sábado, 14 de marzo de 2015

UNA COLUMNA LARGA


 
 
Ya he contado en algunas ocasiones que de mi padre aprendí, entre otras muchas cosas, el hábito diario de leer un periódico: desde bien pequeño le recuerdo llegando del trabajo con alguno bajo el brazo y, como desde siempre me ha llamado la atención la letra impresa (aunque al principio, claro, miraba las viñetas y las fotos), ningún ejemplar se libraba de uno de mis repasos. Poco a poco me fui aficionando a los artículos de opinión, a los reportajes que me resultasen atractivos, a leer con calma las noticias que había escuchado en televisión mientras comía; como, además, nunca compró el mismo (fue por épocas, por rachas, por gusto: recuerdo especialmente los primeros domingos con pasatiempos gracias al Ya, también algunos momentos –fue el que menos se vio por casa- con El País, una época con ABC –en realidad, fui yo el que lo pedía ya que hablo del fantástico momento en que se recuperó la cabecera Blanco y Negro como suplemento dominical y era un deleite leer las muchas páginas que dedicaba a la cultura-, una larga fidelidad a Diario 16 que se quebró para otorgársela a El Mundo –lo que no era óbice para que censurase modos y actitudes de Pedro J. Ramírez, pero decía que el conjunto le agradaba- y en los últimos años optó por La Razón, no por ideología –aunque claramente de izquierdas, nunca fue militante ni se enredaba en polémicas, creo que me enseñó a ser ecuánime, sincrético, a no dar nada por sentado ni a dejar que me lo impusieran, a dialogar con mesura y paciencia (cualidad que también tenía el tío Miguel pero que, por desgracia, no siempre he sido capaz de imitarles)-, sino porque le gustaba coleccionar las películas que regalaban), con esa amplitud de miras y posibilidades fui teniendo un amplísimo panorama de lecturas que me hizo ir desterrando prejuicios o, al menos, corroborando lo que escuchaba, presentía, suponía, pudiendo hablar con conocimiento de causa gracias a leer a unos y otros (y dando uso a los periódicos atrasados estos últimos años, siempre después de leerlos, para usos domésticos, por eso está resultando tan amargo emplear ahora los del pasado octubre, los últimos que compró, los últimos que leyó en casa, es como ir haciendo una terrorífica cuenta atrás porque ahora sí sé cuál es el final y me pregunto si él lo presentía y, como tantas veces, se guardó el dolor, la angustia, el mal presentimiento hasta que el cuerpo hizo patente que ya no había marcha atrás –aunque aún hubo días en los que mantener las esperanzas, en los que estuvo tranquilo y pudo leer la prensa que nosotros le proporcionábamos, esos periódicos de los que me duele desprenderme como si me arrancasen la piel a tiras-).

   Y así fue como me convertí en admirador de Francisco Umbral desde el momento en que empezó a publicar sus columnas en Diario 16 y es por lo que afirmo que fue mi padre quien lo propició/consiguió porque hasta ese momento era un señor que me interesaba más bien poco, que me hastiaba e irritaba, pero al que no me había molestado en leer dejándome llevar por la imagen que ofrecía en sus apariciones televisivas. Pero en 1988, año en que abandonó El País para, como digo, pasar a Diario 16, ya tenía claro que iba a estudiar Periodismo, leía compulsivamente todo lo que caía en mis manos, quería juzgar por mí mismo no por los dictados de otros ni por etiquetas ni por razones que no afectaban a lo meramente literario (o sí y no tenía por qué ser un lastre: ahí están el talento, el estilo, la prosa de cada uno –así fui descubriendo que algunos popes de la modernidad, la progresía, la izquierda no me iban demasiado y cómo otros de ideología opuesta, pero con la que no impregnaban cada palabra, se convertían en mis favoritos y siguen siéndolo-). Por lo tanto, dejé a un lado su voz engolada, sus bufandas, sus astracanadas –y eso que aún faltaban unos años para lo de “yo he venido a hablar de mi libro”, anécdota que tantos han convertido en categoría, en dardo recurrente y muy envenenado, en definición del personaje, olvidando, obviando, ignorando al escritor, aún más al título que defendía con tanto ardor, reduciendo con un interés muy espurio una magna obra a un momento de calentón, al igual que también se hace, por ejemplo, con Fernán Gómez y su sonoro “¡A la mierda!”, que sólo un Académico y enorme actor puede proferir con tanta propiedad, por mucho que no sean los modos ni el ejemplo que uno espere de persona tan insigne-, ese aire de intelectual pagado de sí mismo que tanto me perturbaba, esa gravedad y delectación en cada palabra, esa figura a la que no podía comprender sin conocer su forma de glosar el mundo, sus referentes, su verdadera personalidad que era la que día a día se envenenaba delante de la máquina de escribir (recuérdese que estamos a finales de los 80 del siglo pasado) para dar rienda suelta a su verborreico sentir, a su ingente cultura, a su desabrido pero meditado discurso, a sus filias y fobias (verbo encendido y rendido para las unas, flagelante y contundente para las otras), a ese torrente imparable e inagotable que sólo puede resumirse con su apellido, ese universo umbraliano que nunca deja de sorprender, admirar, servir como guía, como magisterio, que no pierde descaro, vigencia, prestancia, con un uso del castellano que apabulla, con un manejo del idioma que ilumina, que deslumbra, que busca nuevas piruetas, que rompe corsés, que innova y actualiza. Como podrá colegirse de mi irrefrenable elogio, muy pronto fui asiduo lector de esas columnas que buscaba frenéticamente en cuanto el periódico llegaba a mis manos, esas breves piezas que tenían el vigor de un escritor que mezclaba géneros, que a ratos era netamente periodístico pero que no evitaba (antes al contrario, la procuraba y matizaba, la pulía y pergeñaba) la metáfora más o menos lírica según el momento, que daba muestras vibrantes de su maestría como cronista, que con unas cuantas palabras dibujaba tipos, comportamientos, atmósferas, realidades, columnas que imaginabas escritas con furia, con pasión, con entrega, hecho que se corroboraba cuando se afirmaba que le salían de tirón, que no las corregía, que no era necesario, y el caso es que su fluidez parecían demostrarlo (no resultaban improvisadas, en absoluto, pero eran tan perfectas, las piezas encajaban tan sin sentir, leyéndolas día a día ibas viendo la evolución de un hallazgo, los vasos comunicantes entre las anteriores y las siguientes, sus propias réplicas, sus rectificaciones si el vaticinio hecho no se cumplía, que era como asistir en directo al modo en que trabajaba su mente y, por lo tanto, sabías que cada palabra era la precisa, la correcta, la única, y que si estaba allí es porque no podía intercambiar su lugar con otra, porque primero había sido rumiada, vivida, razonada, pero aparecía ante el lector espontánea, dinámica, repentina, sin necesidad de borrar ni rectificar –así hacíamos antes los trabajos de clase y, oye, no nos quedaban tan mal, ¿no? ¡Quién iba a decir que éramos discípulos de Umbral, incluso antes de leerle!-).

   Y unos meses antes de que las cosas se torcieran del modo en que lo hicieron, mi padre compró en un puesto de libros de segunda mano El Giocondo, una de las novelas que dieron fama al amigo Paco (ya saben ustedes que soy muy dado a estas familiaridades con ciertos autores y me dirijo a ellos con epítetos cariñosos), un pequeño volumen que ha estado todo este tiempo en la mesita en que iba acumulando periódicos para que luego yo los leyese y reutilizase, el que me traje entre lágrimas una semana después de su muerte, el que hubiese querido leer con él vivo pero ya se sabe que lo nuestro es sólo hacer propósitos, homenaje que le he rendido estos días dejándome seducir una vez más por esa capacidad de Umbral para retratar con un par de palabras, para recoger en un párrafo los olores, las sensaciones, los ambientes en que viven, por los que se mueven, las atmósferas que crean los personajes en torno a sí, su manera de narrar como al desgaire, casi sin crear una trama, en ocasiones creándola de la nada, haciéndola nacer de la coralidad, del juego de contrastes, de la polifonía de voces y tipos, y, sin embargo, dando unidad, sabiendo armonizar, envolviendo al lector pero dándole las pautas para que reconozca a unos y a otros, para que identifique, destilando una prosa digna heredera de Quevedo, Cervantes, Larra o Valle-Inclán, coloreada o ensombrecida (según el trazo necesario) por las paletas de Goya, Gutiérrez Solana, Dalí o Antonio Saura, acompasada por las partituras de Albéniz, Rodrigo o Quiroga, por las composiciones de Retana, Rafael de León, Sabina o cualquiera de los involucrados en la movida madrileña (incluso antes de que existiera: El Giocondo se publicó en 1970 –el año que nací yo, es decir, el Paleolítico Superior-), esa prosa que ha aprehendido el humo compacto de los locales de alterne (sin buscarle tres pies al gato, aunque en las intenciones del paisanaje primase el anhelo de un encuentro sexual), que posee la reciedumbre del whisky de garrafón y el dulce amargor del destilado añejo, la oscuridad de las noches sin fin, el desencanto de los amaneceres resacosos, la inconsciencia de las madrugadas alocadas, el efímero revivir de un atardecer promisorio, esa prosa que radiografía personas, calles, edificios, habitaciones, salas de fiesta, tablaos, piano bares, que recoge lo mejor de Cela (uno de sus maestros reconocidos) pero no se pierde en su propia y mala imitación sino que en cada entrega aporta algo. Como decíamos antes, no siempre es posible hacer un resumen de la trama porque, en realidad, Francisco Umbral, una y mil veces, se limita a atrapar el devenir humano, un momento concreto, unas gentes, unos usos, pero los transforma en literatura, nos devuelve la vida, nos permite reconocernos (y si algo no nos gusta –no ahorra prendas, sabe dónde atizar-, sólo nosotros podremos cambiarlo –o no, pero al menos sabremos lo que hay-). ¿Cómo no quedarte con la boca abierta y aplaudir con la mente mientras se lee algo como “El pasaje de San Ginés se queda sin tiempo, fantasmal y cruel, hasta que el ruido agrio de los cierres metálicos de la churrería trae una violenta actualidad de luz de bombilla y olor a chocolate con churros. Los grupos saludan a la luz de la churrería como ánimas del purgatorio que han entrevisto de pronto un boquete de cielo por donde les llega aquel aura de desayuno, y la luz amarilla de la churrería pone las caras blancas, los ojos guiñados, las bocas ávidas y las manos crispadas. Los trasnochadores tienen por un momento luz de ametrallados bajo los faroles franceses del Dos de Mayo en Madrid”? ¡Gracias por el regalo, papá! ¡Ya ves que diste en el clavo! (sin ti, me lo hubiese perdido: con lo cabezota que soy, jamás me hubiera dado por leerle –o al menos no tan pronto como empecé-. Lo malo es que ya no puedes comprarme otro de Umbral, pero sí puedes decirle que es un tío casi tan grande como tú. ¡Te quiero!).