada tía Agatha sintió un buen día la necesidad de escribir su autobiografía (que algunos malignos consideran su mejor obra de ficción -cierto es que al abordar (o no) algún que otro episodio se muestra esquiva, por no decir tramposa, lo que nunca fue en sus novelas, en realidad eso engrandece el personaje-, sea como sea, supone una lectura apasionante), hoy he dado libertad a los dedos (y al corazón) para que lleven este escrito a donde quieran, se ha ido acumulando demasiada desolación, un infinito dolor, la pena más negra y con raíces más hondas de que tengo conciencia, una ansiedad galopante con frecuentes estallidos de pánico, a ratos sueltos he dado salida a todo ello con mis textos en Instagram, pero hay tanto guardado, tanto que no me gustaría pensar/sentir/vivir, tanta queja, tanto desencanto, tanta constatación del ser infecto que somos que, perdonen, hablar sobre una novela me resultaría incluso obsceno, al menos hoy que las cuerdas del arpa se destensan, me sentiría un estafador si obviase todo este pesado equipaje y, como si no hubiera pasado nada, como si no estuviese pasando, pareciera vivir en una burbuja, una cosa es no regodearnos en el drama, no utilizarlo como excusa/arma arrojadiza, otra bien distinta obviarlo y, como cantaba el maestro Aute a quien hoy lloramos (porque no le despedimos: queda con nosotros, obviamente, queda la música -y todo lo demás-), parece que simplemente pasaba por aquí.

   Si bien es cierto que, por fortuna, hay muchísimos ejemplos, lo estamos comprobando a diario, de gente que se crece ante las adversidades, que se preocupa y ocupa de los demás antes que de sí misma, que da lo mejor y lo proporciona, gente que responde desde el primer momento, que no se consiente desfallecer, que alivia, consuela, reconforta, sana (no sólo cuerpos, también mentes y almas), alimenta (en todos los sentidos), sostiene, levanta, alienta, abunda, por desgracia, quien aprovecha la más mínima oportunidad para exhibir sin recato su inmundicia, su miseria moral, su insolidaridad, su egoísmo, su ranciedad, su peculiar concepción de lo que, dicen, es “el bien común”. Debe ser esa la gente que arrasó los supermercados antes de que se decretase el estado de alarma, innecesariamente, sin pensar en nadie, desabasteciendo al resto; digo esto porque quiero pensar que, al menos, son coherentes en su maldad, en su erigirse en jueces y verdugos, en su inquisición desde el balcón insultando, amenazando, presionando, escupiendo exabruptos, francotiradores de palabras (al menos los que conozco, me temo que algunos habrán pasado a mayores), lo mismo llaman “puta” a una joven que presta ayuda domiciliaria (Fosco y yo fuimos testigos) como le dicen al farmacéutico (al que tienen que conocer) “qué vergüenza” cuando va y viene, como gritan en general a quien sea “vete a tu casa, por tu culpa moriremos todos”, ellos que, como digo, deben tener lo necesario (porque lo acumularon antes) para no pisar la calle en todos estos días ni una sola vez o no les importa poner(se) en riesgo haciendo que repartidores/mensajeros les lleven a casa lo que puedan necesitar, son proletarios, seguro que no les importa qué pueda pasarles. Sí, acepto que es un argumento un tanto torticero y si me apuran demagógico, pero me estoy poniendo al mismo nivel, es el único lenguaje que algunos comprenden (y ni eso), aunque el asunto me sirve para tocar lo de los bienes/artículos/objetos de primera necesidad, ¿alguno de los fieles, aquellos que me conocen bien, cómplices leales desde hace años a través de las ondas, quién en la sala puede dudar de lo que siento por los libros? Pero, si estamos a lo que tenemos que estar, y es lo que toca, ¿de verdad es tan preciso tener ahora mismo ese título que no se ha comprado en años o la nueva novela de no sé quién? Hablando de necesidades, yo preciso tocar el libro, olerlo, tenerlo en las manos, pero si no queda otra me conformo con el formato electrónico y, por otro lado, tengo tanto atrasado en casa (y eso que al grueso de mi biblioteca me es ahora inaccesible, esos miles -no exagero- de libros que atesoro donde la tía y mi madre), que no echo de menos lo que no todavía no puede venderse en librerías. Por otro lado, aquí hay tanto postureo, tanto quedar de lo que no se es, tanto demostrar que ni se ha leído ni se va a hacer (viendo lo que publican, no me cabe duda), porque cuando saco a Fosco o voy a la compra, veo en los balcones a gente oteando, escudriñando, vigilando, gritando a los que pasan, bronceándose, fumando, hablando por el móvil o enviando (supongo) mensajes de WhatsApp, haciendo ejercicio, bailando, hablando con otros también asomados, afeitándose la cabeza (literal, todo muy higiénico -es, por cierto, uno de quien sospechamos llama a la policía en cuando ve a alguien pasar porque es automático que si él está ahí, incluso lloviendo como la otra noche, al poquito aparezca un coche patrulla-), bueno, que veo a muchos hacer cosas distintas, pero no he visto a nadie leyendo (al menos libros, pantallas sí, tal vez alguno estaba sumergido en Fortunata y Jacinta).

   Lo de salir con Fosco (que no pasear, de nuevo se asume lo que estamos viviendo -pero a un animal no se lo puedes hacer entender, no al menos con unas palabritas-) es mi propio drama de cada día aunque ya me he tranquilizado bastante, al menos acepto/encaro algo mejor la situación, porque al principio me sentía vigilado, culpable, intimidado, caminaba encogido, con aprensión, rogándole que hiciera sus cositas en un minuto, temblando, no sólo por los vocingleros ya descritos, sino porque, sobre todo los primeros días, la policía te paraba, te inquiría, la mayoría de/con buenas maneras, pero siempre aparece ese que no distingue entre autoridad y autoritarismo, el que sólo sabe extorsionar, violentar, amedrentar, y eso que hemos tenido suerte porque he visto cómo lo hacían con otros, a mí me ha tocado el que me dijo un día con cierta desgana “¿vive por aquí? Lo que tiene que hacer es mentalizar al perro de que mee en el portal” y otro que, sin bajarse del coche y a escasos metros de nuestra casa, me llamó “¡Caballero, caballero! ¡Recuerde: no se puede alejar de su casa!”. Mira, ya que nos ponemos, soy el primero que lo censura, estad un poco más pendientes de todos esos que, aprovechando la tesitura, dejan las deposiciones de sus perros allí donde las sueltan, a más de uno debéis ver hacerlo, no es posible que, con la de veces que pasáis/estáis parados en algún sitio nunca sorprendáis a ninguno (porque no es cosa de uno o dos, no, ¡cerdos incívicos!) ¡Aflojad un poquito, leche, que los animales lo pasan muy mal con sus rutinas alteradas y la crispación que perciben aún les desquicia más! Eso sí, tiene su miga ir leyendo los carteles que han colgado en todos los establecimientos obligados a cerrar porque los hay que se han limitado a colgar el digamos oficial, pero otros han tirado de ingenio y han puesto mensajes divertidos, aliviando un poco la tensión, algunos han reinterpretado las directrices oficiales, los hay que las han tuneado/transformado, también quien las ha personalizado, pero con los que más me río (y mira que los he leído veces) es con aquellos que ponen a los del establecimiento/negocio por encima del resto, los que afirmar cerrar “por responsabilidad” o “por preservar la salud” u otras fórmulas similares, como si todo fuese cosa de ellos, como si, al igual que las Supernenas, salvasen el mundo cada día antes de irse a la cama, lo mismo que tanto salvapatrias como hay suelto especialmente por Twitter (bien saben lo que pienso sobre ese lugar en general, ¡cuánto más ahora!), como esos verdugos voluntarios y encantados de serlo que pretenden dar lecciones de moral mientras increpan a otros y demuestran una mala educación (dejémoslo en eso) de tamaño familiar (tal vez nunca mejor dicho), como si el resto no nos esforzáramos ni pusiéramos de nuestra parte (puede que incluso más que ellos, pienso en los insultados que dije antes, en quienes como Pablo deben salir cada día para ir al trabajo, en quien no le queda otra). En fin, yo pensaba volver, como dice la canción con la que empecé a desvariar, “con buen talante y buena gana”, pero las circunstancias (y la gentecilla) no lo permiten, lo que nunca pude prever es que, en el momento en que el arpa volviese a sonar, un servidor podría rubricar, junto a Benedetti y la Guevara, aquello de “me fui menos mortal de lo que vengo”, algo se ha roto y nunca se podrá recomponer. En la próxima ocasión, lo prometo, hablaré de libros.