jueves, 28 de noviembre de 2019

PARARSE A MIRAR DE VEZ EN CUANDO






   Cuando somos/nos sentimos malinterpretados por algo que escribimos, cuando no acertamos con las palabras empleadas pero no queremos asumir el error, cuando no queremos rectificar pero sí quitar hierro a lo que ha quedado registrado, cuando nos arrepentimos de haber enviado cierto mensaje, cuando reflexionamos, cuando se atenúa la tensión, son múltiples las ocasiones/razones en que salimos del paso (o lo procuramos) escudándonos en lo difíciles que resultan de captar los tonos/las intenciones en lo escrito, en que algunos son muy complicados de plasmar (algo que no deja de ser cierto, pero eso no nos exime de nuestra impericia/torpeza/incapacidad para expresarnos) o, sin ningún recato y escurriendo de nuevo el bulto, acusamos al otro de tener una mala comprensión lectora, algo que, las cosas como son, abunda especialmente en las redes sociales (llevándose Twitter la palma, en parte debido a la concisión exigida, en gran medida por el ánimo permanentemente incendiado e incendiario de la mayoría de usuarios-, aunque muchos de los malentendidos se producen por lo pésimamente que se redactan -si es que llegan a tal- un altísimo porcentaje de publicaciones -si así pueden ser consideradas cuando se trata de insultos y/o exabruptos encadenados, monosílabos o frases de una única palabra-). Más allá de culteranismos, lenguajes crípticos, metáforas complejas, ambigüedades implícitas y explícitas, polisemias, particularidades de cada quien (que hasta que se conocen pueden parecer jeroglíficos en la primera toma de contacto), hablando en términos generales, el que es lector desde que tiene uso de razón está lo suficientemente familiarizado con las palabras, tan acostumbrado a recibir mensajes que no tiene problema en comprender sin tener que detenerse o consultar diccionarios o códigos que desencripten mensajes aquello que el autor quiso decir (incluso de rellenar huecos, de corregir la ortografía, de leer entre líneas, de paliar la pobreza expresiva) y cuando eso sucede, en un número altísimo de casos, el equívoco lo propician/la confusión se debe a las carencias del emisor (por eso al tío Wilde le pillamos la rebaba y al que se dice irónico en las redes -u otros menesteres escritos- ni conociendo sus intenciones somos capaces de verle la gracia) y las excusas antes enumeradas u otras similares no tienen validez alguna.

   No hay que ser Lorca o Fray Luis, Rosalía o Gloria (si todos llegásemos a sus cimas, no serían excepcionales, no habría literatura -o no habría otra cosa, lo que tampoco sería tan beneficioso como pueda creerse-) para ser capaz de, aunque sea de una manera si se quiere trivial, sin duda rudimentaria, de andar por casa, ciertamente elemental pero efectiva, encontrar un puñado de palabras que expresen cómo nos sentimos, por supuesto que los tonos (más allá de tantas salidas de ídem) se captan a la perfección si quien escribe se implica mínimamente con lo que teclea, emplea sus propios términos, no se oculta tras un refrán, frase hecha o cita tomada presta (y en demasiadas ocasiones inexacta y/o mal atribuida), especialmente cuando envía un mensaje privado/personal, cuando existe un destinatario concreto, cuando se escribe para alguien en concreto. Esa es una de las máximas virtudes y que mayores gozos provoca al lector de Nos vemos en el museo, la ópera prima de Anne Youngson que, con traducción de Álvaro Abella, Maeva publicó hace cosa de un mes: se trata de una novela epistolar en la que es un prodigio el modo natural y sin aspavientos en que los sentimientos van naciendo, variando y creciendo entre dos personas que no se conocen, por eso al principio utilizan fórmulas estándares de cortesía, un lenguaje correcto y aséptico que, poco a poco, abandonar para ir incorporando términos más coloquiales/familiares, desarrollando una intimidad en la que se despojan de tratamientos, dejando asomar cada vez con menos reservas sus personalidades, sus anhelos, sus miedos, se vuelcan en el otro con la facilidad que aporta la distancia, contando cosas que ni siquiera habían sido capaces de aceptar/afrontar ellos mismos, confesando aquello que tenían oculto incluso a sus propios ojos. Tuvimos el inmenso placer de conocer a esta debutante de setenta años en uno de los encuentros organizados por mi Pepa Muñoz en Casa del Libro de Gran Vía y compartir con ella (que visitaba Madrid para participar en el encuentro anual del Grupo de los Cincuenta) la inevitable implicación emocional, la empatía que el lector siente por unos personajes que se atreven a superar barreras, a enfrentar miedos, a reconocer dolores, a ayudar al otro a clarificar su desorden emocional a fuerza de expresarse sin tapujos (también a eso van aprendiendo, especialmente Anders) a como un tanto paradójicamente y sin embargo sucede tantas veces en la vida (la solución la aporta aquel que, aunque no lo crea así, más perjudicado saldrá, más perderá si su consejo se aplica) le dice en un momento dado Edward, su marido a Tina: “Es una buena idea pararse a mirar de vez en cuando”, es lo que hacen los dos protagonistas, los que mantienen la correspondencia, mirar alrededor, mirar al frente pero, muy especialmente, mirar en su interior, me atrevería a añadir (y se lo dije a la autora quien asintió muy sonriente) que ambos se miran y por primera vez se ven a sí mismos.

   Anne Youngson ha tejido un libro rebosante de emotividad y humanidad, por más ajenos que a priori puedan resultarnos Tina, una granjera inglesa que vive en East Anglia, y Anders Larsen, conservador del Museo de Silkeborg en Dinamarca, en el momento en que el tono, la cadencia, el lenguaje de sus misivas comienza a variar (y lo hace pronto, siendo siempre ella la que da el primer paso de, por ejemplo, despedirse “con mis mejores deseos” o dirigirse a su desconocido interlocutor por el nombre de pila) y la frialdad de la corrección queda atrás para ir fraguando un código íntimo y cercano resulta imposible dejarse cautivar y, al mismo tiempo, involucrarse con unas personas que descubren sentimientos que no eran conscientes de necesitar, que no echaban de menos al habernos ocultado/reprimido bajo el barniz de las convenciones, sentimientos que ella no esperaba y él no buscaba, así es cómo inician la correspondencia, ella escribe a otra persona, ya fallecida, él responde por mera cortesía/mecánica, lo que a su vez provoca que ella se sienta obligada a agradecer el gesto, así se va forjando una alianza de afectos que cada lector interpretará a su modo, completará el relato, la autora nos interroga qué pensamos sobre sus personajes, ella tiene muy claro qué ha querido expresar, pero le gusta que nosotros discrepemos y utilicemos como argumentos algunos fragmentos de la novela, lo que es fiel reflejo de la profundidad psicológica a que ha llegado sin que eso influya/perturbe el tono general, el de dos corazones que se ayudan a latir, que aunque no siempre lo hagan en la misma dirección saben acompasarse para caminar de la mano, para que el otro no se sienta solo, explicándose, sincerándose, comprendiéndose: “Son dos extraños que se comunican mediante cartas y les resulta más fácil expresarse: a veces resulta muy complicado decirle a alguien de tu familia o a un amigo por muy íntimo que sea cómo te sientes, cuáles son tus problemas. Ellos no tienen que mirarse a la cara, escribiendo se plasman las emociones mejor que hablando. Lo cierto es que cuando empecé a escribir no tenía planificada la relación entre ambos personajes, aprendí sobre ellos a medida que avanzaba en la escritura. Su relación iba cambiando según iban creciendo juntos y se intercambiaban cartas: al principio, Anders es muy formal, distante, incluso estirado, pero se va volviendo más emocional, se va abriendo; Tina empieza buscando algo que no sabe qué es y poco a poco encuentra sentimientos que tenía dentro y no expresaba”.

   Al mismo tiempo que el lenguaje va dando giros sutiles pero notorios, el modo de comunicarse también varía y que Anders reclame un cambio indica su necesidad de que la comunicación fluya y se agilice todo lo posible, que el vínculo se haga más estrecho, que las emociones no se contengan, que la cercanía sea más efectiva (“¿Te das cuenta de que te estoy hablando como si estuvieras aquí a mi lado?”, escribe Tina entre paréntesis, como una confidencia aún más íntima que las otras), porque todo comenzó con una carta, de las de verdad, de las de antes, pero de ese modo la espera se dilata un tiempo que al conservador se le antoja demasiado: “(…) estoy tan acostumbrado a comunicarme por ordenador que la cuestión de mandar cartas me resulta una interrupción incómoda de la conversación que estamos manteniendo: encontrar el sobre, el sello, ir hasta el buzón, esperar durante días para poder saber que has leído lo que yo he escrito, cuando lo que quiero es que mis pensamientos te alcancen al mismo tiempo que se me ocurren”. Pero, reconociendo lo especial de la correspondencia, Anders sugiere/demanda que Tina (y él hará lo propio con sus respuestas) no lea sus cartas en la pantalla del ordenador: “En lugar de sobre y sello, podríamos adjuntar nuestras cartas a un e-mail. Solo lo haré si me aseguras que las vas a tratar con la misma atención que pusiste en las cartas enviadas por correo postal. Me gustaría pensar que vas a imprimirlas y guardarlas para leerlas, pausada y atentamente, cuando tengas tiempo, en lugar de pinchar sobre el archivo adjunto e ir bajando por la pantalla en cuanto poses tus ojos en el e-mail. ¿Lo harás? Así me sentiré más en contacto contigo”. Más allá del aspecto romántico/nostálgico y del hecho de que resulta enormemente verosímil que alguien como Tina envíe una carta, Anne Youngson tiene muy claro por qué escogió este modo de comunicación (y por qué aportó esa calidez a los mensajes llegados por correo electrónico): “Ahora la gente no escribe cartas, hay e-mails, se chatea, tal vez no estaría mal volver a lo de antes porque las cartas sobreviven. Mis padres viajaban muchísimo y en cada mudanza tiraban cosas por lo que echo de menos poder leer sus cartas, saber qué sentían, qué se decían: en general, mi familia es de las que conserva las cartas de generaciones anteriores”.

   Anne Youngson siempre quiso escribir, pero acalló su vocación para desempeñar durante muchos años tareas directivas en la industria automovilística; una vez jubilada, aquella chispa volvió a prender y se convirtió en el mejor ejemplo de aquello que defiende en Nos vemos en el museo: “Cuando se escriben novelas sobre gente mayor, en general se suele mirar atrás, como si la vida se hubiese acabado. El asunto de este libro es que sigas buscando cosas nuevas, experiencias que te quedan por vivir, cosas que hemos dejado por el camino pero pueden recuperarse”. Que fuese una novela y que fuese epistolar surgió sobre la marcha: “Pensaba escribir un cuento, pero escribí una carta y como una carta requiere una respuesta empecé a armar la novela: mi intención era explorar a Tina, pero al hacerlo a través de una carta llegó el personaje que responde, necesitaba un interlocutor. Las cartas sientes que puedes escucharlas, no es lo mismo que el narrador en primera persona: aquí se trata de dos personas que hablan entre sí y el lector está con ellas en la misma habitación escuchando la conversación”. Como sabe que es algo que casi todo el mundo piensa, se apresura a aclarar que no es una novela autobiográfica: “No tengo nada que ver con Tina, tengo una carrera y un matrimonio feliz que pude elegir, pero quise reflejar en ella a toda una generación de mujeres que no han tenido las mismas oportunidades que las jóvenes de hoy en día, mujeres que han tenido que luchar para que ser tomadas en serio y otras muchas que podría considerarse han perdido su vida. Lo que sí comparto con Tina son muchas ideas y parte de su forma de ser, es imposible no incluir algo de tu propia vida en lo que escribes, pero me limité a pequeños detalles, sobre todo el hecho de que tengo gallinas y también les doy de comer con un cubo de plástico, jajaja.”. La autora nunca pierde la cordialidad y la sonrisa ancha y acogedora, incluso a la hora de encarar los aspectos más sombríos y dolientes de la novela lo hace sin opacar el brillo de sus ojos, el que otorga la sabiduría de pararse a tiempo y mirar aquí y allá, transmitiendo la misma humanidad que respiran sus páginas, poseedoras de una elegancia muy honda, esa que anida en el corazón, de ahí que las sacudidas emocionales conmuevan sin necesidad de desangrarnos, consiguiendo algo mucho mejor: que nos interesen las causas y los efectos, que nos preocupen, que nos hagamos preguntas, que miremos a los demás, que nos miremos los adentros, que (nos) exploremos, por eso Anne celebra que cada uno de nosotros quiera continuar la historia, señal equívoca de que nos ha calado, de que hemos hecho un viaje similar al de Tina y Anders: “Me preguntan a menudo si voy a escribir una segunda parte, pero no creo que sea necesaria: este libro ha sido para esas dos personas y han llegado a un punto en el que , gracias a lo que han evolucionado, pueden tomar decisiones que cuando el libro empezó no hubieran sido capaces de tomar, ahora tienen la oportunidad de decidir”. Pero, eso sí, y respiramos muy aliviados al saberlo, ya está trabajando en otra novela, ahora que ha empezado a recolectar frambuesas (tendrán que leer Nos vemos en el museo para entenderlo) no quiere dejar de hacerlo.