domingo, 23 de noviembre de 2014

LUGARES QUE NO DEBERÍAN SER COMUNES



  



 La primera vez que me topé con el refrán “entre marido y mujer el dedo no hay que meter” (fue en un tebeo, en una historieta de un vaquero del que no recuerdo el nombre –o sea, que no era Lucky Luke-) me lo apropié en seguida pero cambiando los personajes y sin preocuparme por la rima, puesto que yo lo decía cuando no quería que nadie metiera baza en las discusiones que mantenía con el tío Miguel (eran cosas nuestras y nosotros nos entendíamos); con el tiempo, la frase fue adquiriendo unos tintes muy sombríos, puesto que era la excusa perfecta, el eufemismo bajo el que camuflar la indiferencia, la ceguera, el “yo no me quiero enterar” que musitaba doliente doña Concha Piquer, la mordaza aceptada por unos e impuesta por otros para no asomarse a lo que sucedía en el interior de los hogares, a una violencia soterrada no por ello desconocida, considerada como algo lógico incluso por las víctimas que la sufrían (aquel testimonio lapidario, y por desgracia real, por desgracia compartido, por desgracia refrendado y rubricado por tantas, incluso por las que suspiran aliviadas ante lo que consideran “un mal menor”, un tributo comprensible, un portazgo cuantioso pero tolerado porque se piensa que su pago evitará que aumente su virulencia, esa frase terrorífica con la que una mujer reconocía “mi marido me pega lo normal”), un maltrato continuado, heredado, ancestral, una anulación física, moral, humana, una condena que encontraba las cómplices más activas, más sañudas, más insidiosas en otras iguales que se consideraban superiores por ser “decentes”, “abnegadas”, “buenas madres y esposas de educación religiosa”, verdugos de otras víctimas y de sí mismas. Claro que había y hay muchas parejas en las que, más allá de los lógicos roces, reproches, malentendidos, palabras a destiempo que provoca la convivencia, la armonía, el cariño, la complicidad, las risas son el lenguaje cotidiano y común, pero durante demasiado tiempo se ha sepultado esta cruel realidad bajo la bota del patriarcado e incluso actualmente hay quien dice que se da demasiada importancia a este terrorífico asunto, que se magnifica, que se explota en aras de una mayor audiencia (no puede negarse que hay quien lo ha convertido en su negocio, en su manera de hacerse popular, trivializando la tragedia, inventándola con tal de asegurarse un plató, pero son esas rémoras las que deberían eliminarse no el resto de plataformas desde las que denunciar, advertir, eliminar estigmas, convencer a tantas víctimas que callan, soportan, mueren antes que reconocer lo que para ellas es un fracaso, una culpa, una vergüenza, algo que aguantar porque “es para toda la vida”); y el caso es que el niño va creciendo y se topa con Entre visillos de Carmen Martín Gaite, Cinco horas con Mario de Miguel Delibes, ve en televisión una adaptación de Fragmentos de interior (también de la gloriosa salmantina), se asoma a Los gozos y las sombras primero en la pequeña pantalla y pocos años después a través de las palabras de Gonzalo Torrente Ballester, conoce a las mujeres que aparecen en La colmena de Camilo José Cela, va, en definitiva, aprehendiendo aquí y allá sensaciones, realidades, testimonios, reflejos de lo que sucedía de muros para adentro, de lo que aún sucede en tantas casas, escucha hablar a la abuela con alguna de las vecinas mientras tienden en el patio, rebusca entre las viejas fotos, pregunta quién fue ésta, por qué tiene ese gesto en la foto de bodas “la tía fea” (así se referían a una que no estoy seguro si era hermana o prima o qué del abuelo Tomás), en definitiva, va descubriendo que la mujer ha sido y sigue siendo considerada una inferior, una costilla hurtada al hombre, una deuda que debe pagar con el sudor de su frente, una maldición que se transmiten las unas a las otras.
   Me crie rodeado de mujeres (la abuela, mi madre, la tía Carmen, mi hermana, Gema –una vecina de mi edad-), pero eso no tiene nada que ver porque conozco muchos casos similares que han dado como fruto misóginos que las consideraban a su servicio, que se referían a ellas con superioridad y absoluto desprecio; sin embargo, yo aprendí a quererlas, a respetarlas, según fui madurando comprendí que somos diferentes –eso enriquece la vida- pero no superiores o inferiores por lo que traemos entre las piernas al nacer, que lo nos distingue, lo que nos identifica, lo que importa es lo que nace en el corazón, cómo actuamos, cómo nos comportamos, cómo sentimos, que no hay nada (en lo relativo a lo íntimo, a los afectos, a lo hondamente humano) que sea tributario de un sexo u otro. Aunque pueda sonar extraño, Rosa León fue un elemento importante en esta evolución; en primer lugar, porque era una señora que igual cantaba aquello del ratón que encontró el señor Martín debajo de un botón como inyectaba dolor y rabia a esos versos impagables de Luis Eduardo Aute que se titulan Al alba y que con los años comprenderíamos en toda su inmensidad, desentrañando su simbología (“El día que se avecina viene con hambre atrasada”), una mujer que trataba a los niños sin ñoñerías ni vocecita cursi –por mucho que se la haya tildado de eso, al igual que a la magnífica Gloria Fuertes, sólo por haber conversado con los chavales en condición de igualdad- en aquel divertido programa titulado Sopa de gansos –ahora que reviso tantos episodios compartidos, me acuerdo de cómo mi padre le alababa su saber hacer con los chavales delante de las cámaras-, una compositora que ponía música a una letra de Joaquín Parejo para cantar Los años de casada, canción en que una mujer hace su maleta procurando dejar fuera “el mundo conocido, los años de casada, las horas que ha vivido para llegar a nada”, letra que en aquellos primeros años de la década de los 80 (e incluso después) sonaba insólita, extraña, casi incomprensible, narrando una situación que, estereotipada y manejada para los intereses del serial, sólo nos parecía natural en Dallas o Dinastía. Y como es habitual en un servidor, he dado muchas vueltas para llegar al verdadero objetivo de este texto, pero estoy convencido de que su protagonista me lo perdonará/consentirá, primero porque es muy generoso y siempre procura el acomodo de los demás, no le duelen prendas en hablar bien sobre el trabajo ajeno, en promocionarlo, en destacarlo, porque sé que muchos de los referentes citados también lo son suyos, porque le gustará que la lectura me haya despertado/propiciado/avivado tantas sensaciones, fundamentalmente (por eso me perdí entre mis propios recuerdos) porque él evoca esos años en su nueva novela, La mujer de al lado, publicada como toda su obra anterior por Trabe, novela con la que Ovidio Parades da un salto de gigante en su trayectoria como escritor.
   Cuando se estrenó la espléndida Te doy mis ojos de Icíar Bollaín, hubo quien (un tipo soberbio, pagado de sí mismo, uno de esos que siempre cae de pie –por fortuna, recaló en Los Ángeles, con todo un océano de por medio-, un señorito fatuo, misógino, incomprensible académico y votante de los Goya aunque menospreciaba el cine español –“flaco favor le hacemos poniéndolo siempre bien” ¿y siempre mal no importa?-, al servicio de los que pagasen, de los poderosos, de los relacionados, dictando críticas según conviniera a lo que pergeñaba en despachos), sin haberla visto, se atrevió a tildarla de “feminista”, “exagerada”, “maniquea”, desconociendo –como tantas cosas- que uno de los personajes más negativos de la cinta, el que más pavor produce, el que más remueve, es el que interpreta con su maestría habitual Rosa María Sardá, la madre que llega al tono admonitorio con su hija para que siga al lado de su marido a pesar de los golpes, las amenazas, el martirio diario, para que no pregone a los cuatro vientos lo que le pasa, para aguante lo que tenga que aguantar mientras que, como sentenciaba Bernarda Alba, se mantenga la “buena fachada y armonía familiar”. Por eso es un gran acierto de Ovidio situar su historia en aquellos todavía cercanos años (aunque para algunas cosas diríase que han pasado siglos –bueno, en realidad finiquitamos uno y dimos paso al siguiente-), para poder vivir con Emilio el descubrimiento, los interrogantes, la falta de referentes, para comprender el tormento que Maruchi revive cuando los acontecimientos se precipitan y por qué se siente tan culpable, tan miserable, ella que callaba, por no haber sabido descifrar las señales, por haber guardado silencio, por haber sufrido, por considerarse responsable de que la historia se haya repetido; con su atención a los pequeños detalles, a las rutinas, a esos aspectos mínimos e incluso triviales que conforman lo cotidiano, esos apuntes en los que nos reconocemos o identificamos a personas conocidas, Ovidio va conformando un microcosmos que nos habla directamente, que nos atañe, que nos obliga a actuar, que derriba muros de indefensión, de oídos sordos, de “allá cada uno con lo suyo”; no, señores, eso no es respetar la intimidad de los demás: eso es, simple y llanamente, ser cómplice de un sinsentido, de un delito, de un crimen, de una tortura. Con el estilo que le ha hecho popular gracias a su blog El extraño viaje (título asimismo del primer volumen en que recogió textos del mismo), trascendiendo con soltura, buen oficio y olfato narrativo lo que algunos condenarán como “el tópico de siempre” (cómo os escuece el tema, ¿verdad, hipócritas?), Ovidio Parades se da rienda suelta en La mujer de al lado, entregando la palabra a sus personajes, hablando de asuntos que le interesan, con guiños a sus lectores habituales (trata asuntos que nunca ha descuidado ni le han sido ajenos) pero mucho más firme como novelista, más seguro de sí mismo, confianza que le permite desaparecer en algunas páginas, ceder el primer plano a sus criaturas, a seres de carne y hueso que rompen lo arquetípico por la veracidad de sus sentimientos, que ponen el discurso al servicio de la historia, que claman por lacras a las que ojalá algún día podamos referirnos en pasado, sucesos que sean excepciones y no un triste, sucesivo e interminable rosario de angustia, traumas, heridas, sangre, muerte. Ovidio no pontifica, no adoctrina, no se pone tremendista: en su línea habitual, destila una prosa medida, tranquila, pausada, que se va imponiendo en el ánimo del lector por acumulación, sedimentándose mientras se van pasando páginas, alternando sonrisas, complicidades para los que pertenecemos a la misma generación, con sombras, encogimientos de estómago, vacíos que se van imponiendo hasta que el cuadro queda completo. Del mismo modo, no ofrece soluciones porque por desgracia no las hay, más allá de lo necesario de novelas como ésta, de que el asunto no se dé por zanjado, de que la nueva “normalidad” sea la de aceptar que esto pasa y punto, de seguir siendo altavoz de las injusticias, de avivar la llama de la lucha que consiga erradicar el sentimiento de que una persona puede ser una pertenencia y “como es mía hago con ella lo que quiero”; hay quien la considera perdida, por desgracia parece un imposible, pero mientras escritores como Ovidio Paredes pongan su intención, su atención, su preocupación, su talento al servicio de los sufrientes la literatura saldrá ganando y la partida no podrá darse por perdida.

martes, 18 de noviembre de 2014

HABLAR EN PASADO, SENTIR EN PRESENTE (Y EN EL FUTURO)



  




    Hay que volver a escribir, por supuesto; de hecho, la última conversación coherente y lúcida –porque así se mantuvo hasta menos de veinticuatro horas antes de su muerte-, las últimas palabras que cruzamos que no hiciesen referencia a su enfermedad y al estupor/incomprensión/aprensión porque su estado no mejoraba (con temor por mi parte, con cansancio por la suya –pero sin imaginar que el cruel desenlace estaba tan cerca, casi nos tocaba con los dedos-) versaron sobre mi futuro profesional, sobre un nuevo proyecto que empieza a cristalizar, sobre las posibilidades que se iluminan al fondo del túnel, sobre mis artículos junto a Pablo, sobre la entrevista que mantuve con Mayra Gómez Kemp, en definitiva, vigilante, paternal, preocupado hasta el final por todos nosotros. Y aunque no querría este regreso (sigo sin creerme del todo que lo sucedido hace una semana haya tenido lugar, rememoro –todavía sangran con profusión, esas heridas no restañan tan rápido, no lo hacen nunca aunque el caudal disminuya- lo vivido desde el pasado lunes y me parece estar teniendo una pesadilla, alucinaciones, percibo la realidad como con sordina, con imágenes distorsionadas en los bordes, nimbadas para que un espectador perciba que sólo pasan en la mente del que las evoca o proyecta), aunque jamás pensé que todo se precipitase de esta manera y que el siempre abrupto final (por mucho que lo intuyas, aunque te lo pronostiquen, jamás llegas a poder hacerte a la idea, ocurre a destiempo) nos dejaría la sensación de haber sido estafados, necesito poner algunas palabras en negro sobre blanco, intentar dar cauce a tantas emociones como se me han agolpado, manifestar mi agradecimiento por tantas muestras de cariño, de interés, de aprecio, de amistad, de amor, ser la persona de la que mi padre pueda estar orgulloso siempre.
   Cuando Pablo se inclinó sobre mi cama para decirme que mi hermana (que iba esa mañana porque era festivo en Madrid) había encontrado muy mal a mi padre cuando llegó al hospital para estar con él durante la comida (manejaba los cubiertos, masticaba, rechazaba lo que no le gustaba, se quejaba de que la sopa no tenía sal, es decir, aún tenía autonomía aunque cada vez estuviese más débil y con alguien acompañándole estaba más cómodo y parece que se obligaba a ingerir algo más -¡Él, que nunca tuvo problemas de apetito, ahora rechazaba casi todo porque o su cuerpo no lo retenía o le costaba mucho esfuerzo tragar o no se veía con ánimos para afrontar como poco una mala, larga y muy pesada digestión, eso por no hablar de otras secuelas!-), que incluso había avisado a mi madre –en cuanto le acostaron, ya que estaba en el sillón pero, al contrario que en días anteriores, pidió que le tumbasen porque los dolores habían regresado con virulencia y ensañamiento, aunque mi hermana ya lo había hecho, él se lo pidió, quería que mi madre estuviera cerca, su cuerpo debió advertirle de que entraba en barrena y que ahora al menos era capaz de reconocer y comunicarse con los demás-, cuando Pablo rompió mi descanso –al que me obligaba porque el resto del tiempo se iba en llamadas, preguntas, idas y venidas al hospital- reviví el fatídico minuto en que, apenas un año antes, hacía algo similar porque le avisaban desde Coruña del fallecimiento de su padre (que también ocurrió a traición, único modus operandi que conoce la parca), memoria reciente y lacerante que nos ha atenazado desde que el diagnóstico del mío dejó de ser una suposición, un sobresalto, una sombra ominosa y la quimioterapia se convirtió en una palabra de uso común, en la cruda realidad, en la aparente única solución, orfandad que Pablo puso a buen recaudo para acompañarme, acunarme, sosegarme, allanarme el camino, ocultándola, refrenándola para que la mía se fuese aposentando, consintiéndome desánimos, ahogos, rabia, lágrimas, siendo un bálsamo, un cobijo, un apoyo indispensable, un escudo protector, dando muestras de una generosidad inagotable, callando su dolor, amándome más allá de lo que creo merecerme, derrochando toneladas de afecto a las que jamás podré hacer justicia ni corresponder como debería, como él se merece. Y aunque la situación era grave parecía estable, controlada, no nos hacíamos falsas ilusiones, conocíamos el alcance del enorme tumor, su voracidad, su implacabilidad, pero todo hacía pensar que aunque imparable se mantendría un tiempo adormilado, atontado, noqueado por el tratamiento, pero parece ser que sucedió todo lo contrario y que, como ellos tampoco saben a qué se enfrentan, como el enemigo es esquivo, mutante, imprevisible, los propios médicos (especialmente la oncóloga que le correspondió, también los de guardia que asistieron a su rápido deterioro, a su consunción, sin falseamientos pero con ese irritante vocabulario placebo que parece ser el único que usan en esa planta y con esos enfermos, abusando de los diminutivos, con soniquete animoso, mientras que los auxiliares, el personal de enfermería, el que verdaderamente brega cada minuto, el que conoce el alcance de la enfermedad sin necesidad de escáneres, el que conforta, auxilia, responde, se implica, mientras estos grandes profesionales hacen el trabajo sucio y dan la cara) se vieron superados, impotentes, incapaces y, tras unas horas malas en las que se impuso el oxígeno pero en las que fue capaz de merendar y de responder con criterio y entereza, en las que conservaba su genio, empezó a perder la noción, precisó sedación porque se agitaba por los dolores que le carcomían, entró en delirio, a veces abría los ojos tan campante y preguntaba por qué no nos íbamos “si ya hemos pagado” o “cuándo se termina este trabajo” en referencia al oxígeno que le molestaba en la nariz, para no volver a decir nada con una mínima coherencia, ninguna palabra comprensible más allá de gemidos, estupor, agitación en lo que creímos era el momento definitivo aunque éste aún tardó varias horas en producirse (pero, al menos, después de ese episodio, aumentaron la dosis de morfina y empezó a respirar con cierta calma, que fue en progresión según se iba apagando hasta que, imperceptiblemente, en un momento dado fuimos conscientes de que ya se había marchado).
   Fue un padre que respetó nuestra independencia, que recriminó muy pocas cosas, que se guardó muchas para no discutir, que evitó malos tragos, que procuró mantener la concordia, que se entregó a los demás, que cuidaba y atendía a todo el mundo, tal vez no fuese el más cariñoso, el más expansivo, pero nunca faltó una palabra de aliento, de celebración por nuestros logros, de apoyo o de consuelo, alguien que intentó comprender antes de juzgar, en palabras de mi sobrino fue “el mejor abuelo que un niño ha podido tener”, así se lo susurraba mientras aferraba su mano para calmar su agonía, a su lado tal y como siempre estuvieron (con él iba al parque por las tardes, él le recogía del colegio –excepto un breve periodo en que lo hacía yo porque Radio Intercontinental está muy cerca del Liceo Italiano donde Alberto ha estudiado hasta el pasado junio-, con él ha compartido muchas horas, él ha sido su figura paterna y eso es algo que dice su propio padre), mientras íbamos asumiendo y enfrentándonos a la situación, a ratos llorosos, a ratos temblorosos, rememorando anécdotas, intentando descansar algo para cuando nos necesitase, procurando que mi madre estuviese cómoda (aunque era la más tranquila: se había estado despidiendo de él en las horas previas), el niño (siempre será tal por mucho que tenga dieciocho años y esté en la Universidad) se mantuvo muy cerca, mirándole la cara, con una entereza envidiable, sostenido por el amor que había recibido, el mismo que ahora le entregaba diciéndole “¿ves lo bien que lo has hecho? Aquí estamos todos, no vamos a dejarte solo, hemos venido a acompañarte”, conmoviendo y emocionando, demostrando que la herencia de dignidad, bonhomía y nobleza había sido comprendida, utilizada, revivida. Y, por supuesto, los amigos, los que así han de ser llamados porque lo demuestran sin que nadie les exija nada, estando, siendo, anulando desencuentros, derribando distancias, poniendo por delante a la persona, sin cicaterías, arrasando muros, tendiendo puentes, dando sin reclamar nada, queriendo, dotando de contenido y aliento una palabra, una frase, un abrazo, un mensaje, una llamada (y cómo quedan al descubierto los falsarios, los inanes, los que sólo buscan sonrisas, los de conveniencia). En estos momentos duros, aunque uno quiera distancia y soledad, los amigos sinceros están al acecho por si pueden ayudar, saben respetar mi espacio, ese en el que sólo necesito a Pablo (y a Dobby), pero que ellos ayudan a construir y preservar, en el que saben son bienvenidos porque, sin duda, son parte del legado de mi padre: mantener cerca a tantas buenas personas que dan calor, estrechar esos lazos y forjar nuevas alianzas, saber vestirse por los pies y comportarse de manera que los inevitables errores tengan cada vez menos incidencia, no perturben las relaciones (antes al contrario, las refuercen), eso es algo que aprendí de él y a lo que nunca renunciaré (y como se queda dentro de mí, como ya voy notando cómo busca su acomodo, recurriré a su juicio cuando tenga alguna duda).

martes, 4 de noviembre de 2014

UNIDOS POR UNA GABARDINA



  



 Si se trata de evocar a cierto personaje, ¿cómo no tararear aquella ingeniosa y certera letra, la segunda sevillana de la en su momento popularísima composición de Pepe da Rosa conocida como Los cuatro detectives? Como en otras afortunadas ocasiones, el humorista ponía su atención en lo que tenía éxito en la pequeña pantalla (con el tiempo pasarían por su peculiar, jocoso y pegadizo sentido del humor el mítico J.R. –incluso lo parodió en dos películas- y el resto de la familia que protagonizaba Dallas o aquellos lagartos extraterrestres que paralizaron el país durante varios sábados con la serie V) y glosaba entre palmas y jaleo las andanzas de cuatro investigadores que tenían un amplio número de seguidores y maneras muy particulares de afrontar las pesquisas necesarias para resolver el misterio planteado al inicio de cada episodio: Kojak, Colombo, McCloud y Banacek –aunque, siendo sinceros, este último, a pesar de estar encarnado por George Peppard, aumentó su fama gracias a que el sevillano lo incluyó, tal vez para poder hacer el baile completo, en su letrilla triunfal-, cuatro personajes que nunca coincidieron en pantalla –a no ser que haya por ahí un crossover que yo desconozca, que todo puede ser-. Pero, como digo, nos quedaremos sólo con uno, con la gran creación del no menos portentoso Peter Falk, el teniente Colombo al que da Rosa retrataba así: “El pobre tiene cara de aburrío / y llega con colilla y encogío. / Pregunta por el dueño de la casa / y luego que le cuenta lo que pasa / no queda convencío. / Se pone a rastrear, que no se fía, / igual que un perro en una cacería, / se mete por el ojo de una aguja, / se fija en una simple tontería / y da con el granuja”. Y lo cierto es que ese es el método anárquico (aparente oxímoron que Colombo transforma en real y efectivo) de este teniente que parece a punto de dormirse, descuidado y desastrado, cabezota, risible, torpe, en realidad observador de precisión, detector de la perturbación más mínima, del detalle inapreciable, poseedor de un olfato capaz de percibir las anomalías imperceptibles, sabueso que enreda al asesino para que se delate él solito; desde bien pequeño ha sido uno de mis favoritos, contagiado por el entusiasmo de los tíos (aquí no había discrepancias), predilección a la que se sumaba el hecho de que la hermana de su doblador (el fantástico Jesús Nieto, quien también fuese la voz de Lou Grant, el que sería escogido por el mismísimo Steven Spielberg para interpretar en castellano a Anthony Hopkins en Amistad –lo único reseñable del film-) era una buena amiga de la familia: no hace mucho he repasado (en realidad, por los años transcurridos, descubierto) la segunda temporada de la serie, una de las pocas por no decir la única que veo doblada para deleitarme con el modo en que Jesús recrea, reproduce, capta, hace su propia interpretación de la ronquera de Peter Falk, interpretando, aportando, respetando y, precisamente el día en que vi el último capítulo, tuve oportunidad de conversar con Clara Peñalver y de compartir entusiasmo por el detective Colombo.
   Aquellos que conocieran a Ada Levy en Cómo matar a una ninfa están de enhorabuena porque Debolsillo presenta un nuevo título con ella como protagonista, la ciertamente adictiva El juego de los cementerios, título que consolida a Clara Peñalver como autora con universo propio, como escritora que sabe imprimir su sello a las convenciones necesarias en el género, a alguien que no lo malea, lo distorsiona, lo utiliza como excusa, sino que demuestra conocerlo, quererlo y le aporta nuevos bríos. La joven escritora (es tan sólo su tercer título publicado y, para un dinosaurio como el que suscribe, Clara es insultantemente joven –le llevo trece años, ustedes dirán-) dio vida a Ada sin pensar que el interés de los lectores le haría regresar a ella tan pronto, “de hecho, me planteé la primera como una novela suelta, como única, aunque en mi fuero interno estaba la intención de que el personaje pudiese madurar, desarrollarse, ayudándome en mi trayectoria, porque la concebí como línea de crecimiento y por eso tiene tantas carencias emocionales, es una persona con demasiados cabos sueltos: necesita madurar, por eso es tan estridente, tan alocada, un poco como Colombo que saca de quicio a cualquiera pero consigue su objetivo” (y aquí nos detuvimos a echar unas risas y a comentar algunas jugadas del detective televisivo); aunque puede leerse con independencia y sin conocer lo sucedido en la novela anterior, El juego de los cementerios viene a completar, resolver, ampliar, ahondar en las personalidades presentadas en Cómo matar a una ninfa, el particular laboratorio de pruebas de esta bióloga transformada en escritora… o al revés: “En realidad, como tantas veces, lo que primero nació fue la niña con inquietudes literarias: ya con sólo 13 años emborronaba hojas, jajajaja. Pero no reniego de mi carácter de bióloga, es lo que soy por elección, y fue una carrera que me enseñó mucho, que me formó, que ha determinado mucho más de lo que pueda pensarse mi manera de escribir”. Al margen de la evolución de sus caracteres y de la complejidad argumental en lo que a emociones se refiere, el máximo acierto de Clara es cómo envuelve al lector desde los primeros compases de la narración, especialmente con el gran hallazgo que supone el hecho que da título a la historia, es decir, el propio juego de los cementerios, el hallazgo que inquieta a Ada, la circunstancia que la empuja a meterse en la boca del lobo (algo, por otro lado, a lo que ella tiende casi como modo habitual de comportamiento): “Lo cierto es que ese escenario, los cementerios, andaba dando vueltas por ahí desde hace tiempo, lo mencionaba de pasada en mi anterior novela, el germen ya estaba porque iba rumiando la idea de crear un asesino en serie lo más potente posible y pensé que nada mejor que ocultar sus crímenes en medio de tanta muerte. Y luego está nuestro paisaje, fecundo en cementerios pequeños, con esa aureola entre romántica y morbosa, por un lado son atractivos, por otro sobrecogen, y hay tantos abandonados en los que cualquiera puede colarse… bueno, por ahí empecé a tirar del hilo y mira en qué jaleo metí a la pobre Ada, jajaja”.
   Clara Peñalver escribe muy pegada a la realidad, siguiendo de alguna manera y a su modo la senda de los magníficos autores que transformaron y lo siguen haciendo el género negro en cualquiera de sus variantes en algo netamente español, actualizando y bebiendo de Vázquez Montalbán, Giménez Bartlett, González Ledesma y otros tantos, sin perder el ritmo, sin descuidar la tensión, plegándose al esquema de lo que se entiende por novela policiaca (sin que eso suponga un demérito o una pérdida de identidad), pero aportando una nueva mirada, otros escenarios, tan reconocibles como aquellos en los que investigan Héctor Salgado, Lic Salinas o Bevilacqua y Chamorro, las criaturas de Toni Hill, Pedro Casals y Lorenzo Silva: “Me obsesiona el realismo, especialmente en lo que a emociones se refiere, por eso me resulta más fluido escribir en primera persona, para poder encauzar desde el personaje lo que siente. Y en cuanto a la verosimilitud de la historia, lo más complicado es insertar a una detective privado ya que, como se explica en la propia novela y esa circunstancia provoca que la trama se construya de cierta manera, en España los detectives privados no pueden investigar delitos, no tienen competencias. Pero no hay mal que por bien no venga porque así tengo a Andrea para que cubra ese hueco y al tiempo amplío el abanico de personajes y de traumas porque, lo reconozco, todos están muy tocados emocionalmente”. Y es precisamente esta particularidad la que más enganche provoca en el lector, ya que, sin perder de vista el misterio de las lápidas iguales y los interrogantes que la propia investigación va ampliando en lugar de resolviendo (al menos durante el tiempo necesario para el conveniente despliegue de la historia), el modo en que Ada, Andrea, Hugo, Enrico, Carmina o Flor van abriéndose ante nuestros ojos aporta interés, ganas de saber más, nos sacude al diseccionar miedos, obsesiones, ausencias, debilidades que todos hemos tenido, tenemos, tendremos o reconocemos a familiares, conocidos, amigos, personas como nosotros: “El recurso de que la novela esté escrita a instancias de su psicóloga, el hecho de que hable de lo que ya pasó, me ayudó para colocar a Ada en la posición en la que me parecía más atractiva, es decir, en el momento en que cree haber tocado fondo y se da cuenta de que no puede afrontarlo sola, que necesita ayuda, o sea, como cualquiera por mucho pudor que nos dé reconocerlo. Y en ese sentido, tanto para mí como autora como para los lectores fieles, también quería dejar resuelto el pasado de Enrico, que Carmina pudiera explicarse o entrar en el proceso de duelo en que se enroca Flor, un personaje que me toca muchísimo porque la tengo cerca, la conozco y es que necesito creerme la historia, tocar tierra, es la manera en que me enfrento al texto”.
   La auténtica columna vertebral de El juego de los cementerios es la relación entre Ada y Hugo, esos personajes que duelen por lo mucho que se aman y lo poco o mal que saben expresarlo: “Hugo es mucho más maduro que Ada, incluso demasiado, por eso es incapaz de gestionar su amor, se ve impotente, no logra acertar, mientras que ella no sabe cultivarlo, lo descuida, lo da por hecho”; es una pareja que vive en un permanente callejón sin salida y que, en realidad, están condenados a no entenderse, a manejar códigos antagónicos, a vivir en permanente inestabilidad, por mucho que se idolatren, se deseen, se adoren: a la larga, sólo son capaces de hacerse daño, de vivir en un círculo vicioso que les destruye, echándose de menos hasta el delirio, faltándoles el aire ante el profundo acantilado que los separa, buscándose en cada respiración, pero teniendo que afrontar que la convivencia, la simple cercanía, es nociva, asfixiante, letal. Es por todo eso, por ese viaje al epicentro del corazón, por lo que uno termina El juego de los cementerios preguntándose si sabremos más sobre Ada Levy, si Clara Peñalver ve ahora más factible el hecho de que ha nacido una serie, y resulta que la autora puede responder a esa inquietud al tenerla delante: “Como te decía, necesito a Ada para seguir aprendiendo y puedo prometer que, al menos, va a haber una novela más, aunque tengo muy claro que para ella pueda madurar de verdad necesitaría como mínimo dos”. Estaremos muy atentos a sus próximos movimientos.