Quien más quien menos encuentra una expresión que le resulta feliz
ocurrencia (incluso aunque la haya tomado/copiado de alguien) y la transforma
en su muletilla más recurrente, una frase, unas cuantas palabras, una locución
adverbial, un adjetivo que se convierte en seña de identidad y que, a cada uno
lo que es de cada uno, por más que lo/la repitamos algo más de la cuenta (y
hasta demasiado) no pierde ni un atisbo de fuerza e intención laudatoria,
mantiene viva su esencia (su carácter excepcional por más que seamos pródigos a
la hora de otorgar aplausos), su significado más profundo, si quien lo/la
pronuncia sabe impregnarlo/-la de una emoción sincera, de una admiración honesta
y sin ambages, ha sabido ganarse la confianza de los demás al procurar
demostrar un criterio sólido y fundamentado cuando valora la obra de otros (que
es lo que venimos haciendo en este ángulo oscuro del salón). Un servidor, como
ya he contado en otras ocasiones, ha tenido (la sigo teniendo por más que ahora
contenga muchas visceralidades, rehúya la hueca pero virulenta pelea de las
redes sociales, me haya refugiado casi en exclusiva en Instagram -y desde ahí
comparto- y, ya que es indispensable subir una foto que ilustre el texto -en
realidad lo que a la gran mayoría le importa es lo primero, yo seguiré jugando
con las palabras, hay mucha más gente de lo que se dice que las lee con
atención-, escojo imágenes de personas, libros, series que me gustan), decía
que, aunque lo verbalizase en su día José Luis García Sánchez, me han acusado (también
agradecido, todo hay que decirlo) de ser un crítico feroz, implacable, acepto
que a veces un tanto destructivo (intentando justificando siempre por qué), lo
que al mismo tiempo me ha granjeado fama de sinceridad, de no regalar elogios,
de no tener reparos en reconocer decepciones/sorpresas, en no negar lo dicho ni
olvidar críticas anteriores cuando la ocasión merece que rectifique o varíe un
juicio (o prejuicio). Por ello, aunque lo haya transformado en una etiqueta (o
hashtag, que igual hay quien al oírlo en castellano se pierde) que utilizo con
profusión (lo dicho: ni siquiera para ponerle mal voy a subir una foto de
alguien que no me interesa o a quien detesto, no hay mejor desprecio que no
hacer aprecio), aunque lo dijo Pablo en antena antes que yo, como no se rompe
de tanto usarlo, cuando regreso a lo de “en reclinatorio” pueden estar seguros
de que lo hago porque así lo siento, porque hay talentos ante los que sólo
queda arrodillarse y dar las gracias y, por fortuna, el número de quienes tal
merecen sigue creciendo.
Pero a veces hay que ir más allá, las palabras conllevan/provocan una
acción, conviene cumplir de vez en cuando con la expresión escrita/dicha y
llevarla hasta sus últimas consecuencias, proceder a la genuflexión, rendirse
literalmente ante quien lo merece por las horas de disfrute/deleite que nos ha
proporcionado (también de sufrimiento, por qué negarlo, es parte fundamental
del modo en que se vive su literatura, de la manera en que involucra al lector,
de la vida que late en cada página, de la profundidad y alcance de su
escritura), es decir, tener por fin cara a cara a Inés Plana y proceder a la
reverencia, dejarse caer de rodillas, consentir que el momento sea
inmortalizado no por mí sino por ella, para que quede constancia de mi
incondicionalidad a lo que ha conseguido con tan sólo dos novelas. La
prosternación tuvo lugar hace algo más de un mes, en nuestro escenario más
habitual (la sede de Casa del Libro en Gran Vía), cuando tuvimos oportunidad de
celebrar uno de los encuentros más esperados de la temporada (y que me perdonen
algunos queridos amigos escritores), en mi caso doblemente puesto que mi Pepa
Muñoz me invitó a participar en su bendita y maravillosa locura de libros en
enero de 2018, pocos días después de que el grupo de lectura se hubiese reunido
con la entonces debutante y no escuchaba más que palabras elogiosas hacia ella
y su novela, palabras que se quedaban muy cortas para lo que es Inés en el
trato cercano, acogedor, humilde, humano (poniendo mucho énfasis en la palabra)
con que obsequia a los demás, lo mismo puedo decir sobre su ópera prima, Morir
no es lo que más duele, da igual lo que te hayan contado, es imposible
estar totalmente prevenido para semejante estallido de talento, la gozosa
sorpresa es constante e incontenible, no queda atenuada por mucho que la
esperes, pero en este caso se quedaban cortas porque no había más (aunque fuese
tanto), porque Antes mueren los que no aman (publicada por Espasa, al
igual que la primera) apenas lleva un mes en el mercado, porque este segundo
título corona a la autora como eso mismo, porque la madurez y grandeza
alcanzadas superan cualquier expectativa y cualquier panegírico, porque a veces
lo mejor es colocarse en el reclinatorio, agachar la cabeza, recogerse para
paladear y diseccionar los sentimientos convocados/auspiciados, las sensaciones
despertadas (por nuevas o por dormidas -u olvidadas/ocultadas-), las huellas
indelebles que la lectura nos ha dejado.
La principal diferencia entre aquella y esta
radica en que, con sus aportes e innovaciones, con su manera de hacer,
dejándose llevar por la impagable intuición de una escritora novel (que, por
otro lado, ha meditado bastante sus pasos al modo del maestro Saramago, es
decir, publicando en su pletórica madurez, sin premura, sin precipitarse, con
las ideas muy claras o cuando menos bien formadas, asentadas, con un bagaje
personal, emocional y ético, con experiencia), bebiendo de fuentes diversas,
combinando tonalidades de aquí y allá, con la visión amplia que nos gusta aquí
dar al género, su ópera prima era una novela que, sin necesidad de matizaciones,
se inscribía en lo policiaco, en lo negro, aunque no se limitaba a ello era una
investigación, un enigma al estilo clásico, importaba mucho (era básico) saber
quién lo hizo y por qué; Antes mueren los que no aman toma distancia de
su antecesora desde las primeras páginas puesto que el crimen (si queremos
llamarlo así) ocurre delante de nuestros ojos, no hay dudas sobre su carácter
accidental, en ese sentido hay poco que resolver más allá de la identidad de la
persona que empuja a otra con fatales consecuencias, interrogante nimio para lo
que conforma el verdadero (y roto) corazón de la novela, aquello que establece
una muy íntima conexión con la primera, nunca mejor dicho ya que lo hace a
través de los personajes que las habitan, de sus almas, Inés Plana practica una
prospección a niveles mucho más profundos de los ya alcanzados, diría sin temor
a exagerar que llega a lo abisal e incluso supera esa cota, la intriga en este
caso se centra en los afectos, en cómo darles cauce, en cómo identificarlos, en
cómo asumirlos, en cómo expresarlos, en si lograrán salir a flote, en si
sobrevivirán a tales embates, en si rebrotarán (o lo harán por primera vez) en
páramos desolados, en barbechos que se han transformado en perennes a fuerza de
haber extirpado de raíz cualquier posibilidad (vista como flaqueza, como rémora,
como encalladero) de expresar/sentir algo que, aunque sea un vulgar remedo,
aunque apenas lo parezca, pueda calificado como sentimiento: “Quería hacer
algo diferente, creo que en esta hay más amor y ternura que en la primera
porque aquella era muy negra, la disfruté muchísimo, me da igual que me llamen
morbosa, esa oscuridad me resultó fascinante como escritora. En esta, al
evolucionar los personajes, lo hacen necesariamente sus vidas, sus emociones,
Tresser se enfrenta a hechos insólitos que nunca se había planteado: es un
hombre muy solitario y aquí se enfrenta a unos dilemas muy profundos tanto en
lo que respecta a Luba como a Adelaida”. Aunque parezca que las palabras de
la autora desmienten lo afirmado antes, no hacen sino reforzar mis apreciaciones:
Tresser no puede ignorar (tampoco Adelaida ni Luba, tampoco el cabo Coira), no
consigue acallar aquello que cada vez late con mayor fuerza, los sentimientos
son muy poderosos, la mejor opción es abrirse a ellos, expresarlos/consentir
que se expresen, eso provoca que la ternura se haga mucho más presente en esta
novela, pero al mismo tiempo eso provoca movimientos sísmicos que dejan pequeña
la escala de Richter.
“Todos los personajes tienen carencia de
afectos y en la relación entre Tresser y Adelaida ambos ponen en marcha
maquinarias para calcular a qué nivel están comprometidos y a qué les
compromete eso. Son dos personas con profesiones hostiles, muy difíciles:
escogí a una psiquiatra porque me parece que está en contacto con el lado más
tenebroso de la vida, con mentes trastornadas sumidas en pozos, en oscuridades
ante las que el profesional tiene que blindarse”, blindaje excesivo, compacto,
pétreo, inexpugnable que sólo se resquebraja si el posible afectado consiente,
de ahí que haya páginas que cuesta leer, que nos obligan a apartar la mirada,
que son latigazos desolladores, páginas escritas con precisión quirúrgica, utilizando
un bisturí muy afilado que se maneja con pulso firme, sajando sólo lo preciso
pero hendiendo la piel, atravesando la carne y llegando al hueso, escarbando en
las heridas que los personajes arrastran, en llagas que palpitan y se contraen,
que duelen más que el morir sólo con que un mínimo soplo de aire las roce,
páginas en las que Inés Plana alcanza cimas casi sobrenaturales al horadar el
dolor más completo y vívido sin necesidad de tremendismos, le basta con afilar
las palabras: “Procuro no juzgar porque eso
corresponde a los lectores y me gusta la elegancia porque me gusta leerla: no
soporto el gore ni la sobreactuación del dolor o la sangre, es algo que no
aguanto, incluso me da pereza. Procuro escribir aquello que me gusta leer y
tomo distancia porque son asuntos escabrosos, pero no soy consciente de cuál es
mi estilo, tampoco me ha dado tiempo a pensarlo, aunque mantener una cierta
ingenuidad sobre mi escritura me da mucha libertad y me siento muy privilegiada
por tanta gente que me sigue y apoya, con eso ya tiro millas. Con la primera
novela me dijeron que me saltaba algunas convenciones del género, habrá quien
lo considere un acierto y quien un error, pero yo no la escribí pensando en eso
porque entonces me habría salido algo impostado, dejé que la novela me pidiese
lo que necesitaba, lo más importante es la honestidad y no hacerme trampas”.
Por si fuese necesario, aunque me parece que está suficientemente claro, aquí
habría que añadir que, precisamente por ello, tampoco las hace con el lector,
suministra la información en el momento adecuado, cambia de escenario, de
personaje, de momento, va y viene en el tiempo con enorme facilidad, con
pasmosa sencillez, con apenas una frase, la necesaria para situarnos donde
conviene en cada momento, sin que se perciban los encajes, narrando de un modo
implacable (otro de esos adjetivos que me encanta emplear tal vez más de lo debido),
sin dejar más posibilidad que seguir leyendo, renovando continuamente nuestra
atención, enriqueciendo a cada paso la novela, ensanchándola al mismo tiempo
que la va ciñendo a sus intereses literarios, a lo que más (y mejor) le conviene
para que todo tenga un sentido.
Es en el aspecto social, en la radiografía
de una sociedad abatida por la crisis, “hachazo que parecía caído del cielo
a traición, para clavarse profundamente en la tierra y provocar un abismo entre
las gentes y sus esperanzas”, en el que Antes mueren los que no aman más
se ajusta al canon de toda novela negra que se precie, poniendo su foco en la
corrupción más deleznable por cotidiana y consentida: “Desde
siempre me ha indignado mucho la prostitución, su existencia da pie a que se
explote a niños, robar la infancia a alguno de ellos me parece el peor de los
crímenes, pero no se puede olvidar que es un negocio que está permitido, es
prácticamente legal y lo hacen porque pueden, les sale gratis: la ley sólo
actúa en el caso de los menores, ahí los proxenetas no pueden escudarse en que,
como ocurre con tantas mujeres, declaren que lo hacen por propia voluntad, por
más que se sepa que es mentira pero no se pueda demostrar lo contrario”.
Asunto indudablemente doloroso, motivo por el que Inés ha preferido tratarlo
como elemento de ficción, por más que saberlo real dota a su verbo de una
sensibilidad y una fuerza que el lector comparte (y, con toda seguridad,
amplifica): “No he investigado demasiado, he preferido imaginar cómo podrían
ser ciertas cosas sabiendo que no iba muy desencaminada, temí que documentarme
demasiado me llevase a singularizar historias, a sobrecogerme y me hubiesen
apartado a Luba, a la que quería, como personaje, libre de todo el equipaje
horroroso que iba a descubrir si, por ejemplo, hablaba con APRAMP, cuya labor
admiro y para la que reclamo el Princesa de Asturias de la Concordia”. Mientras,
un servidor empieza a reclamar galardones (de hecho, Morir no es lo que más
duele fue distinguida en los Premis Continuarà 2018 de TVE en Cataluña),
los que a buen seguro (aunque cruzo los dedos porque ya se sabe cómo es esto de
los premios) irán llegando a no tardar, en cuanto la obra de Inés vaya
aumentando y su estilo sea reconocido como tal porque, al igual que la tía
Agatha, Patricia Highsmith o P. D. James poseen una personalidad propia que las
distingue del resto, Inés Plana no se parece a nadie en concreto, escribe como
ella misma (me empeñé en buscar el adjetivo que la definiese y de pronto caí en
la cuenta de que es su nombre, en breve se dirá de más de uno que “escribe a lo
Inés Plana”), tal vez porque, además de apuntar directamente a los corazones,
mira a los ojos de sus personajes, es decir, de la gente: “Me gusta
retratar a las personas como somos: no hay personas triunfadoras, no hay héroes
ni heroínas, lo somos simplemente por sobrevivir a todos los problemas que surgen
cada vez que nos levantamos de la cama, esa es para mí la realidad”.