En casi todo el mundo se les respeta, quiere, considera patrimonio
cultural, personal y vital, una posesión querida (en el sentido de pertenencia,
de algo propio), incluso se les otorga tratamiento especial si así lo decide la
que más manda (digan lo que digan las leyes, estén repartidas las funciones
como lo estén, Isabel II sigue siendo la que maneja las riendas con mano firme,
reinando como sólo una soberana británica sabe hacerlo); hablo de los actores,
esos seres volubles, tornadizos, con el alma sometida a constantes vaivenes, invadida
por sentimientos contradictorios, afectos radicalmente opuestos, emociones que
se alteran cual veleta ante la más leve brisa o el huracán imparable de lo que
deban representar, encarnar, vivir, personas de carne y hueso que regalan su cuerpo,
su corazón, sus vísceras a otras imaginadas o que fueron realidad hace siglos,
que se transforman continuamente, que mudan de piel a cada paso, que se
difuminan y diluyen para otorgar corporeidad, presencia, permanencia,
inmortalidad a sus personajes. Uno siempre se ha sentido fascinado por estos
genios (porque así me lo parecen cuando con el ejercicio de su arte consiguen
abstraerme, asombrarme, sentir que asisto a algo irrepetible –y da igual que
sea una película de la “deuvedeteca” o “blurayteca”: si te resulta digno de
admirar parece que sea la primera y única vez que estarás ante el prodigio-),
estos artistas que sólo necesitan su voz, su cuerpo, su inteligencia, su
intuición, su inagotable abanico de capacidades y facultades para hacer creíble
lo más insólito, para mimetizarse con el traje prestado y ajustárselo a su piel
hasta no poder distinguir uno de la otra; y no puedo evitar que me duela
muchísimo cuando en España se mete a todo el mundo en el mismo saco o no se
ejercita la memoria (la del público suele ser bastante frágil, no hay más que
recordar los juguetes rotos que pueden encontrarse a un lado y otro del
Atlántico, las modas son tan sólo eso y tendemos a contagiarnos de su carácter
efímero, a negarles la incidencia que tuvieron en su momento, pero en este país somos especialmente
ingratos -de lo de la envidia mejor no hablemos hoy-, al margen de que nos
encanta mezclar a las churras con las merinas y hablar del rebaño
generalizando, sin distinguir a cada componente del mismo) y se obvia el valor
de nuestros intérpretes, sobre todo acusándoles de ausencia de escuela porque,
si bien es cierto que no podemos hablar de algo comparable a lo que poseen los
británicos, los franceses e incluso los italianos –y también en EEUU, aunque de
otra manera-, España ha sido rica en sagas, en genealogías, en apellidos que
han dado lustre al oficio, en individualidades que coincidieron en tiempo y
espacio para conformar una cartelera añorada y envidiable, gentes como los
Gutiérrez Caba o la conjunción Rivelles-Larrañaga-Merlo y demás ancestros de
cada uno de ellos, los Prendes, los Goyanes, José Bódalo, José Luis López
Vázquez, María Luisa Ponte, Fernando Delgado, José María Rodero, Berta Riaza,
Aurora Redondo, María Fernanda D´Ocón, Antonio Garisa, Concha Velasco, Encarna
Paso, Paco Martínez Soria, Laly Soldevila, tantos nombres que evocan horas
felices (da igual el tono del espectáculo cuando uno lo está sintiendo
aposentarse en su interior, convertirse en recuerdo imborrable) en algún patio
de butacas y muchas más frente a la televisión, cuando sus rostros eran
populares y aprendíamos tanto sin darnos cuenta, sin sentir, sin obligaciones,
por el gusto de hacerlo.
Pero, como me comentó hace tiempo la fantástica Nuria Espert durante una
entrevista cuando le recordé que gracias a un programa infantil (creo que aún
no se llamaba Sabadabada sino De 12 a 2) había podido conocer su
montaje de Doña Rosita la soltera, el
teatro hay que vivirlo, sentirlo, experimentarlo, la televisión está bien como
punto de partida pero hay que estimular, motivar, provocar, promover que los
chavales lo sientan como propio, como necesario, como parte del aprendizaje, como
vía de escape, como diversión (¡Qué envidia siento ante esos chavales que en
otros países puede decirse que nacen, viven, estudian con atención y deleite
–habrá de todo, claro, pero barro para casa- la letra impresa, los textos que
constituyen parte de su patrimonio!). Y, así, volví a experimentar el impagable
placer de ver en pie uno de los textos capitales del enorme Eugene O´Neill, uno
de esos autores a los que hay que regresar, que no se pueden abandonar, que no
deben darse por sabidos (especialmente porque se les ha representado muy mal en
demasiadas ocasiones, porque su nombre ha sido tomado en vano cuando algún “creativo”
–con muchas comillas, distinguiéndole de los que demuestran serlo día a día,
separándole de los creadores- ha querido enmendarle la plana o aprovecharse del
prestigio ajeno), la obra que ahora mismo se representa con el título Largo viaje del día hacia la noche y que
por desgracia abandona hoy el Teatro Marquina de Madrid (aunque anuncian un par
de fechas en Las Palmas de Gran Canaria para enero de 2015 –esperemos que no
sean las últimas-). Tendría que haber hablado de este montaje mucho antes, pero
las circunstancias adversas se cruzaron con crueldad en el camino y cuando tuve
ánimo para regresar al teclado hubo sensaciones muy íntimas que buscaron su
cauce (al margen de proyectos profesionales que requieren todo el esfuerzo y la
entrega para procurar que salgan adelante) y quedó arrinconada lo que ha de ser
por derecho propio crónica emocionada de mi encuentro con dos de las
personalidades teatrales que más admiro, venero y aplaudo, dos personas que
demuestran su conocimiento, su inteligencia, su buen gusto, su calidad cada vez
que suben a escena (aunque me hayan dejado una espina clavada muy hondo, un
despropósito que pude perdonarles por lo que ha venido después pero que siempre
me dolerá –en lamento compartido, como todo, con Pablo, ya que se trata de una
de sus obras favoritas dentro de la producción de uno de sus autores de
cabecera-, aquel decepcionante Un tranvía
llamado Deseo de Tennesse Williams que aún cuesta creer fue transformado en
ese bochornoso espectáculo por estos dos grandes): Mario Gas y Vicky Peña,
Vicky Peña y Mario Gas, gentes de teatro, del espectáculo (a ambos les viene la
tradición impresa en los genes), él es un sólido actor que se ha dedicado más a
dirigir, planificar, orquestar, trazar, pergeñar, alumbrar y ella es una de las
actrices más inmensas que puedan verse sobre las tablas en cualquier lugar del
mundo, verla en escena es ser consciente de que se es testigo de un momento
deslumbrante, como ver a Vanessa Redgrave, Helen Mirren, Judi Dench, Angela
Lansbury, como si se hubiese podido hacer lo propio con Katharine Hepburn,
Rosalind Russell, Kay Kendall u otras tantas (y tengo el descaro de decírselo
aunque sé que se sonroja, me consta su humildad desde que tuve ocasión de
charlar con ella tras levitar con Sweeney
Todd –a finales de los 90 del siglo pasado, pero no faltamos a la
reposición en 2008- y le mencioné como de pasada que su elegante comicidad
capaz de pasar del estruendo a lo pequeño en cuestión de segundos, de erigir un
muro de contención antes de caer en lo ridículo, me recordaba a la Kendall y
ella incluso se sobresaltó: “¿Qué me dices? ¡No puede ser! ¡Es una de mis
actrices favoritas! ¡Parecerme a ella! ¡Imposible!”).
Empezaba la aventura universitaria cuando fui con un buen puñado de los
miembros del grupo que fuimos hasta el final de la carrera a ver el montaje que
el nunca suficientemente llorado Miguel Narros (cuando era director del Teatro
Español, cargo que ha desempeñado Mario Gas hasta 2012) presentaba al comenzar
la temporada 1988-1989, precisamente Largo
viaje hacia la noche en su integridad, es decir, casi cuatro horas de
función (con un par de descansos por aquello de estirar las piernas y aliviar
los esfínteres, claro). Fue una excelente oportunidad para fijarme en José
Pedro Carrión y Carlos Hipólito, intérpretes a los que seguir desde ese
momento, para volver a aplaudir la madurez y el señorío de Alberto Closas y
para tener una sensación que se iría refrendando con el tiempo: Margarita
Lozano, a pesar de Viridiana y La mitad del cielo, nunca me convence
demasiado, se queda muy por debajo de sus personajes (y la prueba definitiva
fue su Bernarda Alba sin fuelle ni personalidad, dirigida sin acierto por
Amelia Ochandiano). No había vuelto a ver la obra en escena, sí la tenía
bastante fresca gracias a la impecable versión que Sidney Lumet condujo con
mano maestra en 1962 para el celuloide (esa que rechazó Spencer Tracy porque no
estaba dispuesto a rechazar su caché, uno de los hitos de la ya antes alabada
Katharine Hepburn, una adaptación que se limitó a recortar el original, a
reducirlo a poco más de dos horas, y por eso el cineasta quiso que el guión
apareciese firmado por el propio O´Neill aunque éste había fallecido en 1953) y
con el buen ánimo de un reencuentro apetecido me senté en mi butaca (junto a
Pablo, tan expectante como yo) para dejarme arrastrar por la poética doliente y
en ocasiones cruel del dramaturgo neoyorquino, un casi permanente latigazo que
posee una belleza implícita y explícita, que no tiene recato en escarbar en la
herida, unas palabras que conmocionan y cautivan, un lujo que pocos saben y
pueden decir como Mario y Vicky (ya en otros lugares hablé sobre lo inapropiado
de la escenografía y sobre algunos altibajos en la dirección, por lo tanto nos
quedaremos ahora con lo mejor, con lo que importa, con ellos –y del público, el
de aquel día, con bastantes representantes de la prensa, con señoras que no
entendían qué le pasaba a esa madre hasta que en el segundo acto se pronunciaba
la palabra “drogadicta”, con señores que bostezaban ostentosamente, con
espectadores incómodos y removiéndose porque “oye, no pasa nada”, con supuestos
expertos que ríen ante su propia ignorancia y pisotean la tumba de gente como
O´Neill cada vez que redactan o explican cualquier asunto relacionado con la
cultura, sobre todos esos corremos un velo muy tupido). “Tenía muchas ganas de
volver a compartir escenario con Vicky y tenía este O´Neill en la cabeza antes
de que nos lo ofreciesen; además, hubo otras ofertas mientras dirigía el
Español y en ese momento no podía compatibilizar ambas cuestiones, más allá de
mi aparición en Follies en la que, al
fin y al cabo, todo quedaba en casa, jajajaja… Pero ya tenía ganas de meterme
dentro de un personaje, de dejarme llevar, y si encima me dirige otro aún mejor
porque sólo tengo que preocuparme por ser actor”, cuenta un Mario Gas pletórico
cuando se le dice que se le echaba de menos sobre las tablas y más con un texto
de este calibre, con un autor que no le es ajeno, con una actriz a la que
comprende y engrandece del modo en que lo hace con Vicky, quien asiente
agradecida hasta que se lanza a hablar sobre su personaje, sobre el autor,
sobre las implicaciones y explicaciones personales del mismo con esos seres
inspirados/robados de los que conformaban su familia: “O´Neill tardó mucho en
escribir esta obra porque tenía que comprender primero lo que había sucedido,
tenía que destilar su dolor, adquirir sabiduría, no podía ponerse a la tarea en
caliente, era mucho más de lo que podía soportar: en ese momento, la
tuberculosis era una espada de Damocles, era una sentencia, y la convivencia
con los que le amaban, porque le amaban a pesar de todo, era muy difícil, ya
que formaba parte de una familia de seres muy destructivos, crueles, despóticos,
cargados de reproches. Él no quería caer en lo mismo, no quiso que su texto
fuese un mero y burdo ajuste de cuentas, lo que le obligó a asomarse a simas de
dolor, a despeñarse por ellas. Por eso siempre nos referimos a este drama
denominándolo “tragedia”, porque eso es lo que es”.
Y por todo esto que transmite como nadie Vicky (qué fácil amar el teatro
si te lo cuentan con esa pasión, con esa competencia, con esa erudición que
sabe explicarse, que comunica, que aporta, que educa, que compromete), por el
necesario tono elegíaco que debe tener la función, es de aplaudir a rabiar el
hecho de que un teatro comercial privado se haya lanzado a la aventura de
enfrentar este montaje a comedias de carcajada fácil y poco fuste que llevan
años en la cartelera, comprendiendo que ha de haber público para todo, que lo
ideal es tener donde elegir, que cada quien demanda una cosa: “Se trata de
creer en el teatro, nada más. Sí, es un negocio, claro, es nuestra forma de
vida, pero el público sabe más de lo que algunos quieren creer y busca lo que
le interesa, no podemos ofrecer lo mismo en todos los teatros. ¿Qué hay que
echarle un par de… corajes? ¡Pues en eso estamos! Por fortuna, hemos encontrado
unos compañeros de viaje fantásticos, trabajamos con un espíritu muy de equipo
del primero al último implicado, y así al menos se ofrece un producto digno”, cuenta
Mario Gas, mencionando al resto de actores (Juan Díaz, Alberto Iglesias y Mamen
Camacho), al director (Juan José Afonso), al adaptador (Borja Ortiz de Gondra) –“ha
hecho una pequeña poda, necesaria para adecuar la función a los estándares
actuales, pero no ha obviado ningún aspecto, no ha reducido profundidad”-, a
los de diferentes departamentos, cerrando el círculo con Alberto Closas,
gerente del teatro Marquina (el que fuese propiedad de su padre, quien, como ya
dijimos, interpretó esta función a finales de los 80). Vicky tiene muy claro
que, aunque podamos ser (a veces nos esforcemos en ello viendo las
consecuencias) muy diferentes a los personajes, todos nos sentimos reflejados
en algún momento: “La obra absorbe: no es posible interpretarla sin implicarte
y, del mismo modo, creo que es difícil que puedas estar mirando sin que algo se
te remueva. ¡Cuántas cosas ásperas suceden en las casas, cuántas palabras duras
se cruzan con los demás! No hay más que pensar en esos días de Navidad
previstos para brindar, para ser felices, pero de repente algo se tuerce, el
alcohol desinhibe, las lenguas se sueltan, la educación se deja a un lado y te
asaltan todos los demonios”.
Si en el primer acto es Mario Gas quien deja clara su categoría actoral,
Vicky Peña inicia el segundo acto con una escena sobrecogedora, de un lirismo
que hipnotiza, conmueve y azota, uno de esos momentos que justifican un montaje
y que resumen una carrera –“hay que hacerlo, ¿eh”, apostilla todo orgulloso
Mario-, un regalo para el espectador: “Se trata de darle al personaje lo que
requiere, O´Neill es muy preciso en el trazo, reclama que seas sutil: yo la veo
como es, con todas sus miserias, la culpable de muchas de las lacras que la familia
arrastra, una niña malcriada, una inadaptada que sólo busca satisfacer sus
caprichos, y al mismo tiempo se ennoblece porque ama sin medida, sin atenerse a
las consecuencias; al igual que el resto, es alguien desamparado que busca la
medida del amor pero no sabe dosificar”. En ese estudio pormenorizado que Vicky
hace de cada rol que asume (así lo demuestran sus palabras y sus hechos), en
cómo estudia el personaje desde todas sus facetas para hacer una total
inmersión, me atrevo a sugerirle algo que Pablo tiene en la cabeza desde hace
años: que encarne a Mama Rose en Gypsy
–“sería Sondheim de todos modos” dice Mario, responsable de los mejores montajes
de este grande del musical- y resulta que ella asiente, se ríe por lo bajo,
mira a su compañero con complicidad y él dice: “Además, sabemos quién sería la
chica, ¿verdad?”. ¡Lo habían pensado! Vicky me da permiso para dé testimonio de
este interés, de esta posibilidad, de lo que debería ser una realidad por si
algún productor toma nota de ello (ahora que Imelda Staunton regresa a Londres
con este mismo título y la economía no hace factible que podamos gozarla
-¡También nos perdimos su Sweeney Todd!
Ya va siendo hora de que el trabajo dé frutos, ¿no?, si sólo queremos lo
suficiente para alguna escapada y caprichitos culturales…). ¡Pensar en Vicky Peña
dirigida por Mario Gas mientras suenan las inmortales notas de Arthur Laurents
y cobran vida las no menos esplendorosas palabras de Stephen Sondheim es como
para desear que la gira que Largo viaje
del día hacia la noche merecería termine pronto y alguien les dé impulso
para que el proyecto cristalice! (¿Quién piensa en Patti Lupone cuando la
Staunton podría ceder el testigo a Vicky Peña?).