En estas cataratas verbales en las
que a veces me enredo termino por llegar a lugares a los que no tenía pensado
asomarme o establezco conexiones que no tenía claras antes de ponerme a
escribir (o que están ahí agazapadas, esperando el momento adecuado para hacer
acto de presencia aunque yo no sea capaz de presentirlas hasta que, simple y
llanamente, se imponen); en ocasiones cobran vida propia y se convierten en
parte fundamental del escrito o al menos ocupan demasiado espacio (una
digresión que en realidad traza su propio sendero y podría ser una pieza
autónoma), otras veces soy capaz de refrenarme y volver sobre el asunto si creo
que lo merece o, sobre todo, si pienso que me he quedado a medias o que, como
decía el inolvidable Pepe Isbert en esa maravilla de Berlanga titulada ¡Bienvenido, Míster Marshall!, la
insinuación, el esbozo, los puntos suspensivos, el comentario iniciado merece
una explicación y uno ha de darla (aunque sea por propia tranquilidad, para
acallar la zozobra de lo que puja por salir, para estar martilleándome con el
estribillo machacón de “¿por qué no diría esto?”). Y es el caso que, al hablar
de cierta polémica que algunos encendieron por el hecho de que al glosar la
figura de Amparo Baró tras su fallecimiento se hizo referencia a la muerte de “su
pareja” pocos años antes, dejé en el aire mi estupor (aunque no lo es tanto
porque es un comportamiento largo tiempo observado y reprendido) por el hecho
de que molestaba/escocía/indignaba que un artículo de El Mundo camuflase/escondiese/negase
(tal vez, como ya se dijo, sencillamente ignorase o no se diese pábulo a lo
que, excepto para sus íntimos, no deja de ser un rumor) la condición sexual de
la actriz pero no se actuaba igual con la web de la SER (origen, por cierto,
del “suparejismo” que tanto incomoda en salva sea la parte –así lo refería
quien acusaba al periódico de mentir) en la que podía leerse también lo de “la
pareja” sin entrecomillado que advirtiese que era una cita textual del un tanto
bocazas Gerardo Vera, uno de los que sí puede hablar con conocimiento de causa
pero, queriendo respetar la privacidad de su amiga, aquello que nunca quiso
hacer público, caía prisionero de sus palabras. Y la anécdota se convierte en
categoría, es un reflejo muy claro de lo que lleva demasiado tiempo sucediendo:
el lector, oyente, espectador, internauta no compara, no contrasta diferentes
testimonios, no extrae conclusiones, no piensa por sí mismo en un porcentaje
exagerada y lastimosamente alto, sólo quiere que le refrenden sus convicciones,
no está dispuesto a establecer una dialéctica, viene radicalizado de casa y
sólo busca un medio afín, rechaza por principio todo lo que colisiona con su
forma de pensar, sentir, rezar, votar; los medios se han convertido en simples
transmisores de ideología, no es que tengan una necesaria línea editorial, no
es que reconozcan sus querencias, es que conforman entramados económicos e
ideológicos (sobre todo lo primero, bien lo dijo don Francisco y así seguimos
varios siglos después –y lo que te rondaré, morena-), es que son meros
portavoces, han olvidado la esencia de este a pesar de todo noble oficio, están
al servicio de su amo y no lo ocultan, reinterpretan la realidad sin
importarles las notorias contradicciones o que alguien pueda exhibir una prueba
de su falta de ética (por no utilizar palabras más gruesas y más definitorias
de lo que cometen), publican propaganda, injurias, falsas acusaciones,
adoctrinan, alarman, persiguen y con el mayor de los cinismos dan un golpe de
timón como si no existiesen archivos y hemerotecas si se arriman a otro sol que
les caliente más. Un titular, una frase, un dato es discutido, puesto en
cuarentena, considerado calumnioso si lo publica cierto medio, pero aceptado si
aparece en otro (y esto lo he sufrido más de una vez cuando le dices a alguien “mira
lo que dicen aquí” y quien lo da a conocer no es de su agrado; por mucho que le
muestres que en otro lugar escriben exactamente lo mismo –este llamado
periodismo de copiar y pegar al que tanto se recurren-, seguirá atacando al
primero “porque no te puedes fiar de nada de lo que dice”).
Y esta capacidad para ofendernos sólo cuando nos conviene también puede
verse en el circo televisivo organizado en torno a las miserias de gentes que
encuentran sus minutos de gloria (porque son bastantes más que los
pronosticados por Andy Warhol) y el modo de reaccionar ante algo tan
anecdótico, tan intrascendente, tan nimio, en realidad sirve mucho mejor que lo
notorio para radiografiar a una sociedad (en ese sentido, sí podemos otorgar
una cierta capacidad de “experimentos sociológicos” a este tipo de programas –bandera
bajo la que alguna antaño buena e incisiva periodista ha intentado camuflar,
maquillar, mentir sobre lo que no deja de ser el subproducto que sigue
emitiéndose, perífrasis que delata su prejuicio, su complejo, su vergüenza a
llamar a las cosas por su nombre, cuando se vende como adalid de la libertad y
la democracia, mezclando churras con merinas, no aceptando lo que hay por mucho
que alardee de dignidad). Resulta que Los Chunguitos fueron expulsados del
reality en que participaban por unos comentarios homófobos (que uno no disculpa
pero, por otro lado, no extrañan en alguien como ellos, gitanos de pura raza
que siempre hablan de sus leyes y costumbres, que dan la vida por ellas,
hubiese sido muy extraño que dijesen lo contrario por mucho que en su vida privada
no te pregunten de dónde vienes o con quién te acuestas para abrirte su casa);
el caso es que, como sólo tuve noticia de los hechos a través de las redes
sociales, quise ver el programa por si repetían las imágenes ya que iban a
darles la oportunidad de explicarse y, en medio de todo el bochornoso
espectáculo que parecía reclamar un paredón para el dúo de artistas (por
cierto, los únicos que había en ese plató o dentro de una casa en Guadalix de
la Sierra que llevan un porrón de años viviendo de su arte, los únicos a los
que se recordará dentro de mucho tiempo porque Dame veneno o Me quedo
contigo son la banda sonora de una época y tienen un valor documental
potenciado por el cine de Carlos Saura o Jose Antonio de la Loma), van
apareciendo comentarios, histrionismos, victimismos, insultos,
descalificaciones, gestos y modos racistas de Víctor Sandoval, el que orquestó
la expulsión de Los Chunguitos con una virulencia aplastante, escupiendo a
cámara, utilizando a sus padres como excusa para llorar, clamar a Dios, el
mismo que, cuando el programa le ha dado la razón y se ha salido con la suya,
sigue fustigando a todo el mundo, haciéndose el ofendido por la mínima palabra
sin mala intención (como les ocurrió a los Salazar que sólo se limitaron a
expresar su sentir, que ellos no querrían tener un hijo homosexual aunque también
aclararon que si eso sucedía tendrían que aceptarlo), maltratando a otro de los
concursantes –Coman-, llamándole salvaje, diciendo que no habla español cuando
ese es su idioma materno, apoyando y secundando a una tal Ylenia, una señorita
que goza de mucho apoyo en las redes sociales (aquí siempre queremos aupamos,
engrandecemos, seguimos, convertimos en ídolo al que trabaja, al que piensa, al
que crea, al que aporta, al que convive -¿Se nota que he encendido el modo
ironía, verdad?-), gentecillas que siguen ocupando horas de televisión sin que,
más allá de alguna palmadita o censura tímida, se les recriminen actitudes que,
cuando menos, son peligrosas porque resultan impunes y, por lo tanto,
extensibles, apetecibles, imitables (Víctor, ese señor que triunfó con un programa
desenfadado, petardo, amanerado, explosivo, pero muy pronto se desmarcaba
diciendo en algunas entrevistas “yo no soy una loca de Chueca”, o sea,
estableciendo diferencias, menospreciando, arrugando el hocico ante su
realidad, siendo más homófobo que otros, precisamente porque su público
mayoritario era el que está orgulloso de poder ser una loca en la pista de
baile de algún local de ese barrio de Madrid –como puede comprobarse, la cosa
viene de lejos-). Pero, claro, si son estos personajillos los que dicen que
Coman les da asco, los que caminan como un gorila para reírse de él, los que
reproducen sin pudor estereotipos y los pregonan, los que se ríen de los
defectos físicos, los que utilizan como armas palabras del corte de “fea”, “gorda”,
“negro” (y da igual el género), los que transmiten una imagen nefasta, al final
se les disculpa “porque son muy simpáticos”, “dan espectáculo”, “qué guasa
tienen”, al final son todos cómplices de su miseria moral y humana (porque,
aunque repito que no me gustó su comentario y que no tiene justificación por
mucho que ellos lo llamen tradición, al fin y al cabo lo hicieron con la mayor
naturalidad e inocencia del mundo, sin ser conscientes, mientras que los otros
y algunos más que se asoman a la pequeña pantalla –o escriben, se sientan
delante de un micrófono o cualquier otra actividad con trascendencia pública-
dicen lo que dicen con plena conciencia, con odio, con delectación, pero la
mayoría ahí sigue aunque, en más de una ocasión, sus palabras son
constituyentes de delito y no se arrepienten de nada, todo lo contrario… ¡Eso
sí que ofende y aquello a lo que ni he hecho mención porque sobrepasa mi entendimiento y mi paciencia!-).