Hay
personas que parece que llevan pegado a su andar un foco de luz, un cañón que
ilumina y resalta el mínimo de sus movimientos, gentes poseedoras de un aura
que alumbra y asombra sin que ellas hagan nada especial, sin que lo procuren,
sin que lo potencien, seres que cautivan y concitan todas las miradas, dueños
de un magnetismo irresistible, de un carisma incontenible, tocados por una
varita mágica; cuando estas cualidades las posee un actor tal vez deberíamos
hablar de ese algo inasible que muchas veces denominamos “presencia escénica”,
esa facilidad para, incluso sin pretenderlo, especialmente cuando no lo
pretenden, obligar al espectador a estar atento a cómo escuchan, siguen el
desarrollo de la acción, están en personaje en todo momento, viven lo que les
toca y lo hacen real (o para apoderarse de la cámara desde el segundo o tercer
plano, en una esquina del encuadre, aunque ahora nos centremos en el teatro).
Son esos intérpretes que, sólo con aparecer, con pasear, con decir una frase,
con lanzar una mirada, con expresar una emoción, con apuntar una intención
saben desatar huracanes, desbordar diques, adentrarse en recovecos, enriquecer
caudales sanguíneos, conquistar almas; y el hechizo es mucho más notorio
(aunque luego a la hora de premiar sean los primeros en optar por lo aparatoso,
por el disfraz, por la mueca, por lo forzado y esforzado) cuando en apariencia
no tienen nada que hacer, cuando no intervienen directamente, cuando callan, y
así resulta inevitable evocar al estupendo Juan José Otegui visto en la
adaptación teatral de Las guerras de
nuestros antepasados de Miguel Delibes (hace ya, por cierto, la friolera de
veinticinco años), ese que decía unas cuantas frases para ir acotando,
apostillando, concretando, favoreciendo, reconduciendo el torrencial monólogo
de un espléndido José Sacristán, estableciendo un diálogo por su manera de
escucharle, de animarle a seguir, atento a sus palabras, espectador pero
partícipe como demostraban sus manos, sus asentimientos, su recolocarse en la
butaca, su cuerpo, un magnífico trabajo que podía pasar inadvertido por sutil,
imprescindible para que el protagonista puede ir desgranando su rosario de
penas, su lamento memorístico, su cruel herencia de desafecciones y violencias.
Y en este rápido recuerdo, en este prólogo innecesario como tantas veces,
quiero detenerme (como ya hice antes, como seguiré haciendo siempre que la
ocasión lo propicie –y en caso contrario ya haré porque así lo sea-) en cómo la
inmensa Vanessa Redgrave abordaba el impactante monólogo El año del pensamiento mágico de Joan Didion, esa minuciosa y
dolorosa -por aséptica- disección –en realidad, vivisección porque se la
practicaba a sí misma-, ese perturbador testimonio que la propia actriz
sufriría en primera persona tras el fallecimiento de su hija Natasha
Richardson, ese fluir del duelo implacable y devastador, de la conciencia de la
vida como azar frágil y concesión que hace la muerte, a veces como regalo, la
mayoría como cruel ensañamiento, como tortura antes de cercenar con su siempre afilada
guadaña: durante algo más de hora y media, la actriz apenas hacía movimientos,
no se levantaba, variaba poco el tono de voz, sus inflexiones eran casi
imperceptibles (todo para potenciar los valores del texto), pero conseguía
detener el tiempo, que las respiraciones dejasen de escucharse, que te quedaras
hipnotizado mientras conseguía agitarte, conmoverte, hacerte creer que era una
mujer anegada en el dolor, paralizada para comprenderlo, cuya única salida,
cuya única salvación era verbalizarlo, compartirlo, expresarlo, más allá de
lágrimas, gritos, quejas, extirpándolo de raíz para asumirlo y masticarlo, para
darle su lugar pero no consentir que se la llevase por delante.
Y aunque puede que para muchos todo esto no tenga nada que ver con lo
que es el motivo del presente escrito, fui pensando en ello mientras Rafael
Álvarez “El Brujo” interpretaba El asno
de oro de Lucio Apuleyo en la sala verde de los Teatros del Canal (donde
estará hasta el próximo 8 de febrero: http://www.teatroscanal.com/espectaculo/el-asno-de-oro-el-brujo-teatro/);
no es que no estuviese pendiente de lo que se contaba, no es que me evadiese de
lo que sucedía en escena: quiero decir que volver a tenerle delante en uno de
esos espectáculos unipersonales que tanta fama y prestigio, que tanto cariño le
han granjeado, que tantos adeptos (porque lo suyo no son tan sólo admiradores:
va más allá) le han hecho sumar a lo largo de los años (y los que se siguen
incorporando), viéndole reinventar el monólogo teatral, dándole otra dimensión,
rindiendo tributo a los clásicos, a los maestros, añadiendo su propia firma,
desarrollando lo que otros crearon, fiel a una tradición de siglos a la que
incorpora nuevos ingredientes, me di cuenta que el verdadero espectáculo, lo
que tantos espectadores esperamos con ansiedad cada vez que le anuncian en los
carteles, es el propio intérprete, que nos interesa lo que nos cuenta porque lo
hace él, que nos motiva a leer a ciertos autores (a descubrirlos, a repasarlos,
a regresar a ellos, a hacerles caso, a actualizarlos) porque sabe
transmitirlos, que nos envuelve con sus bailecitos, su aparente improvisación
(una de sus mayores virtudes: no se percibe qué está pensado y que surge de
repente porque todo se integra sin que se vea el pegamento), su facilidad para
decir, su descuido en la crítica, su hablar muy en serio como si lo hiciese en
broma pero sin regodearse en el chiste, en definitiva, constituyendo él mismo
el propio hecho teatral, su mejor hechizo, su poderoso sortilegio. Y de todo
ello pudimos charlar unos minutos, lo que siempre es un placer porque de Rafael
no se deja de aprender porque él mismo se reconoce como constante alumno -y
cita, por ejemplo, a Dario Fo, autor-actor al que conoce muy bien-, como
estudioso impenitente que no deja de indagar, de buscar textos a los que poder
hincar el diente en esta tarea pedagógica que, sin didactismos ni imposiciones,
despliega en escena para que Shakespeare, la picaresca española o un texto
escrito en el siglo II encuentren nuevos lectores: “La forma de
decirlo es lo que hace accesible ese conocimiento, eso que quieres transmitir y
que se hace cercano por cómo lo dices: es la tradición del comediante, ser
cómplice del auditorio, llevártelo a tu
terreno o ir tú al de ellos, crear una atmósfera de comunicación”, en
definitiva, hablar de tú a tú, sin andarse por las ramas y sin trivializar el
contenido. Su método de trabajo parte del entusiasmo y no se despega del mismo,
es lo que él siente primero, es lo que anhela difundir: “Hago lecturas
detenidas de escritos que me interesan, los estudio, los gozo, y luego los
expongo teatralmente porque la gente no tiene tiempo de leerlos, vamos como
locos, pero al final eso queda y esa es la base del teatro: transmitir, contar,
hacer permanecer”. Y a buen seguro habrá quien quiera conocer el texto
completo, quien se preocupe por saber cómo un hombre es convertido en burro
para, de esa manera, hacerse más humano, tomar mayor conciencia de sus defectos
y evitarlos, ponerse en la piel del otro, del que consideramos y tratamos como
inferior, metamorfosis que sólo es reversible alimentándose de belleza (al
comer rosas, Lucio, el personaje, recupera su forma humana), experiencias que
no deberían perderse de vista como si fuesen de siglos pasados: “La observación
siempre es un plus añadido de conciencia, por lo tanto, de inteligencia y de comprensión: una persona que ve una
falla de sí mismo está en el camino del conocimiento, de la superación”, afirma
“El Brujo”, quien anima a huir de cualquier dogmatismo para entrar en la
catarsis, cuestionarlo todo (“en especial a uno mismo”) para no abandonarse.
El asno de oro puede parecer
el espectáculo menos brujesco de los últimos tiempos, en el sentido de que es
mucho más fiel que en otros anteriores al texto al que da vida (o al menos lo
parece: se permite menos digresiones, la columna vertebral es siempre la novela
en que se inspira, no arrincona aquello que da título) pero, aun así, sus
acotaciones, sus críticas, sus puestas al día, su conversión en personaje, sus
citas de la actualidad aparecen aquí y allá, facilitando la implicación,
subrayando la actualidad de lo imaginado (¿o no?) por Apuleyo allá por el siglo
segundo de nuestra era , es su habitual manera der servir la función: “Lanzo
el texto al público: es una provocación de tipo intelectual, de tipo reflexivo,
es una invitación a la indagación, a la
reflexión y a la recuperación de valores antiguos que están en la literatura
clásica, ocultos entre las palabras bellas, que tienen significados perdidos
para nosotros porque hemos perdido esas referencias”. Y, así, por ejemplo,
conviene contextualizar a qué hace referencia el título, porque no es, como
pudiera pensarse en un primer momento, a un ídolo, estatua o similar, sino a la
cualidad que el hombre adquiere tras haber visto el mundo a través de los ojos
y de los sentimientos de un asno: “Es una tradición esotérica que recogen los
alquimistas medievales con todo lo de la piedra filosofal, es tomar el oro como
símbolo, dando primacía a su imagen metafórica, es decir, representando y
hablando de la cualidad divina de la luz. Es un asno iluminado, más cercano a
los seres divinos que a los animales, por eso es de oro y lo que señala es la
dualidad del hombre, siempre a mitad de camino entre una cosa y otra, con el
riesgo de dejarse arrastrar por lo animal. Para evitarlo, para que la pulsión
se metabolice y controle, conviene hacer permanente análisis y, sobre todo,
autoanálisis”. Cuando este proceso lo vives sentado en una butaca, no puedes
menos que congratularte por ello y más cuando el maestro de ceremonias, el
elemento propiciatorio se llama Rafael Álvarez y, no en vano, es conocido con
el sobrenombre de “El Brujo”.