Hay
que volver a escribir, por supuesto; de hecho, la última conversación coherente
y lúcida –porque así se mantuvo hasta menos de veinticuatro horas antes de su
muerte-, las últimas palabras que cruzamos que no hiciesen referencia a su
enfermedad y al estupor/incomprensión/aprensión porque su estado no mejoraba
(con temor por mi parte, con cansancio por la suya –pero sin imaginar que el
cruel desenlace estaba tan cerca, casi nos tocaba con los dedos-) versaron
sobre mi futuro profesional, sobre un nuevo proyecto que empieza a cristalizar,
sobre las posibilidades que se iluminan al fondo del túnel, sobre mis artículos
junto a Pablo, sobre la entrevista que mantuve con Mayra Gómez Kemp, en
definitiva, vigilante, paternal, preocupado hasta el final por todos nosotros.
Y aunque no querría este regreso (sigo sin creerme del todo que lo sucedido
hace una semana haya tenido lugar, rememoro –todavía sangran con profusión,
esas heridas no restañan tan rápido, no lo hacen nunca aunque el caudal
disminuya- lo vivido desde el pasado lunes y me parece estar teniendo una
pesadilla, alucinaciones, percibo la realidad como con sordina, con imágenes
distorsionadas en los bordes, nimbadas para que un espectador perciba que sólo
pasan en la mente del que las evoca o proyecta), aunque jamás pensé que todo se
precipitase de esta manera y que el siempre abrupto final (por mucho que lo
intuyas, aunque te lo pronostiquen, jamás llegas a poder hacerte a la idea,
ocurre a destiempo) nos dejaría la sensación de haber sido estafados, necesito
poner algunas palabras en negro sobre blanco, intentar dar cauce a tantas emociones
como se me han agolpado, manifestar mi agradecimiento por tantas muestras de
cariño, de interés, de aprecio, de amistad, de amor, ser la persona de la que
mi padre pueda estar orgulloso siempre.
Cuando Pablo se inclinó sobre mi cama para
decirme que mi hermana (que iba esa mañana porque era festivo en Madrid) había
encontrado muy mal a mi padre cuando llegó al hospital para estar con él
durante la comida (manejaba los cubiertos, masticaba, rechazaba lo que no le
gustaba, se quejaba de que la sopa no tenía sal, es decir, aún tenía autonomía
aunque cada vez estuviese más débil y con alguien acompañándole estaba más
cómodo y parece que se obligaba a ingerir algo más -¡Él, que nunca tuvo
problemas de apetito, ahora rechazaba casi todo porque o su cuerpo no lo
retenía o le costaba mucho esfuerzo tragar o no se veía con ánimos para
afrontar como poco una mala, larga y muy pesada digestión, eso por no hablar de
otras secuelas!-), que incluso había avisado a mi madre –en cuanto le
acostaron, ya que estaba en el sillón pero, al contrario que en días
anteriores, pidió que le tumbasen porque los dolores habían regresado con
virulencia y ensañamiento, aunque mi hermana ya lo había hecho, él se lo pidió,
quería que mi madre estuviera cerca, su cuerpo debió advertirle de que entraba
en barrena y que ahora al menos era capaz de reconocer y comunicarse con los
demás-, cuando Pablo rompió mi descanso –al que me obligaba porque el resto del
tiempo se iba en llamadas, preguntas, idas y venidas al hospital- reviví el
fatídico minuto en que, apenas un año antes, hacía algo similar porque le
avisaban desde Coruña del fallecimiento de su padre (que también ocurrió a traición,
único modus operandi que conoce la parca), memoria reciente y lacerante que nos
ha atenazado desde que el diagnóstico del mío dejó de ser una suposición, un
sobresalto, una sombra ominosa y la quimioterapia se convirtió en una palabra
de uso común, en la cruda realidad, en la aparente única solución, orfandad que
Pablo puso a buen recaudo para acompañarme, acunarme, sosegarme, allanarme el
camino, ocultándola, refrenándola para que la mía se fuese aposentando,
consintiéndome desánimos, ahogos, rabia, lágrimas, siendo un bálsamo, un
cobijo, un apoyo indispensable, un escudo protector, dando muestras de una
generosidad inagotable, callando su dolor, amándome más allá de lo que creo
merecerme, derrochando toneladas de afecto a las que jamás podré hacer justicia
ni corresponder como debería, como él se merece. Y aunque la situación era
grave parecía estable, controlada, no nos hacíamos falsas ilusiones, conocíamos
el alcance del enorme tumor, su voracidad, su implacabilidad, pero todo hacía
pensar que aunque imparable se mantendría un tiempo adormilado, atontado,
noqueado por el tratamiento, pero parece ser que sucedió todo lo contrario y
que, como ellos tampoco saben a qué se enfrentan, como el enemigo es esquivo,
mutante, imprevisible, los propios médicos (especialmente la oncóloga que le
correspondió, también los de guardia que asistieron a su rápido deterioro, a su
consunción, sin falseamientos pero con ese irritante vocabulario placebo que
parece ser el único que usan en esa planta y con esos enfermos, abusando de los
diminutivos, con soniquete animoso, mientras que los auxiliares, el personal de
enfermería, el que verdaderamente brega cada minuto, el que conoce el alcance
de la enfermedad sin necesidad de escáneres, el que conforta, auxilia,
responde, se implica, mientras estos grandes profesionales hacen el trabajo
sucio y dan la cara) se vieron superados, impotentes, incapaces y, tras unas
horas malas en las que se impuso el oxígeno pero en las que fue capaz de
merendar y de responder con criterio y entereza, en las que conservaba su
genio, empezó a perder la noción, precisó sedación porque se agitaba por los
dolores que le carcomían, entró en delirio, a veces abría los ojos tan campante
y preguntaba por qué no nos íbamos “si ya hemos pagado” o “cuándo se termina
este trabajo” en referencia al oxígeno que le molestaba en la nariz, para no
volver a decir nada con una mínima coherencia, ninguna palabra comprensible más
allá de gemidos, estupor, agitación en lo que creímos era el momento definitivo
aunque éste aún tardó varias horas en producirse (pero, al menos, después de
ese episodio, aumentaron la dosis de morfina y empezó a respirar con cierta
calma, que fue en progresión según se iba apagando hasta que,
imperceptiblemente, en un momento dado fuimos conscientes de que ya se había
marchado).
Fue un padre que respetó nuestra
independencia, que recriminó muy pocas cosas, que se guardó muchas para no
discutir, que evitó malos tragos, que procuró mantener la concordia, que se
entregó a los demás, que cuidaba y atendía a todo el mundo, tal vez no fuese el
más cariñoso, el más expansivo, pero nunca faltó una palabra de aliento, de
celebración por nuestros logros, de apoyo o de consuelo, alguien que intentó
comprender antes de juzgar, en palabras de mi sobrino fue “el mejor abuelo que
un niño ha podido tener”, así se lo susurraba mientras aferraba su mano para
calmar su agonía, a su lado tal y como siempre estuvieron (con él iba al parque
por las tardes, él le recogía del colegio –excepto un breve periodo en que lo
hacía yo porque Radio Intercontinental está muy cerca del Liceo Italiano donde
Alberto ha estudiado hasta el pasado junio-, con él ha compartido muchas horas,
él ha sido su figura paterna y eso es algo que dice su propio padre), mientras
íbamos asumiendo y enfrentándonos a la situación, a ratos llorosos, a ratos
temblorosos, rememorando anécdotas, intentando descansar algo para cuando nos
necesitase, procurando que mi madre estuviese cómoda (aunque era la más
tranquila: se había estado despidiendo de él en las horas previas), el niño
(siempre será tal por mucho que tenga dieciocho años y esté en la Universidad)
se mantuvo muy cerca, mirándole la cara, con una entereza envidiable, sostenido
por el amor que había recibido, el mismo que ahora le entregaba diciéndole “¿ves
lo bien que lo has hecho? Aquí estamos todos, no vamos a dejarte solo, hemos
venido a acompañarte”, conmoviendo y emocionando, demostrando que la herencia
de dignidad, bonhomía y nobleza había sido comprendida, utilizada, revivida. Y,
por supuesto, los amigos, los que así han de ser llamados porque lo demuestran
sin que nadie les exija nada, estando, siendo, anulando desencuentros,
derribando distancias, poniendo por delante a la persona, sin cicaterías, arrasando
muros, tendiendo puentes, dando sin reclamar nada, queriendo, dotando de
contenido y aliento una palabra, una frase, un abrazo, un mensaje, una llamada
(y cómo quedan al descubierto los falsarios, los inanes, los que sólo buscan
sonrisas, los de conveniencia). En estos momentos duros, aunque uno quiera
distancia y soledad, los amigos sinceros están al acecho por si pueden ayudar,
saben respetar mi espacio, ese en el que sólo necesito a Pablo (y a Dobby),
pero que ellos ayudan a construir y preservar, en el que saben son bienvenidos
porque, sin duda, son parte del legado de mi padre: mantener cerca a tantas
buenas personas que dan calor, estrechar esos lazos y forjar nuevas alianzas, saber
vestirse por los pies y comportarse de manera que los inevitables errores
tengan cada vez menos incidencia, no perturben las relaciones (antes al
contrario, las refuercen), eso es algo que aprendí de él y a lo que nunca
renunciaré (y como se queda dentro de mí, como ya voy notando cómo busca su
acomodo, recurriré a su juicio cuando tenga alguna duda).