Una de las pocas personas que puedo considerar como maestro, alguien que
se preocupó por enseñar, por mostrar caminos, despejar incógnitas, abrir
ventanas, que dialogaba tratándote como igual, que sabía encontrar las
potencialidades de cada uno para incidir sobre ellas y obtener resultados,
alguien a quien nunca jamás he vuelto a encontrarme desde septiembre de 1993 en
que terminó mi beca como redactor de informativos en Telemadrid, pero cuya
huella siento cada vez que me enfrento, de una manera u otra, a la tarea de
transmitir algún suceso cultural, ese al que nunca olvidaré ni agradeceré
bastante su preocupación por mí (como por el resto de aquel grupo que coincidió
en ese momento bajo su dirección) se llama Teófilo Ruiz y era en ese tiempo el
editor del Telenoticias que cerraba el día (emitido, en ocasiones, a altas
horas de la madrugada después de películas monumentales –en concepción y
duración- al estilo de Los diez
mandamientos o Quo Vadis?). Tuve
la inmensa fortuna de caer en la sección que prefería, en la que me sentía más
cómodo y seguro, aquella que más dominaba, con el valor añadido de que Teo era
un enamorado de la literatura, del cine, de la música, aunque estaba
especializado en economía; desde el principio enganchamos bien, hablábamos un
idioma parecido (yo, en realidad, lo balbuceaba y él lo manejaba con soltura),
teníamos gustos comunes y abiertas discrepancias sobre las que dialogábamos con
pasión (la que él sabía inyectar, estimular, ampliar), me descubrió a Onetti, a
Saramago, a Argullol –ganó el Nadal con La
razón del mal y me lo regaló por mi cumpleaños-, me explico cómo aportar
algo más que la mera noticia cuando han pasado horas de la misma y no se puede
repetir lo que se ha dicho hasta la saciedad, a incorporar detalles personales,
opiniones medidas que demostrasen el conocimiento, la preparación, el estudio
de un tema, en ocasiones me exigió textos al margen de los teletipos para que
fuese encontrando mi propia voz; recuerdo que tuvimos que hacernos eco del
estreno de El regreso de Casanova que
protagonizaba Alain Delon y que, con osada pedantería, mi noticia se iniciaba
diciendo algo así como “Ya en La noche de
Varennes, Ettore Scola nos mostró a un Casanova decrépito interpretado por
Marcello Mastroianni” y que, al mostrarle el texto para que cambiase lo que
considerase adecuado (nunca eran o las vivías como correcciones, sino como
enseñanzas), le expresé mis dudas: “Creo que me he pasado”, “¿Por qué”, “Igual
he ido de erudito y no se me va a entender”, “Pues yo encuentro la cita muy
adecuada y, además, das los datos precisos: título de la película, director,
actor… Más no podemos hacer porque para aprender está la escuela; el que no
sepa de qué hablas tiene ahí las pistas para investigar: no se puede rebajar el
nivel porque habrá espectadores que sepan más que tú, que conozcan el asunto y
no se les puede tratar como a tontos”. Y en ese mismo instante comprendí cuál
era el éxito de Petete y su Libro Gordo, los programas con Gloria Fuertes recitando
poemas y leyendo sus cuentos o Mayra recomendando libros, los dibujos de José
Ramón Sánchez, las aventuras de Epi y Blas, tuve muy claro por qué me daban
grima, incluso de pequeño, esos adultos que hablaban con voz de pito y diminutivos
(como yo hablo con Dobby, lo asumo), haciendo más niñerías y morisquetas que
los niños.
Otra de las indicaciones, consejos, apoyos, sugerencias que Teo supo
inocular en mi ánimo, algo que convertí en una máxima y jamás pierdo de vista
es el hecho de que, ya que tengo la fortuna de dedicarme a la cultura, a
materias que se supone amo (por eso, repito, la puse como la primera en mis
preferencias), que inspiran, motivan, provocan, se disfrutan (o todo lo
contrario, pero ahí ya entramos en los gustos de cada uno y en ejercer la
crítica, el análisis o, simplemente, redactar un texto informativo), no perder
de vista eso precisamente: involucrarme con lo leído, con lo visto, no repetir
tres tópicos o inexactitudes que nadie confirma/corrige y siguen considerándose
datos correctos desde hace ni se sabe cuánto; por eso en infinidad de ocasiones
me defino como espectador (o lector), privilegiado, por supuesto, ya que tengo
acceso a las películas antes de su estreno, porque voy a más proyecciones de
las que podría costearme de no ser por mi profesión, porque no puedo evitar
mirarlas con perspectiva, con el bagaje de lo anterior, analizando, pudiendo
poner en común con los cineastas o actores involucrados mis sensaciones, pero,
por encima de todo, intento (y puedo prometer con la boca bien abierta que lo
consigo) mantener viva esa emoción de antes de la proyección, el grato
cosquilleo de sentarme en la butaca y esperar que se apaguen las luces, el
gesto a veces imperceptible pero que en mi interior siempre experimento de
echarme hacia delante como para dejarme abducir por la pantalla que se ilumina,
participar activamente para luego poder transmitir mi entusiasmo o mi decepción
(eso que me dijo Beatriz Pécker cuando me incorporé a su programa: “Quiero que
seas tú, como te he escuchado antes, con tus filias, con tus fobias, con tus
manías, sabes explicarlas, de eso se trata, por lo demás, me encanta que seas
pasional y a ratos visceral”). Y no cabe duda que, con su erudición y enorme
cultura, con su conocimiento y un cierto afán enciclopédico que la muerte
truncó, pero primando las elecciones personales, las preferencias, trazando un
a modo de biografía emocional a través de las películas, ese regocijo, ese
placer, ese continuo enamoramiento por todo lo que llegase a través del
celuloide es lo que alienta la obra inconclusa de Carlos Fuente que vio la luz hace
pocos meses gracias a Alfaguara: Pantallas
de plata.
El gran autor mexicano, dueño de
una prosa vibrante, poderosa, riquísima en matices, tonos y significados, un
intelectual de talla poseedor de un verbo ágil, fluido, versátil, que puede
aumentar o disminuir su caudal según la narración acometida o el género
utilizado; en esta ocasión, va desgranando recuerdos, anécdotas, opiniones, con
la intención de elaborar su propia memoria del séptimo arte, equilibrando lo
sentimental con lo meramente histórico, no reprimiendo sus ironías o
querencias, insertándolas con brío y acierto en las semblanzas biográficas que
acomete. Es un híbrido que se paladea con gusto pero, por desgracia, sabe a poco
porque, al margen de terminar abruptamente (no se engaña a nadie: se advierte
que se publica “tal y como la dejó escrita el autor” –y es una magnífica
decisión porque ofrece un testimonio muy fidedigno de cómo abordaba Fuentes el
trabajo: hay capítulos terminados, otros que dan la impresión de ser sólo un
borrador, algunos esbozos, incluso unas cuantas inexactitudes en fechas-), es
inevitable soñar con cómo hubiera sido de haberla podido terminar y, en ese
sentido, queda un regusto amargo, una ligera frustración, no porque lo leído no
posea altura o dignidad (hay varios párrafos geniales, frases cortas que
apostillan lo dicho anteriormente y dejan clara, una vez más, la ironía no
siempre reprimida, el ojo avizor de alguien preocupado por los demás -e
interesado en ellos, lo que no siempre es lo mismo ni va parejo con lo primero-),
sino porque esa cita ineludible que todos tenemos y que siempre llega demasiado
pronto, segando de raíz, nos ha dejado con la miel en los labios y el camino a
medio hacer.
Aun así, es muy satisfactorio bucear en estas páginas tanto para el
cinéfilo de pro (nunca se ha descubierto todo: conviene compartir con otros
similares) como el meramente curioso o espectador impenitente que tan sólo
quiere pasar el rato (o sea, como cualquiera de nosotros cuando íbamos al
programa doble de alguno de los cines del barrio: la única condición es que no
hubiéramos visto ninguna –aunque luego, gracias a la sesión continua, si te
gustaba lo visto repetías sin recato, como hicimos mi hermano y yo, por
ejemplo, con El hombre que pudo reinar de
John Huston). Es impagable el encuentro que tuvo lugar entre Carlos Fuentes y
Joan Crawford (“no me esperaba una línea facial tan dura y tan insegura, como
si la necesidad de cierta frialdad profesional fuera el requisito para
disfrazar una profunda herida social”) o lo sucedido en aquel Festival de
Cannes de 1977 cuando, en contra de los gustos e indicaciones del director del
mismo, Favre Le Bret, un jurado presidido por el magnífico Roberto Rossellini
(y del que formaba parte el escritor) optó por entregar la Palma de Oro a Padre padrone de los Taviani en lugar de
a Una jornada particular de Ettore
Scola (¡Al final siempre llegamos a él!) y cómo, tras la muerte apenas quince días
después del autor de Stromboli, un
artículo póstumo del mismo acalló las diatribas del susodicho Le Bret. Como digo,
a pesar de ser un mero pórtico (aunque, eliminadas fotografías y separación de
capítulos, al menos serán al menos 150 páginas, es decir, un trabajo
desarrollado en parte), esta aproximación, esta inmersión de Carlos Fuentes en
el cine que amó es gozosa y altamente recomendable, especialmente por saber
realimentar nuestro permanente apetito de “cinéfagos”, nuestro continuo deseo
de seguir siendo espectadores.