Podríamos comenzar recordando a Fray Luis de
León, aunque en nuestro caso sólo tenemos que remontarnos a unos cuantos días
atrás y la elipsis, el paréntesis que elimina el tiempo o al menos lo reduce a
su mínima expresión no oculta tristes años ni acusaciones falsas ni latigazos
de envidia ni tanta miseria humana contra la que tuvo que pelear el insigne
humanista, el esplendoroso poeta, el asceta que tenía todo el derecho a
despreciar el mundanal ruido; basta con buscar el texto que estará debajo de
éste, la anterior entrada del blog, para volver a entrar en el territorio de
Ionesco, en lo vivido y experimentado viendo Rinoceronte en el María Guerrero, y evocar uno de los momentos finales,
cuando el protagonista ha visto satisfechos y correspondidos sus deseos, cuando
se oculta con la mujer amada lo más lejos posible de la insólita epidemia que
asola la ciudad, felices y egoístas como sólo pueden serlo los enamorados, cuando
su manera de encarar lo que está sucediendo comienza a divergir, él apela a la
razón, así, con artículo determinado, casi con mayúscula, y ella le replica que
por qué la denomina de ese modo, por qué no acepta que las hay diversas, que
todo es susceptible de seizado desde una perspectiva distinta, que lo
peligroso, lo que provoca enconamientos, discusiones, enfrentamientos, ataques,
guerras, atentados, es considerarse por encima de los demás, poseedor de la
única verdad posible, del único credo verdadero, atribuirse facultades divinas,
no argumentar ni razonar más allá de enarbolar la bandera fanática de lo que se
defiende como única verdad, discurso heredado y en tantas ocasiones tergiversado,
manipulado, mal transmitido, peor asimilado. Y esa dialéctica entre el intento
por comprender, la necesidad de analizar, la vocación por estudiar y aquello
que se considera/llama/venera como cuestión de fe, que se presenta como algo
inobjetable, que se da por bueno, que se convierte en guía sin discusión es la
que articula el muy interesante montaje que puede verse en la sala pequeña del
Teatro Español hasta el próximo 22 de febrero: La sesión final de Freud de Mark St. Germain, dirigida por Tamzin
Towsend e interpretada por Helio Pedregal y Eleazar Ortiz (producción de la Fundación UNIR -Universidad Internacional de La Rioja- que, bajo el lema "El teatro como lugar de encuentro", auspicia, propicia, posibilita, consigue que textos, espectáculos, proyectos se transformen en realidades y el hecho teatral continúe siendo algo vivo, estimulante, enriquecedor, cautivando a espectadores convencidos y a los nuevos que se aproximan).
Justo el día en que empieza la que será
conocida como Segunda Guerra Mundial, un Sigmund Freud muy mermado por el
cáncer, aquejado de dolores agresivos y casi constantes, sufriendo estragos
físicos que convierten el mero ejercicio de conversar en un suplicio, apurando
sus últimos momentos de vida (la invasión de Polonia tuvo lugar el 1 de
septiembre de 1939 y el fallecimiento del padre del psicoanálisis sucedió el 22
de ese mismo mes), recibe en su despacho a C. S. Lewis, profesor, estudioso,
escritor (cuya obra más popular a nivel mundial será el ciclo conocido como Las crónicas de Narnia, que no comenzará
a publicar hasta 1950), declarado ateo hasta que en 1931 se convirtió al
cristianismo; cualquiera que conozca aunque sólo sean tres o cuatro lugares
comunes sobre Freud podrá anticipar la colisión inevitable que se establece
entre ambas personalidades, la incomprensión que cada uno siente hacia el otro
por mucho que ambos sean dos mentes brillantes, analíticas, precisas,
metódicas, por mucho que Lewis explique su proceso, no lo reduzca a una
iluminación, a una caída de caballo, sino a una evolución, a un ir buscando
respuestas, a un ansia por asimilar y comprender los porqués de lo que sucede,
a un anhelo de calma para su desasosiego casi permanente, por mucho que Freud
se empeñe en aplicar la lógica incluso cuando ésta resulta reduccionista o
inconveniente, cuando se emplea en un tono tan categórico e impositivo como el
de su opuesto, cuando arrasa con todo lo que no puede reducir un examen
exhaustivo y que despeje todas las incógnitas, cuando no se acepta esa zona
oscura, esa penumbra, esa nebulosa que implacable pero necesariamente rodea en
tantas ocasiones el transitar por estos pagos. Con un pulso dramático muy
medido en el texto que la directora ha sabido respetar con tino y fortuna,
Freud y Lewis interpelan al público sin que sea necesario haberles leído mucho
o poco, sin trivializar sus figuras, porque lo que interesa es plantear ciertos
interrogantes, invitar al debate, a la conversación, al diálogo, no convencer
de nada, asomarse al alma de estos pensadores, motivar que se quiera saber más
sobre ambos, presentarlos en su faceta más humana e íntima, abocados a la
tragedia, supervivientes ambos de las propias, con un equipaje demasiado pesado
a cuestas; la función no toma partido por ninguno y, del mismo modo, como mero
ejercicio teatral, el espectáculo se presenta perfectamente equilibrado porque
sus dos intérpretes saben mantener la tensión requerida y se complementan a las
mil maravillas, ajustándose, amoldándose, ayudándose, sin querer destacar sobre
el otro, comprendiendo que el conjunto no puede resentirse, creando una extraña
unidad que habría que decir como un solo nombre, sin conjunción copulativa,
aunque, por otro lado, es justo que se haga hincapié en cada uno para que aquel
que aún no lo haya hecho memorice las identidades de estos actores, nombres
recurrentes en el panorama teatral, siempre efectivos, todo un ejemplo de
oficio y profesionalidad: Helio Pedregal y Eleazar Ortiz son, respectivamente,
Sigmund Freud y C. S. Lewis.
Si el primero es un rostro bastante conocido
(aunque, por desgracia, suele ocurrir que no muchos le ponen nombre a las
primeras de cambio), todo un camaleón poseedor de registros muy diversos, el
segundo es un buen conocido del espectador teatral inquieto y atento, una
presencia ciertamente constante en nuestra escena, un trabajador infatigable
que no ceja en su empeño, un enamorado de las tablas a las que, por fortuna, ha
podido dedicar todos sus esfuerzos (y en esta ocasión es algo que puedo afirmar
muy de primera mano, puesto que conocí a Eleazar Ortiz hace ya bastantes años,
cuando comenzaba, pertenecimos durante tiempo al mismo grupo que salía de
fiesta, que compartía intimidad, nos movíamos en los mismos círculos, y he
tenido pruebas de su tesón, su entrega, su pasión, sus ganas, su talento). Conversamos
telefónicamente y se le nota satisfecho por el trabajo (la función se convirtió
en un éxito casi desde el mismo día del estreno, agotando las entradas a gran
velocidad) pero habla con su prudencia y humildad habituales: “Sí, es verdad
que ha sido todo muy rápido, que nos ha pillado por sorpresa, pero debe ser que
el nombre de Freud siempre llama la atención, nada más”. Él, como ya se ha
dicho, da vida a C. S. Lewis, un personaje al que todo el mundo imagina con los
rasgos de Anthony Hopkins gracias a la magnífica película de Richard
Attenborough Tierras de penumbra (formando
un dúo absolutamente magistral con una inmensa Debra Winger), al que sabe
evocar con facilidad y sin imitarlo, recogiendo el aire, la presencia, aunque
de un modo diferente ya que, para empezar, faltan trece años para llegar al
periodo de su vida reflejado en pantalla: “Yo, como los demás, conocía sólo a
Lewis por la película, claro, y como autor de lo de Narnia, aunque eso ayuda
poco para construir el personaje. Esa era la mayor dificultad y, en parte,
también la mayor libertad: Freud es el conocido, en el mundo hispanohablante no
se sabe quién es Lewis, no nos engañemos, y por lo tanto mi cometido era hacerle
visible, darle forma”. Y es un placer ver cómo sus movimientos responden a la
imagen de lo que nos parece debe ser un profesor de Oxford, un inglés
ceremonioso, de maneras suaves y educadas, todo un gentleman: “Tamzin dijo
desde el primer momento que el personaje era para mí porque parezco más
británico que ella, ¡que incluso le da vergüenza que eso pase, pero que es la
verdad!”.
Con el indudable determinismo que
caracteriza a parte de sus escritos, reduciendo la psique humana a esquemas en
ocasiones muy simplistas (o ampliamente superados), Freud no puede evitar
practicar el psicoanálisis sobre Lewis, quien sabe replicar con agudeza
intelectual, con razonamientos mundanos, desmontando algunas de las
afirmaciones de su oponente, viendo como las propias pueden ser fácilmente
derruidas, incapaz de explicar lo que es demasiado íntimo, está demasiado
profundo como para compartirlo, incluso para comprenderlo uno mismo (es
precisamente por eso por lo que no se puede pretender catequizar a los demás,
especialmente en lo que a lo espiritual se refiere: cada quien tiene su propia
manera de verlo, de sentirlo, de conformarse, de rebelarse, de llamarlo); Lewis
había combatido en la entonces llamada Gran Guerra, perdió de niño a su madre, la
vida le seguirá zarandeando de manera un tanto cruel, él no dejará de
refugiarse en Dios pero plantándole cara (como puede verse en el estremecedor
texto Una pena en observación,
escrito tras la muerte de Helen Joy Gresham, su mujer), no es fácil sintetizar
el periplo vital, anímico, religioso, intelectual de este autor: “La fe no es
certeza, claro, tampoco ciencia ni comprobación porque es eso precisamente: fe.
Pero los que la sienten no renuncian a ella, parece que son más felices
teniéndola ahí, recurren a ella cuando a otros no les queda nada”, afirma
Eleazar, quien defiende esa faceta de su personaje, “comprendiendo sobre todo
lo mucho que sufrió, el modo en que el cáncer siempre le persiguió para cebarse
con los suyos. ¡Uno de sus compañeros estalló a su lado durante la Primera
Guerra Mundial! ¡Cómo no va a temblar ante lo que está por llegar! A veces
Freud le trata con demasiada displicencia, pero, bueno, él también le suelta
varias que dan donde más duele: en el ego. Por eso hay un momento que llega a
decirle que si quiere sustituirle en su propia consulta…”. Son muy de agradecer
estos espectáculos que nos impulsan a conocer, a seguir pensando, a no reducir
las emociones, las pasiones, las creencias a una frase hecha, a conciliar, a
respetar, a tener fe en que siempre encontraremos razones para respirar.