Decía la inmensa Nacha Guevara en el colofón de su espectáculo La vida en tiempo de tango que siempre
que haya alguien sobre un escenario está sucediendo algo revolucionario, algo
único, algo digno de mención; por desgracia, no siempre lo que encontramos ahí
merece nuestro aplauso, pero uno no puede evitar estar de acuerdo con la diva
argentina en que a priori (cuando está a punto de suceder, cuando está
sucediendo, cuando lo estamos conociendo) resulta imposible resistirse al
influjo del arte en directo, sin trucos, sin red, hacia nosotros,
implicándonos, haciéndonos partícipes, olvidando nuestras butacas y nuestras
realidades (o viéndolas reflejadas y pudiendo analizarlas aún mejor), a unas
personas que trabajan con el material más sensible y al tiempo más dúctil: el
ser humano, uno mismo, sus sensaciones, su sensibilidad, sus recovecos, sus
angustias, sus sentimientos, negándose, enriqueciéndose, rompiéndose,
doliéndose, arrastrándose, bailando, cantando, triunfando, fracasando, siendo
otro, manipulándose, mutándose, dándose hasta el límite (y más allá) para dar
voz al otro, al que representan, al que fingen ser, al que son ante nuestros
ojos en esa comunión electrizante y admirable en que uno se olvida del
intérprete para sentir al personaje. Como es lógico, gran parte de mi pasión
por el cine y el teatro se alimenta de la adoración por los actores, los que
consiguen transmitirnos mundos completos con una sola mirada, los que mutan su
manera de moverse o hablar para ser médiums, los que nos arrasan el alma o nos
extraen una sonora carcajada desde lo más profundo, los que diseccionan las
emociones para hacérnoslas más comprensibles o menos extrañas, los que de un
minuto al siguiente se transmutan, los que dicen un texto aprendido como si les
brotase en ese momento, los que habitan otras vidas como si todas fuesen la
suya.
La colección Nuevos Tiempos de Siruela ha editado en castellano un libro
de lectura obligatoria para cualquiera interesado o involucrado en el hecho
teatral: El ensayo general, la ópera
prima de Eleanor Catton, es un apasionante acercamiento al proceso de creación
de una función, al mismo tiempo que disecciona cómo actuamos (en el sentido de
fingir) en nuestra vida diaria, cómo intentamos ceñirnos a un guión, cómo
reaccionamos cuando no escuchamos el pie que esperábamos. Desde las primeras
páginas, el lector no tiene muy claro si está asistiendo a un ensayo, a una
representación, qué es realidad y qué ficción (aunque muy cimentada en un
suceso que ha conmocionado al microcosmos que retrata la autora), y el juego
continúa durante toda la narración, puesto que conversaciones que consideramos
auténticas se cuentan cómo si estuvieran ocurriendo en escena, detallando el
maquillaje, la iluminación, la manera de interpretar, y las clases de
preparación que se imparten en una prestigiosa escuela de teatro neozelandesa
sirven para exprimir a los alumnos, para desnudarlos totalmente, para dejar al
aire sus miserias, sus lacras, sus traumas, sus heridas más profundas, la vida
en su lado más descarnado huyendo de disfraces, metáforas, máscaras o fingimientos;
se cruzan muchas líneas, se rompen muchas paredes, se invade el interior, se
sacude, se violenta, se cambian las reglas del juego sobre la marcha, pero la
novela mantiene una coherencia a prueba de bombas y sabe hurgar en el ánimo del
lector con tiento pero sin tapujos, inquietándonos al estilo de Patricia
Highsmith (en lo cotidiano, en lo usual, en la difícil –o imposible- definición
de los comportamientos humanos), poniéndonos sobre el filo de la navaja (muy
afilado, no en vano el espíritu de Nabokov y su Lolita nos acompaña, con la crueldad añadida de que es una mujer la
que escribe –muy joven, por cierto, ya que concluyó la novela con apenas 22
años-), sin complacencias, sin ambages, con una prosa limpia y deslumbrante que
nos lleva a plantearnos casi cada frase, cada acción, cada momento. Y es de
esas lecturas en las que lo menos importante es la resolución, el cierre, el
porqué de esto o aquello o los puntos suspensivos que puedan quedar, ya que lo
que uno nunca podrá olvidar es el viaje, el tiempo que estuvo en esas páginas, lo
mucho que se preguntó sobre sí mismo y sobre el noble arte de la
interpretación.
No son más grandes actores esos que se tiran meses conviviendo con
vagabundos o atendiendo un bar de carretera (suelen ofrecer interpretaciones
muy mecánicas, nada naturales) o los que necesitan vivir el conflicto de su
personaje para poder expresarlo (en ese sentido, conviene recordar la frase de
Laurence Olivier a Dustin Hoffman durante el rodaje de Marathon Man (1976): “Somos actores, nos pagan por fingir”); los
más grandes son los que, tal vez habiendo hecho algo de lo anterior, no dejan
traslucir el esfuerzo, el ensayo, la técnica, los que, en palabras de la
maravillosa María Luisa Ponte, “salen cuando les toca y dicen sus frases” y
consiguen que el tiempo se detenga, los que convierten en eterno ese instante
en que, parafraseando a Julio César, llegaron, hicieron y triunfaron. Es lógico
que haya personajes que les dejen tocados, distintos, alterados, al fin y al
cabo están maleando sus cuerpos, sus mentes, su corazón, y en ocasiones es inevitable
que eso pase factura, pero los de raza, los inteligentes, los brillantes,
colocan esa fuerza a buen recaudo, como parte de su bagaje, como un peldaño
más, y esperan el siguiente reto, el próximo trabajo, no dejándose invadir o
viciar por el triunfo pasado, por los laureles recibidos, para no terminar
siendo un triste remedo de sí mismos, una caricatura, un actor encasillado (en
ocasiones, la culpa es del público que no acepta la diversidad; en otras, de
los directores sin imaginación; en algunas, de los propios intérpretes que o no
se atreven a cambiar o no están capacitados para ello). Y lo más perverso (pero
auténtico) de Eleanor Catton es cómo refleja esta actitud en la vida diaria,
ese afán de mucha gente por tenerlo todo controlado y sabido, intentando
cercenar lo espontáneo, sin pararse a analizar lo que se considera extraño,
incomprensible, fuera de tono, y así se queda, los que en realidad, recordando
la obra maestra de Douglas Sirk, viven una triste imitación y no lo verdadero
(aunque nunca estaremos seguros del todo de qué imita a qué).