La primera vez que me topé con el refrán
“entre marido y mujer el dedo no hay que meter” (fue en un tebeo, en una
historieta de un vaquero del que no recuerdo el nombre –o sea, que no era Lucky
Luke-) me lo apropié en seguida pero cambiando los personajes y sin preocuparme
por la rima, puesto que yo lo decía cuando no quería que nadie metiera baza en
las discusiones que mantenía con el tío Miguel (eran cosas nuestras y nosotros
nos entendíamos); con el tiempo, la frase fue adquiriendo unos tintes muy
sombríos, puesto que era la excusa perfecta, el eufemismo bajo el que camuflar
la indiferencia, la ceguera, el “yo no me quiero enterar” que musitaba doliente
doña Concha Piquer, la mordaza aceptada por unos e impuesta por otros para no
asomarse a lo que sucedía en el interior de los hogares, a una violencia
soterrada no por ello desconocida, considerada como algo lógico incluso por las
víctimas que la sufrían (aquel testimonio lapidario, y por desgracia real, por
desgracia compartido, por desgracia refrendado y rubricado por tantas, incluso
por las que suspiran aliviadas ante lo que consideran “un mal menor”, un
tributo comprensible, un portazgo cuantioso pero tolerado porque se piensa que
su pago evitará que aumente su virulencia, esa frase terrorífica con la que una
mujer reconocía “mi marido me pega lo normal”), un maltrato continuado,
heredado, ancestral, una anulación física, moral, humana, una condena que
encontraba las cómplices más activas, más sañudas, más insidiosas en otras
iguales que se consideraban superiores por ser “decentes”, “abnegadas”, “buenas
madres y esposas de educación religiosa”, verdugos de otras víctimas y de sí
mismas. Claro que había y hay muchas parejas en las que, más allá de los
lógicos roces, reproches, malentendidos, palabras a destiempo que provoca la
convivencia, la armonía, el cariño, la complicidad, las risas son el lenguaje
cotidiano y común, pero durante demasiado tiempo se ha sepultado esta cruel
realidad bajo la bota del patriarcado e incluso actualmente hay quien dice que
se da demasiada importancia a este terrorífico asunto, que se magnifica, que se
explota en aras de una mayor audiencia (no puede negarse que hay quien lo ha
convertido en su negocio, en su manera de hacerse popular, trivializando la
tragedia, inventándola con tal de asegurarse un plató, pero son esas rémoras
las que deberían eliminarse no el resto de plataformas desde las que denunciar,
advertir, eliminar estigmas, convencer a tantas víctimas que callan, soportan,
mueren antes que reconocer lo que para ellas es un fracaso, una culpa, una
vergüenza, algo que aguantar porque “es para toda la vida”); y el caso es que
el niño va creciendo y se topa con Entre
visillos de Carmen Martín Gaite, Cinco
horas con Mario de Miguel Delibes, ve en televisión una adaptación de Fragmentos de interior (también de la
gloriosa salmantina), se asoma a Los
gozos y las sombras primero en la pequeña pantalla y pocos años después a
través de las palabras de Gonzalo Torrente Ballester, conoce a las mujeres que
aparecen en La colmena de Camilo José
Cela, va, en definitiva, aprehendiendo aquí y allá sensaciones, realidades,
testimonios, reflejos de lo que sucedía de muros para adentro, de lo que aún
sucede en tantas casas, escucha hablar a la abuela con alguna de las vecinas
mientras tienden en el patio, rebusca entre las viejas fotos, pregunta quién
fue ésta, por qué tiene ese gesto en la foto de bodas “la tía fea” (así se
referían a una que no estoy seguro si era hermana o prima o qué del abuelo
Tomás), en definitiva, va descubriendo que la mujer ha sido y sigue siendo
considerada una inferior, una costilla hurtada al hombre, una deuda que debe
pagar con el sudor de su frente, una maldición que se transmiten las unas a las
otras.
Me crie rodeado de mujeres (la abuela, mi
madre, la tía Carmen, mi hermana, Gema –una vecina de mi edad-), pero eso no
tiene nada que ver porque conozco muchos casos similares que han dado como
fruto misóginos que las consideraban a su servicio, que se referían a ellas con
superioridad y absoluto desprecio; sin embargo, yo aprendí a quererlas, a
respetarlas, según fui madurando comprendí que somos diferentes –eso enriquece
la vida- pero no superiores o inferiores por lo que traemos entre las piernas
al nacer, que lo nos distingue, lo que nos identifica, lo que importa es lo que
nace en el corazón, cómo actuamos, cómo nos comportamos, cómo sentimos, que no
hay nada (en lo relativo a lo íntimo, a los afectos, a lo hondamente humano)
que sea tributario de un sexo u otro. Aunque pueda sonar extraño, Rosa León fue
un elemento importante en esta evolución; en primer lugar, porque era una
señora que igual cantaba aquello del ratón que encontró el señor Martín debajo
de un botón como inyectaba dolor y rabia a esos versos impagables de Luis
Eduardo Aute que se titulan Al alba y
que con los años comprenderíamos en toda su inmensidad, desentrañando su
simbología (“El día que se avecina viene con hambre atrasada”), una mujer que
trataba a los niños sin ñoñerías ni vocecita cursi –por mucho que se la haya
tildado de eso, al igual que a la magnífica Gloria Fuertes, sólo por haber
conversado con los chavales en condición de igualdad- en aquel divertido
programa titulado Sopa de gansos –ahora
que reviso tantos episodios compartidos, me acuerdo de cómo mi padre le alababa
su saber hacer con los chavales delante de las cámaras-, una compositora que
ponía música a una letra de Joaquín Parejo para cantar Los años de casada, canción en que una mujer hace su maleta
procurando dejar fuera “el mundo conocido, los años de casada, las horas que ha
vivido para llegar a nada”, letra que en aquellos primeros años de la década de
los 80 (e incluso después) sonaba insólita, extraña, casi incomprensible,
narrando una situación que, estereotipada y manejada para los intereses del
serial, sólo nos parecía natural en Dallas
o Dinastía. Y como es habitual en
un servidor, he dado muchas vueltas para llegar al verdadero objetivo de este
texto, pero estoy convencido de que su protagonista me lo perdonará/consentirá,
primero porque es muy generoso y siempre procura el acomodo de los demás, no le
duelen prendas en hablar bien sobre el trabajo ajeno, en promocionarlo, en
destacarlo, porque sé que muchos de los referentes citados también lo son
suyos, porque le gustará que la lectura me haya despertado/propiciado/avivado tantas sensaciones, fundamentalmente (por eso me perdí entre mis propios recuerdos) porque
él evoca esos años en su nueva novela, La
mujer de al lado, publicada como toda su obra anterior por Trabe, novela
con la que Ovidio Parades da un salto de gigante en su trayectoria como
escritor.
Cuando se estrenó la espléndida Te doy mis ojos de Icíar Bollaín, hubo
quien (un tipo soberbio, pagado de sí mismo, uno de esos que siempre cae de pie
–por fortuna, recaló en Los Ángeles, con todo un océano de por medio-, un
señorito fatuo, misógino, incomprensible académico y votante de los Goya aunque
menospreciaba el cine español –“flaco favor le hacemos poniéndolo siempre bien”
¿y siempre mal no importa?-, al servicio de los que pagasen, de los poderosos,
de los relacionados, dictando críticas según conviniera a lo que pergeñaba en
despachos), sin haberla visto, se atrevió a tildarla de “feminista”, “exagerada”,
“maniquea”, desconociendo –como tantas cosas- que uno de los personajes más
negativos de la cinta, el que más pavor produce, el que más remueve, es el que
interpreta con su maestría habitual Rosa María Sardá, la madre que llega al
tono admonitorio con su hija para que siga al lado de su marido a pesar de los
golpes, las amenazas, el martirio diario, para que no pregone a los cuatro
vientos lo que le pasa, para aguante lo que tenga que aguantar mientras que,
como sentenciaba Bernarda Alba, se mantenga la “buena fachada y armonía
familiar”. Por eso es un gran acierto de Ovidio situar su historia en aquellos
todavía cercanos años (aunque para algunas cosas diríase que han pasado siglos –bueno,
en realidad finiquitamos uno y dimos paso al siguiente-), para poder vivir con
Emilio el descubrimiento, los interrogantes, la falta de referentes, para
comprender el tormento que Maruchi revive cuando los acontecimientos se
precipitan y por qué se siente tan culpable, tan miserable, ella que callaba,
por no haber sabido descifrar las señales, por haber guardado silencio, por
haber sufrido, por considerarse responsable de que la historia se haya
repetido; con su atención a los pequeños detalles, a las rutinas, a esos
aspectos mínimos e incluso triviales que conforman lo cotidiano, esos apuntes
en los que nos reconocemos o identificamos a personas conocidas, Ovidio va
conformando un microcosmos que nos habla directamente, que nos atañe, que nos
obliga a actuar, que derriba muros de indefensión, de oídos sordos, de “allá
cada uno con lo suyo”; no, señores, eso no es respetar la intimidad de los
demás: eso es, simple y llanamente, ser cómplice de un sinsentido, de un delito,
de un crimen, de una tortura. Con el estilo que le ha hecho popular gracias a
su blog El extraño viaje (título asimismo del primer volumen en que recogió
textos del mismo), trascendiendo con soltura, buen oficio y olfato narrativo lo
que algunos condenarán como “el tópico de siempre” (cómo os escuece el tema,
¿verdad, hipócritas?), Ovidio Parades se da rienda suelta en La mujer de al lado, entregando la
palabra a sus personajes, hablando de asuntos que le interesan, con guiños a
sus lectores habituales (trata asuntos que nunca ha descuidado ni le han sido
ajenos) pero mucho más firme como novelista, más seguro de sí mismo, confianza
que le permite desaparecer en algunas páginas, ceder el primer plano a sus
criaturas, a seres de carne y hueso que rompen lo arquetípico por la veracidad
de sus sentimientos, que ponen el discurso al servicio de la historia, que
claman por lacras a las que ojalá algún día podamos referirnos en pasado,
sucesos que sean excepciones y no un triste, sucesivo e interminable rosario de
angustia, traumas, heridas, sangre, muerte. Ovidio no pontifica, no adoctrina,
no se pone tremendista: en su línea habitual, destila una prosa medida,
tranquila, pausada, que se va imponiendo en el ánimo del lector por
acumulación, sedimentándose mientras se van pasando páginas, alternando
sonrisas, complicidades para los que pertenecemos a la misma generación, con
sombras, encogimientos de estómago, vacíos que se van imponiendo hasta que el
cuadro queda completo. Del mismo modo, no ofrece soluciones porque por
desgracia no las hay, más allá de lo necesario de novelas como ésta, de que el
asunto no se dé por zanjado, de que la nueva “normalidad” sea la de aceptar que
esto pasa y punto, de seguir siendo altavoz de las injusticias, de avivar la
llama de la lucha que consiga erradicar el sentimiento de que una persona puede
ser una pertenencia y “como es mía hago con ella lo que quiero”; hay quien la
considera perdida, por desgracia parece un imposible, pero mientras escritores
como Ovidio Paredes pongan su intención, su atención, su preocupación, su
talento al servicio de los sufrientes la literatura saldrá ganando y la partida
no podrá darse por perdida.