Cada uno tiene sus lugares comunes y uno de los más recurrentes en mí
consiste en recordar aquellas noches frente al televisor, disfrutando como un
enano (bueno, alto nunca he sido y el pequeño de casa fui siempre hasta que
llegó mi sobrino Alberto: en ese sentido, poco he cambiado), viendo las series
del momento (o las reposiciones, costumbre desterrada de la pequeña pantalla o
reducida a algún que otro canal de pago o madrugadas poco promocionadas), los
programas que al día siguiente diseccionábamos en el recreo o en el receso
entre clase y clase (e incluso durante alguna de ellas), alternando y mezclando
sin ningún complejo ocio, evasión y distracción con aprendizaje, conocimiento y
cultura, sin titubeos por parte de los programadores, sin recelos por parte de
los espectadores; así, en esas jornadas asociadas al frío, al largo invierno
(más acusado en un hogar humilde no excesivamente acondicionado para sus
embates), a la temprana oscuridad (el sábado hay que modificar la hora de
nuestros relojes, ya saben a lo que me refiero), José María Íñigo tanto intentaba
conversar con Rita Hayworth (los estragos de su enfermedad ya eran demasiado
patentes) como dedicaba gran parte de su espacio al profesor Aranguren, Rosa
María Sardá nos sacaba una sonrisa con su “Honorato” o sus croquetitas junto a
Amparo Moreno y luego presentaba a Montserrat Caballé o a Mecano, el maestro
Joaquín Soler Serrano exploraba a fondo a intelectuales, artistas, gentes como
muchas cosas que contar y descubrir que se convertirían en imprescindibles para
ese entonces chavalillo inquieto que, aunque no comprendía ni una décima parte
de lo que hablaban, se quedaba boquiabierto ante tanta sabiduría e iba
memorizando nombres, novelas, circunstancias (en la actualidad, junto a Pablo,
he recuperado la emoción y el gusto por las noches frente al televisor, en el sofá,
con la mantita que dentro de poco se hará necesaria, cogidos de la mano,
compartiendo pasiones y admiraciones, descubriendo nuevas, sin necesidad de
nada más –por desgracia, hay quien no valora esa tranquilidad, esa compañía, esa
rutinas buscadas y queridas, piensa que la vida sólo debe ser aventura, salir,
tener mil compromisos, evasivas que camuflan su incapacidad de amar a una
persona, su aburrimiento existencial, su propia nulidad; allá cada uno con su
manera de organizarse si le funciona, lo malo es cuando se va dejando un
reguero de víctimas, de personas heridas en sus emociones sinceras, sólo se
busca la adrenalina de un momento, la vacuidad y el oropel como forma de vida-).
En estos momentos estoy, precisamente, escuchando (el vídeo ya no está en la
web de RTVE, por problemas de derechos según se informa) la amena, interesante,
reveladora, espléndida entrevista que en 1980 Soler Serrano hizo a Mercè
Rodoreda (y oyéndola resulta imposible no aplaudir aún más el magnífico trabajo
llevado a cabo por Vicky Peña bajo la batuta de Ventura Pons en Una merienda en Ginebra), la gran
escritora catalana, riéndose al hablar del crisantemo (por ahí quiso empezar la
charla), desgranando recuerdos, certezas, cariños, derrochando amor por la
literatura, estimulando a la lectura (de textos propios y ajenos), desnudándose
emocional e intelectualmente sin tapujos (“Yo he ido muy poco a la escuela, y
me hubiese gustado ir a la universidad, cosa que no ocurrió por razones equis,
¿verdad? Pero he ido a una escuela muy buena, que es la escuela de la vida, y
me ha pegado duro y esto es muy importante y se aprende mucho” y se compara con
el don Pablos quevedesco o con Lázaro de Tormes), con comodidad, con sencillez,
con ganas, con la complicidad, con el concurso, bajo los auspicios de un
periodista agudo, certero, cultísimo, con los deberes muy bien hechos antes de
sentarse frente a la entrevistada, que se limita a conducir, a lanzar
interrogantes, a sugerir temas, testigo privilegiado y entusiasmado, que deja
hablar, desarrollar respuestas prolijas, meditadas, que dice las palabras
precisas para que sigan fluyendo las que importan, las de su invitado.
Y en una de esas noches que comento, hace pocos días (ahí, sí, gracias a
la web de RTVE, aunque habría que reclamarle/exigirle que remasterizase sus
contenidos, que cuidase mejor su archivo, que no lo descuidase, que no parezca
que estás viendo una copia de un viejo VHS), Pablo y yo regresamos a aquellos
viernes gloriosos en que, si no era época del Un, dos, tres, lo pasábamos de miedo con Anillos de oro, Jefes, La huella del crimen, Retorno a Brideshead, propuestas
apasionantes, irresistibles (más allá de que sólo hubiese dos cadenas –ahora
hay no sé cuántos canales, aunque igual perdemos algunos al no tener la antena
adecuada a partir del próximo domingo, y por mucho que zapees hay días que la mejor
opción es apagar el televisor-), que nos ampliaban horizontes, nos
familiarizaban con obras literarias, la Historia, intérpretes, autores, sin
sentir, prueba impepinable de que la letra no entra con sangre pero sí sabiendo
entretener, divertir, deleitando (y sólo me he referido a algunas de las
emisiones que tuvieron lugar en viernes y en horario nocturno, pero abundan
ejemplos –no hay más que, por ejemplo, recurrir a esa maravillosa iniciativa
conocida como Yo fui a EGB en
cualquiera de sus formatos, redes sociales o formas de acceso-). Y todo vino
rodado a causa de Mercè Rodoreda, debido al estreno de la estremecedora e
imprescindible versión teatral que Lolita está representando en la Sala Pequeña
del Teatro Español hasta el próximo 23 de noviembre, la misma –o al menos muy
similar, puesto que el adaptador y director es el mismo: Joan Ollé- que puso en
escena en Nueva York la tan admirada Jessica Lange, quien anda convenciendo a la
HBO para recuperarla en formato televisivo, tal y como se hizo popular en
España, en aquellos cuatro viernes de enero de 1984. Una vez se confirmó la
noticia (coincidiendo, además, con la oportunidad de poder visionar la tan
recomendable película de Ventura Pons ya citada –por si alguien pudiera tener
curiosidad, aquí va el enlace de lo publicado recientemente en el hermano mayo
de este arpa, el blog Celuloide en vena: http://www.celuloideenvena.blogspot.com.es/2014/09/una-merienda-en-ginebra-charla.html
-), lo primero que hice fue buscar la novela original, uno de tantos textos que
uno ha ido postergando, una de esas deudas sangrantes en mi ánimo lector, un
enorme mea culpa bajo cuyo peso me hundía, ese absoluto prodigio que me cautivó
desde las primeras líneas, ese primer capítulo que, casi sin sentir, se le
presentó a Rodoreda antes de que fuese consciente de cuál era su origen, ese
que le explicó a Soler Serrano con la misma musicalidad que adquirió su prosa
al dar voz a Colometa: “Y escribí la novela que pasaba en la Plaza del
Diamante, que yo no había estado allí… Sólo una vez, cuando tenía once o doce
años, que yo tenía unas ganas de bailar locas, y mis padres, yo era hija única,
me prohibieron siempre bailar, y seguramente por el recuerdo maravilloso de
esta Plaza del Diamante, donde yo no podía entrar en el entoldado, cuando
escribí salió la fiesta mayor y el baile de la Plaza, el primer capítulo de la
novela”. El alarde literario de la autora deja sin aliento, sobre todo porque
sabe camuflarse, ocultarse, mimetizarse con la manera de hablar de su
personaje, la novela es un soliloquio, son las evocaciones de Natalia a la que
Quimet, el que se convertirá en su marido tras sacarla a bailar casi a la
fuerza, rebautiza como Colometa –las palomas tienen un papel destacado a lo
largo de la narración, en ocasiones como símbolo de la protagonista-, lo que
podría interpretarse como un murmullo, casi una salmodia, algo que la mujer
musita para sí, sin querer molestar ni perturbar, pero con necesidad de
sacárselo de dentro, una prosa muy medida, de una sencillez palmaria, diáfana,
con ese lirismo que brota con espontaneidad, fruto de una mirada llena de amor
y bondad, de comprensión, de ternura, una voz que no juzga (en todo caso, es
más implacable consigo misma que con los defectos, afrentas, sinsentidos de los
demás, los cuales simplemente expone y, como mucho, reprende sin mucha
intención, asumiendo lo sucedido como inevitable), una mujer que deja fluir los
recuerdos, que va enhebrando el rosario de su vida, su único y verdadero
patrimonio, las calamidades pasadas, la tranquilidad que vive en el presente y
que en parte cree no merecer.
En un escenario prácticamente desnudo, con unas luces que evocan la
fiesta en que todo comenzó, el instante que Colometa considera como el inicio
(aunque no olvide a esa madre que ya murió y, mientras, ella baila en la
plaza), esa melodía que jamás la va a abandonar, que impregna sus palabras, las
cuales a ratos toman prestado su ritmo, un banco de madera cobija a una mujer
que, con las manos en el regazo, como conteniéndose, como protegiéndose,
empieza a desgranar anécdotas, hechos, evocaciones, entre suspiros, con un tono
monocorde, como distanciándose, precisamente por ello (como sucede en la
novela) el espectador no puede evitar sentirse implicado, aportando sus propias
emociones, recibiendo sin posibilidad de anestesia la virulencia de la miseria,
del modo en que un país se vio abocado a luchar contra sí mismo, de un dolor
profundo, cotidiano, insoslayable, que se enquista, que inunda, que acogota,
que asesina, un lamento que aún conmueve más porque en parte se acepta, se vive
como forzoso, sin ganas por luchar porque ya fueron aniquiladas, una progresión
contenida hasta llegar al grito estremecedor que Lolita encarna con trazas de
enorme actriz, con poderío escénico, saltándose la batería y cayendo a plomo
sobre el patio de butacas, una hazaña interpretativa que impresiona y provoca
una de las ovaciones más cerradas que he podido vivir/secundar en mi vida con
todo el público puesto en pie. Tras asistir a este espectáculo tan vibrante y
poderoso, la adaptación dirigida para TVE por Francesc Betriu queda un tanto
empalidecida, magnificada en el recuerdo, porque aunque está bien contada y
cuenta con una maravillosa Silvia Munt y un espléndido Lluís Homar, no siempre
acierta a la hora de convertir en imágenes lo que Colometa narra, lo mostrado
hace perder fuerza a lo que Rodoreda sugiere a través de su personaje, más
desolador que ver a una madre tumbarse en la cama con sus hijos tras haber
planificado la muerte de los tres (piensa que no hace daño a nadie porque,
total, ya nadie les quiere, nadie les va a llorar), al margen de leerlo en esas
páginas magistrales, prodigio de sensibilidad y candor, palabras que raen desde
su inocencia, por la escasa importancia que se da quien las pronuncia, más
amargo y desesperanzador es escuchar a Lolita, casi en trance, explicar su
plan, los pasos que va a seguir, su convencimiento de que no queda otra opción
(todo ello sumado al modo en que, momentos antes, con esos comedidos
movimientos de manos –tan extraordinarios, tan adecuados, tan honestos, gestos
que respiran verdad, esa manera de arreglarse sutilmente el pelo o de guardar el pañuelo en el puño de la chaqueta-, ha contado, como quien no quiere la cosa, que muchas
veces se acuesta pronto junto a sus hijos, aún con la luz del día, para dormir
mucho y, así, tener menos hambre). Una autora de semejante calibre tendría que
ser más estudiada, dada a conocer, reconocida y, en ese sentido, la serie es un
buen primer acercamiento, pero aún más lo es escuchar en la voz de Lolita esa
prosa coloquial pero reposada, controlada, creíble hasta límites emocionantes como
expresión de tantas mujeres a las que Colometa representa y Rodoreda homenajea,
pero tamizada por el sumo gusto con que la escritora ha elegido cada palabra,
la ha paladeado, la ha masticado con delectación, con conocimiento, con miras
literarias, la ha mimado y acunado antes de depositarla en el papel (“Me había
metido tanto dentro de la piel de mi personaje que no podía salir, es decir,
incluso en casa hablaba como hablaba Colometa”).