Si se trata de evocar a cierto personaje,
¿cómo no tararear aquella ingeniosa y certera letra, la segunda sevillana de la
en su momento popularísima composición de Pepe da Rosa conocida como Los cuatro detectives? Como en otras
afortunadas ocasiones, el humorista ponía su atención en lo que tenía éxito en
la pequeña pantalla (con el tiempo pasarían por su peculiar, jocoso y pegadizo
sentido del humor el mítico J.R. –incluso lo parodió en dos películas- y el
resto de la familia que protagonizaba Dallas
o aquellos lagartos extraterrestres que paralizaron el país durante varios
sábados con la serie V) y glosaba
entre palmas y jaleo las andanzas de cuatro investigadores que tenían un amplio
número de seguidores y maneras muy particulares de afrontar las pesquisas
necesarias para resolver el misterio planteado al inicio de cada episodio:
Kojak, Colombo, McCloud y Banacek –aunque, siendo sinceros, este último, a
pesar de estar encarnado por George Peppard, aumentó su fama gracias a que el
sevillano lo incluyó, tal vez para poder hacer el baile completo, en su letrilla
triunfal-, cuatro personajes que nunca coincidieron en pantalla –a no ser que
haya por ahí un crossover que yo desconozca,
que todo puede ser-. Pero, como digo, nos quedaremos sólo con uno, con la gran
creación del no menos portentoso Peter Falk, el teniente Colombo al que da Rosa
retrataba así: “El pobre tiene cara de aburrío
/ y llega con colilla y encogío. /
Pregunta por el dueño de la casa / y luego que le cuenta lo que pasa / no queda
convencío. / Se pone a rastrear, que
no se fía, / igual que un perro en una cacería, / se mete por el ojo de una
aguja, / se fija en una simple tontería / y da con el granuja”. Y lo cierto es
que ese es el método anárquico (aparente oxímoron que Colombo transforma en
real y efectivo) de este teniente que parece a punto de dormirse, descuidado y
desastrado, cabezota, risible, torpe, en realidad observador de precisión,
detector de la perturbación más mínima, del detalle inapreciable, poseedor de
un olfato capaz de percibir las anomalías imperceptibles, sabueso que enreda al
asesino para que se delate él solito; desde bien pequeño ha sido uno de mis favoritos,
contagiado por el entusiasmo de los tíos (aquí no había discrepancias),
predilección a la que se sumaba el hecho de que la hermana de su doblador (el
fantástico Jesús Nieto, quien también fuese la voz de Lou Grant, el que sería
escogido por el mismísimo Steven Spielberg para interpretar en castellano a
Anthony Hopkins en Amistad –lo único
reseñable del film-) era una buena amiga de la familia: no hace mucho he
repasado (en realidad, por los años transcurridos, descubierto) la segunda
temporada de la serie, una de las pocas por no decir la única que veo doblada
para deleitarme con el modo en que Jesús recrea, reproduce, capta, hace su
propia interpretación de la ronquera de Peter Falk, interpretando, aportando,
respetando y, precisamente el día en que vi el último capítulo, tuve
oportunidad de conversar con Clara Peñalver y de compartir entusiasmo por el
detective Colombo.
Aquellos que conocieran a Ada Levy en Cómo matar a una ninfa están de
enhorabuena porque Debolsillo presenta un nuevo título con ella como
protagonista, la ciertamente adictiva El
juego de los cementerios, título que consolida a Clara Peñalver como autora
con universo propio, como escritora que sabe imprimir su sello a las
convenciones necesarias en el género, a alguien que no lo malea, lo
distorsiona, lo utiliza como excusa, sino que demuestra conocerlo, quererlo y
le aporta nuevos bríos. La joven escritora (es tan sólo su tercer título
publicado y, para un dinosaurio como el que suscribe, Clara es insultantemente
joven –le llevo trece años, ustedes dirán-) dio vida a Ada sin pensar que el
interés de los lectores le haría regresar a ella tan pronto, “de hecho, me
planteé la primera como una novela suelta, como única, aunque en mi fuero
interno estaba la intención de que el personaje pudiese madurar, desarrollarse,
ayudándome en mi trayectoria, porque la concebí como línea de crecimiento y por
eso tiene tantas carencias emocionales, es una persona con demasiados cabos
sueltos: necesita madurar, por eso es tan estridente, tan alocada, un poco como
Colombo que saca de quicio a cualquiera pero consigue su objetivo” (y aquí nos
detuvimos a echar unas risas y a comentar algunas jugadas del detective
televisivo); aunque puede leerse con independencia y sin conocer lo sucedido en
la novela anterior, El juego de los
cementerios viene a completar, resolver, ampliar, ahondar en las
personalidades presentadas en Cómo matar
a una ninfa, el particular laboratorio de pruebas de esta bióloga
transformada en escritora… o al revés: “En realidad, como tantas veces, lo que
primero nació fue la niña con inquietudes literarias: ya con sólo 13 años
emborronaba hojas, jajajaja. Pero no reniego de mi carácter de bióloga, es lo
que soy por elección, y fue una carrera que me enseñó mucho, que me formó, que
ha determinado mucho más de lo que pueda pensarse mi manera de escribir”. Al
margen de la evolución de sus caracteres y de la complejidad argumental en lo
que a emociones se refiere, el máximo acierto de Clara es cómo envuelve al
lector desde los primeros compases de la narración, especialmente con el gran
hallazgo que supone el hecho que da título a la historia, es decir, el propio
juego de los cementerios, el hallazgo que inquieta a Ada, la circunstancia que
la empuja a meterse en la boca del lobo (algo, por otro lado, a lo que ella
tiende casi como modo habitual de comportamiento): “Lo cierto es que ese
escenario, los cementerios, andaba dando vueltas por ahí desde hace tiempo, lo
mencionaba de pasada en mi anterior novela, el germen ya estaba porque iba
rumiando la idea de crear un asesino en serie lo más potente posible y pensé
que nada mejor que ocultar sus crímenes en medio de tanta muerte. Y luego está
nuestro paisaje, fecundo en cementerios pequeños, con esa aureola entre
romántica y morbosa, por un lado son atractivos, por otro sobrecogen, y hay tantos
abandonados en los que cualquiera puede colarse… bueno, por ahí empecé a tirar
del hilo y mira en qué jaleo metí a la pobre Ada, jajaja”.
Clara Peñalver escribe muy pegada a la
realidad, siguiendo de alguna manera y a su modo la senda de los magníficos
autores que transformaron y lo siguen haciendo el género negro en cualquiera de
sus variantes en algo netamente español, actualizando y bebiendo de Vázquez
Montalbán, Giménez Bartlett, González Ledesma y otros tantos, sin perder el
ritmo, sin descuidar la tensión, plegándose al esquema de lo que se entiende
por novela policiaca (sin que eso suponga un demérito o una pérdida de
identidad), pero aportando una nueva mirada, otros escenarios, tan reconocibles
como aquellos en los que investigan Héctor Salgado, Lic Salinas o Bevilacqua y
Chamorro, las criaturas de Toni Hill, Pedro Casals y Lorenzo Silva: “Me
obsesiona el realismo, especialmente en lo que a emociones se refiere, por eso
me resulta más fluido escribir en primera persona, para poder encauzar desde el
personaje lo que siente. Y en cuanto a la verosimilitud de la historia, lo más
complicado es insertar a una detective privado ya que, como se explica en la
propia novela y esa circunstancia provoca que la trama se construya de cierta
manera, en España los detectives privados no pueden investigar delitos, no
tienen competencias. Pero no hay mal que por bien no venga porque así tengo a
Andrea para que cubra ese hueco y al tiempo amplío el abanico de personajes y
de traumas porque, lo reconozco, todos están muy tocados emocionalmente”. Y es
precisamente esta particularidad la que más enganche provoca en el lector, ya
que, sin perder de vista el misterio de las lápidas iguales y los interrogantes
que la propia investigación va ampliando en lugar de resolviendo (al menos
durante el tiempo necesario para el conveniente despliegue de la historia), el
modo en que Ada, Andrea, Hugo, Enrico, Carmina o Flor van abriéndose ante
nuestros ojos aporta interés, ganas de saber más, nos sacude al diseccionar
miedos, obsesiones, ausencias, debilidades que todos hemos tenido, tenemos,
tendremos o reconocemos a familiares, conocidos, amigos, personas como
nosotros: “El recurso de que la novela esté escrita a instancias de su
psicóloga, el hecho de que hable de lo que ya pasó, me ayudó para colocar a Ada
en la posición en la que me parecía más atractiva, es decir, en el momento en
que cree haber tocado fondo y se da cuenta de que no puede afrontarlo sola, que
necesita ayuda, o sea, como cualquiera por mucho pudor que nos dé reconocerlo.
Y en ese sentido, tanto para mí como autora como para los lectores fieles, también
quería dejar resuelto el pasado de Enrico, que Carmina pudiera explicarse o
entrar en el proceso de duelo en que se enroca Flor, un personaje que me toca
muchísimo porque la tengo cerca, la conozco y es que necesito creerme la
historia, tocar tierra, es la manera en que me enfrento al texto”.
La auténtica columna vertebral de El juego de los cementerios es la
relación entre Ada y Hugo, esos personajes que duelen por lo mucho que se aman
y lo poco o mal que saben expresarlo: “Hugo es mucho más maduro que Ada,
incluso demasiado, por eso es incapaz de gestionar su amor, se ve impotente, no
logra acertar, mientras que ella no sabe cultivarlo, lo descuida, lo da por
hecho”; es una pareja que vive en un permanente callejón sin salida y que, en
realidad, están condenados a no entenderse, a manejar códigos antagónicos, a vivir
en permanente inestabilidad, por mucho que se idolatren, se deseen, se adoren:
a la larga, sólo son capaces de hacerse daño, de vivir en un círculo vicioso
que les destruye, echándose de menos hasta el delirio, faltándoles el aire ante
el profundo acantilado que los separa, buscándose en cada respiración, pero
teniendo que afrontar que la convivencia, la simple cercanía, es nociva,
asfixiante, letal. Es por todo eso, por ese viaje al epicentro del corazón, por
lo que uno termina El juego de los
cementerios preguntándose si sabremos más sobre Ada Levy, si Clara Peñalver
ve ahora más factible el hecho de que ha nacido una serie, y resulta que la
autora puede responder a esa inquietud al tenerla delante: “Como te decía,
necesito a Ada para seguir aprendiendo y puedo prometer que, al menos, va a
haber una novela más, aunque tengo muy claro que para ella pueda madurar de
verdad necesitaría como mínimo dos”. Estaremos muy atentos a sus próximos
movimientos.