domingo, 23 de noviembre de 2014

LUGARES QUE NO DEBERÍAN SER COMUNES



  



 La primera vez que me topé con el refrán “entre marido y mujer el dedo no hay que meter” (fue en un tebeo, en una historieta de un vaquero del que no recuerdo el nombre –o sea, que no era Lucky Luke-) me lo apropié en seguida pero cambiando los personajes y sin preocuparme por la rima, puesto que yo lo decía cuando no quería que nadie metiera baza en las discusiones que mantenía con el tío Miguel (eran cosas nuestras y nosotros nos entendíamos); con el tiempo, la frase fue adquiriendo unos tintes muy sombríos, puesto que era la excusa perfecta, el eufemismo bajo el que camuflar la indiferencia, la ceguera, el “yo no me quiero enterar” que musitaba doliente doña Concha Piquer, la mordaza aceptada por unos e impuesta por otros para no asomarse a lo que sucedía en el interior de los hogares, a una violencia soterrada no por ello desconocida, considerada como algo lógico incluso por las víctimas que la sufrían (aquel testimonio lapidario, y por desgracia real, por desgracia compartido, por desgracia refrendado y rubricado por tantas, incluso por las que suspiran aliviadas ante lo que consideran “un mal menor”, un tributo comprensible, un portazgo cuantioso pero tolerado porque se piensa que su pago evitará que aumente su virulencia, esa frase terrorífica con la que una mujer reconocía “mi marido me pega lo normal”), un maltrato continuado, heredado, ancestral, una anulación física, moral, humana, una condena que encontraba las cómplices más activas, más sañudas, más insidiosas en otras iguales que se consideraban superiores por ser “decentes”, “abnegadas”, “buenas madres y esposas de educación religiosa”, verdugos de otras víctimas y de sí mismas. Claro que había y hay muchas parejas en las que, más allá de los lógicos roces, reproches, malentendidos, palabras a destiempo que provoca la convivencia, la armonía, el cariño, la complicidad, las risas son el lenguaje cotidiano y común, pero durante demasiado tiempo se ha sepultado esta cruel realidad bajo la bota del patriarcado e incluso actualmente hay quien dice que se da demasiada importancia a este terrorífico asunto, que se magnifica, que se explota en aras de una mayor audiencia (no puede negarse que hay quien lo ha convertido en su negocio, en su manera de hacerse popular, trivializando la tragedia, inventándola con tal de asegurarse un plató, pero son esas rémoras las que deberían eliminarse no el resto de plataformas desde las que denunciar, advertir, eliminar estigmas, convencer a tantas víctimas que callan, soportan, mueren antes que reconocer lo que para ellas es un fracaso, una culpa, una vergüenza, algo que aguantar porque “es para toda la vida”); y el caso es que el niño va creciendo y se topa con Entre visillos de Carmen Martín Gaite, Cinco horas con Mario de Miguel Delibes, ve en televisión una adaptación de Fragmentos de interior (también de la gloriosa salmantina), se asoma a Los gozos y las sombras primero en la pequeña pantalla y pocos años después a través de las palabras de Gonzalo Torrente Ballester, conoce a las mujeres que aparecen en La colmena de Camilo José Cela, va, en definitiva, aprehendiendo aquí y allá sensaciones, realidades, testimonios, reflejos de lo que sucedía de muros para adentro, de lo que aún sucede en tantas casas, escucha hablar a la abuela con alguna de las vecinas mientras tienden en el patio, rebusca entre las viejas fotos, pregunta quién fue ésta, por qué tiene ese gesto en la foto de bodas “la tía fea” (así se referían a una que no estoy seguro si era hermana o prima o qué del abuelo Tomás), en definitiva, va descubriendo que la mujer ha sido y sigue siendo considerada una inferior, una costilla hurtada al hombre, una deuda que debe pagar con el sudor de su frente, una maldición que se transmiten las unas a las otras.
   Me crie rodeado de mujeres (la abuela, mi madre, la tía Carmen, mi hermana, Gema –una vecina de mi edad-), pero eso no tiene nada que ver porque conozco muchos casos similares que han dado como fruto misóginos que las consideraban a su servicio, que se referían a ellas con superioridad y absoluto desprecio; sin embargo, yo aprendí a quererlas, a respetarlas, según fui madurando comprendí que somos diferentes –eso enriquece la vida- pero no superiores o inferiores por lo que traemos entre las piernas al nacer, que lo nos distingue, lo que nos identifica, lo que importa es lo que nace en el corazón, cómo actuamos, cómo nos comportamos, cómo sentimos, que no hay nada (en lo relativo a lo íntimo, a los afectos, a lo hondamente humano) que sea tributario de un sexo u otro. Aunque pueda sonar extraño, Rosa León fue un elemento importante en esta evolución; en primer lugar, porque era una señora que igual cantaba aquello del ratón que encontró el señor Martín debajo de un botón como inyectaba dolor y rabia a esos versos impagables de Luis Eduardo Aute que se titulan Al alba y que con los años comprenderíamos en toda su inmensidad, desentrañando su simbología (“El día que se avecina viene con hambre atrasada”), una mujer que trataba a los niños sin ñoñerías ni vocecita cursi –por mucho que se la haya tildado de eso, al igual que a la magnífica Gloria Fuertes, sólo por haber conversado con los chavales en condición de igualdad- en aquel divertido programa titulado Sopa de gansos –ahora que reviso tantos episodios compartidos, me acuerdo de cómo mi padre le alababa su saber hacer con los chavales delante de las cámaras-, una compositora que ponía música a una letra de Joaquín Parejo para cantar Los años de casada, canción en que una mujer hace su maleta procurando dejar fuera “el mundo conocido, los años de casada, las horas que ha vivido para llegar a nada”, letra que en aquellos primeros años de la década de los 80 (e incluso después) sonaba insólita, extraña, casi incomprensible, narrando una situación que, estereotipada y manejada para los intereses del serial, sólo nos parecía natural en Dallas o Dinastía. Y como es habitual en un servidor, he dado muchas vueltas para llegar al verdadero objetivo de este texto, pero estoy convencido de que su protagonista me lo perdonará/consentirá, primero porque es muy generoso y siempre procura el acomodo de los demás, no le duelen prendas en hablar bien sobre el trabajo ajeno, en promocionarlo, en destacarlo, porque sé que muchos de los referentes citados también lo son suyos, porque le gustará que la lectura me haya despertado/propiciado/avivado tantas sensaciones, fundamentalmente (por eso me perdí entre mis propios recuerdos) porque él evoca esos años en su nueva novela, La mujer de al lado, publicada como toda su obra anterior por Trabe, novela con la que Ovidio Parades da un salto de gigante en su trayectoria como escritor.
   Cuando se estrenó la espléndida Te doy mis ojos de Icíar Bollaín, hubo quien (un tipo soberbio, pagado de sí mismo, uno de esos que siempre cae de pie –por fortuna, recaló en Los Ángeles, con todo un océano de por medio-, un señorito fatuo, misógino, incomprensible académico y votante de los Goya aunque menospreciaba el cine español –“flaco favor le hacemos poniéndolo siempre bien” ¿y siempre mal no importa?-, al servicio de los que pagasen, de los poderosos, de los relacionados, dictando críticas según conviniera a lo que pergeñaba en despachos), sin haberla visto, se atrevió a tildarla de “feminista”, “exagerada”, “maniquea”, desconociendo –como tantas cosas- que uno de los personajes más negativos de la cinta, el que más pavor produce, el que más remueve, es el que interpreta con su maestría habitual Rosa María Sardá, la madre que llega al tono admonitorio con su hija para que siga al lado de su marido a pesar de los golpes, las amenazas, el martirio diario, para que no pregone a los cuatro vientos lo que le pasa, para aguante lo que tenga que aguantar mientras que, como sentenciaba Bernarda Alba, se mantenga la “buena fachada y armonía familiar”. Por eso es un gran acierto de Ovidio situar su historia en aquellos todavía cercanos años (aunque para algunas cosas diríase que han pasado siglos –bueno, en realidad finiquitamos uno y dimos paso al siguiente-), para poder vivir con Emilio el descubrimiento, los interrogantes, la falta de referentes, para comprender el tormento que Maruchi revive cuando los acontecimientos se precipitan y por qué se siente tan culpable, tan miserable, ella que callaba, por no haber sabido descifrar las señales, por haber guardado silencio, por haber sufrido, por considerarse responsable de que la historia se haya repetido; con su atención a los pequeños detalles, a las rutinas, a esos aspectos mínimos e incluso triviales que conforman lo cotidiano, esos apuntes en los que nos reconocemos o identificamos a personas conocidas, Ovidio va conformando un microcosmos que nos habla directamente, que nos atañe, que nos obliga a actuar, que derriba muros de indefensión, de oídos sordos, de “allá cada uno con lo suyo”; no, señores, eso no es respetar la intimidad de los demás: eso es, simple y llanamente, ser cómplice de un sinsentido, de un delito, de un crimen, de una tortura. Con el estilo que le ha hecho popular gracias a su blog El extraño viaje (título asimismo del primer volumen en que recogió textos del mismo), trascendiendo con soltura, buen oficio y olfato narrativo lo que algunos condenarán como “el tópico de siempre” (cómo os escuece el tema, ¿verdad, hipócritas?), Ovidio Parades se da rienda suelta en La mujer de al lado, entregando la palabra a sus personajes, hablando de asuntos que le interesan, con guiños a sus lectores habituales (trata asuntos que nunca ha descuidado ni le han sido ajenos) pero mucho más firme como novelista, más seguro de sí mismo, confianza que le permite desaparecer en algunas páginas, ceder el primer plano a sus criaturas, a seres de carne y hueso que rompen lo arquetípico por la veracidad de sus sentimientos, que ponen el discurso al servicio de la historia, que claman por lacras a las que ojalá algún día podamos referirnos en pasado, sucesos que sean excepciones y no un triste, sucesivo e interminable rosario de angustia, traumas, heridas, sangre, muerte. Ovidio no pontifica, no adoctrina, no se pone tremendista: en su línea habitual, destila una prosa medida, tranquila, pausada, que se va imponiendo en el ánimo del lector por acumulación, sedimentándose mientras se van pasando páginas, alternando sonrisas, complicidades para los que pertenecemos a la misma generación, con sombras, encogimientos de estómago, vacíos que se van imponiendo hasta que el cuadro queda completo. Del mismo modo, no ofrece soluciones porque por desgracia no las hay, más allá de lo necesario de novelas como ésta, de que el asunto no se dé por zanjado, de que la nueva “normalidad” sea la de aceptar que esto pasa y punto, de seguir siendo altavoz de las injusticias, de avivar la llama de la lucha que consiga erradicar el sentimiento de que una persona puede ser una pertenencia y “como es mía hago con ella lo que quiero”; hay quien la considera perdida, por desgracia parece un imposible, pero mientras escritores como Ovidio Paredes pongan su intención, su atención, su preocupación, su talento al servicio de los sufrientes la literatura saldrá ganando y la partida no podrá darse por perdida.