“Ya no tengo paciencia para algunas cosas, no porque me haya vuelto
arrogante, sino simplemente porque llegué a un punto de mi vida en que no me
apetece perder más tiempo con aquello que me desagrada o hiere. No tengo
paciencia para el cinismo, críticas en exceso y exigencias de cualquier
naturaleza. Perdí la voluntad de agradar a quien no agrado, de amar a quien no
me ama y de sonreír para quien no quiere sonreírme. Ya no dedico un minuto a
quien miente o quiere manipular. Decidí no convivir más con la pretensión,
hipocresía, deshonestidad y elogios baratos. No consigo tolerar la erudición
selectiva y la altivez académica. No me ajusto más con la barriada o el
chusmerío. No soporto conflictos y comparaciones. Creo en un mundo de opuestos
y por eso evito personas de carácter rígido e inflexible. En la amistad me
desagrada la falta de lealtad y la traición. No me llevo nada bien con quien no
sabe elogiar o incentivar. Las exageraciones me aburren y tengo dificultad en
aceptar a quien no gusta de los animales. Y, por encima de todo, ya no tengo
paciencia ninguna para quien no merece mi paciencia". ¡Cuántos abusan de
la paciencia de los demás, cuántos actúan escudados impunemente en la buena
educación de los que sufren sus desmanes, amparados por una corrección que
supone una prisión, una condena, un freno que en ocasiones nos imponemos
nosotros mismos! Las palabras con las que se abre este texto llevan un tiempo
recorriendo Internet de acá para allá, aplaudidas por unos, refrendadas por
otros, coreadas y vitoreadas por el resto, pero atribuidas erróneamente (o por
algún “genio” de la informática que quiso garantizarse la inmortalidad –escasa,
porque el internauta cero, el que lanza la bola, el que crea el contenido que
se transforma en viral no suele trascender- buscando los auspicios de alguien
que deja pequeña la palabra “popularidad” y con un prestigio generalizado a
prueba de bombas) a la maravillosa e inteligente actriz Meryl Streep, quien sin
duda estará de acuerdo con cada palabra, con las afirmaciones debidas a José
Micard Teixeira, autor de varios de esos libros que se califican como “de
autoayuda”, reconociendo que, en realidad, reúnen unas cuantas obviedades en
las que cualquiera podría reparar si no nos dejásemos impregnar tan a menudo
por la mediocridad rampante que nos rodea, esa que convierte en gurús a los
emisores de mensajes simplistas, buenistas, plagados de conformismo, de
ñoñería, de palabras tomadas de otros a las que se adereza (o ni eso) con el
toque personal del Coelho, Bucay, Punset –Elsa, aunque el gran Eduard también
tomó esa deriva, por desgracia y por réditos-, Espinosa o Byrne de turno,
supuestas fórmulas mágicas que destierran todo mal de un plumazo, que si fuesen
aplicables, si demostrasen su eficacia, no se comprende por qué no se siguen a
pies juntillas (eso por no mencionar otros libelos –en la segunda acepción del
DRAE, me niego a llamarlos libros, aunque también sean denigrantes, como se
indica en la primera, porque toman a los lectores por tontos que necesitan ser
iluminados, dirigidos, bendecidos con su oratoria-, esos manuales para hacerse
millonario sin trabajar, hacer amigos hasta durmiendo o utopías de ese jaez), mantras
que, como ya se ha señalado, cuando nos resultan adecuados, certeros, precisos,
es porque responden a un estadio ideal que, por desgracia, es inalcanzable en
un mundo en que el sentido común es insólito, en que el encorsetamiento
emocional es la norma, en que se enarbolan banderas a las que se rinde
juramento con palabras vaciadas de contenido que cada uno reinterpreta a su
conveniencia y utiliza como arma arrojadiza, en que unos pocos se han hecho los
amos del lenguaje e incluso dictaminan cómo debemos pensar, pasear, sonreír
(vamos, que George Orwell, al que regresaremos muy pronto en este blog, está de
plena vigencia, en contra de lo que nos gustaría creer).
En un mundo que sobrevalora la sinceridad, pero sólo la que es brutal,
innecesaria, maleducada, con la que algunos justifican su osadía, su
inconveniencia, su escaso o nulo proceso mental antes de proferir las palabras
que salen disparadas de su boca como si naciesen en la laringe sin haber pasado
por los circuitos adecuados, su palmaria ignorancia, en realidad no queremos
que nadie nos diga las cosas a la cara, preferimos los subterfugios,
camuflarnos en frases hechas, en falsos paraísos (especialmente, esos que no
tienen recato en soltar un exabrupto, una ofensa, una grosería que rematan con
la frase comodín, con su particular patente de corso, “ya sabes que yo soy muy
sincero”, pero no consienten que les quites la venda de los ojos o pretendas
que escuchen lo que no les interesa, por mucho que sea en su beneficio),
reprendemos al que alza la voz incluso aunque nos defienda, aunque dé la cara
por el resto (y aceptamos el esclavismo, el servilismo, la opresión de la que
se hace cómplice cualquiera que diga “no muerdas la mano que te da de comer”
para no ejercer la autocrítica, para procurar cambiar lo que no está bien, para
mejorar y crecer –y, así, la más alarmada, diríase injuriada, herida en lo más
hondo, la más alterada por las verdades vertidas en 24 horas de un periodista desesperado fue aquella con la que la
novela hacía justicia, dándole voz, denunciando las tropelías sufridas, pero
ella, pesebrista de oficio y corazón, decía que “no se puede atacar a esta
dirección a la que debemos tanto” (aquí, como en Evita, el coro debía matizar “a la que tú debes tanto”, aunque ya vimos cómo la protegieron, mimaron,
ayudaron, sí, jajajaja –lo más que ha logrado, y a buen seguro que pasando
humillaciones que en realidad no habrá recibido como tales, es saberse
desterrada, arrinconada en un lugar al que prometió no volver en voz muy alta-)-).
En esta época procelosa, no ya en lo general (por lo señalado y, como cantaría
Luis Aguilé, por muchas cosas más), sino en lo íntimo, en lo personal, en lo
familiar, en lo propio, pasando muchas horas en la sala de espera de un
hospital, una de las pocas razones para sonreír en aquel lugar (incluso para
carcajearme, lo que evité/reprimí para no parecer un alocado inconsciente) fue
la lectura de un libro magnífico (descubierto, como tantos, gracias al olfato y
conocimiento de Pablo, quien llevaba tiempo detrás de él al igual que de su
versión cinematográfica –que también hemos paladeado no hace mucho-), de un
texto fresco, sorprendente, auténticamente rompedor, sin tapujos,
revolucionario en su sinceridad, en su falta de prejuicios a la hora de hablar
sobre sí misma y sobre su familia, sobre su entorno y las personas a las que
conoció, inmisericorde especialmente con su físico, su brusquedad, su
particular carácter, su condición de rara avis (precisamente como el título de
la colección en que la editorial Alba ha rescatado su nombre, su autoría, su
obra), una novela autobiográfica en realidad más lo segundo que lo primero que
rompió moldes, que diríase escrita hace cuatro días cuando, desde su espléndida
atalaya literaria, contempla el mundo actual con la lucidez que sus algo más de
cien años le otorgan: Mi impresionante
carrera de Miles Franklin (nacida como Stella Maria Sarah Miles Franklin,
una de las autoras australianas más prestigiosas, desconocida en España, como
tantas, hasta que personas que siguen ejerciendo el noble oficio de la edición
sin olvidar el elemento fundamental, el disfrute como lector, han intentado
subsanar parte de este error con el volumen que ahora gloso con veneración y
vehemencia). El modo en que la autora retrata sus años de infancia y juventud,
la espontaneidad y verosimilitud utilizadas para glosar las costumbres, los
modos, la manera de pensar y comportarse de propios y ajenos, su prosa fresca,
amena y aparentemente intrascendente, propia de una muchacha, su capacidad para
escarbar, barrenar, sacar a la luz tropelías, incoherencias, esquemas, tradiciones
obsoletas que colisionaban con los cambios sociales del momento, la lupa de
aumento que aplica a lo que le sucede y, especialmente, a los que están cerca
abrió muchas heridas en 1901 cuando Mi
impresionante carrera vio la luz y como, tal vez por todo esto, obtuvo un
éxito fulgurante, la autora prohibió su reedición hasta después de su muerte –acaecidad
en 1954- y su secuela, My Career Goes Bung, retrasaría su
publicación hasta 1946 al ser considerada por sus editores demasiado explícita.
Y el caso es que no es nada brutal, no se recrea, en todo caso guarda para sí
misma sus peores dardos, las diatribas más desatadas y crueles, pero tampoco
ahorra detalles, maneja con soltura un escalpelo muy afilado que sin recato va
dando pequeños cortes permitiendo que aflore la naturaleza de cada uno, a veces
narra como con descuido, sin dar importancia a lo que sucede, lo que provoca en
el lector mayor sorpresa, pasmo, regocijo, impacto que si utilizase técnicas
tremendistas.
Sybylla Melvin, el trasunto literario de la autora, es un personaje al
que The Times calificó como una
heroína que “con su conmovedor encanto, su carácter impetuoso, su falta de
decoro, está al nivel de las grandes figuras románticas del siglo XIX”; es una joven
que es consciente desde muy pronto de no haber nacido en el lugar adecuado para
desarrollar sus instintos, sus pulsiones, sus ganas de aprender, sus anhelos
artísticos, su personalidad indomable, su independencia, alguien que no duda en
presentar batalla en cualquier frente con tal de ver sus deseos satisfechos,
una muchacha que se presenta de este modo a los lectores en misiva fechada el 1
de marzo de 1899: “¡Australianos todos, queridos compatriotas!
>>Tan sólo unas breves líneas para deciros que esta historia trata
de mí, sólo de mí, y que por ningún otro motivo la escribo.
>>Soy muy egocéntrica y no pienso disculparme. En este aspecto al
menos, aspiro a superar otras autobiografías. Otras autobiografías la cansan a
una con tanta excusa por tanto egocentrismo. ¿A vosotros qué más os da si soy
egocéntrica? ¿Qué más os da si es importante o no que yo sea egocéntrica?
>>Ésta no es una novela de amor; demasiadas veces he oído ya ese
consabido soniquete de penurias y dificultades para perder ahora el tiempo
lloriqueando mucho o poco con sueños y fantasías; tampoco es una novela épica;
sólo es, ya lo he dicho, una historia, una historia real. Tan real, tan realmente real –suponiendo, claro está, que la
vida sea algo más que una pequeña y cruel quimera-, tan real, digo, en su
hastío y las amargas penas del corazón, como reales son los árboles del caucho
en su majestad y sustancia: entre ellos vi yo la luz por primera vez.
>>Mi lugar en el mundo no me resulta agradable. Ah, cómo odio esta
muerte en vida que se ha tragado enterita mi adolescencia, que engulle con
ansia mi juventud, que va a devorar toda mi vida adulta y en la cual va a
consumirse mi vejez ¡si es que sufro la maldición de llegar a vieja! A medida
que, a través de larguísimos días sobrecargados de esfuerzos, mi vida se
arrastra hacia el mañana con su agónica y totalmente irreconciliable monotonía
y estrechez. ¡Cuánto se corroe mi espíritu y mordisquea en vano sus irrompibles
grilletes! ¡Y siempre en vano!”.
La que avisa no es traidora, ¿verdad?: ya en estas primeras palabras
apabullan el ritmo, el tono, el conocimiento del uso del lenguaje, la
construcción del relato, la poderosa personalidad literaria de alguien que
apenas ha cumplido los veinte años, quedando patentes ya en este exordio su
madurez intelectual y su enorme talento, el mismo que va a seguir derrochando a
lo largo de todo el volumen, sin fisuras, sin arritmias, sin desmayos,
proporcionando una lectura imparable, amena, jocosa, alucinante, que involucra,
nos interroga, nos convierte en aliados, en defensores de su causa, en
cómplices de sus planes, de sus triquiñuelas, de sus titubeos, incluso de sus
latigazos verbales (y físicos), ensañándose en los que dirige hacia sí misma (“(…)
he sido maldecida con el poder de la comprensión y del pensamiento y, lo peor
de todo, con el poder del sentimiento, y marcada con el punzante dolor de la
fealdad”). La adaptación cinematográfica con la que Gillian Armstrong debutó en
la dirección de largometrajes recoge el aire entre indolente y reprobador de la
narración, su sencillez expositiva y acierta de pleno al echar sobre los
hombros y el rostro de la gran Judy Davis (una recién llegada, prácticamente
una novel en la pantalla, un primer papel protagonista que le valió un doble
Bafta –como debutante y como mejor actriz sin más adjetivos ni
especificaciones-), quien se gradúa con todos los honores y deja clara su
calidad, su fuerza, su histrionismo bien medido, su capacidad para transmitir
desde el hieratismo, su mirada cargada de significados, su maestría a la hora
de expresar lo que no se dice, regalando una interpretación de muchos quilates,
hermanándose con Miles Franklin a la hora de demostrar madurez y excelencia, llegando
más allá de lo que muchos veteranos ni tan siquiera olfatean tras muchos años
de entrega y oficio; diríase que la autora tuvo que ser como la actriz o que
ésta piensa lo mismo, que ha mezclado sus propias palabras con las escritas,
casi imposible saber dónde termina una y empieza la otra, en una comunión como
pocas veces se ha dado, en una transmutación que provoca que veamos, sintamos,
imaginemos a Judy Davis cuando leemos fragmentos de Miles Franklin tan
explosivos y representativos de su obra como éste con el que desaparezco para
que se lancen a la búsqueda de Mi
impresionante carrera en cualquiera de sus versiones (sólo añadir que es un
soliloquio, o sea, se lo dice a sí misma): “Sybilla Penelope Melvyn: eres
increíblemente engreída, ¡no hay quien te gane! Conque de verdad te has creído
tan importante como para sacar a un hombre de un apuro, ¿eh? Un hombre fuerte,
sano y joven por demás, que mide más de uno noventa en calcetines, un hombre de
negocios sensato y muy bien relacionado, un carácter sin tacha que cuenta con
amigos influyentes, un hombre del campo con mucha experiencia, un hombre con
sentido común y, sobretodo, un hombre… ¡un hombre! El mundo es de los hombres.
¡Ja, ja! Y tú, Sybylla, te lo has creído. Tú, una adolescente canija y fea,
pobre inútil, que no tiene la menor importancia: un trozo de carne humana y
sobretodo, mejor dicho, por debajo de todo, una mujer… ¡nada más que una mujer!
¡Sólo un degenerado sin oficio ni beneficio recurriría a ti en busca de apoyo!
¡Ja, ja! ¡Qué engreída!”.