miércoles, 31 de diciembre de 2014

SUCEDIÓ HACE TREINTA AÑOS (Y AYER MISMO)



  

 En este momento en que hay que ir cerrando un año que para siempre estará marcado a fuego por la pérdida de mi padre (y por el modo irreversible en que la cruel realidad se impuso en apenas unas horas, ganando por KO, cercenando la capacidad de reacción, con demasiados puntos suspensivos, con un boquete en las emociones), voy recuperando aquí y allá momentos, sensaciones, recuerdos, películas, obras de teatro, músicas, lecturas y me doy cuenta de que prometí celebrar un aniversario (tomé notas para ello hace unos cuantos meses ya) pero he estado a punto de no cumplir con este propósito y, aunque no hay que plegarse a las obligaciones que dictamina el calendario para hacer una recomendación o sencillamente disfrutar con el arte (cualquier momento es oportuno no hay que esperar a que tal obra cumpla equis años o su creador tropecientos más), creo que es de justicia hacer sonar una vez más este arpa en 2014 (dejando en el aire melodías que podremos seguir escuchando en 2015) honrando a un escritor con el que me he reconciliado plenamente, con el que fui injusto por lanzarme a leerle sin el bagaje vital necesario, reduciendo el considerado texto capital de su producción a un esquema y/o género que lo empequeñece, que sólo sirve para describirlo en parte, dejándome llevar por lo que decían por ahí muchos que no lo habían ni leído ni tan siquiera intentado(como no quiero repetirme, bastante redundante soy de natural, si alguien está interesado en rescatar ese texto porque no lo conoce o no recuerda su contenido, sólo debe pinchar en el siguiente enlace http://www.elarpadebecquer.blogspot.com.es/2014/07/madre-yo-al-oro-me-humillo.html). Gracias al empeño de algunos sellos como Lumen, la obra de George Orwell se está publicando íntegra y sin descuidar ninguna de sus facetas (por eso, entre otras cosas, afirmo que regresaré a él en 2015: me espera en la mesilla Escritor en guerra de la editorial Debate, recopilación de las cartas que escribió entre 1937 y 1943 y de los diarios fechados entre 1940 y 1942) y uno de los volúmenes más cuidados, mejor editados y con una nueva traducción que hace más justicia al original que aparecieron en este año que va apurando sus últimas horas fue, no podía ser de otra manera, 1984, al cumplirse treinta años del momento en que debería haberse hecho realidad la profecía del británico.
   Lo más palmario, lo más lapidario, la mayor desolación que puede experimentar el lector de este momento es que, por mucho que pueda y deba contextualizar la narración y recordar que fue terminada en 1948, por mucho que sea inevitable entroncarla con Rebelión en la granja en lo que tiene de simbólico, de alegoría, de fábula política (aunque es mucho más divertida y aparentemente más inocente, tiene un aire festivo que le aporta causticidad y sorna –sobre todo, conociendo los paralelismos con aquello que le movía a escribir), a pesar del certero prólogo de Umberto Eco que le sirve como pórtico, completando la lectura con el interesante y revelador epílogo de Thomas Pynchon que pone colofón a esta edición, se llegue más o menos impoluto o con muchas referencias, con prejuicios o con ideas preconcebidas, esperando una novela de ciencia ficción o teniendo muy claro que es un ensayo político camuflado como ficción, al final se impone la claustrofobia de la historia, la llamada de atención (diríase de socorro) que hace el autor, la advertencia de que el porvenir (lo por venir) ya está aquí y no es el paraíso prometido, lo más estremecedor es que la tesis mantenida parece escrita ayer mismo, sólo sería necesario cambiar algún nombre o variar ciertas frases (y la mayoría de las veces ni eso), el panorama descrito e inspirado a Orwell por el estalinismo encuentra reflejo en lo que leemos en los periódicos (podría pasar por nacido a raíz de la prensa de antes de ayer), que si en algo fue profético el ¿novelista? ¿cronista? con su ¿ficción? ¿apunte del natural? ¿reportaje novelado? fue al afirmar poco después de su publicación “no creo que la sociedad que he descrito en 1984 necesariamente llegue a ser una realidad, pero sí creo que puede llegar a existir algo parecido”. ¡Y tanto! La distopía orwelliana se sitúa en el Londres de 1984 (tan sólo treinta y seis años después de la escritura, no la fiaba demasiado larga) donde Winston Smith cumple con sus funciones en el Ministerio de la Verdad, destruyendo, alterando, rectificando todos aquellos documentos, fotografías, cualquier material que pueda contradecir la versión oficial, la única posible, la que impone el Partido, la visión del mundo que se sanciona como tal y que se implanta “con éxito a gente incapaz de entenderla. (…) Su falta de comprensión les permitía conservar la cordura”. Y es que “todo se difuminaba en un mundo de sombras en que el que incluso las fechas de los años se había vuelto poco fiable”, al fin y al cabo todo depende de las conveniencias de cada momento, de a qué alturas del proceso de deshumanización y de reducción del pensamiento se esté porque ese es el objetivo principal: implantar la nuevalengua (“Seguro que crees que nuestro trabajo consiste en inventar palabras nuevas. ¡Pues no! Lo que hacemos es destruirlas, decenas, cientos de palabras al día. Estamos podando el idioma”), restringir las posibilidades de expresión, de pensamiento, no se trata en realidad de controlar las mentes si no de anularlas, de hacer tabla rasa, de alienar más allá de lo imaginable, de convertir al rebaño en entes controlados, estimulados, manejados, programados por el Estado, reducidos a robots (“Lo más terrible que había hecho el Partido era convencer a la gente de que los impulsos y los meros sentimientos eran inútiles”), por eso hay que erradicar cualquier expresión de afecto, de cariño, de complicidad, de compañerismo, de interacción, cualquier rasgo diferenciador, cualquier perturbación por mínima que sea, cualquier verso suelto, cualquier nota disonante, cualquier individualidad: “Cuando haces el amor consumes energía, luego estás a gusto y todo te trae sin cuidado. No soportan que te sientas así. Quieren que estés repleto de energía a todas horas. Tanto desfile de aquí para allá, todos esos vítores y ondear de banderas no son más que sexo frustrado”.
   Si bien es cierto que la trama es una mera excusa para poder ir desarrollando lo que Umberto Eco califica como “energía visionaria”, que a Orwell le importa más el contexto, el sustrato, lo que se extrae de la lectura que los personajes en sí (aunque esa forma de desdibujarlos, de destacar su mero papel de arquetipos, de reducirlos a lo más elemental, redunda y apuntala lo que está denunciando), que todo lo anterior es un largo (e interesantísimo) exordio para llegar a lo que se conoce como El Libro, base teórica de la Resistencia, este larguísimo inserto termina por trocar en apasionante porque establece un apasionante diálogo/debate con lo que se ha leído hasta el momento y, muy especialmente, con el lector, ese que no querría verse en una situación similar, ese que a veces no puede evitar sentirse reflejado en ese círculo vicioso que es el devenir de los personajes, en esa permanente vigilia para no pensar lo que no se debe, bajo la vigilancia perpetua del Hermano Mayor (un acierto traducirlo así para evitar caer en la degeneración perpetrada por cierto formato televisivo –en inglés no se nota la diferencia, claro (Big Brother), pero la riqueza de nuestro idioma (esa que en las páginas de la novela se busca suprimir) ayuda a marcar distancias-), en ese “vivir día a día, y semana a semana, devanando un presente sin futuro”, algo que se presenta como “un instinto irresistible”. En este momento, que no deja de ser una convención como tantas, en que cerramos un año para iniciar otro, conviene seguir teniendo muy presente a Orwell, porque nos ayuda a estar alerta, porque nos enseña a no conformarnos con lo que puede resultar benéfico sólo en apariencia, porque nos hace tomar conciencia de quiénes somos, porque lo que sucedió hace treinta años sigue pasando, porque no hemos avanzado tanto e incluso seguimos retrocediendo.