No estoy muy seguro de cuándo oí nombrar a Agatha Christie por primera
vez: sé que en el universo de lecturas infantiles nunca faltaron las historias
de misterio, de detectives, de intriga, bien con esas envidiables meriendas de
los Cinco, las historias algo más ñoñas de los Hollister y, sobre todo -un gran
paso adelante porque eran las aventuras más adultas-, esos inolvidables Tres
Investigadores a los que apadrinaba nada menos que Alfred Hitchcock; precisamente
me hizo fan absoluto de Jupiter, Pete y Bob un compañero de colegio que primero
lo había sido de catequesis, Joaquín, al que su madre intentaba presentar y
hacer crecer como lector ávido y buen estudiante, aunque tenía muy poco de lo
segundo y de lo primero sólo con aquello que le gustaba (en esos años de
amistad, al margen de saberse de memoria algunos de los volúmenes de la
colección mencionada, sólo se interesó por las novelas de Sven Hassel y algún título
suelto aquí y allá, para regresar inmediatamente a sus investigadores
juveniles, a los que estaba empeñado en que emulásemos, aunque nunca tuvimos la
suerte de toparnos con un reloj chillón, un perro invisible, un diablo danzante
o una calavera parlante –aunque, bien pensando, la suerte fue que sólo
existieran en la ficción-). Y, como digo, sé que el nombre de la creadora de
Hércules Poirot me sonaba, andaba por ahí rondando, cuando una de las muchas
tardes que pasaba en casa de Joaquín (haciendo los deberes, viendo la
televisión, jugando), éste preguntó a su madre: “Mamá, ¿no tenías por ahí alguna
novela de Agatha Christie, que siempre me dices que la lea?” y cuando la señora
se puso tan contenta a explicar algunos de los crímenes, tramas y escenarios
pergeñados por la autora, algo se me aceleró dentro del pecho y, puesto que mi
padre me debía un regalo de Navidad (o no había elegido el de cumpleaños, una
de las dos opciones), pensé que esa podía ser una buena elección y me dejé
aconsejar por la madre de mi amigo que me dijo: “Pide alguno en que salga la
señorita Marple; mi favorito siempre ha sido El tren de las 4.50”. Y con ese título empezó mi idilio con una
escritora a la que siempre reivindicaré, idolatraré y agradeceré la infinidad
de buenos momentos que me ha hecho pasar, no sólo leyéndola, sino gozando con
algunas de las adaptaciones de sus obras llevadas a cabo por el cine y la
televisión (lo remarco: algunas –otras, mejor olvidarlas).
Agatha Christie es autora de novelas policíacas y eso no supone ningún
demérito; como tantas veces, hay que defenderse del desprecio con que hablan de
ella y con el que te miran cuando te reconoces admirador (no de hace años,
ahora mismo: el tiempo no hace sino acrecentar mi fascinación) esos que debieron
leer a Joyce desde la cuna (y, posiblemente, ni han abierto el Ulises o no han pasado de determinada
página, pero jamás van a reconocerlo –pues yo sí lo digo: igual que me reconocí
lector de Proust hace poco, también digo que la considerada obra magna del
irlandés ha podido conmigo y no creo que me anime a una nueva intentona-). Por un
lado, uno es consciente de que conoce y adora a escritores de mucho más fuste, con
mayores bondades narrativas, con un mundo propio que te involucra, pero a ella
sólo le pido un rato de diversión, de evasión pura y dura, de duelo por ver
quién es más inteligente (si se trata, como comentábamos hace poco, de hacerse
preguntas, nadie como la tía Agatha para eso: ¿Quién es el asesino? ¿Por qué lo
hizo? ¿Habrá más crímenes?); por otro, muchos de los que hablan pagados de sí
mismos, cacareando demasiadas veces lo que han oído por ahí, jamás han abierto
una novela firmada por ella (¡Crimen de lesa majestad! ¡Pecado mortal!), y son
muy libres de ello, por supuesto, pero eso les desautoriza para emitir juicios
(que no hagan aprecio para manifestar su disconformidad, pero que no hablen
sobre lo que no conocen).
Hace poco, Pablo me regaló un delicioso volumen titulado Agatha Christie: Los planes del crimen en
el que John Curran sigue revelando parte del contenido de aquellos cuadernos
que acumulaban polvo en casa de uno de los nietos de la escritora; éste es aún
más apasionante y revelador que el primero, ya que al seguir su producción
cronológicamente permite entrar en el proceso de creación de cada título por sí
mismo (en Los cuadernos secretos de
Agatha Christie la información se suministraba por temas y eso en ocasiones
llevaba al equívoco o la confusión si no se tenía muy clara la trama de cada
novela citada). No pude encontrar mejor lectura para que nos acompañase en alguno
de nuestros últimos viajes a Londres (lo iba leyendo yo, pero compartimos
complicidad y gusto por la tía Agatha como por tantas cosas), ya que aunque
tenía preferencia por los escenarios rurales o alejados del tráfago de la
capital, pasear por sus calles es toparte con los anuncios que recuerdan que La ratonera sigue en cartel en el St.
Martin´s Theatre, batiendo cada día el récord de permanencia (en octubre se
conmemorarán 61 años de su estreno mundial y el 25 de noviembre los mismos del
londinense) o descubrir (es lo que tiene Londres: por mucho que la visites
siempre te sorprende) un monumento que la homenajea a pocos pasos de Leicester
Square. Gracias a Curran se abren las ganas de regresar a novelas que tienes
entre brumas (leídas hace muchos años) o a alguna que aún no has visitado (sí,
resultará extraño, pero hay cuatro o cinco que nunca he leído); es apasionante
comprobar lo muy en serio que se tomaba su oficio, las vueltas y revueltas que
daba a los argumentos, su afán por jugar limpio con el lector, su empeño en no
repetirse, el alma que (en contra de lo que suelen señalar sus detractores)
ponía en cada página, la construcción psicológica de sus personajes, el empeño
por sorprender, la lógica que aplicaba para que no quedase ningún hilo suelto y
para que hubiese suficientes pistas que llevasen hasta la solución al lector
perspicaz. Curran demuestra su respeto y entusiasmo por la Christie, le rinde
pleitesía desde su labor investigadora, la misma que acomete con el máximo
rigor y por ello no le duelen prendas en reconocer que no toda su producción
está a la misma altura ni acepta segundas lecturas (algo, por otro lado, casi
imposible por mucho talento que se posea) y deja manifiestas sus preferencias;
lo maravilloso es que uno redescubre historias, lee el final inédito para El misterioso caso de Styles, se entera
de que Tragedia en tres actos no
tiene la misma conclusión en todos los países (aunque el asesino es el mismo,
la explicación de Poirot, los porqués son muy diferentes en la edición
británica y en la estadounidense –y ahora ando enredado en su lectura para
saber cuál fue la que se tradujo en España-), se apasiona con una narración
inédita de la señorita Marple, vuelve a caer bajo el hechizo de la querida tía
Agatha y rememora aquellas lecturas compulsivas en las que había que llegar a
la última página para ver si la teoría que uno iba pergeñando era similar a la
resolución del rompecabezas o, como pasó tantas veces, la escritora volvía a
ganar la partida.
Y ya sabíamos, gracias a su autobiografía (¡Qué deliciosa! ¡Qué
reveladora! Una demostración más de que no era tan rudimentaria ni tosca
escribiendo, aunque eso es algo que sus admiradores nunca hemos dudado), que
ella fue la primera sorprendida por su éxito o que nunca pensó que Poirot o la
señorita Marple tendrían una vida tan larga (“los hubiese creado mucho más
jóvenes”), pero nadie va a exigir a sus novelas una cronología rigurosa (especialmente
los que leímos a los Hollister sin caer en la cuenta –lo hicimos como adultos-
de que en todos los volúmenes de la colección -¡Y eran 33!- se presentaba a los
niños protagonistas con las mismas edades); de lo único que discrepo es de que
tía Agatha debió sufrir (así lo indica Curran) con la encarnación que hizo
Margaret Rutherford de la señorita Marple, desde luego nada ajustada al
original, pero absolutamente delirante y digna de alabanza: en primer lugar, porque
a la insigne actriz está dedicado El
espejo se rajó de parte a parte (no hacía falta semejante manifestación
pública: con estar callada hubiera sido suficiente); en segundo, porque seguro
que la comicidad que la Rutherford incorporó debió ser del agrado de la autora,
quien siempre diseminaba por aquí y por allá gotas de humor más o menos
cáustico, más o menos vitriólico, más o menos irónico, dependiendo del momento.
Y sólo su agudeza, su maestría, su talento, hace posible que, aun conociendo el
final, podamos gozar una y mil veces con Testigo
de cargo, Diez negritos, El asesinato de Rogelio Ackroyd, Asesinato en el
Orient Express o tantas otras en las que, sin impostación ni
pretenciosidad, Agatha Christie alteró, subvirtió, inventó sus propias normas y
revitalizó, engrandeció e hizo eterno el género de misterio (y en el final, dos
confesiones: mi preferencia por la señorita Marple frente al desmesurado ego de
Poirot y la recomendación de descubrir Cartas
sobre la mesa, una de las lecturas más absorbentes que recuerdo).