sábado, 27 de septiembre de 2014

...Y EL VERANO NOS UNIÓ



  



 Tengo un contacto en Facebook (uno de esos que aparecen de repente, que aceptas por aquello de compartir profesión, porque crees que es amigo de amigos y luego descubres que sólo es conocido, en realidad un estorbo, un entrometido, un parásito que se pega a quien sea, uno de esos que no borras porque te da hasta pereza, porque esperas que se vaya solito) que afirma que este verano ha sido poco generoso, tal vez olvidando que, cuando se supone que aún estábamos en primavera, en esos días gloriosos de la proclamación del nuevo monarca (sobre todo el día concreto de la misma, 19 de junio), sufrimos unas temperaturas absolutamente infernales (no puedo olvidarlo porque sufrí un atisbo de lipotimia, un mareo súbito del que me repuse agarrándome a un expositor de libros, mientras hacía tiempo para encontrarme con mi querida Pilar García, quien me acompañaba al teatro Alcázar para aplaudir a la gran Edith Salazar); si bien es cierto que, con esa inconstancia que siempre ha caracterizado al tiempo en Madrid, con ese no plegarse a lo que determina el calendario, los termómetros bajaron más de lo debido/esperado precisamente cuando el verano era una realidad decretada por un solsticio, al igual que suben cuando se les antoja por mucho que estemos en diciembre, nadie podrá negar que, una vez se aposentó el calor, éste dio poca tregua durante demasiados días (al menos, para alguien que lo lleva tan mal como el que suscribe), aunque ese alguien que acusaba de mísero al periodo estival es uno que gusta de decir frasecitas tontas como supuesta muestra de ingenio (y la mayoría las copia de dosieres, eslóganes, declaraciones de otros, sin reconocer la procedencia, sin molestarse en, al menos, darles un toque personal, ese que no tiene por más que el pobre se empeñe –bueno, sí hace un aporte: pone al final de cada oración dos admiraciones, al principio ninguna). Al margen de que cada uno cuenta la feria (el verano) como le va en ella (aunque éste anduvo de acá para allá, entre festejos y procesiones, a su bola, incluso hubo varias jornadas consecutivas en las que no escribió –pero, haciendo bueno el refrán regresó sin que nadie lo llamase-, debió enterarse de bastante poco), para que septiembre siga teniendo su propio e imprescindible carácter, el de mes gris, tristón, corta rollos, el de la vuelta al cole, el que te hace dar de bruces con la triste realidad, el que pone brusco final (jamás llegaba con anestesia, se imponía por mucho que pensases que estabas preparado) a ese mundo ideal en que no hay profesores ni deberes, un mes así como anodino y desganado, es necesario que, del mismo modo que se percibe claramente que los días se van haciendo más cortos, no apetezca tanto pasear, estar en la playa, montar en bicicleta, cualquier actividad al aire libre porque empieza a refrescar, el sol se asoma con timidez, llueve con mansedumbre y persistencia (a veces, todavía descarga una buena tormenta como aquella que inspirase a García Hortelano), en definitiva, como estas últimas jornadas en las que se agudiza la querencia por quedarse en casita, buscar un todavía tenue pero ya indispensable abrigo, ir buscando en el armario las prendas de invierno (sí, no es para tanto todavía, pero no conviene andar desprevenidos; en Madrid, al menos, hay que tomar precauciones porque hoy te sientes un pollo dando vueltas en el asador y mañana el esquimal de Los dientes del diablo), preparar el ánimo para la inevitable melancolía que septiembre despliega. En mi caso, el inicio del colegio coincidía con las vacaciones de los tíos, durante muchos años se marchaban en la segunda quincena de septiembre, eran jornadas un tanto convulsas para mi espíritu, mis rutinas se alteraban considerablemente (las del estío y las del resto del año), pero antes de esa separación habíamos pasado unos días en Morata de Tajuña, coincidiendo con sus fiestas, el pueblo en el que los Cela, un matrimonio amigo, había comprado una casa (lo de esta familia daría para mucho; por un lado, siempre he pensado que merece una entrada propia aunque, en realidad, me apetece poco recordar su ingratitud –la que recibió la tía Carmen tras la muerte del tío Miguel, la que duele de verdad-, las tediosas horas dominicales pasadas en su compañía, sus reglas carpetovetónicas, su estampa tradicional, su asunción de modelo a seguir, sus palmarias contradicciones, su irritante perfección -en apariencia, claro-, pero creo que no me resistiré, aunque sólo sea por plasmar negro sobre blanco que Emilio, Emilito, el fuerte, el varonil, el atlético, el deportista, todo lo que no era yo –tampoco se parecía a mí en lo demás, es decir, en las inquietudes, la curiosidad, los estudios, la sensibilidad (hecho que, las cosas como son, envidiaba bastante su padre, Paco, el mejor, el más leal, un señor con afán de cultura, tal vez por eso se marchó demasiado pronto)-, fue mi primera experiencia sexual y no se quedó en un ensayo, un repente, una prueba, una noche loca –pensar cómo se le puede quedar la cara, el pelo, el alma a Luci, la matriarca, hace que merezca la pena, algún otro día, recordar a los Cela-, un juego de niños –aunque sabiendo lo que nos apetecía-, en realidad de chavales, ya no tan pequeños e inocentes, que se prolongó unos dos años).   

   Aunque comienza su historia en el máximo esplendor del breve pero caluroso verano que se vive en la isla sueca de Öland, puesto que supone el cierre de su tetralogía sobre el que fuese escenario fundamental de su infancia, Johan Theorin destila esa melancolía, ese regusto amargo ante la certeza de que la libertad, las horas por ocupar con diversiones, la ausencia de obligaciones, el tiempo que invita a la actividad o a todo lo contrario, esa añoranza precoz de lo que todavía es una realidad en la mayoría de las páginas de su estupenda novela El último verano en la isla (publicada, al igual que los volúmenes que la preceden en la colección Roja y Negra de Random House); aunque transcurre en 1999, al establecer nexos de unión con hechos sucedidos hace muchos años, en realidad con algo que no ha terminado desde que diese comienzo en 1930, al hacer continuas referencias al pasado, al alternar flashbacks que explican el mismo con lo que está sucediendo en el presente de la novela, al dar suma importancia al punto de vista de Jonas (un chaval de quince años, el único que tiene una tarea, un trabajo que llevar a cabo lo que impide que pueda formar parte del grupo vacacional que componen su hermano y sus primos, rechazado además por ser el más pequeño), al centrarse en lo que Gerlof Davidsson vive como su último momento (de ahí el título en castellano, puesto que el original es un escueto Rörgast, haciendo referencia a unos túmulos prehistóricos que, como siempre hace Thoerin con el entorno, con la naturaleza, con el escenario, tienen un papel fundamental), esta mezcla de perspectivas en que unos se despiden, otros echan de menos, el propio autor evoca y cierra un ciclo, provoca que el libro contenga mucha emoción, un velo de nostalgia que impregna cada palabra y llega a sobrecoger, apelando directamente a los recuerdos de cada lector, no importa que Öland esté tan lejos y sea tan diferente a Morata, lo trascendente, lo que se pone en juego, lo que otorga interés y verdad, lo que dota de intriga e inquietud al texto es eso tan inaprensible y esencial que el maestro Grahan Greene llamó “el factor humano”, ese que saben convocar, utilizar, rediseñar, ampliar, escarbar, sacar a la luz autores de la maestría de Johan Theorin.

   El cuarteto de Öland puede leerse desordenado, cada título se explica por sí mismo aunque posee vasos comunicantes con los otros al modo en que genios como Galdós, Balzac o Zola concibieron sus creaciones (en realidad, podría decirse que es una sola, parcelada en las novelas que consideraron necesarias –o que, como en el caso del autor de Eugenia Grandet, les dio tiempo a terminar-), hay personajes que pasan de unos a otros (el ya citado Gerlof podría ser considerado el protagonista del conjunto, aunque tal vez sea más preciso referirse a él como la columna vertebral, el tronco del que brotan ramificaciones que, a su vez, se bifurcan), sucesos que se repiten o se narran desde una perspectiva diferente, el peso del pasado que es tan notorio y decisivo en El último verano en la isla: las cuentas pendientes, las heridas que cicatrizaron mal, el rencor acumulado que ha devenido en verdadero tumor, en cáncer que corroe los ánimos, que ciega voluntades, que anula el raciocinio, un malestar que influye a todos más allá del conocimiento que tengan sobre el origen del mismo, una atmósfera que, a fuerza de gozar de un sol brillante, de música y fiesta, de relajación y asueto, resulta opresiva, atenaza sin remisión, torna en inaccesible, impide la escapada, retiene y enjaula. Theorin maneja con absoluto dominio el lugar, ese que conoce a las mil maravillas (aunque confiesa que, en aras de una mayor verosimilitud o de las propias necesidades de cada narración, ha reinventado, recreado, alterado la toponimia del lugar, aunque siempre inspirándose y tomando como referencia lo real), imprimiéndole carácter y haciéndolo influir en el de sus personajes, barrenándolo para mostrarlo sin tapujos, buscando en los recovecos, dando más importancia a sus ambigüedades, miedos, preocupaciones, sospechas, secretos, intuiciones, veleidades que al misterio clásico, al juego detectivesco, a la pregunta “¿quién lo hizo?”, en este caso no hay cadáver, no hay un crimen que resolver, el lector tiene más datos que los protagonistas, va estableciendo/conociendo las conexiones antes de salgan a la luz, lo que atrapa, lo que inquieta, lo que nos obliga a seguir devorando páginas, la exigencia que nos espolea es la de saber cuál será la conclusión, cuál será el destino de los implicados, quién se saldrá con la suya, si habrá más veranos. Theorin pone broche de oro a su tetralogía, siendo uno de los mejores ejemplos de por qué la ficción escandinava goza de tanto prestigio y tantos seguidores, huyendo de los esquemas, poniendo en primer plano lo personal, aportando hallazgos (Gerlof es una verdadera creación, un personaje sin parangón), dejando fuera lo fantástico (presente en los otros títulos), centrándose en lo cotidiano, en lo aparentemente convencional, demostrando que lo básico para el género es escribir con eficacia, adecuándose a la historia, sin que eso suponga una merma de la calidad (todo lo contrario: hay momentos de un lirismo estremecedor, otros de una belleza arrebatadora, algunos de un laconismo perturbador).