En este momento en que hay que ir cerrando un año que para siempre
estará marcado a fuego por la pérdida de mi padre (y por el modo irreversible en
que la cruel realidad se impuso en apenas unas horas, ganando por KO,
cercenando la capacidad de reacción, con demasiados puntos suspensivos, con un
boquete en las emociones), voy recuperando aquí y allá momentos, sensaciones,
recuerdos, películas, obras de teatro, músicas, lecturas y me doy cuenta de que
prometí celebrar un aniversario (tomé notas para ello hace unos cuantos meses
ya) pero he estado a punto de no cumplir con este propósito y, aunque no hay
que plegarse a las obligaciones que dictamina el calendario para hacer una
recomendación o sencillamente disfrutar con el arte (cualquier momento es
oportuno no hay que esperar a que tal obra cumpla equis años o su creador
tropecientos más), creo que es de justicia hacer sonar una vez más este arpa en
2014 (dejando en el aire melodías que podremos seguir escuchando en 2015)
honrando a un escritor con el que me he reconciliado plenamente, con el que fui
injusto por lanzarme a leerle sin el bagaje vital necesario, reduciendo el
considerado texto capital de su producción a un esquema y/o género que lo
empequeñece, que sólo sirve para describirlo en parte, dejándome llevar por lo
que decían por ahí muchos que no lo habían ni leído ni tan siquiera
intentado(como no quiero repetirme, bastante redundante soy de natural, si
alguien está interesado en rescatar ese texto porque no lo conoce o no recuerda
su contenido, sólo debe pinchar en el siguiente enlace http://www.elarpadebecquer.blogspot.com.es/2014/07/madre-yo-al-oro-me-humillo.html). Gracias al
empeño de algunos sellos como Lumen, la obra de George Orwell se está
publicando íntegra y sin descuidar ninguna de sus facetas (por eso, entre otras
cosas, afirmo que regresaré a él en 2015: me espera en la mesilla Escritor en guerra de la editorial
Debate, recopilación de las cartas que escribió entre 1937 y 1943 y de los
diarios fechados entre 1940 y 1942) y uno de los volúmenes más cuidados, mejor
editados y con una nueva traducción que hace más justicia al original que
aparecieron en este año que va apurando sus últimas horas fue, no podía ser de
otra manera, 1984, al cumplirse
treinta años del momento en que debería haberse hecho realidad la profecía del
británico.
Lo más palmario, lo más lapidario, la mayor desolación que puede
experimentar el lector de este momento es que, por mucho que pueda y deba
contextualizar la narración y recordar que fue terminada en 1948, por mucho que
sea inevitable entroncarla con Rebelión
en la granja en lo que tiene de simbólico, de alegoría, de fábula política
(aunque es mucho más divertida y aparentemente más inocente, tiene un aire festivo
que le aporta causticidad y sorna –sobre todo, conociendo los paralelismos con
aquello que le movía a escribir), a pesar del certero prólogo de Umberto Eco
que le sirve como pórtico, completando la lectura con el interesante y
revelador epílogo de Thomas Pynchon que pone colofón a esta edición, se llegue
más o menos impoluto o con muchas referencias, con prejuicios o con ideas
preconcebidas, esperando una novela de ciencia ficción o teniendo muy claro que
es un ensayo político camuflado como ficción, al final se impone la
claustrofobia de la historia, la llamada de atención (diríase de socorro) que
hace el autor, la advertencia de que el porvenir (lo por venir) ya está aquí y
no es el paraíso prometido, lo más estremecedor es que la tesis mantenida
parece escrita ayer mismo, sólo sería necesario cambiar algún nombre o variar
ciertas frases (y la mayoría de las veces ni eso), el panorama descrito e
inspirado a Orwell por el estalinismo encuentra reflejo en lo que leemos en los
periódicos (podría pasar por nacido a raíz de la prensa de antes de ayer), que
si en algo fue profético el ¿novelista? ¿cronista? con su ¿ficción? ¿apunte del
natural? ¿reportaje novelado? fue al afirmar poco después de su publicación “no
creo que la sociedad que he descrito en 1984
necesariamente llegue a ser una realidad, pero sí creo que puede llegar a
existir algo parecido”. ¡Y tanto! La distopía orwelliana se sitúa en el Londres
de 1984 (tan sólo treinta y seis años después de la escritura, no la fiaba
demasiado larga) donde Winston Smith cumple con sus funciones en el Ministerio
de la Verdad, destruyendo, alterando, rectificando todos aquellos documentos,
fotografías, cualquier material que pueda contradecir la versión oficial, la
única posible, la que impone el Partido, la visión del mundo que se sanciona
como tal y que se implanta “con éxito a gente incapaz de entenderla. (…) Su
falta de comprensión les permitía conservar la cordura”. Y es que “todo se
difuminaba en un mundo de sombras en que el que incluso las fechas de los años
se había vuelto poco fiable”, al fin y al cabo todo depende de las
conveniencias de cada momento, de a qué alturas del proceso de deshumanización
y de reducción del pensamiento se esté porque ese es el objetivo principal:
implantar la nuevalengua (“Seguro que crees que nuestro trabajo consiste en
inventar palabras nuevas. ¡Pues no! Lo que hacemos es destruirlas, decenas,
cientos de palabras al día. Estamos podando el idioma”), restringir las
posibilidades de expresión, de pensamiento, no se trata en realidad de
controlar las mentes si no de anularlas, de hacer tabla rasa, de alienar más
allá de lo imaginable, de convertir al rebaño en entes controlados,
estimulados, manejados, programados por el Estado, reducidos a robots (“Lo más
terrible que había hecho el Partido era convencer a la gente de que los
impulsos y los meros sentimientos eran inútiles”), por eso hay que erradicar cualquier
expresión de afecto, de cariño, de complicidad, de compañerismo, de
interacción, cualquier rasgo diferenciador, cualquier perturbación por mínima
que sea, cualquier verso suelto, cualquier nota disonante, cualquier
individualidad: “Cuando haces el amor consumes energía, luego estás a gusto y
todo te trae sin cuidado. No soportan que te sientas así. Quieren que estés
repleto de energía a todas horas. Tanto desfile de aquí para allá, todos esos
vítores y ondear de banderas no son más que sexo frustrado”.
Si bien es cierto que la trama es una mera excusa para poder ir
desarrollando lo que Umberto Eco califica como “energía visionaria”, que a
Orwell le importa más el contexto, el sustrato, lo que se extrae de la lectura
que los personajes en sí (aunque esa forma de desdibujarlos, de destacar su
mero papel de arquetipos, de reducirlos a lo más elemental, redunda y apuntala
lo que está denunciando), que todo lo anterior es un largo (e interesantísimo)
exordio para llegar a lo que se conoce como El Libro, base teórica de la Resistencia,
este larguísimo inserto termina por trocar en apasionante porque establece un
apasionante diálogo/debate con lo que se ha leído hasta el momento y, muy
especialmente, con el lector, ese que no querría verse en una situación
similar, ese que a veces no puede evitar sentirse reflejado en ese círculo
vicioso que es el devenir de los personajes, en esa permanente vigilia para no
pensar lo que no se debe, bajo la vigilancia perpetua del Hermano Mayor (un
acierto traducirlo así para evitar caer en la degeneración perpetrada por
cierto formato televisivo –en inglés no se nota la diferencia, claro (Big
Brother), pero la riqueza de nuestro idioma (esa que en las páginas de la
novela se busca suprimir) ayuda a marcar distancias-), en ese “vivir día a día,
y semana a semana, devanando un presente sin futuro”, algo que se presenta como
“un instinto irresistible”. En este momento, que no deja de ser una convención
como tantas, en que cerramos un año para iniciar otro, conviene seguir teniendo
muy presente a Orwell, porque nos ayuda a estar alerta, porque nos enseña a no
conformarnos con lo que puede resultar benéfico sólo en apariencia, porque nos
hace tomar conciencia de quiénes somos, porque lo que sucedió hace treinta años
sigue pasando, porque no hemos avanzado tanto e incluso seguimos retrocediendo.