miércoles, 21 de enero de 2015

EL ESPECTÁCULO ES EL ACTOR







 


   Hay personas que parece que llevan pegado a su andar un foco de luz, un cañón que ilumina y resalta el mínimo de sus movimientos, gentes poseedoras de un aura que alumbra y asombra sin que ellas hagan nada especial, sin que lo procuren, sin que lo potencien, seres que cautivan y concitan todas las miradas, dueños de un magnetismo irresistible, de un carisma incontenible, tocados por una varita mágica; cuando estas cualidades las posee un actor tal vez deberíamos hablar de ese algo inasible que muchas veces denominamos “presencia escénica”, esa facilidad para, incluso sin pretenderlo, especialmente cuando no lo pretenden, obligar al espectador a estar atento a cómo escuchan, siguen el desarrollo de la acción, están en personaje en todo momento, viven lo que les toca y lo hacen real (o para apoderarse de la cámara desde el segundo o tercer plano, en una esquina del encuadre, aunque ahora nos centremos en el teatro). Son esos intérpretes que, sólo con aparecer, con pasear, con decir una frase, con lanzar una mirada, con expresar una emoción, con apuntar una intención saben desatar huracanes, desbordar diques, adentrarse en recovecos, enriquecer caudales sanguíneos, conquistar almas; y el hechizo es mucho más notorio (aunque luego a la hora de premiar sean los primeros en optar por lo aparatoso, por el disfraz, por la mueca, por lo forzado y esforzado) cuando en apariencia no tienen nada que hacer, cuando no intervienen directamente, cuando callan, y así resulta inevitable evocar al estupendo Juan José Otegui visto en la adaptación teatral de Las guerras de nuestros antepasados de Miguel Delibes (hace ya, por cierto, la friolera de veinticinco años), ese que decía unas cuantas frases para ir acotando, apostillando, concretando, favoreciendo, reconduciendo el torrencial monólogo de un espléndido José Sacristán, estableciendo un diálogo por su manera de escucharle, de animarle a seguir, atento a sus palabras, espectador pero partícipe como demostraban sus manos, sus asentimientos, su recolocarse en la butaca, su cuerpo, un magnífico trabajo que podía pasar inadvertido por sutil, imprescindible para que el protagonista puede ir desgranando su rosario de penas, su lamento memorístico, su cruel herencia de desafecciones y violencias. Y en este rápido recuerdo, en este prólogo innecesario como tantas veces, quiero detenerme (como ya hice antes, como seguiré haciendo siempre que la ocasión lo propicie –y en caso contrario ya haré porque así lo sea-) en cómo la inmensa Vanessa Redgrave abordaba el impactante monólogo El año del pensamiento mágico de Joan Didion, esa minuciosa y dolorosa -por aséptica- disección –en realidad, vivisección porque se la practicaba a sí misma-, ese perturbador testimonio que la propia actriz sufriría en primera persona tras el fallecimiento de su hija Natasha Richardson, ese fluir del duelo implacable y devastador, de la conciencia de la vida como azar frágil y concesión que hace la muerte, a veces como regalo, la mayoría como cruel ensañamiento, como tortura antes de cercenar con su siempre afilada guadaña: durante algo más de hora y media, la actriz apenas hacía movimientos, no se levantaba, variaba poco el tono de voz, sus inflexiones eran casi imperceptibles (todo para potenciar los valores del texto), pero conseguía detener el tiempo, que las respiraciones dejasen de escucharse, que te quedaras hipnotizado mientras conseguía agitarte, conmoverte, hacerte creer que era una mujer anegada en el dolor, paralizada para comprenderlo, cuya única salida, cuya única salvación era verbalizarlo, compartirlo, expresarlo, más allá de lágrimas, gritos, quejas, extirpándolo de raíz para asumirlo y masticarlo, para darle su lugar pero no consentir que se la llevase por delante.
   Y aunque puede que para muchos todo esto no tenga nada que ver con lo que es el motivo del presente escrito, fui pensando en ello mientras Rafael Álvarez “El Brujo” interpretaba El asno de oro de Lucio Apuleyo en la sala verde de los Teatros del Canal (donde estará hasta el próximo 8 de febrero: http://www.teatroscanal.com/espectaculo/el-asno-de-oro-el-brujo-teatro/); no es que no estuviese pendiente de lo que se contaba, no es que me evadiese de lo que sucedía en escena: quiero decir que volver a tenerle delante en uno de esos espectáculos unipersonales que tanta fama y prestigio, que tanto cariño le han granjeado, que tantos adeptos (porque lo suyo no son tan sólo admiradores: va más allá) le han hecho sumar a lo largo de los años (y los que se siguen incorporando), viéndole reinventar el monólogo teatral, dándole otra dimensión, rindiendo tributo a los clásicos, a los maestros, añadiendo su propia firma, desarrollando lo que otros crearon, fiel a una tradición de siglos a la que incorpora nuevos ingredientes, me di cuenta que el verdadero espectáculo, lo que tantos espectadores esperamos con ansiedad cada vez que le anuncian en los carteles, es el propio intérprete, que nos interesa lo que nos cuenta porque lo hace él, que nos motiva a leer a ciertos autores (a descubrirlos, a repasarlos, a regresar a ellos, a hacerles caso, a actualizarlos) porque sabe transmitirlos, que nos envuelve con sus bailecitos, su aparente improvisación (una de sus mayores virtudes: no se percibe qué está pensado y que surge de repente porque todo se integra sin que se vea el pegamento), su facilidad para decir, su descuido en la crítica, su hablar muy en serio como si lo hiciese en broma pero sin regodearse en el chiste, en definitiva, constituyendo él mismo el propio hecho teatral, su mejor hechizo, su poderoso sortilegio. Y de todo ello pudimos charlar unos minutos, lo que siempre es un placer porque de Rafael no se deja de aprender porque él mismo se reconoce como constante alumno -y cita, por ejemplo, a Dario Fo, autor-actor al que conoce muy bien-, como estudioso impenitente que no deja de indagar, de buscar textos a los que poder hincar el diente en esta tarea pedagógica que, sin didactismos ni imposiciones, despliega en escena para que Shakespeare, la picaresca española o un texto escrito en el siglo II encuentren nuevos lectores:La forma de decirlo es lo que hace accesible ese conocimiento, eso que quieres transmitir y que se hace cercano por cómo lo dices: es la tradición del comediante, ser cómplice del auditorio, llevártelo  a tu terreno o ir tú al de ellos, crear una atmósfera de comunicación”, en definitiva, hablar de tú a tú, sin andarse por las ramas y sin trivializar el contenido. Su método de trabajo parte del entusiasmo y no se despega del mismo, es lo que él siente primero, es lo que anhela difundir: “Hago lecturas detenidas de escritos que me interesan, los estudio, los gozo, y luego los expongo teatralmente porque la gente no tiene tiempo de leerlos, vamos como locos, pero al final eso queda y esa es la base del teatro: transmitir, contar, hacer permanecer”. Y a buen seguro habrá quien quiera conocer el texto completo, quien se preocupe por saber cómo un hombre es convertido en burro para, de esa manera, hacerse más humano, tomar mayor conciencia de sus defectos y evitarlos, ponerse en la piel del otro, del que consideramos y tratamos como inferior, metamorfosis que sólo es reversible alimentándose de belleza (al comer rosas, Lucio, el personaje, recupera su forma humana), experiencias que no deberían perderse de vista como si fuesen de siglos pasados: “La observación siempre es un plus añadido de conciencia, por lo tanto, de inteligencia  y de comprensión: una persona que ve una falla de sí mismo está en el camino del conocimiento, de la superación”, afirma “El Brujo”, quien anima a huir de cualquier dogmatismo para entrar en la catarsis, cuestionarlo todo (“en especial a uno mismo”) para no abandonarse.
   El asno de oro puede parecer el espectáculo menos brujesco de los últimos tiempos, en el sentido de que es mucho más fiel que en otros anteriores al texto al que da vida (o al menos lo parece: se permite menos digresiones, la columna vertebral es siempre la novela en que se inspira, no arrincona aquello que da título) pero, aun así, sus acotaciones, sus críticas, sus puestas al día, su conversión en personaje, sus citas de la actualidad aparecen aquí y allá, facilitando la implicación, subrayando la actualidad de lo imaginado (¿o no?) por Apuleyo allá por el siglo segundo de nuestra era , es su habitual manera der servir la función: “Lanzo el texto al público: es una provocación de tipo intelectual, de tipo reflexivo, es  una invitación a la indagación, a la reflexión y a la recuperación de valores antiguos que están en la literatura clásica, ocultos entre las palabras bellas, que tienen significados perdidos para nosotros porque hemos perdido esas referencias”. Y, así, por ejemplo, conviene contextualizar a qué hace referencia el título, porque no es, como pudiera pensarse en un primer momento, a un ídolo, estatua o similar, sino a la cualidad que el hombre adquiere tras haber visto el mundo a través de los ojos y de los sentimientos de un asno: “Es una tradición esotérica que recogen los alquimistas medievales con todo lo de la piedra filosofal, es tomar el oro como símbolo, dando primacía a su imagen metafórica, es decir, representando y hablando de la cualidad divina de la luz. Es un asno iluminado, más cercano a los seres divinos que a los animales, por eso es de oro y lo que señala es la dualidad del hombre, siempre a mitad de camino entre una cosa y otra, con el riesgo de dejarse arrastrar por lo animal. Para evitarlo, para que la pulsión se metabolice y controle, conviene hacer permanente análisis y, sobre todo, autoanálisis”. Cuando este proceso lo vives sentado en una butaca, no puedes menos que congratularte por ello y más cuando el maestro de ceremonias, el elemento propiciatorio se llama Rafael Álvarez y, no en vano, es conocido con el sobrenombre de “El Brujo”.