Es inevitable que el niño quiera meter las narices en todo lo que sucede
a su alrededor, sobre todo cuando percibe que se habla de algo que los mayores
intentan hurtar a su atención, a su curiosidad, a su interés, especialmente
cuando entre ellos hablan con sobrentendidos, con elipsis, con metáforas,
impregnando de incógnitas cada frase, narrando con más efectividad que algunos
autores de relatos policiacos, provocando un cosquilleo irresistible, metiendo
los dedos en la boca, motivando la consiguiente e imparable catarata de
preguntas con las que uno intenta resolver el misterio y, por encima de todo,
sentirse en la misma onda, cómplice de los adultos, alguien que es tenido en
cuenta. El admirado y recientemente fallecido Joan Barril publicó a finales de
los años noventa del pasado siglo un divertido, emotivo y revelador volumen
titulado Condición de padre en el que
trataba con mucha comprensión (y conocimiento de causa) al progenitor (ese que,
por muchas veces que reincida, por mucha familia numerosa de la que pueda
presumir, siempre es un debutante, lo aprendido sirve para poco porque con cada
retoño hay que volver a empezar y porque, como siempre se ha dicho, “cada uno
somos de nuestro padre y de nuestra madre” incluso aunque tengamos los mismos),
pero en el que también sugería/recomendaba/advertía que nunca se
olvidase lo vivido cuando uno fue niño y pensaba que sus padres no le
comprendían (y viceversa), que se intentase mirar desde los ojos de la criatura
pero poniéndose a su altura puesto que en ese descender hasta el rostro de la
misma estaba el mejor camino hacia el entendimiento y la conciliación entre
generaciones que, se mire cómo y por dónde se mire, están condenadas a convivir
en el extrañamiento, en un desequilibrio que no tiene por qué vivirse como una
batalla, una lucha que bien jugada tiene mucho de enriquecedora (al fin y al
cabo, con los condicionantes de cada quien, con la familia que a cada uno toque
en suerte, con las experiencias propias, con las lógicas diferencias, yendo a
lo más básico siempre podemos concluir lo que cantaba Mari Trini en Pero ellos no son cuando concluía: “Siempre
existió la distancia, / es algo generacional. / ¿Para qué hacer reproches / si
nosotros fuimos igual?”).
“Llega un momento en que te das cuenta de que, igual que haces tú con
ellos, tus padres te mienten, y eso es terrible porque te das cuenta de que no
son seres especiales ni superhéroes, resulta que son humanos y, por lo tanto,
tienen defectos. Cuando llegas a esa conclusión, da igual a qué edad, es como
si dejases de ser niño de golpe”, reflexiona José Antonio Palomares y sobre esa
base ha construido la muy divertida aunque a ratos
inquietante y perturbadora novela (por lo que remueve, por lo que explora, por las
zonas íntimas que transita) Toda la
verdad sobre las mentiras que ha publicado recientemente Plaza y Janés. El
modo en que el volumen se presenta ante nuestros ojos es muy revelador y deja
muy claras algunas intenciones y anticipa su contenido: “Los relatos que
autoedité en Amazon y que han sido el punto de partida de la novela, tenían una
portada similar hecha por un amigo diseñador que se inspiró en los cuadernillos
Rubio de nuestra niñez; aquellas eran narraciones más melancólicas, un tanto
tristes, se adaptó un poco el concepto pero estoy muy satisfecho porque creo
que se ha pillado el tono en apenas tres dibujos, los que hay debajo de la
sobrecubierta, y no creo que nadie pueda sentirse engañado por lo que va a leer”.
Es cierto que la gradación de tonos empleada por el escritor responde bastante
a esa secuencia que menciona, la que muestra al mismo niño de la portada
orgulloso con su globo de chicle, una esfera que crece y crece hasta estallar
sin remisión y dejar al chaval un tanto frustrado: al fin y al cabo, sin
enredos psicológicos ni disertaciones que coarten la narración, sin análisis
pormenorizados o disecciones con tufillo psiquiátrico, sin pretensiones huecas
o vanidades psicológicas, se trata de una historia de aprendizaje, la de cada
uno, la de todos, esos años en que se vive un tanto en un limbo puesto que el
crío ya se siente adulto, es mayor, rechaza que se dirijan a él como “el niño” (quiere
vivir más deprisa que Pancho López, suele mentir sobre su edad o camuflarla en
fórmulas al modo de “tengo casi diez años”, “cumpliré doce en unos meses”),
pero a veces se escuda en la ignorancia, en la inocencia, en una vocecita ñoña
para salir airoso del lance si algún adulto le pilla en falta; también los
padres quedan a veces prisioneros de ese estado de nebulosa puesto que bajan la
guardia o minusvaloran el ingenio, la perspicacia, la agudeza del chaval para
detectar las corrientes subterráneas, para sumar dos y dos y reunir cuatro,
para leer entre líneas, y en otras ocasiones son excesivamente prudentes con
asuntos que no merecen tanta preocupación (y que sólo su celo en preservar a la
manada de vaya usted a saber qué peligro convierte en atractivo –puede que ni
te acerques a algo pero basta que te lo prohíban, que lo coloquen expresamente
fuera de tu alcance para que ingenies con más fortuna que el profesor Bacterio
y lograr tu objetivo-).
Ahí radica uno de los mayores aciertos de Toda la verdad sobre las mentiras puesto que, al modo de Cuéntame cómo pasó pero sin imitarla (no
cabe duda que el modo en que Carlos Hipólito narra la serie es una de sus
grandes virtudes y la que más fresca la mantiene tras dieciséis -¿excesivas?-
temporadas), diríase que el narrador no tiene más de doce-trece años y nos
habla desde su presente, desde los años 80; aunque habrá alguno que pueda creer
que eso es fácil, y más en este momento en que gracias a Yo fui a EGB
retrocedemos en el tiempo muy a menudo y seguimos expandiendo la red de
recuerdos comunes con la que tanto nos reímos (y emocionamos, no os hagáis
ahora los duros), precisamente en eso radica la mayor dificultad de la novela,
ya que puede sonar a leída, a sabida, que no aporta nada, que cada cual tenemos
la nuestra, y es dónde el autor más ha demostrado su bien formado músculo
literario para hacerla atractiva más allá del recurso a la nostalgia, a la
sublimación, a emociones que no siempre resultan sinceras. Sobre ambas
cuestiones (sumarse a una corriente, a una moda, jugar la baza “the way we were”)
tengo la oportunidad de conversar con José Antonio Palomares y es un placer
escuchar cómo describe el proceso creativo: “Sí, es verdad que me topé con
algunas dificultades, nada extraño por otro lado cuando se trata de escribir; por
un lado, como señalas, parece que la nostalgia parece está de moda, en realidad
siempre lo está, y si la novela la lee gente que ha vivido eso que cuento es más
fácil que se identifiquen, pero el problema es que se queden sólo en eso porque,
claro, no descubro nada nuevo. Por lo tanto, se trata de que aunque el universo
sea reconocible y pertenezca a tus recuerdos sea al mismo tiempo sorprendente y
te interese porque es la vida de alguien ajeno, lo que siempre buscamos en los
libros. Por otro lado, la mayor dificultad es conseguir el tono adecuado: es un
niño de unos 10 ó 12 años y, aunque la cuenta desde el presente, quería que
pareciese que la cuenta un chaval, que conservase una mirada cargada de inocencia,
aunque el adulto puede anticipar algunas cosas y, así, desarrolla una empatía,
una complicidad con la narración. En algunos momentos, no he tenido más
remedido que poner al adulto a narrar, necesitaba ciertos detalles que completasen
la verosimilitud; pero creo que se percibe que el autor se ha divertido, se ha
emocionado, ha sido como un crío, que si me apetece cuento una partida de
canicas con todo lujo de detalles, que me explayo recordando aquellas películas
de kung-fu, que dejo que el niño fluya y no le impongo las restricciones que
utilizaría si narrase como un mayor”. Y aunque habrá quien encuentre excesivos
ciertos capítulos (dependerá de las aficiones que tuviésemos a aquella tierna
edad), es muy grato reencontrarse con las rutinas, las meriendas, la llegada de
la televisión en color, las cintas que escuchaban los mayores (esa banda sonora
que se imponía como la nuestra y que, al menos en mi caso –y en tantos otros-,
se ha convertido en algo propio), reproducidas tal y como sucedían, sin el
filtro de la perspectiva, contadas con un lenguaje cuidado y controlado pero
muy ágil, espontáneo, propio de un chaval al que le gusta leer, con una
cadencia y un decir muy reconocibles, muy creíbles, muy sinceros, fluctuante
como el ánimo de cualquier chaval más allá de las circunstancias concretas que
se recogen en la novela (“Esa fue otra de mis preocupaciones: no idealizar
demasiado, por un lado porque el niño no lo hace, tan sólo vive todo muy intensamente,
al límite, se va de cero a cien sin freno porque si la chica que te gusta besa
al que es tu enemigo, con el que te peleas todos los días, crees que jamás vas
a reponerte”).
Esa atmósfera de familiaridad envuelve y conquista al lector que no
puede resistirse a, como en el caso de quien esto escribe, reencontrarse con el
cuento de Los siete cabritillos (el
que hice repetir a mi abuela no sé cuántas noches), los viernes promisorios con
todo un fin de semana por delante y el Un,
dos, tres en televisión (aunque yo tenía la suerte de que me lo dejaban ver
hasta el final –también es cierto que soy algo más mayor que Palomares-), las
canciones de Rocío Dúrcal (aunque en este caso es Pablo el que más se acerca a lo
narrado, puesto que si el protagonista de la novela piensa que Juan Gabriel II –con
ese ordinal porque la cinta que tienen sus padres es la segunda que grabó
Marieta con temas del mexicano- es el novio de la cantante, Pablo siempre creyó
que era su marido –sin lo de “segundo” porque sus padres tenían el primer
volumen-) o el donuts del recreo (aunque en mi casa siempre fueron más de
hacerme un bocadillo –precisamente por eso recuerdo con absoluto deleite el día
en que tocaba fiesta porque llevaba en la cartera ese bollo insuperable-): “Me
lo dice mucha gente “¡parece que hablas de mi familia!”; hemos tenido infancias
muy parecidas pero es que, más allá de los detalles y ciertos referentes, todas
son bastante iguales, se tienen las mismas preocupaciones (padres, colegio,
amigos), los mismos estímulos, los mismos juegos”. Poco a poco, como la vida,
la narración se va oscureciendo, ciertas amenazas se concretan, el tono jocoso
da paso a uno no excesivamente sombrío pero sí más grave, el niño se ve
obligado a crecer (en parte porque es lo que le toca, es ley de vida como
decían los mayores –como ahora decimos nosotros, es decir, los nuevos
mayores-), pero el autor sabe no cargar las tintas en aras de una verosimilitud
que es su mejor arma, no traiciona el planteamiento ni el espíritu de su texto:
“No quería ser muy brusco a la hora de ir tiñendo la historia de los momentos amargos,
no quería enredarme en ciertos barroquismos ni despeñarme por el melodrama: mi
intención siempre ha sido que todo suceda de manera natural y que el lector
pueda ir páginas por delante de lo que el niño intuye o ni siquiera llega a
sospechar, que sus comentarios le diesen pistas pero sin pervertir lo que
quería contar y sin que la visión del adulto interfiera en cómo un chaval se
enfrenta a la tesitura en la que coloco a mi personaje”. Por el momento, José Antonio Palomares termina así esta aventura literaria porque reconoce que ha
dejado fuera muchas cosas ex profeso (“no quería hablar de política, ni tampoco
del Mundial 82 por aquello de no dar datos demasiado exactos sobre el año en
que se sitúa la acción más allá de dejar claro que me muevo en esa horquilla de
los años 80”), aunque a uno se le ocurre que, tal vez, por aquello de comprobar
si uno repite los mismos errores que en su día o con el tiempo ha reprochado a
sus progenitores, estaría bien que nos ofreciese la otra cara de la moneda, es
decir, el protagonista en la actualidad, padre a su vez (o no, es potestad del
autor decidirlo), adulto que descubre, como tantos, como todos, que ni inventa
ni aprende nada y que en muchas ocasiones hacemos a los niños más vulnerables cuando intentamos protegerlos de lo inevitable, cuando les dejamos a merced de los sinsabores, cuando les complicamos la existencia por recurrir a subterfugios, a placebos que no impiden el estrépito, el daño, el dolor, que incluso lo vuelven más acusado, cuando negamos la evidencia y les exigimos que comprendan nuestras contradicciones, cuando intentamos tejer a su alrededor un país de las maravillas que nunca es tal (y así, de paso, se las ingenia para citar a los Sugus de piña,
esos misteriosos caramelos envueltos de azul -¿la piña es azul?-, olvidados en
esta entrañable novela).