sábado, 3 de enero de 2015

EL PRIVILEGIO DE SER ESPECTADOR



  



 Una de las pocas personas que puedo considerar como maestro, alguien que se preocupó por enseñar, por mostrar caminos, despejar incógnitas, abrir ventanas, que dialogaba tratándote como igual, que sabía encontrar las potencialidades de cada uno para incidir sobre ellas y obtener resultados, alguien a quien nunca jamás he vuelto a encontrarme desde septiembre de 1993 en que terminó mi beca como redactor de informativos en Telemadrid, pero cuya huella siento cada vez que me enfrento, de una manera u otra, a la tarea de transmitir algún suceso cultural, ese al que nunca olvidaré ni agradeceré bastante su preocupación por mí (como por el resto de aquel grupo que coincidió en ese momento bajo su dirección) se llama Teófilo Ruiz y era en ese tiempo el editor del Telenoticias que cerraba el día (emitido, en ocasiones, a altas horas de la madrugada después de películas monumentales –en concepción y duración- al estilo de Los diez mandamientos o Quo Vadis?). Tuve la inmensa fortuna de caer en la sección que prefería, en la que me sentía más cómodo y seguro, aquella que más dominaba, con el valor añadido de que Teo era un enamorado de la literatura, del cine, de la música, aunque estaba especializado en economía; desde el principio enganchamos bien, hablábamos un idioma parecido (yo, en realidad, lo balbuceaba y él lo manejaba con soltura), teníamos gustos comunes y abiertas discrepancias sobre las que dialogábamos con pasión (la que él sabía inyectar, estimular, ampliar), me descubrió a Onetti, a Saramago, a Argullol –ganó el Nadal con La razón del mal y me lo regaló por mi cumpleaños-, me explico cómo aportar algo más que la mera noticia cuando han pasado horas de la misma y no se puede repetir lo que se ha dicho hasta la saciedad, a incorporar detalles personales, opiniones medidas que demostrasen el conocimiento, la preparación, el estudio de un tema, en ocasiones me exigió textos al margen de los teletipos para que fuese encontrando mi propia voz; recuerdo que tuvimos que hacernos eco del estreno de El regreso de Casanova que protagonizaba Alain Delon y que, con osada pedantería, mi noticia se iniciaba diciendo algo así como “Ya en La noche de Varennes, Ettore Scola nos mostró a un Casanova decrépito interpretado por Marcello Mastroianni” y que, al mostrarle el texto para que cambiase lo que considerase adecuado (nunca eran o las vivías como correcciones, sino como enseñanzas), le expresé mis dudas: “Creo que me he pasado”, “¿Por qué”, “Igual he ido de erudito y no se me va a entender”, “Pues yo encuentro la cita muy adecuada y, además, das los datos precisos: título de la película, director, actor… Más no podemos hacer porque para aprender está la escuela; el que no sepa de qué hablas tiene ahí las pistas para investigar: no se puede rebajar el nivel porque habrá espectadores que sepan más que tú, que conozcan el asunto y no se les puede tratar como a tontos”. Y en ese mismo instante comprendí cuál era el éxito de Petete y su Libro Gordo, los programas con Gloria Fuertes recitando poemas y leyendo sus cuentos o Mayra recomendando libros, los dibujos de José Ramón Sánchez, las aventuras de Epi y Blas, tuve muy claro por qué me daban grima, incluso de pequeño, esos adultos que hablaban con voz de pito y diminutivos (como yo hablo con Dobby, lo asumo), haciendo más niñerías y morisquetas que los niños.
   Otra de las indicaciones, consejos, apoyos, sugerencias que Teo supo inocular en mi ánimo, algo que convertí en una máxima y jamás pierdo de vista es el hecho de que, ya que tengo la fortuna de dedicarme a la cultura, a materias que se supone amo (por eso, repito, la puse como la primera en mis preferencias), que inspiran, motivan, provocan, se disfrutan (o todo lo contrario, pero ahí ya entramos en los gustos de cada uno y en ejercer la crítica, el análisis o, simplemente, redactar un texto informativo), no perder de vista eso precisamente: involucrarme con lo leído, con lo visto, no repetir tres tópicos o inexactitudes que nadie confirma/corrige y siguen considerándose datos correctos desde hace ni se sabe cuánto; por eso en infinidad de ocasiones me defino como espectador (o lector), privilegiado, por supuesto, ya que tengo acceso a las películas antes de su estreno, porque voy a más proyecciones de las que podría costearme de no ser por mi profesión, porque no puedo evitar mirarlas con perspectiva, con el bagaje de lo anterior, analizando, pudiendo poner en común con los cineastas o actores involucrados mis sensaciones, pero, por encima de todo, intento (y puedo prometer con la boca bien abierta que lo consigo) mantener viva esa emoción de antes de la proyección, el grato cosquilleo de sentarme en la butaca y esperar que se apaguen las luces, el gesto a veces imperceptible pero que en mi interior siempre experimento de echarme hacia delante como para dejarme abducir por la pantalla que se ilumina, participar activamente para luego poder transmitir mi entusiasmo o mi decepción (eso que me dijo Beatriz Pécker cuando me incorporé a su programa: “Quiero que seas tú, como te he escuchado antes, con tus filias, con tus fobias, con tus manías, sabes explicarlas, de eso se trata, por lo demás, me encanta que seas pasional y a ratos visceral”). Y no cabe duda que, con su erudición y enorme cultura, con su conocimiento y un cierto afán enciclopédico que la muerte truncó, pero primando las elecciones personales, las preferencias, trazando un a modo de biografía emocional a través de las películas, ese regocijo, ese placer, ese continuo enamoramiento por todo lo que llegase a través del celuloide es lo que alienta la obra inconclusa de Carlos Fuente que vio la luz hace pocos meses gracias a Alfaguara: Pantallas de plata.
   El gran autor mexicano, dueño de una prosa vibrante, poderosa, riquísima en matices, tonos y significados, un intelectual de talla poseedor de un verbo ágil, fluido, versátil, que puede aumentar o disminuir su caudal según la narración acometida o el género utilizado; en esta ocasión, va desgranando recuerdos, anécdotas, opiniones, con la intención de elaborar su propia memoria del séptimo arte, equilibrando lo sentimental con lo meramente histórico, no reprimiendo sus ironías o querencias, insertándolas con brío y acierto en las semblanzas biográficas que acomete. Es un híbrido que se paladea con gusto pero, por desgracia, sabe a poco porque, al margen de terminar abruptamente (no se engaña a nadie: se advierte que se publica “tal y como la dejó escrita el autor” –y es una magnífica decisión porque ofrece un testimonio muy fidedigno de cómo abordaba Fuentes el trabajo: hay capítulos terminados, otros que dan la impresión de ser sólo un borrador, algunos esbozos, incluso unas cuantas inexactitudes en fechas-), es inevitable soñar con cómo hubiera sido de haberla podido terminar y, en ese sentido, queda un regusto amargo, una ligera frustración, no porque lo leído no posea altura o dignidad (hay varios párrafos geniales, frases cortas que apostillan lo dicho anteriormente y dejan clara, una vez más, la ironía no siempre reprimida, el ojo avizor de alguien preocupado por los demás -e interesado en ellos, lo que no siempre es lo mismo ni va parejo con lo primero-), sino porque esa cita ineludible que todos tenemos y que siempre llega demasiado pronto, segando de raíz, nos ha dejado con la miel en los labios y el camino a medio hacer.
   Aun así, es muy satisfactorio bucear en estas páginas tanto para el cinéfilo de pro (nunca se ha descubierto todo: conviene compartir con otros similares) como el meramente curioso o espectador impenitente que tan sólo quiere pasar el rato (o sea, como cualquiera de nosotros cuando íbamos al programa doble de alguno de los cines del barrio: la única condición es que no hubiéramos visto ninguna –aunque luego, gracias a la sesión continua, si te gustaba lo visto repetías sin recato, como hicimos mi hermano y yo, por ejemplo, con El hombre que pudo reinar de John Huston). Es impagable el encuentro que tuvo lugar entre Carlos Fuentes y Joan Crawford (“no me esperaba una línea facial tan dura y tan insegura, como si la necesidad de cierta frialdad profesional fuera el requisito para disfrazar una profunda herida social”) o lo sucedido en aquel Festival de Cannes de 1977 cuando, en contra de los gustos e indicaciones del director del mismo, Favre Le Bret, un jurado presidido por el magnífico Roberto Rossellini (y del que formaba parte el escritor) optó por entregar la Palma de Oro a Padre padrone de los Taviani en lugar de a Una jornada particular de Ettore Scola (¡Al final siempre llegamos a él!) y cómo, tras la muerte apenas quince días después del autor de Stromboli, un artículo póstumo del mismo acalló las diatribas del susodicho Le Bret. Como digo, a pesar de ser un mero pórtico (aunque, eliminadas fotografías y separación de capítulos, al menos serán al menos 150 páginas, es decir, un trabajo desarrollado en parte), esta aproximación, esta inmersión de Carlos Fuentes en el cine que amó es gozosa y altamente recomendable, especialmente por saber realimentar nuestro permanente apetito de “cinéfagos”, nuestro continuo deseo de seguir siendo espectadores.