Llevaba oficialmente unos minutos como becario de la sección de Cultura en
los servicios informativos de Telemadrid cuando tuve que acompañar a Teresa
Castanedo a grabar en el Museo Thyssen, cuya inauguración estaba prevista para
un par de meses después (me estoy remontando a agosto de 1992); tuvimos el
placer de recorrerlo entero, sólo para nosotros, y tener una perspectiva
diferente a la de cualquier visitante, ya que los cuadros estaban en el suelo,
apoyados contra la pared, cada uno en el lugar asignado, pero sin estar
colgados todavía. Aunque sólo podíamos llevarnos testimonio con las cámaras de
un par de salas, una de las responsables de prensa y comunicación nos acompañó
para que gozásemos de los muchos tesoros allí reunidos, lo que fue buena
ocasión para que Teresa y yo nos fuéramos conociendo (íbamos a trabajar juntos
durante bastante tiempo –en un principio por un periodo de tres meses que se fue
prorrogando hasta cubrir algo más allá de un año-) y para que los tres
hablásemos del periodismo cultural, ya denostado en aquel momento aunque sin
haberse despeñado por el barranco profundo en el que adolece y boquea (por no
querer creer que es un cadáver) desde hace tiempo; resulta que llegué a la
sección que yo quería casi de carambola porque muy pronto supe que era la
primera opción de la mayoría de becarios “porque les parecía la más fácil” y
sólo mi experiencia radiofónica en estos asuntos me abrió las puertas de la
misma. ¡Mal vamos cuando un periodista considera sencilla la tarea de informar
sobre un libro, una obra de teatro, una película, una exposición y así se
cometen los errores que se cometen y se demuestra la ignorancia que se
demuestra! ¡Peor estamos cuando la gente no ama (o al menos lo intenta) aquello
que supone su materia de trabajo y se lo toma como una diversión o como un mero
trámite que debe pasar, sin implicarse en algo tan emocional como es hablar,
tratar, informar, conocer las diferentes expresiones artísticas! Por otro lado,
como hablamos en ese paseo privado por las salas del Thyssen, la propia
profesión siempre ha considerado a la cultura como algo subsidiario que
conforma lo que se conoce como “la línea blanda de la información”, o sea, lo
que sobra, lo que no importa, lo que menos interesa; se dirá que cada uno barre
para casa, lógicamente, y soy el primero que comprende que la primera plana han
de ocuparla otro tipo de noticias, pero no entiendo por qué (excepto algunos
fallecimientos o galardones o éxitos –y a veces ni eso-) se da desde tiempos
inmemoriales esa facilidad para sepultar e incluso suprimir, cancelar, dejar
caer (es el término que se utiliza en televisión cuando una noticia prevista en
la escaleta cede su espacio a otra o es víctima del tiempo de más utilizado
anteriormente y no se emite: se cae) todo lo relativo a la cultura, recibiendo
incluso la reprobación y censura (en el sentido de crítica) de compañeros que
se dedican a otros menesteres que ellos mismos consideran indispensables porque
al hablar de esto o aquello parece que invitamos al adormecimiento, al olvido
de lo que nos rodea, levantamos cortinas de humo, suministramos placebos,
cuando en realidad el arte ha constituido casi desde Altamira el verdadero
testimonio de lo que inquieta e interesa a una sociedad, le ha dado voz cuando
otros cauces se le cierran, le ha insuflado aliento y ganas de cambiar el
mundo.
Vivimos en una sociedad excesivamente politizada en la que ciertos
gestos han perdido inocencia y/o frescura, y todo se analiza bajo la lupa del
activismo, el adoctrinamiento, el proselitismo; recuerdo cómo en varias
ocasiones, al tratar un asunto más amable, menos ideológico, poco o nada
crispante (para desengrasar, para variar, para atender a diferentes frentes),
varios oyentes nos acusaban de jugar al despiste o de obviar el tema que
precisamente habíamos tratado el día anterior o de cobardía o de no sé cuántas
cosas más porque sólo concebían un programa que les refrendase y afirmase sus
ideas, sus soflamas (porque muchos de los mensajes eran tales, no verdaderos
argumentos ni reflejo de procesos mentales), su manera de ver y entender el
mundo (hay mucho demócrata que sólo lo es para defender a los que considera de
su bando e incluso enarbola esa bandera para, directamente, exigir que ejerzas
la censura y calles a un contertulio que no es de su cuerda), que convirtiese
sus opiniones en verdades absolutas e inamovibles; y a veces eran injustos con
el autor de la obra que nos sirviese como punto de partida para el coloquio, ya
que su mensaje (pero sin subrayados, sin imposiciones, lo que uno podía extraer
de su conocimiento, lo que destilaba de su realidad) tenía más mordiente, más
repercusión, más contundencia que eslóganes, acciones o discursos populistas
que tratan al receptor como borrego que bala a su son. Debo reconocer que lo
más gracia me hacía (aunque por otro lado me indignaba porque demostraba el
menosprecio a cosas que deberíamos amar –la literatura, el teatro, el cine-)
era cuando aparecía el mensaje (no una ni dos veces, muuuchas) que decía algo
así como “¡Y venga a hablar de películas! ¡Con lo que tenemos encima! ¡Qué
forma de aborregar! ¡Qué manía con no querer ver lo que pasa!”; ¿por qué está
tan desprestigiado hacer algo que es natural, necesario, consustancial al ser
humano, es decir, camuflarse en la ficción, esconderse en ella, utilizarla para
comprender mejor lo que le rodea, evadirse y al mismo tiempo reconocerse en los
avatares de otros?
Uno de
los escritores que con más gusto ejercen en la actualidad ese noble oficio, Gustavo
Martín Garzo, rescatador de leyendas, mitos, personajes históricos a los que
despojar de su aureola y contemplar como personas, maestro a la hora de
expresar emociones con las palabras justas, el autor de esa belleza titulada La princesa manca aprovecha cualquier
oportunidad para reivindicar la necesidad de, como señaló hace tiempo en un
artículo, “quedarse un tiempo en la ficción”, despojarse de su condición de
ciudadano y participar de lo que otros han imaginado, saber que hay otros
mundos, otras realidades, y que sólo como divertimento hay que consentirse este
tipo de excursiones (luego, además, hablaba de cómo te enriqueces, de la
amplitud de miras que eso te otorga); previendo o conociendo la lógica reacción
de todos esos que se toman en serio permanentemente (¡Qué gente tan aburrida!),
Martín Garzo también explicaba que sólo consintiéndonos estas evasiones podemos
afrontar el día a día, que si no nos concedemos un reposo a nosotros mismos, si
no exploramos todos los lados posibles, podemos llegar a perder la perspectiva.
Y me resulta muy fácil de entender: como todo en esta vida, sólo conociendo los
antónimos podemos tener claras las fronteras y saber a qué llamamos de una
manera y a qué de otra, sólo buscando aquí y allá daremos múltiples dimensiones
a la vida y seremos poliédricos (en el fondo, hay demasiado empeño –y da hacia
qué lado miremos- en que todos seamos iguales, clónicos, a lo que se considera
el único modelo posible). ¡Con qué maestría rompía la en ocasiones difusa y
apenas trazada frontera entre ficción y realidad el dramaturgo John Logan en
una de las obras más estimulantes y mejor armadas que hayan podido verse sobre
un escenario en la temporada pasada en cualquier lugar del mundo, es decir, Peter and Alice! Una escenografía
bellísima y jugada con acierto y maestría convertía al público en uno de los
elementos decorativos de esos preciosos teatritos victorianos en los que dar
rienda suelta a la imaginación, esos que se van cambiando según avanza la
historia, los espectadores eran testigos privilegiados del encuentro (que tuvo
lugar en la vida real) entre las personas que inspiraron a Alicia y Peter Pan,
fabulando a partir de este hecho el autor con lo que se dirían, transformando
la conversación en un juego a diferentes bandas entre ellos, sus trasuntos
literarios y los autores que les dieron vida (otra vida, la inmortal), Lewis
Carroll y James Barrie; al margen de que es un deleite escuchar, ver, sentir a
la inmensa Judi Dench y al fabuloso y camaleónico Ben Whishaw, el espléndido
texto de Logan servía para que cada uno se enfrentase a sus fantasmas, a sus
lecturas infantiles, a sus miedos, a lo que extrajo de esos que conoció como
cuentos cuando era chaval pero también sirven como lecturas de adulto, y todo a
través de los reproches, agradecimientos, verdades, ironías, dulzuras,
recuerdos, mentiras e incomprensiones que van desgranando los seis personajes,
tanto en su condición ficticia como en la humana.
Es de esas veces en las que uno no tiene demasiado claro si ha logrado
su objetivo, si se ha ido demasiado por los cerros de Úbeda, o si termina dando
la razón a los detractores de que defiende, porque tal vez estoy como Alonso
Quijano, con demasiadas cosas en la cabeza, creyéndome a ratos el niño que no
quiere crecer, pero sea como sea, aunque no todo haya quedado plasmado en el
presente escrito, reivindicar mi faceta como lector, espectador, anhelante de
historias, me ha servido para lanzarme con más fuerza en unos minutos a una de
las verdades (porque así las vivo mientras ando sumergido en sus páginas) con
las que ocupo parte de mi tiempo últimamente: Scaramouche de Rafael Sabatini; y para evitar la urticaria a
algunos que yo me sé (debo ser más bondadoso de lo que pienso), decirles que
toda la peripecia de la novela de capa y espada comienza con la convocatoria de
los Estados Generales en los que Necker considera necesario que el Tercer
Estado tenga la misma capacidad de representación y decisión que la nobleza y
el clero, algo que el rey secunda pero a lo que aquellos se oponen (¿Necesitáis
más ideología?). Pero, bueno, esos que sólo hablan de Egipto, de desahucios, de
las pateras, que te miran mal si, entre una cosa y otra, recomiendas una
película como Ahora me ves…, también
bajan la guardia y cuelgan en Facebook y demás redes sociales las fotos de la
playa en que descansan; si es lógico, comprensible, necesario (lo he dicho
varias veces), pero ya que tanto exigen a los demás que prediquen con el
ejemplo, ¿no les parece? (y peor, ya que se ponen, es hacer ostentación de que
se pueden permitir esos días a cuerpo de rey que leer Peter Pan).