¡La de veces que una discusión quedaba zanjada con la frase “cuando seas
padre, comerás huevos”! Hablo, por supuesto, de mi niñez, de cuando ya daba
muestras de ese genio que no me ha abandonado (aunque en ocasiones logro
atemperarlo, no tantas como sería deseable –lo único bueno es que he aprendido
a hacerlo muy gaseoso y que suelo arrepentirme a los pocos minutos del
estallido, intento subsanar el error cometido, destierro a las primeras de
cambio el mal rollo que se me posa sobre los hombros con excesiva facilidad,
pero me gustaría saber contenerme mejor, sobre todo con quien no lo merece-),
de esa velocidad en replicar con un comentario acerbo, irreflexivo, a
destiempo, del berrinche que estallaba cuando mis planes, mis deseos, mis
objetivos se torcían, no se desarrollaban según lo previsto, tenían que ser
postergados (y el resultado final podía ser más gratificante, más enriquecedor,
mucho más positivo que lo buscado, pero ya se sabe el drama que es para un niño
caprichoso que le nieguen algo); sin intentar justificarme, ese ímpetu era en
parte objeto de mi infinita curiosidad, de mis ganas por aprender, de haber
accedido muy pronto a la lectura, a programas de televisión que espoleaban,
llenaban de preguntas, de inquietudes, descubrían mundos, de ser estimulado en
casa (especialmente por el tío Miguel) para todo ello, de creerme que “era más
que un niño” y, por eso, me atrevía a plantar cara a los adultos, a exponer mis
razones para hacer una cosa u otra, a querer tener (y a veces imponer) criterio
propio y tomar decisiones que no me competían. Podemos volver a las frases
hechas, tan trasnochadas y reduccionistas, tan falsarias y sin entidad, y, así,
recordar que se supone que cada cosa debe llegar a su tiempo (¿Quién lo
decreta? ¿Cómo saber que es el momento preciso para algo? ¡Ay, lo que
intentamos enclaustrar, dirigir, esquematizar –por fortuna, la vida se escurre
por cualquier resquicio-¡) Por supuesto que hay etapas que se van quemando,
rituales que se van cumpliendo, un continuo aprendizaje que llevar a cabo
(porque nunca se sabe todo, porque siempre hay sorpresas, porque lo más
fantástico de este invento es que el manual de instrucciones siempre está por
escribirse, nunca lo editan con todas las páginas por mucho que algunos gusten
de sentir que controlan, gobiernan, dictaminan, sentencian, nada escapa a su control),
hay una frontera firmemente trazada (puede que excesivamente, pero no podemos
negarle su razón de ser y eficacia, su necesaria existencia) entre aquello para
lo que un niño está capacitado (pensemos en la media, claro, no en Mozart) y lo
que un adulto debe soportar sobre sus hombros, pero como nos escurrimos de
cualquier intento de clasificación, etiqueta, definición, como cada uno es cada
uno (sí, es una obviedad, incluso una absurdez, pero hay muchos que no lo
recuerdan, que no dan la posibilidad a los demás de ser personales e
intransferibles, más allá de rasgos, caracteres, lugares comunes), puede que se
nos consienta proponer (a veces ni eso) pero la última palabra nunca se tiene claro
quien la pronuncia, esos roles son intercambiables y el niño puede ser pequeño
pero eso no implica que sea tonto e igualmente resulta complicado considerar
entes adultos a ciertos especímenes, a ciertos descerebrados, a gentes que
cumplen años pero no acumulan experiencia, la dilapidan, no la asimilan (o
viven como entre algodones, en su particular esfera de luz y color –“o sin el
“como””, apostillaría mi abuela-).
Hay una larga tradición literaria en dar voz a los niños, en ocasiones
con la perspectiva del tiempo, rememorando lo pasado, regresando a la infancia
para analizarla, juzgarla, sopesarla, reconstruirla con los condicionantes, los
prejuicios, los traumas, los rencores, las idealizaciones elaboradas en la edad
adulta, en otras conservando las emociones prístinas, con la ingenuidad o
desconocimiento de antaño, con el juicio implacable y certero que no concede
matices, con la necesidad por comprender activada, con los sentidos
hiperestimulados; en ese terreno, una de las escritoras que mejor supo
conservar esa voz y transformarla en literatura de alto voltaje fue nuestra Ana
María Matute, a la que nunca lloraremos lo suficiente (y a la que, como prometí
en el momento de su muerte, se rendirá en este humilde ángulo oscuro del salón
el homenaje que ella merece, aunque las circunstancias estén retrasando tantas
melodías –pero, por lo menos, se está aprovechando para regresar a sus páginas
y atesorar nuevos motivos de admiración-), capaz de, por así decirlo, “narrar
en caliente”, en el momento en que una niña posa sus ojos en algo, cuando absorbe
el más mínimo detalle con esa condición natural de esponja que los años van
mermando e incluso anulando, intenta encajar las nuevas piezas que se le
presentan en el puzle incompleto que es vivir (en ese momento, no se aceptan,
no se contemplan, no satisfacen las explicaciones a medias, no se sabe
desentrañar el doble sentido, lo implícito es escurridizo), los comportamientos
de los mayores, los significados de sus silencios, su tendencia al secretismo,
no tiene más referentes que lo poco o nada que le cuentan, lo que recién ha
aprendido o ni tan siquiera ha tenido tiempo de conocerlo antes de que suceda,
tanto en Primera memoria como en Paraíso inhabitado (por citar tan sólo
dos de sus varias obras maestras) Matute narra, cede su voz a sus personajes,
escarba dentro de sí misma para reproducir, hacer creíble que lo ahí se plasma
son las palabras, las sensaciones, lo que unas personas de corta edad viven
antes de poder ponerle nombre, de tener los datos precisos para contextualizar,
para valorar, para reconstruir, para justificar, para dulcificar, para mentir. Precisamente,
al iniciar una agradable charla con Ángela Armero, recuerdo Kamchatka, la agobiante y a ratos
terrorífica cinta en que Marcelo Piñeyro recrea los primeros momentos de lo que
dio en llamarse “el Proceso”, los negros años vividos en Argentina entre 1976 y
1983, cuyo mayor acierto, lo que mayor desasosiego provoca, es que el
espectador contempla desde el presente mientras que los personajes no logran
entender qué está sucediendo; la escritora me dice que debe ser una de las
pocas películas del director argentino que no ha visto –“y eso que me gusta
mucho”-, pero promete que la buscará y confío en que no se sienta decepcionada
ante mi entusiasta recomendación.
Al citar el filme protagonizado por Ricardo Darín y Cecilia Roth, mi
pretensión no era la de hablar de plagios, copias ni demás zarandajas, sino la
de inscribir Oliver y Max, la novela
que Ángela ha publicado hace unos meses con Nube de Tinta, en esa tradición a
la que antes me refería, muy explotada en el mundo audiovisual (precisamente
del que viene, al que pertenece la autora, guionista para cine y televisión
desde hace más de una década), aunque en esta ocasión un niño se alterne como
narrador con su padre, pero mejor vayamos por partes. En realidad, el primer
referente que aparece es El niño con el
pijama de rayas de John Boyne, la estremecedora narración sobre un campo de
concentración a través de la mirada noble e inocente del hijo de uno de sus máximos
responsables, oficial de alto grado nazi que parece mandar en “Auchviz”, tal y
como se refiere Bruno a ese lugar; aunque la obra de Ángela sólo tiene en común
con la del irlandés ocurrir durante la II Guerra Mundial y estar contada al
tiempo que los acontecimientos se desarrollan, sin añadir un adjetivo llegado
desde ahora mismo, el éxito de aquella sobrevuela inevitablemente sobre
cualquier nuevo acercamiento al asunto que se haga: “Es una novela que me gustó
muchísimo y comprendo que, para recomendar o hablar sobre la mía, lo más fácil
sea decir que como El niño con el pijama
de rayas. No niego que es un referente y que la comparación me hace
ilusión, aunque no fui consciente de las similitudes al principio porque yo me
lancé a por la historia, fue lo que me atrapó, lo que me interesó y por lo que
me puse a investigar y luego a escribir. Pero los textos que nos han marcado,
el género utilizado, hay mil vasos comunicantes, el bagaje de cada uno, incluso
cosas que no recuerdas hasta que de pronto te vienen a la cabeza y todo eso está
ahí cuando te pones a crear: no había una pretensión de inventar nada y, como
digo, me gusta tener acompañantes tan brillantes en este camino”. Y esa
historia, esa pregunta, ese “¿aún es posible descubrir nuevos horrores nazis?”,
el punto de partida de lo que ahora es Oliver y Max asaltó el ánimo de Ángela en Berlín durante una visita a Topographie
des Terrors, muestra permanente, museo que se ubica en el lugar que ocupó la
dirección de las SS, lugar en que conoció la Aktion T4, un programa de
eutanasia creado y ejecutado por médicos, aplicado sobre los enfermos
incurables, los niños con taras hereditarias, cualquiera que fuera susceptible
de ser clasificado (y, por ende, condenado) como “improductivo”: “La magnitud
del Holocausto, todo lo que sucedería a partir de 1942, ha tapado otras muchas
persecuciones, otros crímenes que sucedieron en esos años y, aunque parezca
mentira, aún queda mucho por descubrir, todavía nos iremos sorprendiendo con
revelaciones, con pruebas, con datos. En este caso, lo que más me sacudió, yo
creo que fue el verdadero impulso para querer saber más, fue conocer que era un
programa llevado a cabo por médicos, por los que deben sanar, a los que se
supone una vocación de entrega a los demás”. Y ese dato, esa idea, esa
incomprensión, anidó en el cerebro de la escritora: “Hay ideas que persigues,
que matizas, a las que das vueltas, las alteras, las desechas, regresas a
ellas, y otras sencillamente te eligen: de repente percibes que estás en la
onda correcta y que es por ahí por donde debes continuar y así me sucedió en este
caso”.
Ángela visitó el palacio de Hartheim, escenario de muchas de las
matanzas de la Aktion T4, porque “en la documentación para una novela hay que
llegar todo lo lejos que se pueda; a pesar de estar escribiendo ficción, nunca
perdí de vista que, por encima de todo, quería homenajear a la verdad, contar
cosas que sucedieron”. Y, así, aún se estremece al recordar algunas de las
cosas que vio allí: "Tal vez lo que más me impactó fue ver la mirilla que
había en la puerta de la cámara de gas, es decir, pensar en la frialdad, no sé
ni qué palabra utilizar, en el hecho de que había quienes contemplaban morir a
los que ellos mismos habían condenado, no les bastaba con eso: se recreaban. Además,
me sigue dejando sin aliento la sistematización de la crueldad: los nazis
buscaban la máxima eficacia para lograr sus objetivos, aplicaban baremos,
comportamientos, estructuras industriales”. Y, en medio de esa locura
colectiva, Oliver, hijo de uno de los cocineros del Reich, echa de menos a su
madre, cree que se reencontrará pronto con ella, se siente abandonado por su
padre, Max, obnubilado y seducido por su líder, ignorante de la suerte que va a
correr su hijo, con la venda en los ojos que él mismo ha querido ponerse, dos
voces narrativas poderosas que mueven al lector a rellenar los huecos, a
anticipar horrores: “Me pareció necesario utilizar la primera persona ya que,
por un lado, que un personaje explique su punto de vista, sus motivaciones, sus
acciones, ese ha de ser el punto fuerte de un guionista, y por otro es tan sólo
mi segunda novela, aún me queda mucho por recorrer como escritora, y prefiero
primar la historia a la autora, no perderme en vericuetos o tentaciones que me
hagan perder efectividad y agilidad”. Ésta es, tal vez, la característica más
destacada y lograda de Oliver y Max:
te atrapa, te arrastra, es muy verosímil, reproduce con acierto la manera de
razonar de un crío de ocho años a través de capítulos cortos que son como
trazos nerviosos, brochazos espontáneos e irrefrenables ("Utilizar la voz
de un niño da permiso para recurrir a lo más visceral, no hay parapetos: el
lenguaje es más poderoso porque entronca con lo más básico, con esos miedos
ancestrales inevitables, con nuestra naturaleza más primigenia. Y le puse a
Willy, un poco más mayor, como complemento, como guía, es un chaval un poco
visionario si quieres, ha visto cosas terribles que le han hecho madurar a la
fuerza, no puede ser tan ingenuo como Oliver”).
Y, de pronto, antes de ceder el timón a Max, antes de que su voz
complete el relato, hay un capítulo más largo que el resto en que lo
espeluznante impregna cada pasaje, en que el lector del siglo XXI vuelca su
pesado equipaje, en que pudiera pensarse que el ritmo se atempera pero, en
realidad, la acumulación de datos y sucesos dispara nuestra adrenalina,
epicentro del libro que provoca más de un gesto de dolor, para, a continuación,
acompañar a Max en su particular camino de Damasco: “Con él he podido explorar
más el contexto histórico y señalar la desinformación que se vivía en ese
momento, aunque no he querido olvidar que, como es fácil comprobar cuando se
visita Mauthausen, en muchos casos se sabía más de lo que se ha hecho creer o
se quiere reconocer: el campo de concentración estaba en una colina, frente al
pueblo, se veía la llegada de prisioneros, era mejor guardar silencio, a veces
era la única posibilidad de sobrevivir. Por eso Max representa el respeto a la
autoridad, el miedo inoculado por el poder en tantos ciudadanos, lo seducidos
que muchos estaban y siguieron estando por Hitler, el aferrarse a la versión
oficial para no hacerse preguntas”. Oliver y Max no ahorra detalles ni edulcora, no exagera ni engrandece, sabe
mantenerse en la sutileza, sin evitar ni esconder lo tremendo, pero
equilibrando con destreza el tono para mantenerse fiel a su premisa, la de dar
voz a las víctimas, “aunque ha habido escenas que me ha costado imaginar”,
reconoce Ángela Armero y le hago caer en la cuenta de que, precisamente, es lo
que nos ocurre a los lectores: no tenemos que imaginarlas, sabemos que fueron
verdad y por eso fustigan tanto, por eso deberían ser ineludibles novelas como
la suya.