Cuando somos/nos sentimos malinterpretados por algo que escribimos, cuando
no acertamos con las palabras empleadas pero no queremos asumir el error,
cuando no queremos rectificar pero sí quitar hierro a lo que ha quedado registrado,
cuando nos arrepentimos de haber enviado cierto mensaje, cuando reflexionamos,
cuando se atenúa la tensión, son múltiples las ocasiones/razones en que salimos
del paso (o lo procuramos) escudándonos en lo difíciles que resultan de captar
los tonos/las intenciones en lo escrito, en que algunos son muy complicados de
plasmar (algo que no deja de ser cierto, pero eso no nos exime de nuestra
impericia/torpeza/incapacidad para expresarnos) o, sin ningún recato y
escurriendo de nuevo el bulto, acusamos al otro de tener una mala comprensión
lectora, algo que, las cosas como son, abunda especialmente en las redes
sociales (llevándose Twitter la palma, en parte debido a la concisión exigida,
en gran medida por el ánimo permanentemente incendiado e incendiario de la
mayoría de usuarios-, aunque muchos de los malentendidos se producen por lo pésimamente
que se redactan -si es que llegan a tal- un altísimo porcentaje de publicaciones
-si así pueden ser consideradas cuando se trata de insultos y/o exabruptos encadenados,
monosílabos o frases de una única palabra-). Más allá de culteranismos,
lenguajes crípticos, metáforas complejas, ambigüedades implícitas y explícitas,
polisemias, particularidades de cada quien (que hasta que se conocen pueden
parecer jeroglíficos en la primera toma de contacto), hablando en términos
generales, el que es lector desde que tiene uso de razón está lo suficientemente
familiarizado con las palabras, tan acostumbrado a recibir mensajes que no
tiene problema en comprender sin tener que detenerse o consultar diccionarios o
códigos que desencripten mensajes aquello que el autor quiso decir (incluso de
rellenar huecos, de corregir la ortografía, de leer entre líneas, de paliar la
pobreza expresiva) y cuando eso sucede, en un número altísimo de casos, el
equívoco lo propician/la confusión se debe a las carencias del emisor (por eso
al tío Wilde le pillamos la rebaba y al que se dice irónico en las redes -u
otros menesteres escritos- ni conociendo sus intenciones somos capaces de verle
la gracia) y las excusas antes enumeradas u otras similares no tienen validez
alguna.
No hay que ser Lorca o Fray Luis, Rosalía o Gloria (si todos llegásemos
a sus cimas, no serían excepcionales, no habría literatura -o no habría otra
cosa, lo que tampoco sería tan beneficioso como pueda creerse-) para ser capaz
de, aunque sea de una manera si se quiere trivial, sin duda rudimentaria, de
andar por casa, ciertamente elemental pero efectiva, encontrar un puñado de
palabras que expresen cómo nos sentimos, por supuesto que los tonos (más allá
de tantas salidas de ídem) se captan a la perfección si quien escribe se
implica mínimamente con lo que teclea, emplea sus propios términos, no se
oculta tras un refrán, frase hecha o cita tomada presta (y en demasiadas
ocasiones inexacta y/o mal atribuida), especialmente cuando envía un mensaje
privado/personal, cuando existe un destinatario concreto, cuando se escribe
para alguien en concreto. Esa es una de las máximas virtudes y que mayores
gozos provoca al lector de Nos vemos en el museo, la ópera prima de Anne
Youngson que, con traducción de Álvaro Abella, Maeva publicó hace cosa de un
mes: se trata de una novela epistolar en la que es un prodigio el modo natural
y sin aspavientos en que los sentimientos van naciendo, variando y creciendo
entre dos personas que no se conocen, por eso al principio utilizan fórmulas
estándares de cortesía, un lenguaje correcto y aséptico que, poco a poco, abandonar
para ir incorporando términos más coloquiales/familiares, desarrollando una
intimidad en la que se despojan de tratamientos, dejando asomar cada vez con
menos reservas sus personalidades, sus anhelos, sus miedos, se vuelcan en el
otro con la facilidad que aporta la distancia, contando cosas que ni siquiera
habían sido capaces de aceptar/afrontar ellos mismos, confesando aquello que
tenían oculto incluso a sus propios ojos. Tuvimos el inmenso placer de conocer
a esta debutante de setenta años en uno de los encuentros organizados por mi
Pepa Muñoz en Casa del Libro de Gran Vía y compartir con ella (que visitaba
Madrid para participar en el encuentro anual del Grupo de los Cincuenta) la inevitable
implicación emocional, la empatía que el lector siente por unos personajes que
se atreven a superar barreras, a enfrentar miedos, a reconocer dolores, a
ayudar al otro a clarificar su desorden emocional a fuerza de expresarse sin
tapujos (también a eso van aprendiendo, especialmente Anders) a como un tanto
paradójicamente y sin embargo sucede tantas veces en la vida (la solución la
aporta aquel que, aunque no lo crea así, más perjudicado saldrá, más perderá si
su consejo se aplica) le dice en un momento dado Edward, su marido a Tina: “Es
una buena idea pararse a mirar de vez en cuando”, es lo que hacen los dos
protagonistas, los que mantienen la correspondencia, mirar alrededor, mirar al
frente pero, muy especialmente, mirar en su interior, me atrevería a añadir (y
se lo dije a la autora quien asintió muy sonriente) que ambos se miran y por
primera vez se ven a sí mismos.
Anne Youngson ha tejido un libro rebosante de emotividad y humanidad,
por más ajenos que a priori puedan resultarnos Tina, una granjera inglesa que
vive en East Anglia, y Anders Larsen, conservador del Museo de Silkeborg en
Dinamarca, en el momento en que el tono, la cadencia, el lenguaje de sus misivas
comienza a variar (y lo hace pronto, siendo siempre ella la que da el primer
paso de, por ejemplo, despedirse “con mis mejores deseos” o dirigirse a
su desconocido interlocutor por el nombre de pila) y la frialdad de la
corrección queda atrás para ir fraguando un código íntimo y cercano resulta
imposible dejarse cautivar y, al mismo tiempo, involucrarse con unas personas
que descubren sentimientos que no eran conscientes de necesitar, que no echaban
de menos al habernos ocultado/reprimido bajo el barniz de las convenciones,
sentimientos que ella no esperaba y él no buscaba, así es cómo inician la
correspondencia, ella escribe a otra persona, ya fallecida, él responde por
mera cortesía/mecánica, lo que a su vez provoca que ella se sienta obligada a
agradecer el gesto, así se va forjando una alianza de afectos que cada lector
interpretará a su modo, completará el relato, la autora nos interroga qué
pensamos sobre sus personajes, ella tiene muy claro qué ha querido expresar,
pero le gusta que nosotros discrepemos y utilicemos como argumentos algunos
fragmentos de la novela, lo que es fiel reflejo de la profundidad psicológica a
que ha llegado sin que eso influya/perturbe el tono general, el de dos corazones
que se ayudan a latir, que aunque no siempre lo hagan en la misma dirección saben
acompasarse para caminar de la mano, para que el otro no se sienta solo,
explicándose, sincerándose, comprendiéndose: “Son dos extraños que se
comunican mediante cartas y les resulta más fácil expresarse: a veces resulta
muy complicado decirle a alguien de tu familia o a un amigo por muy íntimo que
sea cómo te sientes, cuáles son tus problemas. Ellos no tienen que mirarse a la
cara, escribiendo se plasman las emociones mejor que hablando. Lo cierto es que
cuando empecé a escribir no tenía planificada la relación entre ambos
personajes, aprendí sobre ellos a medida que avanzaba en la escritura. Su
relación iba cambiando según iban creciendo juntos y se intercambiaban cartas:
al principio, Anders es muy formal, distante, incluso estirado, pero se va
volviendo más emocional, se va abriendo; Tina empieza buscando algo que no sabe
qué es y poco a poco encuentra sentimientos que tenía dentro y no expresaba”.
Al mismo tiempo que el lenguaje va dando giros sutiles pero
notorios, el modo de comunicarse también varía y que Anders reclame un cambio indica
su necesidad de que la comunicación fluya y se agilice todo lo posible, que el
vínculo se haga más estrecho, que las emociones no se contengan, que la
cercanía sea más efectiva (“¿Te das cuenta de que te estoy hablando como si
estuvieras aquí a mi lado?”, escribe Tina entre paréntesis, como una
confidencia aún más íntima que las otras), porque todo comenzó con una carta,
de las de verdad, de las de antes, pero de ese modo la espera se dilata un
tiempo que al conservador se le antoja demasiado: “(…) estoy tan
acostumbrado a comunicarme por ordenador que la cuestión de mandar cartas me
resulta una interrupción incómoda de la conversación que estamos manteniendo:
encontrar el sobre, el sello, ir hasta el buzón, esperar durante días para
poder saber que has leído lo que yo he escrito, cuando lo que quiero es que mis
pensamientos te alcancen al mismo tiempo que se me ocurren”. Pero,
reconociendo lo especial de la correspondencia, Anders sugiere/demanda que Tina
(y él hará lo propio con sus respuestas) no lea sus cartas en la pantalla del
ordenador: “En lugar de sobre y sello, podríamos adjuntar nuestras cartas a
un e-mail. Solo lo haré si me aseguras que las vas a tratar con la misma
atención que pusiste en las cartas enviadas por correo postal. Me gustaría pensar
que vas a imprimirlas y guardarlas para leerlas, pausada y atentamente, cuando
tengas tiempo, en lugar de pinchar sobre el archivo adjunto e ir bajando por la
pantalla en cuanto poses tus ojos en el e-mail. ¿Lo harás? Así me sentiré más
en contacto contigo”. Más allá del aspecto romántico/nostálgico y del hecho
de que resulta enormemente verosímil que alguien como Tina envíe una carta,
Anne Youngson tiene muy claro por qué escogió este modo de comunicación (y por
qué aportó esa calidez a los mensajes llegados por correo electrónico): “Ahora
la gente no escribe cartas, hay e-mails, se chatea, tal vez no estaría mal
volver a lo de antes porque las cartas sobreviven. Mis padres viajaban
muchísimo y en cada mudanza tiraban cosas por lo que echo de menos poder leer
sus cartas, saber qué sentían, qué se decían: en general, mi familia es de las
que conserva las cartas de generaciones anteriores”.
Anne Youngson siempre quiso escribir, pero acalló su vocación para
desempeñar durante muchos años tareas directivas en la industria automovilística;
una vez jubilada, aquella chispa volvió a prender y se convirtió en el mejor
ejemplo de aquello que defiende en Nos vemos en el museo: “Cuando se
escriben novelas sobre gente mayor, en general se suele mirar atrás, como si la
vida se hubiese acabado. El asunto de este libro es que sigas buscando cosas
nuevas, experiencias que te quedan por vivir, cosas que hemos dejado por el
camino pero pueden recuperarse”. Que fuese una novela y que fuese epistolar
surgió sobre la marcha: “Pensaba escribir un cuento, pero escribí una carta
y como una carta requiere una respuesta empecé a armar la novela: mi intención
era explorar a Tina, pero al hacerlo a través de una carta llegó el personaje
que responde, necesitaba un interlocutor. Las cartas sientes que puedes
escucharlas, no es lo mismo que el narrador en primera persona: aquí se trata
de dos personas que hablan entre sí y el lector está con ellas en la misma
habitación escuchando la conversación”. Como sabe que es algo que casi todo
el mundo piensa, se apresura a aclarar que no es una novela autobiográfica: “No
tengo nada que ver con Tina, tengo una carrera y un matrimonio feliz que pude
elegir, pero quise reflejar en ella a toda una generación de mujeres que no han
tenido las mismas oportunidades que las jóvenes de hoy en día, mujeres que han
tenido que luchar para que ser tomadas en serio y otras muchas que podría
considerarse han perdido su vida. Lo que sí comparto con Tina son muchas ideas
y parte de su forma de ser, es imposible no incluir algo de tu propia vida en
lo que escribes, pero me limité a pequeños detalles, sobre todo el hecho de que
tengo gallinas y también les doy de comer con un cubo de plástico, jajaja.”. La
autora nunca pierde la cordialidad y la sonrisa ancha y acogedora, incluso a la
hora de encarar los aspectos más sombríos y dolientes de la novela lo hace sin opacar
el brillo de sus ojos, el que otorga la sabiduría de pararse a tiempo y mirar
aquí y allá, transmitiendo la misma humanidad que respiran sus páginas,
poseedoras de una elegancia muy honda, esa que anida en el corazón, de ahí que
las sacudidas emocionales conmuevan sin necesidad de desangrarnos, consiguiendo
algo mucho mejor: que nos interesen las causas y los efectos, que nos
preocupen, que nos hagamos preguntas, que miremos a los demás, que nos miremos los
adentros, que (nos) exploremos, por eso Anne celebra que cada uno de nosotros
quiera continuar la historia, señal equívoca de que nos ha calado, de que hemos
hecho un viaje similar al de Tina y Anders: “Me preguntan a menudo si voy a
escribir una segunda parte, pero no creo que sea necesaria: este libro ha sido
para esas dos personas y han llegado a un punto en el que , gracias a lo que
han evolucionado, pueden tomar decisiones que cuando el libro empezó no
hubieran sido capaces de tomar, ahora tienen la oportunidad de decidir”.
Pero, eso sí, y respiramos muy aliviados al saberlo, ya está trabajando en otra
novela, ahora que ha empezado a recolectar frambuesas (tendrán que leer Nos
vemos en el museo para entenderlo) no quiere dejar de hacerlo.