miércoles, 22 de octubre de 2014

ESCUCHEMOS A LOS NIÑOS







  ¡La de veces que una discusión quedaba zanjada con la frase “cuando seas padre, comerás huevos”! Hablo, por supuesto, de mi niñez, de cuando ya daba muestras de ese genio que no me ha abandonado (aunque en ocasiones logro atemperarlo, no tantas como sería deseable –lo único bueno es que he aprendido a hacerlo muy gaseoso y que suelo arrepentirme a los pocos minutos del estallido, intento subsanar el error cometido, destierro a las primeras de cambio el mal rollo que se me posa sobre los hombros con excesiva facilidad, pero me gustaría saber contenerme mejor, sobre todo con quien no lo merece-), de esa velocidad en replicar con un comentario acerbo, irreflexivo, a destiempo, del berrinche que estallaba cuando mis planes, mis deseos, mis objetivos se torcían, no se desarrollaban según lo previsto, tenían que ser postergados (y el resultado final podía ser más gratificante, más enriquecedor, mucho más positivo que lo buscado, pero ya se sabe el drama que es para un niño caprichoso que le nieguen algo); sin intentar justificarme, ese ímpetu era en parte objeto de mi infinita curiosidad, de mis ganas por aprender, de haber accedido muy pronto a la lectura, a programas de televisión que espoleaban, llenaban de preguntas, de inquietudes, descubrían mundos, de ser estimulado en casa (especialmente por el tío Miguel) para todo ello, de creerme que “era más que un niño” y, por eso, me atrevía a plantar cara a los adultos, a exponer mis razones para hacer una cosa u otra, a querer tener (y a veces imponer) criterio propio y tomar decisiones que no me competían. Podemos volver a las frases hechas, tan trasnochadas y reduccionistas, tan falsarias y sin entidad, y, así, recordar que se supone que cada cosa debe llegar a su tiempo (¿Quién lo decreta? ¿Cómo saber que es el momento preciso para algo? ¡Ay, lo que intentamos enclaustrar, dirigir, esquematizar –por fortuna, la vida se escurre por cualquier resquicio-¡) Por supuesto que hay etapas que se van quemando, rituales que se van cumpliendo, un continuo aprendizaje que llevar a cabo (porque nunca se sabe todo, porque siempre hay sorpresas, porque lo más fantástico de este invento es que el manual de instrucciones siempre está por escribirse, nunca lo editan con todas las páginas por mucho que algunos gusten de sentir que controlan, gobiernan, dictaminan, sentencian, nada escapa a su control), hay una frontera firmemente trazada (puede que excesivamente, pero no podemos negarle su razón de ser y eficacia, su necesaria existencia) entre aquello para lo que un niño está capacitado (pensemos en la media, claro, no en Mozart) y lo que un adulto debe soportar sobre sus hombros, pero como nos escurrimos de cualquier intento de clasificación, etiqueta, definición, como cada uno es cada uno (sí, es una obviedad, incluso una absurdez, pero hay muchos que no lo recuerdan, que no dan la posibilidad a los demás de ser personales e intransferibles, más allá de rasgos, caracteres, lugares comunes), puede que se nos consienta proponer (a veces ni eso) pero la última palabra nunca se tiene claro quien la pronuncia, esos roles son intercambiables y el niño puede ser pequeño pero eso no implica que sea tonto e igualmente resulta complicado considerar entes adultos a ciertos especímenes, a ciertos descerebrados, a gentes que cumplen años pero no acumulan experiencia, la dilapidan, no la asimilan (o viven como entre algodones, en su particular esfera de luz y color –“o sin el “como””, apostillaría mi abuela-).
   Hay una larga tradición literaria en dar voz a los niños, en ocasiones con la perspectiva del tiempo, rememorando lo pasado, regresando a la infancia para analizarla, juzgarla, sopesarla, reconstruirla con los condicionantes, los prejuicios, los traumas, los rencores, las idealizaciones elaboradas en la edad adulta, en otras conservando las emociones prístinas, con la ingenuidad o desconocimiento de antaño, con el juicio implacable y certero que no concede matices, con la necesidad por comprender activada, con los sentidos hiperestimulados; en ese terreno, una de las escritoras que mejor supo conservar esa voz y transformarla en literatura de alto voltaje fue nuestra Ana María Matute, a la que nunca lloraremos lo suficiente (y a la que, como prometí en el momento de su muerte, se rendirá en este humilde ángulo oscuro del salón el homenaje que ella merece, aunque las circunstancias estén retrasando tantas melodías –pero, por lo menos, se está aprovechando para regresar a sus páginas y atesorar nuevos motivos de admiración-), capaz de, por así decirlo, “narrar en caliente”, en el momento en que una niña posa sus ojos en algo, cuando absorbe el más mínimo detalle con esa condición natural de esponja que los años van mermando e incluso anulando, intenta encajar las nuevas piezas que se le presentan en el puzle incompleto que es vivir (en ese momento, no se aceptan, no se contemplan, no satisfacen las explicaciones a medias, no se sabe desentrañar el doble sentido, lo implícito es escurridizo), los comportamientos de los mayores, los significados de sus silencios, su tendencia al secretismo, no tiene más referentes que lo poco o nada que le cuentan, lo que recién ha aprendido o ni tan siquiera ha tenido tiempo de conocerlo antes de que suceda, tanto en Primera memoria como en Paraíso inhabitado (por citar tan sólo dos de sus varias obras maestras) Matute narra, cede su voz a sus personajes, escarba dentro de sí misma para reproducir, hacer creíble que lo ahí se plasma son las palabras, las sensaciones, lo que unas personas de corta edad viven antes de poder ponerle nombre, de tener los datos precisos para contextualizar, para valorar, para reconstruir, para justificar, para dulcificar, para mentir. Precisamente, al iniciar una agradable charla con Ángela Armero, recuerdo Kamchatka, la agobiante y a ratos terrorífica cinta en que Marcelo Piñeyro recrea los primeros momentos de lo que dio en llamarse “el Proceso”, los negros años vividos en Argentina entre 1976 y 1983, cuyo mayor acierto, lo que mayor desasosiego provoca, es que el espectador contempla desde el presente mientras que los personajes no logran entender qué está sucediendo; la escritora me dice que debe ser una de las pocas películas del director argentino que no ha visto –“y eso que me gusta mucho”-, pero promete que la buscará y confío en que no se sienta decepcionada ante mi entusiasta recomendación.
   Al citar el filme protagonizado por Ricardo Darín y Cecilia Roth, mi pretensión no era la de hablar de plagios, copias ni demás zarandajas, sino la de inscribir Oliver y Max, la novela que Ángela ha publicado hace unos meses con Nube de Tinta, en esa tradición a la que antes me refería, muy explotada en el mundo audiovisual (precisamente del que viene, al que pertenece la autora, guionista para cine y televisión desde hace más de una década), aunque en esta ocasión un niño se alterne como narrador con su padre, pero mejor vayamos por partes. En realidad, el primer referente que aparece es El niño con el pijama de rayas de John Boyne, la estremecedora narración sobre un campo de concentración a través de la mirada noble e inocente del hijo de uno de sus máximos responsables, oficial de alto grado nazi que parece mandar en “Auchviz”, tal y como se refiere Bruno a ese lugar; aunque la obra de Ángela sólo tiene en común con la del irlandés ocurrir durante la II Guerra Mundial y estar contada al tiempo que los acontecimientos se desarrollan, sin añadir un adjetivo llegado desde ahora mismo, el éxito de aquella sobrevuela inevitablemente sobre cualquier nuevo acercamiento al asunto que se haga: “Es una novela que me gustó muchísimo y comprendo que, para recomendar o hablar sobre la mía, lo más fácil sea decir que como El niño con el pijama de rayas. No niego que es un referente y que la comparación me hace ilusión, aunque no fui consciente de las similitudes al principio porque yo me lancé a por la historia, fue lo que me atrapó, lo que me interesó y por lo que me puse a investigar y luego a escribir. Pero los textos que nos han marcado, el género utilizado, hay mil vasos comunicantes, el bagaje de cada uno, incluso cosas que no recuerdas hasta que de pronto te vienen a la cabeza y todo eso está ahí cuando te pones a crear: no había una pretensión de inventar nada y, como digo, me gusta tener acompañantes tan brillantes en este camino”. Y esa historia, esa pregunta, ese “¿aún es posible descubrir nuevos horrores nazis?”, el punto de partida de lo que ahora es Oliver y Max asaltó el ánimo de Ángela en Berlín durante una visita a Topographie des Terrors, muestra permanente, museo que se ubica en el lugar que ocupó la dirección de las SS, lugar en que conoció la Aktion T4, un programa de eutanasia creado y ejecutado por médicos, aplicado sobre los enfermos incurables, los niños con taras hereditarias, cualquiera que fuera susceptible de ser clasificado (y, por ende, condenado) como “improductivo”: “La magnitud del Holocausto, todo lo que sucedería a partir de 1942, ha tapado otras muchas persecuciones, otros crímenes que sucedieron en esos años y, aunque parezca mentira, aún queda mucho por descubrir, todavía nos iremos sorprendiendo con revelaciones, con pruebas, con datos. En este caso, lo que más me sacudió, yo creo que fue el verdadero impulso para querer saber más, fue conocer que era un programa llevado a cabo por médicos, por los que deben sanar, a los que se supone una vocación de entrega a los demás”. Y ese dato, esa idea, esa incomprensión, anidó en el cerebro de la escritora: “Hay ideas que persigues, que matizas, a las que das vueltas, las alteras, las desechas, regresas a ellas, y otras sencillamente te eligen: de repente percibes que estás en la onda correcta y que es por ahí por donde debes continuar y así me sucedió en este caso”.
   Ángela visitó el palacio de Hartheim, escenario de muchas de las matanzas de la Aktion T4, porque “en la documentación para una novela hay que llegar todo lo lejos que se pueda; a pesar de estar escribiendo ficción, nunca perdí de vista que, por encima de todo, quería homenajear a la verdad, contar cosas que sucedieron”. Y, así, aún se estremece al recordar algunas de las cosas que vio allí: "Tal vez lo que más me impactó fue ver la mirilla que había en la puerta de la cámara de gas, es decir, pensar en la frialdad, no sé ni qué palabra utilizar, en el hecho de que había quienes contemplaban morir a los que ellos mismos habían condenado, no les bastaba con eso: se recreaban. Además, me sigue dejando sin aliento la sistematización de la crueldad: los nazis buscaban la máxima eficacia para lograr sus objetivos, aplicaban baremos, comportamientos, estructuras industriales”. Y, en medio de esa locura colectiva, Oliver, hijo de uno de los cocineros del Reich, echa de menos a su madre, cree que se reencontrará pronto con ella, se siente abandonado por su padre, Max, obnubilado y seducido por su líder, ignorante de la suerte que va a correr su hijo, con la venda en los ojos que él mismo ha querido ponerse, dos voces narrativas poderosas que mueven al lector a rellenar los huecos, a anticipar horrores: “Me pareció necesario utilizar la primera persona ya que, por un lado, que un personaje explique su punto de vista, sus motivaciones, sus acciones, ese ha de ser el punto fuerte de un guionista, y por otro es tan sólo mi segunda novela, aún me queda mucho por recorrer como escritora, y prefiero primar la historia a la autora, no perderme en vericuetos o tentaciones que me hagan perder efectividad y agilidad”. Ésta es, tal vez, la característica más destacada y lograda de Oliver y Max: te atrapa, te arrastra, es muy verosímil, reproduce con acierto la manera de razonar de un crío de ocho años a través de capítulos cortos que son como trazos nerviosos, brochazos espontáneos e irrefrenables ("Utilizar la voz de un niño da permiso para recurrir a lo más visceral, no hay parapetos: el lenguaje es más poderoso porque entronca con lo más básico, con esos miedos ancestrales inevitables, con nuestra naturaleza más primigenia. Y le puse a Willy, un poco más mayor, como complemento, como guía, es un chaval un poco visionario si quieres, ha visto cosas terribles que le han hecho madurar a la fuerza, no puede ser tan ingenuo como Oliver”).
   Y, de pronto, antes de ceder el timón a Max, antes de que su voz complete el relato, hay un capítulo más largo que el resto en que lo espeluznante impregna cada pasaje, en que el lector del siglo XXI vuelca su pesado equipaje, en que pudiera pensarse que el ritmo se atempera pero, en realidad, la acumulación de datos y sucesos dispara nuestra adrenalina, epicentro del libro que provoca más de un gesto de dolor, para, a continuación, acompañar a Max en su particular camino de Damasco: “Con él he podido explorar más el contexto histórico y señalar la desinformación que se vivía en ese momento, aunque no he querido olvidar que, como es fácil comprobar cuando se visita Mauthausen, en muchos casos se sabía más de lo que se ha hecho creer o se quiere reconocer: el campo de concentración estaba en una colina, frente al pueblo, se veía la llegada de prisioneros, era mejor guardar silencio, a veces era la única posibilidad de sobrevivir. Por eso Max representa el respeto a la autoridad, el miedo inoculado por el poder en tantos ciudadanos, lo seducidos que muchos estaban y siguieron estando por Hitler, el aferrarse a la versión oficial para no hacerse preguntas”. Oliver y Max no ahorra detalles ni edulcora, no exagera ni engrandece, sabe mantenerse en la sutileza, sin evitar ni esconder lo tremendo, pero equilibrando con destreza el tono para mantenerse fiel a su premisa, la de dar voz a las víctimas, “aunque ha habido escenas que me ha costado imaginar”, reconoce Ángela Armero y le hago caer en la cuenta de que, precisamente, es lo que nos ocurre a los lectores: no tenemos que imaginarlas, sabemos que fueron verdad y por eso fustigan tanto, por eso deberían ser ineludibles novelas como la suya.