viernes, 9 de agosto de 2013

VIVIR EN LA FICCIÓN


 


   Llevaba oficialmente unos minutos como becario de la sección de Cultura en los servicios informativos de Telemadrid cuando tuve que acompañar a Teresa Castanedo a grabar en el Museo Thyssen, cuya inauguración estaba prevista para un par de meses después (me estoy remontando a agosto de 1992); tuvimos el placer de recorrerlo entero, sólo para nosotros, y tener una perspectiva diferente a la de cualquier visitante, ya que los cuadros estaban en el suelo, apoyados contra la pared, cada uno en el lugar asignado, pero sin estar colgados todavía. Aunque sólo podíamos llevarnos testimonio con las cámaras de un par de salas, una de las responsables de prensa y comunicación nos acompañó para que gozásemos de los muchos tesoros allí reunidos, lo que fue buena ocasión para que Teresa y yo nos fuéramos conociendo (íbamos a trabajar juntos durante bastante tiempo –en un principio por un periodo de tres meses que se fue prorrogando hasta cubrir algo más allá de un año-) y para que los tres hablásemos del periodismo cultural, ya denostado en aquel momento aunque sin haberse despeñado por el barranco profundo en el que adolece y boquea (por no querer creer que es un cadáver) desde hace tiempo; resulta que llegué a la sección que yo quería casi de carambola porque muy pronto supe que era la primera opción de la mayoría de becarios “porque les parecía la más fácil” y sólo mi experiencia radiofónica en estos asuntos me abrió las puertas de la misma. ¡Mal vamos cuando un periodista considera sencilla la tarea de informar sobre un libro, una obra de teatro, una película, una exposición y así se cometen los errores que se cometen y se demuestra la ignorancia que se demuestra! ¡Peor estamos cuando la gente no ama (o al menos lo intenta) aquello que supone su materia de trabajo y se lo toma como una diversión o como un mero trámite que debe pasar, sin implicarse en algo tan emocional como es hablar, tratar, informar, conocer las diferentes expresiones artísticas! Por otro lado, como hablamos en ese paseo privado por las salas del Thyssen, la propia profesión siempre ha considerado a la cultura como algo subsidiario que conforma lo que se conoce como “la línea blanda de la información”, o sea, lo que sobra, lo que no importa, lo que menos interesa; se dirá que cada uno barre para casa, lógicamente, y soy el primero que comprende que la primera plana han de ocuparla otro tipo de noticias, pero no entiendo por qué (excepto algunos fallecimientos o galardones o éxitos –y a veces ni eso-) se da desde tiempos inmemoriales esa facilidad para sepultar e incluso suprimir, cancelar, dejar caer (es el término que se utiliza en televisión cuando una noticia prevista en la escaleta cede su espacio a otra o es víctima del tiempo de más utilizado anteriormente y no se emite: se cae) todo lo relativo a la cultura, recibiendo incluso la reprobación y censura (en el sentido de crítica) de compañeros que se dedican a otros menesteres que ellos mismos consideran indispensables porque al hablar de esto o aquello parece que invitamos al adormecimiento, al olvido de lo que nos rodea, levantamos cortinas de humo, suministramos placebos, cuando en realidad el arte ha constituido casi desde Altamira el verdadero testimonio de lo que inquieta e interesa a una sociedad, le ha dado voz cuando otros cauces se le cierran, le ha insuflado aliento y ganas de cambiar el mundo.

   Vivimos en una sociedad excesivamente politizada en la que ciertos gestos han perdido inocencia y/o frescura, y todo se analiza bajo la lupa del activismo, el adoctrinamiento, el proselitismo; recuerdo cómo en varias ocasiones, al tratar un asunto más amable, menos ideológico, poco o nada crispante (para desengrasar, para variar, para atender a diferentes frentes), varios oyentes nos acusaban de jugar al despiste o de obviar el tema que precisamente habíamos tratado el día anterior o de cobardía o de no sé cuántas cosas más porque sólo concebían un programa que les refrendase y afirmase sus ideas, sus soflamas (porque muchos de los mensajes eran tales, no verdaderos argumentos ni reflejo de procesos mentales), su manera de ver y entender el mundo (hay mucho demócrata que sólo lo es para defender a los que considera de su bando e incluso enarbola esa bandera para, directamente, exigir que ejerzas la censura y calles a un contertulio que no es de su cuerda), que convirtiese sus opiniones en verdades absolutas e inamovibles; y a veces eran injustos con el autor de la obra que nos sirviese como punto de partida para el coloquio, ya que su mensaje (pero sin subrayados, sin imposiciones, lo que uno podía extraer de su conocimiento, lo que destilaba de su realidad) tenía más mordiente, más repercusión, más contundencia que eslóganes, acciones o discursos populistas que tratan al receptor como borrego que bala a su son. Debo reconocer que lo más gracia me hacía (aunque por otro lado me indignaba porque demostraba el menosprecio a cosas que deberíamos amar –la literatura, el teatro, el cine-) era cuando aparecía el mensaje (no una ni dos veces, muuuchas) que decía algo así como “¡Y venga a hablar de películas! ¡Con lo que tenemos encima! ¡Qué forma de aborregar! ¡Qué manía con no querer ver lo que pasa!”; ¿por qué está tan desprestigiado hacer algo que es natural, necesario, consustancial al ser humano, es decir, camuflarse en la ficción, esconderse en ella, utilizarla para comprender mejor lo que le rodea, evadirse y al mismo tiempo reconocerse en los avatares de otros?

   Uno de los escritores que con más gusto ejercen en la actualidad ese noble oficio, Gustavo Martín Garzo, rescatador de leyendas, mitos, personajes históricos a los que despojar de su aureola y contemplar como personas, maestro a la hora de expresar emociones con las palabras justas, el autor de esa belleza titulada La princesa manca aprovecha cualquier oportunidad para reivindicar la necesidad de, como señaló hace tiempo en un artículo, “quedarse un tiempo en la ficción”, despojarse de su condición de ciudadano y participar de lo que otros han imaginado, saber que hay otros mundos, otras realidades, y que sólo como divertimento hay que consentirse este tipo de excursiones (luego, además, hablaba de cómo te enriqueces, de la amplitud de miras que eso te otorga); previendo o conociendo la lógica reacción de todos esos que se toman en serio permanentemente (¡Qué gente tan aburrida!), Martín Garzo también explicaba que sólo consintiéndonos estas evasiones podemos afrontar el día a día, que si no nos concedemos un reposo a nosotros mismos, si no exploramos todos los lados posibles, podemos llegar a perder la perspectiva. Y me resulta muy fácil de entender: como todo en esta vida, sólo conociendo los antónimos podemos tener claras las fronteras y saber a qué llamamos de una manera y a qué de otra, sólo buscando aquí y allá daremos múltiples dimensiones a la vida y seremos poliédricos (en el fondo, hay demasiado empeño –y da hacia qué lado miremos- en que todos seamos iguales, clónicos, a lo que se considera el único modelo posible). ¡Con qué maestría rompía la en ocasiones difusa y apenas trazada frontera entre ficción y realidad el dramaturgo John Logan en una de las obras más estimulantes y mejor armadas que hayan podido verse sobre un escenario en la temporada pasada en cualquier lugar del mundo, es decir, Peter and Alice! Una escenografía bellísima y jugada con acierto y maestría convertía al público en uno de los elementos decorativos de esos preciosos teatritos victorianos en los que dar rienda suelta a la imaginación, esos que se van cambiando según avanza la historia, los espectadores eran testigos privilegiados del encuentro (que tuvo lugar en la vida real) entre las personas que inspiraron a Alicia y Peter Pan, fabulando a partir de este hecho el autor con lo que se dirían, transformando la conversación en un juego a diferentes bandas entre ellos, sus trasuntos literarios y los autores que les dieron vida (otra vida, la inmortal), Lewis Carroll y James Barrie; al margen de que es un deleite escuchar, ver, sentir a la inmensa Judi Dench y al fabuloso y camaleónico Ben Whishaw, el espléndido texto de Logan servía para que cada uno se enfrentase a sus fantasmas, a sus lecturas infantiles, a sus miedos, a lo que extrajo de esos que conoció como cuentos cuando era chaval pero también sirven como lecturas de adulto, y todo a través de los reproches, agradecimientos, verdades, ironías, dulzuras, recuerdos, mentiras e incomprensiones que van desgranando los seis personajes, tanto en su condición ficticia como en la humana.

   Es de esas veces en las que uno no tiene demasiado claro si ha logrado su objetivo, si se ha ido demasiado por los cerros de Úbeda, o si termina dando la razón a los detractores de que defiende, porque tal vez estoy como Alonso Quijano, con demasiadas cosas en la cabeza, creyéndome a ratos el niño que no quiere crecer, pero sea como sea, aunque no todo haya quedado plasmado en el presente escrito, reivindicar mi faceta como lector, espectador, anhelante de historias, me ha servido para lanzarme con más fuerza en unos minutos a una de las verdades (porque así las vivo mientras ando sumergido en sus páginas) con las que ocupo parte de mi tiempo últimamente: Scaramouche de Rafael Sabatini; y para evitar la urticaria a algunos que yo me sé (debo ser más bondadoso de lo que pienso), decirles que toda la peripecia de la novela de capa y espada comienza con la convocatoria de los Estados Generales en los que Necker considera necesario que el Tercer Estado tenga la misma capacidad de representación y decisión que la nobleza y el clero, algo que el rey secunda pero a lo que aquellos se oponen (¿Necesitáis más ideología?). Pero, bueno, esos que sólo hablan de Egipto, de desahucios, de las pateras, que te miran mal si, entre una cosa y otra, recomiendas una película como Ahora me ves…, también bajan la guardia y cuelgan en Facebook y demás redes sociales las fotos de la playa en que descansan; si es lógico, comprensible, necesario (lo he dicho varias veces), pero ya que tanto exigen a los demás que prediquen con el ejemplo, ¿no les parece? (y peor, ya que se ponen, es hacer ostentación de que se pueden permitir esos días a cuerpo de rey que leer Peter Pan).