jueves, 14 de noviembre de 2019

LO QUE DUELE (ES) VIVIR






  Quien más quien menos encuentra una expresión que le resulta feliz ocurrencia (incluso aunque la haya tomado/copiado de alguien) y la transforma en su muletilla más recurrente, una frase, unas cuantas palabras, una locución adverbial, un adjetivo que se convierte en seña de identidad y que, a cada uno lo que es de cada uno, por más que lo/la repitamos algo más de la cuenta (y hasta demasiado) no pierde ni un atisbo de fuerza e intención laudatoria, mantiene viva su esencia (su carácter excepcional por más que seamos pródigos a la hora de otorgar aplausos), su significado más profundo, si quien lo/la pronuncia sabe impregnarlo/-la de una emoción sincera, de una admiración honesta y sin ambages, ha sabido ganarse la confianza de los demás al procurar demostrar un criterio sólido y fundamentado cuando valora la obra de otros (que es lo que venimos haciendo en este ángulo oscuro del salón). Un servidor, como ya he contado en otras ocasiones, ha tenido (la sigo teniendo por más que ahora contenga muchas visceralidades, rehúya la hueca pero virulenta pelea de las redes sociales, me haya refugiado casi en exclusiva en Instagram -y desde ahí comparto- y, ya que es indispensable subir una foto que ilustre el texto -en realidad lo que a la gran mayoría le importa es lo primero, yo seguiré jugando con las palabras, hay mucha más gente de lo que se dice que las lee con atención-, escojo imágenes de personas, libros, series que me gustan), decía que, aunque lo verbalizase en su día José Luis García Sánchez, me han acusado (también agradecido, todo hay que decirlo) de ser un crítico feroz, implacable, acepto que a veces un tanto destructivo (intentando justificando siempre por qué), lo que al mismo tiempo me ha granjeado fama de sinceridad, de no regalar elogios, de no tener reparos en reconocer decepciones/sorpresas, en no negar lo dicho ni olvidar críticas anteriores cuando la ocasión merece que rectifique o varíe un juicio (o prejuicio). Por ello, aunque lo haya transformado en una etiqueta (o hashtag, que igual hay quien al oírlo en castellano se pierde) que utilizo con profusión (lo dicho: ni siquiera para ponerle mal voy a subir una foto de alguien que no me interesa o a quien detesto, no hay mejor desprecio que no hacer aprecio), aunque lo dijo Pablo en antena antes que yo, como no se rompe de tanto usarlo, cuando regreso a lo de “en reclinatorio” pueden estar seguros de que lo hago porque así lo siento, porque hay talentos ante los que sólo queda arrodillarse y dar las gracias y, por fortuna, el número de quienes tal merecen sigue creciendo.

   Pero a veces hay que ir más allá, las palabras conllevan/provocan una acción, conviene cumplir de vez en cuando con la expresión escrita/dicha y llevarla hasta sus últimas consecuencias, proceder a la genuflexión, rendirse literalmente ante quien lo merece por las horas de disfrute/deleite que nos ha proporcionado (también de sufrimiento, por qué negarlo, es parte fundamental del modo en que se vive su literatura, de la manera en que involucra al lector, de la vida que late en cada página, de la profundidad y alcance de su escritura), es decir, tener por fin cara a cara a Inés Plana y proceder a la reverencia, dejarse caer de rodillas, consentir que el momento sea inmortalizado no por mí sino por ella, para que quede constancia de mi incondicionalidad a lo que ha conseguido con tan sólo dos novelas. La prosternación tuvo lugar hace algo más de un mes, en nuestro escenario más habitual (la sede de Casa del Libro en Gran Vía), cuando tuvimos oportunidad de celebrar uno de los encuentros más esperados de la temporada (y que me perdonen algunos queridos amigos escritores), en mi caso doblemente puesto que mi Pepa Muñoz me invitó a participar en su bendita y maravillosa locura de libros en enero de 2018, pocos días después de que el grupo de lectura se hubiese reunido con la entonces debutante y no escuchaba más que palabras elogiosas hacia ella y su novela, palabras que se quedaban muy cortas para lo que es Inés en el trato cercano, acogedor, humilde, humano (poniendo mucho énfasis en la palabra) con que obsequia a los demás, lo mismo puedo decir sobre su ópera prima, Morir no es lo que más duele, da igual lo que te hayan contado, es imposible estar totalmente prevenido para semejante estallido de talento, la gozosa sorpresa es constante e incontenible, no queda atenuada por mucho que la esperes, pero en este caso se quedaban cortas porque no había más (aunque fuese tanto), porque Antes mueren los que no aman (publicada por Espasa, al igual que la primera) apenas lleva un mes en el mercado, porque este segundo título corona a la autora como eso mismo, porque la madurez y grandeza alcanzadas superan cualquier expectativa y cualquier panegírico, porque a veces lo mejor es colocarse en el reclinatorio, agachar la cabeza, recogerse para paladear y diseccionar los sentimientos convocados/auspiciados, las sensaciones despertadas (por nuevas o por dormidas -u olvidadas/ocultadas-), las huellas indelebles que la lectura nos ha dejado.

   La segunda novela es muy difícil, se mira con lupa, es la novela de la consolidación, de demostrar que la primera no fue un hecho casual, que detrás de todo ello hay una escritora, por lo menos ese es el aliento que yo tengo y con el que escribo. Por lo tanto, puedo decir que Antes mueren lo que no aman surgió como un reto y también del amor por la escritura”, cuenta Inés Plana cuando comparto con ella lo que me dijo Luis Landero tras haber roto todos los esquemas con Juegos de la edad tardía y, entonces sí, comprender que aquella a la que él se refería durante el proceso de creación (prolongado a lo largo de diez años, escribiendo sin presiones, por placer, destilando esa prosa pródiga en fineza, armonía y musicalidad, puliéndola con precisión de orfebre) como la novela no sería hija única. Inés no toma el camino fácil, decisión primera en la que ya se revela claramente su talante/talento como creadora, puesto que, aunque continúa con gran parte de los personajes de su muy plausible debut, aunque abunda en algunos aspectos ya esbozados o tratadas (no tanto en lo que se refiere a la trama como, muy especialmente, en lo que tiene que ver con la psicología de sus criaturas, con eso tan inasible, intangible e inconcreto -pero que todos sentimos alterarse, estremecerse, inquietarse, perturbarse, expandirse- que llamamos alma), aunque podría decirse que continúa con una serie protagonizada por el teniente Tresser, de la Policía Judicial de la Guardia Civil, lo que aquí se nos ofrece es una novela de aliento, calado, entidad e incluso género muy diferente a la que la precede: “Quería hacer algo diferente, creo que en esta hay más amor y ternura que en la primera porque aquella era muy negra, la disfruté muchísimo, me da igual que me llamen morbosa, esa oscuridad me resultó fascinante como escritora. En esta, al evolucionar los personajes lo hacen necesariamente sus vidas, sus emociones: Tresser se enfrenta a hechos insólitos que nunca se había planteado, es un hombre muy solitario que aquí afronta unos dilemas muy profundos, tanto en lo que respecta a Luba como a Adelaida”. Nombres, sin duda, familiares para los lectores de Morir no es lo que más duele, aunque su lectura no sea imprescindible para adentrarse en Antes mueren los que no aman; no obstante, uno recomendaría que se leyesen en orden para poder observar (y maravillarse) la impresionante evolución de la autora, el modo en que, como si se tratase de círculos concéntricos, va expandiendo su universo, el hecho de que, reconociendo un estilo muy personal en el que nos detendremos dentro de poco, una manera de narrar propia a la hora de estructurar la trama y de hacer convivir dos sin aparentes nexos de unión argumentales, entiéndase lo que quiero decir porque pretende ser un elogio, podríamos decir que cada novela tiene un autor diferente de tan diferentes (y precisamente por ello tan complementarias, de ahí que la unidad que conforman resulte tan poderosa) como son.

   La principal diferencia entre aquella y esta radica en que, con sus aportes e innovaciones, con su manera de hacer, dejándose llevar por la impagable intuición de una escritora novel (que, por otro lado, ha meditado bastante sus pasos al modo del maestro Saramago, es decir, publicando en su pletórica madurez, sin premura, sin precipitarse, con las ideas muy claras o cuando menos bien formadas, asentadas, con un bagaje personal, emocional y ético, con experiencia), bebiendo de fuentes diversas, combinando tonalidades de aquí y allá, con la visión amplia que nos gusta aquí dar al género, su ópera prima era una novela que, sin necesidad de matizaciones, se inscribía en lo policiaco, en lo negro, aunque no se limitaba a ello era una investigación, un enigma al estilo clásico, importaba mucho (era básico) saber quién lo hizo y por qué; Antes mueren los que no aman toma distancia de su antecesora desde las primeras páginas puesto que el crimen (si queremos llamarlo así) ocurre delante de nuestros ojos, no hay dudas sobre su carácter accidental, en ese sentido hay poco que resolver más allá de la identidad de la persona que empuja a otra con fatales consecuencias, interrogante nimio para lo que conforma el verdadero (y roto) corazón de la novela, aquello que establece una muy íntima conexión con la primera, nunca mejor dicho ya que lo hace a través de los personajes que las habitan, de sus almas, Inés Plana practica una prospección a niveles mucho más profundos de los ya alcanzados, diría sin temor a exagerar que llega a lo abisal e incluso supera esa cota, la intriga en este caso se centra en los afectos, en cómo darles cauce, en cómo identificarlos, en cómo asumirlos, en cómo expresarlos, en si lograrán salir a flote, en si sobrevivirán a tales embates, en si rebrotarán (o lo harán por primera vez) en páramos desolados, en barbechos que se han transformado en perennes a fuerza de haber extirpado de raíz cualquier posibilidad (vista como flaqueza, como rémora, como encalladero) de expresar/sentir algo que, aunque sea un vulgar remedo, aunque apenas lo parezca, pueda calificado como sentimiento: “Quería hacer algo diferente, creo que en esta hay más amor y ternura que en la primera porque aquella era muy negra, la disfruté muchísimo, me da igual que me llamen morbosa, esa oscuridad me resultó fascinante como escritora. En esta, al evolucionar los personajes, lo hacen necesariamente sus vidas, sus emociones, Tresser se enfrenta a hechos insólitos que nunca se había planteado: es un hombre muy solitario y aquí se enfrenta a unos dilemas muy profundos tanto en lo que respecta a Luba como a Adelaida”. Aunque parezca que las palabras de la autora desmienten lo afirmado antes, no hacen sino reforzar mis apreciaciones: Tresser no puede ignorar (tampoco Adelaida ni Luba, tampoco el cabo Coira), no consigue acallar aquello que cada vez late con mayor fuerza, los sentimientos son muy poderosos, la mejor opción es abrirse a ellos, expresarlos/consentir que se expresen, eso provoca que la ternura se haga mucho más presente en esta novela, pero al mismo tiempo eso provoca movimientos sísmicos que dejan pequeña la escala de Richter.

   Todos los personajes tienen carencia de afectos y en la relación entre Tresser y Adelaida ambos ponen en marcha maquinarias para calcular a qué nivel están comprometidos y a qué les compromete eso. Son dos personas con profesiones hostiles, muy difíciles: escogí a una psiquiatra porque me parece que está en contacto con el lado más tenebroso de la vida, con mentes trastornadas sumidas en pozos, en oscuridades ante las que el profesional tiene que blindarse”, blindaje excesivo, compacto, pétreo, inexpugnable que sólo se resquebraja si el posible afectado consiente, de ahí que haya páginas que cuesta leer, que nos obligan a apartar la mirada, que son latigazos desolladores, páginas escritas con precisión quirúrgica, utilizando un bisturí muy afilado que se maneja con pulso firme, sajando sólo lo preciso pero hendiendo la piel, atravesando la carne y llegando al hueso, escarbando en las heridas que los personajes arrastran, en llagas que palpitan y se contraen, que duelen más que el morir sólo con que un mínimo soplo de aire las roce, páginas en las que Inés Plana alcanza cimas casi sobrenaturales al horadar el dolor más completo y vívido sin necesidad de tremendismos, le basta con afilar las palabras: “Procuro no juzgar porque eso corresponde a los lectores y me gusta la elegancia porque me gusta leerla: no soporto el gore ni la sobreactuación del dolor o la sangre, es algo que no aguanto, incluso me da pereza. Procuro escribir aquello que me gusta leer y tomo distancia porque son asuntos escabrosos, pero no soy consciente de cuál es mi estilo, tampoco me ha dado tiempo a pensarlo, aunque mantener una cierta ingenuidad sobre mi escritura me da mucha libertad y me siento muy privilegiada por tanta gente que me sigue y apoya, con eso ya tiro millas. Con la primera novela me dijeron que me saltaba algunas convenciones del género, habrá quien lo considere un acierto y quien un error, pero yo no la escribí pensando en eso porque entonces me habría salido algo impostado, dejé que la novela me pidiese lo que necesitaba, lo más importante es la honestidad y no hacerme trampas”. Por si fuese necesario, aunque me parece que está suficientemente claro, aquí habría que añadir que, precisamente por ello, tampoco las hace con el lector, suministra la información en el momento adecuado, cambia de escenario, de personaje, de momento, va y viene en el tiempo con enorme facilidad, con pasmosa sencillez, con apenas una frase, la necesaria para situarnos donde conviene en cada momento, sin que se perciban los encajes, narrando de un modo implacable (otro de esos adjetivos que me encanta emplear tal vez más de lo debido), sin dejar más posibilidad que seguir leyendo, renovando continuamente nuestra atención, enriqueciendo a cada paso la novela, ensanchándola al mismo tiempo que la va ciñendo a sus intereses literarios, a lo que más (y mejor) le conviene para que todo tenga un sentido.

   Es en el aspecto social, en la radiografía de una sociedad abatida por la crisis, “hachazo que parecía caído del cielo a traición, para clavarse profundamente en la tierra y provocar un abismo entre las gentes y sus esperanzas”, en el que Antes mueren los que no aman más se ajusta al canon de toda novela negra que se precie, poniendo su foco en la corrupción más deleznable por cotidiana y consentida: “Desde siempre me ha indignado mucho la prostitución, su existencia da pie a que se explote a niños, robar la infancia a alguno de ellos me parece el peor de los crímenes, pero no se puede olvidar que es un negocio que está permitido, es prácticamente legal y lo hacen porque pueden, les sale gratis: la ley sólo actúa en el caso de los menores, ahí los proxenetas no pueden escudarse en que, como ocurre con tantas mujeres, declaren que lo hacen por propia voluntad, por más que se sepa que es mentira pero no se pueda demostrar lo contrario”. Asunto indudablemente doloroso, motivo por el que Inés ha preferido tratarlo como elemento de ficción, por más que saberlo real dota a su verbo de una sensibilidad y una fuerza que el lector comparte (y, con toda seguridad, amplifica): “No he investigado demasiado, he preferido imaginar cómo podrían ser ciertas cosas sabiendo que no iba muy desencaminada, temí que documentarme demasiado me llevase a singularizar historias, a sobrecogerme y me hubiesen apartado a Luba, a la que quería, como personaje, libre de todo el equipaje horroroso que iba a descubrir si, por ejemplo, hablaba con APRAMP, cuya labor admiro y para la que reclamo el Princesa de Asturias de la Concordia”. Mientras, un servidor empieza a reclamar galardones (de hecho, Morir no es lo que más duele fue distinguida en los Premis Continuarà 2018 de TVE en Cataluña), los que a buen seguro (aunque cruzo los dedos porque ya se sabe cómo es esto de los premios) irán llegando a no tardar, en cuanto la obra de Inés vaya aumentando y su estilo sea reconocido como tal porque, al igual que la tía Agatha, Patricia Highsmith o P. D. James poseen una personalidad propia que las distingue del resto, Inés Plana no se parece a nadie en concreto, escribe como ella misma (me empeñé en buscar el adjetivo que la definiese y de pronto caí en la cuenta de que es su nombre, en breve se dirá de más de uno que “escribe a lo Inés Plana”), tal vez porque, además de apuntar directamente a los corazones, mira a los ojos de sus personajes, es decir, de la gente: “Me gusta retratar a las personas como somos: no hay personas triunfadoras, no hay héroes ni heroínas, lo somos simplemente por sobrevivir a todos los problemas que surgen cada vez que nos levantamos de la cama, esa es para mí la realidad”.