miércoles, 29 de octubre de 2014

LA RADIO, MI BANDA SONORA








  Ya se sabe que la memoria es bastante caprichosa; sí, se puede ejercitar, hay quien la tiene más en forma, más fresca, más rápida, más activa (lo que a veces, sencillamente, demuestra un interés en lo vivido, en lo que hacen o te cuentan los demás, en sus personas –muchos de esos que se justifican con un “es que no tengo memoria” demuestran su indiferencia, su despreocupación por lo que no sea su ombligo o lo que pase a través del mismo-), pero en realidad nunca comprenderemos del todo su mecanismo, nunca sabremos cómo ampliarla, hay datos que se quedan anclados sin ningún esfuerzo (especialmente ese conocimiento inútil que tan brillantemente acuño y expuso Jean-François Revel, tomado en cualquiera de sus posibles interpretaciones y direcciones) y otros escurridizos, que no quedan bien fijados, que jamás conseguimos aprehender para utilizarlos cuando sea preciso. Si bien es cierto que puedo presumir de una memoria bastante privilegiada, ya me hubiese gustado atesorar fechas, nombres, batallas, hechos, leyes, personajes a la hora de estudiar Historia en cualquiera de las asignaturas que en parte padecí a lo largo de mis años académicos (y lo mismo, agudizado por la escasa o nula motivación que me provocaban, sirve para tantos temarios abstrusos anegados en la teoría, sin ninguna practicidad, transmitidos con tono monocorde y sin dotarlos de utilidad con los que pasé tantas horas robadas al sueño con los codos hincados en la mesa, convenciendo a mi memoria de que, al menos, se quedase con lo principal, con lo suficiente para aprobar), poder recordar a las primeras de cambio determinadas circunstancias del modo en que, sin hacer casi intención, recuerdo directores, repartos, años de producción, premios recibidos, obras literarias, cuándo se editaron, autores teatrales, coliseos en los que vi tal función, es decir, todo aquello que constituye una de mis principales razones de ser, la literatura, el mundo del espectáculo, la cultura (aunque se me borran con suma facilidad argumentos, detalles, secuencias, momentos, memorizo menos de lo que pueda parecer pero, por otro lado, eso regala el placer de revisar, redescubrir, seguir explorando, no perder el interés ni la posibilidad de disfrutar una y mil veces). El caso es que, por esos azares del recuerdo, me veo como si estuviera sucediendo ahora mismo frente al televisor con cinco o seis años, riéndome con los avatares del oso Yogui y, de repente, pensando “qué divertido tiene que ser hacerlo”, creyendo que alguien se vestía con el dibujo, se disfrazaba y aparecía tan divertido y pimpante ante nuestros ojos, no comprendiendo todavía qué era la animación, sabiendo que no era real pero suponiendo que eran personas las que le otorgaban vida (y, sí, es lo que sucede pero no de la manera que yo intentaba desentrañar –vamos, que no era uno de Los Chiripitifláuticos, por poner un ejemplo cercano, el que terminaba su espacio y se vestía de oso Yogui u otro personaje similar para intentar huir del guardabosques y zamparse el contenido de la cesta hurtada a algún excursionista-). Del mismo modo, y es algo que conté en muchas ocasiones delante del micrófono, miraba a cualquiera de las radios que hubiese en casa con un cierto estupor (y con fascinación, no hay que negarlo, el germen de mi pasión estaba muy bien sembrado aunque tuviese que llegar a mi vida mi querido Mairena para que le diese curso), intentando atisbar dónde se ocultaban los que hablaban por ahí, de qué diminutos locutores eran esas voces, cómo era posible que cada mañana me levantasen a los compases de Radio Hora “a través de EAJ2, Radio España, hablamos Carlos Sáinz, Ferrera Álvarez y Enrique Dausán”.
   Y es que la radio fue siempre una buenísima compañera en mi casa desde, como digo, este mítico programa que anunciaba la hora minuto a minuto “con información de interés general” y mil contenidos curiosos, entre ellos el ansiado “cuento corto de hoy” que se extendía en unos diez o doce bloques de menos de un minuto y que, empezando a las ocho y media, marcaba con precisión el ritmo adecuado para, una vez concluía, salir pitando hacia el colegio. Después, durante tantas tardes, bien con la abuela, bien con la tía Carmen, durante la merienda, alternando con la programación infantil de TVE, en medio de los deberes, Peticiones del oyente en Radio Intercontinental, con las últimas de Manolo Escobar, algún bolero de Machín y, durante el periodo de emisión de la serie, la versión del Dime, abuelito con que se iniciaba Heidi a cargo de Los Mismos (con esa Helena Bianco vocalizando y matizando como si estuviera interpretando un aria –todos canturreábamos “qué sonidos son losque oigo yo”, pero ella decía muy solemne “los que oigo yo”, separando las palabras con énfasis-); ¡quién iba a decirme que años después pasaría algunos de los momentos más entrañables y fantásticos jamás vividos en un estudio, que me forjaría como hombre de radio en esos mismos micrófonos, incluso conociendo, coincidiendo, compartiendo las ondas con Ernesto Lacalle, Pilar Gasset, María Elena Domenech o el mismísimo Fernando Forner, aprendiendo casi todo lo que sé de ese medio, gozando como un enano –claro, por eso hacía radio, por lo pequeñito, al final tenía razón y resolví el misterio-, ganando para siempre un maestro, un compañero, un amigo como Miguel Ángel Yáñez, que mi debut profesional –sin renegar del bautismo necesario en Radio Condado, gracias a Mairena como dije, empujón definitivo para comprender que la radio debía ser mi objetivo prioritario-, mi experiencia se asentaría y alimentaría en Radio Intercontinental! Y no puedo olvidarme de aquella Radio Cristal perteneciente a la rueda de emisoras Rato, sita en Velázquez 54 (donde empezaría a descollar tiempo después Onda Cero), con ese programa de sobremesa, En español presentado por José Antonio Rojo y Mercedes Revuelta (la actual esposa –bueno, desde hace mucho- de Jorge Verstrynge… ¡Lo que es la vida!), del que la tía y yo éramos rendidos admiradores, en el que participamos telefónicamente en tantas ocasiones, motivo por el cual visité un estudio de radio por primera vez (con doce o trece años) sin poder ni siquiera intuir que se convertiría en una rutina, en un suceso cotidiano, en algo habitual, en mi futuro (ritual que , aunque sólo haya sido como invitado, pero con sumo placer porque ha sido para presentar nuestros libros y así hemos podido estar de nuevo juntos frente al micrófono Pablo yo, he podido seguir cumpliendo a veces -¡Incluso en Radio Exterior gracias a la querida Teresa Montoro!- por mucho que cierto poeta huero haya procurado que eso no suceda –y da igual, hermoso, porque el arpa seguirá sonando y no podrás impedirlo-). Mi padre se dormía escuchando la SER y, así, mientras preparaba apuntes, empezaba un somero repaso, revisaba libros, esperaba que la casa estuviera en silencio para ponerme a estudiar (siempre he sido muy noctámbulo: me daba mejor resultado acostarme tarde que, como hacían otros compañeros, ponerme el despertador tres horas antes de salir para el instituto o la universidad), ponía una oreja en Hora 25, desconectaba con El larguero y, a veces, dependiendo de en qué momento me pusiera a la tarea, me dejaba llevar por la siempre admirada voz de Carlos Herrera y su universo coplero (aunque haya muchas cosas que pueda censurarle, aunque no comparta todo lo que dice ni cómo lo dice, sigue siendo uno de mis ídolos, un periodista versátil, carismático y con redaños); alteré horarios, rechacé algunas propuestas, hice todo lo posible por no perderme (desde que lo descubrí gracias al histórico, añorado y envidiado programa matinal de Jesús Hermida en TVE –sabía que existía pero, vaya usted a saber por qué, nunca me había llamado la atención-) Apueste por una en Radiocadena Española con María Teresa Campos y Patricia Ballesteros hasta vivir su abrupto final en marzo de 1989 cuando sus últimas emisoras se integraron definitivamente en RNE para transformarse en Radio 5.
   Podría seguir mucho rato enumerando recuerdos vinculados a la radio, más incluso como oyente que como participante, pero por un lado se me está acumulando demasiada nostalgia, demasiado dolor por un tiempo que siento demasiado lejano e irrepetible: he dejado de escuchar radio, no me satisface, aún noto la herida sangrando, y no por considerarme imprescindible, sino por conocer demasiado sus entresijos personales y políticos, quiénes son los que mueven los hilos (y cómo los mueven), el modo en que alguno mantienen su parcelita a buen recaudo, la manera en que profesionales a los que nadie puede negar su preparación, su experiencia, su sabiduría, han sido puestos en la picota, los silencios cómplices, los gestos y/o declaraciones que son sólo eso, que buscan la foto precisa y conveniente a unos cuantos, el “compañerismo” que destilan, ejercen y reclaman los sindicalistas, los mismos que pactan con la empresa sin tener en cuenta a nadie más, por no poder evitar en demasiadas ocasiones la arcada (sé que pagan justos por pecadores, pero la norma, lo más abundante, la generalidad de lo que se emite me provoca estos y otros efectos secundarios con sólo dejar sonar un minuto alguna emisora al azar). Y, además, como suele ocurrirme, me desvié muchísimo de mi objetivo inicial porque mi evocación de la radio (para la que tampoco necesito ningún estímulo especial: está ahí, latiendo intensamente a cada momento) estuvo propiciada por una lectura muy agradable, la de Los maletines de Juan Carlos Méndez Guédez, novela publicada por Siruela, en la que uno de sus protagonistas ha trabajado durante bastante tiempo en la radio nocturna y, un buen día, casi sin esperarlo aunque en parte intuyéndolo por la realidad que se vive en Caracas a la que él no es ajeno, más aún desde su atalaya profesional, se ha visto fuera de la emisora (¿Comprenden el porqué de mi empatía con este personaje, amante de la cultura y homosexual para más señas, también profundo conocedor del mundo del boxeo, algo que me es totalmente ajeno por mucho que el tío Miguel y la abuela fuesen grandes aficionados?). El autor presenta su historia con un prefacio ciertamente revelador –“Aunque como afirmó Benoit de Sainte-Maure: «No digo que algo propio no añada», los hechos ficticios aquí relatados son reales y los hechos reales son ficticios. El autor se excusa porque quizás ha imaginado unos y otros. Cualquier semejanza con la ficción es una buscada coincidencia”-, dejando claro el tono entre burlesco y satírico con el que el venezolano disecciona (con menciones que no dejan lugar a dudas, eligiendo detalles y personas que podemos encontrar en la hemeroteca, sucesos reconocibles, ocultando tan sólo el nombre de cierta bicha “que nos envenenó la existencia y nos trajo tan mala suerte a mí y al país” –Chávez es el gran ausente/presente, el que sobrevuela por las casi 400 páginas que se leen de tirón-) la realidad de su país, usando los mimbres de la novela negra para construir una narración muy ágil, satisfactoria para los amantes del género que sólo buscan distracción, misterios, enigmas, que sabe enriquecerse con la crítica social, con el espejo deformante pero certero que ha caracterizado a este tipo de novelas desde sus inicios, con el peculiar y un tanto cínico sentido del humor que imprime un carácter propio, muy atractivo y admirable, a la prosa de Méndez Guédez, una manera de abordar el policial muy característica de los del otro lado del Atlántico (podría recordarse la vibrante Betibú de Claudia Piñeiro para, así, echar un borrón sobre la inane adaptación fílmica estrenada no hace mucho en la que, precisamente, se perdía la gracia, la humorada, la verdadera esencia de novelas de este tipo).
   Los maletines dosifica con acierto unas cuantas sorpresas, primando lo cotidiano, lo íntimo, el absurdo en que vive inmerso un tal Donizetti (llamado así por un equívoco de su padre en torno a la autoría de un aria que le fascinaba), haciendo un retrato muy vívido de lo que sucede en las calles caraqueñas, buscando más la carcajada y el estupor que la tensión y los interrogantes, pero sabiendo combinarlos a la perfección para construir un puzle compuesto por piezas imprescindibles, en que las dos líneas argumentales interactúan con brío y dominio hasta que conforman una sola, aunque manteniendo su independencia y particularidades: Manuel, el que fuera afamado locutor, refugiado, sepultado, olvidado, escondido en la zapatería de sus padres, la misma en la que ayudaba cuando era estudiante y compañero de correrías de Donizeti, habla en primera persona, es incisivo, hiriente, a veces déspota, a ratos rencoroso, pero por encima de todo un amigo que sabe responder a lo que esta palabra debería significar; la parte de su compañero corre a cargo de un narrador omnisciente, de un Méndez Guédez que no se oculta, que aporta su sorna, su dolor, sus opiniones, que establece un diálogo soterrado pero apasionante con lo que hace contar a Manuel. De este modo, nunca puede predecirse qué va a suceder a continuación, qué nueva pirueta va a trazar el autor, pero de lo que podemos estar seguros es de que va a encontrar como salvación la mullida red de una escritura cincelada con mimo, con paciencia, que conserva su espontaneidad, su fluidez, su velocidad, una espléndida muestra de cómo un escritor aprovecha los esquemas de un género en beneficio propio y les da otro rumbo, otro contenido, un toque personal, una voz que conviene ser escuchada (bueno, leída, es que con lo de la radio ya saben ustedes que siempre tiro al monte).