Ya se sabe que la memoria es bastante caprichosa; sí, se puede
ejercitar, hay quien la tiene más en forma, más fresca, más rápida, más activa
(lo que a veces, sencillamente, demuestra un interés en lo vivido, en lo que
hacen o te cuentan los demás, en sus personas –muchos de esos que se justifican
con un “es que no tengo memoria” demuestran su indiferencia, su despreocupación
por lo que no sea su ombligo o lo que pase a través del mismo-), pero en
realidad nunca comprenderemos del todo su mecanismo, nunca sabremos cómo ampliarla,
hay datos que se quedan anclados sin ningún esfuerzo (especialmente ese
conocimiento inútil que tan brillantemente acuño y expuso Jean-François Revel,
tomado en cualquiera de sus posibles interpretaciones y direcciones) y otros
escurridizos, que no quedan bien fijados, que jamás conseguimos aprehender para
utilizarlos cuando sea preciso. Si bien es cierto que puedo presumir de una
memoria bastante privilegiada, ya me hubiese gustado atesorar fechas, nombres,
batallas, hechos, leyes, personajes a la hora de estudiar Historia en cualquiera
de las asignaturas que en parte padecí a lo largo de mis años académicos (y lo
mismo, agudizado por la escasa o nula motivación que me provocaban, sirve para
tantos temarios abstrusos anegados en la teoría, sin ninguna practicidad, transmitidos
con tono monocorde y sin dotarlos de utilidad con los que pasé tantas horas
robadas al sueño con los codos hincados en la mesa, convenciendo a mi memoria
de que, al menos, se quedase con lo principal, con lo suficiente para aprobar),
poder recordar a las primeras de cambio determinadas circunstancias del modo en
que, sin hacer casi intención, recuerdo directores, repartos, años de
producción, premios recibidos, obras literarias, cuándo se editaron, autores
teatrales, coliseos en los que vi tal función, es decir, todo aquello que
constituye una de mis principales razones de ser, la literatura, el mundo del
espectáculo, la cultura (aunque se me borran con suma facilidad argumentos,
detalles, secuencias, momentos, memorizo menos de lo que pueda parecer pero, por
otro lado, eso regala el placer de revisar, redescubrir, seguir explorando, no
perder el interés ni la posibilidad de disfrutar una y mil veces). El caso es
que, por esos azares del recuerdo, me veo como si estuviera sucediendo ahora
mismo frente al televisor con cinco o seis años, riéndome con los avatares del
oso Yogui y, de repente, pensando “qué divertido tiene que ser hacerlo”,
creyendo que alguien se vestía con el dibujo, se disfrazaba y aparecía tan divertido
y pimpante ante nuestros ojos, no comprendiendo todavía qué era la animación,
sabiendo que no era real pero suponiendo que eran personas las que le otorgaban
vida (y, sí, es lo que sucede pero no de la manera que yo intentaba desentrañar
–vamos, que no era uno de Los Chiripitifláuticos, por poner un ejemplo cercano,
el que terminaba su espacio y se vestía de oso Yogui u otro personaje similar
para intentar huir del guardabosques y zamparse el contenido de la cesta
hurtada a algún excursionista-). Del mismo modo, y es algo que conté en muchas
ocasiones delante del micrófono, miraba a cualquiera de las radios que hubiese
en casa con un cierto estupor (y con fascinación, no hay que negarlo, el germen
de mi pasión estaba muy bien sembrado aunque tuviese que llegar a mi vida mi
querido Mairena para que le diese curso), intentando atisbar dónde se ocultaban
los que hablaban por ahí, de qué diminutos locutores eran esas voces, cómo era
posible que cada mañana me levantasen a los compases de Radio Hora “a través de EAJ2, Radio España, hablamos Carlos Sáinz,
Ferrera Álvarez y Enrique Dausán”.
Y es que la radio fue siempre una buenísima compañera en mi casa desde,
como digo, este mítico programa que anunciaba la hora minuto a minuto “con
información de interés general” y mil contenidos curiosos, entre ellos el
ansiado “cuento corto de hoy” que se extendía en unos diez o doce bloques de
menos de un minuto y que, empezando a las ocho y media, marcaba con precisión
el ritmo adecuado para, una vez concluía, salir pitando hacia el colegio. Después,
durante tantas tardes, bien con la abuela, bien con la tía Carmen, durante la
merienda, alternando con la programación infantil de TVE, en medio de los
deberes, Peticiones del oyente en
Radio Intercontinental, con las últimas de Manolo Escobar, algún bolero de
Machín y, durante el periodo de emisión de la serie, la versión del Dime, abuelito con que se iniciaba Heidi a cargo de Los Mismos (con esa
Helena Bianco vocalizando y matizando como si estuviera interpretando un aria –todos
canturreábamos “qué sonidos son losque oigo yo”, pero ella decía muy solemne “los
que oigo yo”, separando las palabras con énfasis-); ¡quién iba a decirme que
años después pasaría algunos de los momentos más entrañables y fantásticos
jamás vividos en un estudio, que me forjaría como hombre de radio en esos
mismos micrófonos, incluso conociendo, coincidiendo, compartiendo las ondas con
Ernesto Lacalle, Pilar Gasset, María Elena Domenech o el mismísimo Fernando
Forner, aprendiendo casi todo lo que sé de ese medio, gozando como un enano –claro,
por eso hacía radio, por lo pequeñito, al final tenía razón y resolví el
misterio-, ganando para siempre un maestro, un compañero, un amigo como Miguel
Ángel Yáñez, que mi debut profesional –sin renegar del bautismo necesario en
Radio Condado, gracias a Mairena como dije, empujón definitivo para comprender
que la radio debía ser mi objetivo prioritario-, mi experiencia se asentaría y
alimentaría en Radio Intercontinental! Y no puedo olvidarme de aquella Radio
Cristal perteneciente a la rueda de emisoras Rato, sita en Velázquez 54 (donde
empezaría a descollar tiempo después Onda Cero), con ese programa de sobremesa,
En español presentado por José
Antonio Rojo y Mercedes Revuelta (la actual esposa –bueno, desde hace mucho- de
Jorge Verstrynge… ¡Lo que es la vida!), del que la tía y yo éramos rendidos
admiradores, en el que participamos telefónicamente en tantas ocasiones, motivo
por el cual visité un estudio de radio por primera vez (con doce o trece años)
sin poder ni siquiera intuir que se convertiría en una rutina, en un suceso
cotidiano, en algo habitual, en mi futuro (ritual que , aunque sólo haya sido
como invitado, pero con sumo placer porque ha sido para presentar nuestros
libros y así hemos podido estar de nuevo juntos frente al micrófono Pablo yo, he
podido seguir cumpliendo a veces -¡Incluso en Radio Exterior gracias a la
querida Teresa Montoro!- por mucho que cierto poeta huero haya procurado que
eso no suceda –y da igual, hermoso, porque el arpa seguirá sonando y no podrás
impedirlo-). Mi padre se dormía escuchando la SER y, así, mientras preparaba
apuntes, empezaba un somero repaso, revisaba libros, esperaba que la casa
estuviera en silencio para ponerme a estudiar (siempre he sido muy noctámbulo:
me daba mejor resultado acostarme tarde que, como hacían otros compañeros,
ponerme el despertador tres horas antes de salir para el instituto o la
universidad), ponía una oreja en Hora 25,
desconectaba con El larguero y, a
veces, dependiendo de en qué momento me pusiera a la tarea, me dejaba llevar
por la siempre admirada voz de Carlos Herrera y su universo coplero (aunque
haya muchas cosas que pueda censurarle, aunque no comparta todo lo que dice ni
cómo lo dice, sigue siendo uno de mis ídolos, un periodista versátil,
carismático y con redaños); alteré horarios, rechacé algunas propuestas, hice
todo lo posible por no perderme (desde que lo descubrí gracias al histórico,
añorado y envidiado programa matinal de Jesús Hermida en TVE –sabía que existía
pero, vaya usted a saber por qué, nunca me había llamado la atención-) Apueste por una en Radiocadena Española
con María Teresa Campos y Patricia Ballesteros hasta vivir su abrupto final en
marzo de 1989 cuando sus últimas emisoras se integraron definitivamente en RNE para
transformarse en Radio 5.
Podría seguir mucho rato enumerando recuerdos vinculados a la radio, más
incluso como oyente que como participante, pero por un lado se me está
acumulando demasiada nostalgia, demasiado dolor por un tiempo que siento
demasiado lejano e irrepetible: he dejado de escuchar radio, no me satisface,
aún noto la herida sangrando, y no por considerarme imprescindible, sino por
conocer demasiado sus entresijos personales y políticos, quiénes son los que
mueven los hilos (y cómo los mueven), el modo en que alguno mantienen su
parcelita a buen recaudo, la manera en que profesionales a los que nadie puede
negar su preparación, su experiencia, su sabiduría, han sido puestos en la
picota, los silencios cómplices, los gestos y/o declaraciones que son sólo eso,
que buscan la foto precisa y conveniente a unos cuantos, el “compañerismo” que
destilan, ejercen y reclaman los sindicalistas, los mismos que pactan con la
empresa sin tener en cuenta a nadie más, por no poder evitar en demasiadas
ocasiones la arcada (sé que pagan justos por pecadores, pero la norma, lo más
abundante, la generalidad de lo que se emite me provoca estos y otros efectos
secundarios con sólo dejar sonar un minuto alguna emisora al azar). Y, además,
como suele ocurrirme, me desvié muchísimo de mi objetivo inicial porque mi
evocación de la radio (para la que tampoco necesito ningún estímulo especial:
está ahí, latiendo intensamente a cada momento) estuvo propiciada por una
lectura muy agradable, la de Los
maletines de Juan Carlos Méndez Guédez, novela publicada por Siruela, en la
que uno de sus protagonistas ha trabajado durante bastante tiempo en la radio
nocturna y, un buen día, casi sin esperarlo aunque en parte intuyéndolo por la
realidad que se vive en Caracas a la que él no es ajeno, más aún desde su
atalaya profesional, se ha visto fuera de la emisora (¿Comprenden el porqué de
mi empatía con este personaje, amante de la cultura y homosexual para más señas,
también profundo conocedor del mundo del boxeo, algo que me es totalmente ajeno
por mucho que el tío Miguel y la abuela fuesen grandes aficionados?). El autor presenta
su historia con un prefacio ciertamente revelador –“Aunque como afirmó Benoit
de Sainte-Maure: «No digo que algo propio no añada», los hechos ficticios aquí
relatados son reales y los hechos reales son ficticios. El autor se excusa porque
quizás ha imaginado unos y otros. Cualquier semejanza con la ficción es una
buscada coincidencia”-, dejando claro el tono entre burlesco y satírico con el
que el venezolano disecciona (con menciones que no dejan lugar a dudas,
eligiendo detalles y personas que podemos encontrar en la hemeroteca, sucesos
reconocibles, ocultando tan sólo el nombre de cierta bicha “que nos envenenó la
existencia y nos trajo tan mala suerte a mí y al país” –Chávez es el gran
ausente/presente, el que sobrevuela por las casi 400 páginas que se leen de
tirón-) la realidad de su país, usando los mimbres de la novela negra para
construir una narración muy ágil, satisfactoria para los amantes del género que
sólo buscan distracción, misterios, enigmas, que sabe enriquecerse con la
crítica social, con el espejo deformante pero certero que ha caracterizado a
este tipo de novelas desde sus inicios, con el peculiar y un tanto cínico
sentido del humor que imprime un carácter propio, muy atractivo y admirable, a
la prosa de Méndez Guédez, una manera de abordar el policial muy característica
de los del otro lado del Atlántico (podría recordarse la vibrante Betibú de Claudia Piñeiro para, así,
echar un borrón sobre la inane adaptación fílmica estrenada no hace mucho en la
que, precisamente, se perdía la gracia, la humorada, la verdadera esencia de
novelas de este tipo).
Los maletines dosifica con
acierto unas cuantas sorpresas, primando lo cotidiano, lo íntimo, el absurdo en
que vive inmerso un tal Donizetti (llamado así por un equívoco de su padre en
torno a la autoría de un aria que le fascinaba), haciendo un retrato muy vívido
de lo que sucede en las calles caraqueñas, buscando más la carcajada y el
estupor que la tensión y los interrogantes, pero sabiendo combinarlos a la
perfección para construir un puzle compuesto por piezas imprescindibles, en que
las dos líneas argumentales interactúan con brío y dominio hasta que conforman
una sola, aunque manteniendo su independencia y particularidades: Manuel, el
que fuera afamado locutor, refugiado, sepultado, olvidado, escondido en la
zapatería de sus padres, la misma en la que ayudaba cuando era estudiante y
compañero de correrías de Donizeti, habla en primera persona, es incisivo,
hiriente, a veces déspota, a ratos rencoroso, pero por encima de todo un amigo
que sabe responder a lo que esta palabra debería significar; la parte de su compañero
corre a cargo de un narrador omnisciente, de un Méndez Guédez que no se oculta,
que aporta su sorna, su dolor, sus opiniones, que establece un diálogo
soterrado pero apasionante con lo que hace contar a Manuel. De este modo, nunca
puede predecirse qué va a suceder a continuación, qué nueva pirueta va a trazar
el autor, pero de lo que podemos estar seguros es de que va a encontrar como salvación
la mullida red de una escritura cincelada con mimo, con paciencia, que conserva
su espontaneidad, su fluidez, su velocidad, una espléndida muestra de cómo un
escritor aprovecha los esquemas de un género en beneficio propio y les da otro
rumbo, otro contenido, un toque personal, una voz que conviene ser escuchada
(bueno, leída, es que con lo de la radio ya saben ustedes que siempre tiro al
monte).