Ya he contado en algunas ocasiones
que de mi padre aprendí, entre otras muchas cosas, el hábito diario de leer un
periódico: desde bien pequeño le recuerdo llegando del trabajo con alguno bajo
el brazo y, como desde siempre me ha llamado la atención la letra impresa
(aunque al principio, claro, miraba las viñetas y las fotos), ningún ejemplar
se libraba de uno de mis repasos. Poco a poco me fui aficionando a los
artículos de opinión, a los reportajes que me resultasen atractivos, a leer con
calma las noticias que había escuchado en televisión mientras comía; como,
además, nunca compró el mismo (fue por épocas, por rachas, por gusto: recuerdo
especialmente los primeros domingos con pasatiempos gracias al Ya, también
algunos momentos –fue el que menos se vio por casa- con El País, una época con
ABC –en realidad, fui yo el que lo pedía ya que hablo del fantástico momento en
que se recuperó la cabecera Blanco y Negro como suplemento dominical y era un
deleite leer las muchas páginas que dedicaba a la cultura-, una larga fidelidad
a Diario 16 que se quebró para otorgársela a El Mundo –lo que no era óbice para
que censurase modos y actitudes de Pedro J. Ramírez, pero decía que el conjunto
le agradaba- y en los últimos años optó por La Razón, no por ideología –aunque claramente
de izquierdas, nunca fue militante ni se enredaba en polémicas, creo que me
enseñó a ser ecuánime, sincrético, a no dar nada por sentado ni a dejar que me
lo impusieran, a dialogar con mesura y paciencia (cualidad que también tenía el
tío Miguel pero que, por desgracia, no siempre he sido capaz de imitarles)-,
sino porque le gustaba coleccionar las películas que regalaban), con esa
amplitud de miras y posibilidades fui teniendo un amplísimo panorama de
lecturas que me hizo ir desterrando prejuicios o, al menos, corroborando lo que
escuchaba, presentía, suponía, pudiendo hablar con conocimiento de causa
gracias a leer a unos y otros (y dando uso a los periódicos atrasados estos
últimos años, siempre después de leerlos, para usos domésticos, por eso está
resultando tan amargo emplear ahora los del pasado octubre, los últimos que
compró, los últimos que leyó en casa, es como ir haciendo una terrorífica
cuenta atrás porque ahora sí sé cuál es el final y me pregunto si él lo
presentía y, como tantas veces, se guardó el dolor, la angustia, el mal
presentimiento hasta que el cuerpo hizo patente que ya no había marcha atrás –aunque
aún hubo días en los que mantener las esperanzas, en los que estuvo tranquilo y
pudo leer la prensa que nosotros le proporcionábamos, esos periódicos de los
que me duele desprenderme como si me arrancasen la piel a tiras-).
Y así fue como me convertí en admirador de Francisco Umbral desde el
momento en que empezó a publicar sus columnas en Diario 16 y es por lo que
afirmo que fue mi padre quien lo propició/consiguió porque hasta ese momento
era un señor que me interesaba más bien poco, que me hastiaba e irritaba, pero
al que no me había molestado en leer dejándome llevar por la imagen que ofrecía
en sus apariciones televisivas. Pero en 1988, año en que abandonó El País para,
como digo, pasar a Diario 16, ya tenía claro que iba a estudiar Periodismo,
leía compulsivamente todo lo que caía en mis manos, quería juzgar por mí mismo
no por los dictados de otros ni por etiquetas ni por razones que no afectaban a
lo meramente literario (o sí y no tenía por qué ser un lastre: ahí están el
talento, el estilo, la prosa de cada uno –así fui descubriendo que algunos
popes de la modernidad, la progresía, la izquierda no me iban demasiado y cómo
otros de ideología opuesta, pero con la que no impregnaban cada palabra, se
convertían en mis favoritos y siguen siéndolo-). Por lo tanto, dejé a un lado su
voz engolada, sus bufandas, sus astracanadas –y eso que aún faltaban unos años
para lo de “yo he venido a hablar de mi libro”, anécdota que tantos han
convertido en categoría, en dardo recurrente y muy envenenado, en definición del
personaje, olvidando, obviando, ignorando al escritor, aún más al título que
defendía con tanto ardor, reduciendo con un interés muy espurio una magna obra
a un momento de calentón, al igual que también se hace, por ejemplo, con Fernán
Gómez y su sonoro “¡A la mierda!”, que sólo un Académico y enorme actor puede
proferir con tanta propiedad, por mucho que no sean los modos ni el ejemplo que
uno espere de persona tan insigne-, ese aire de intelectual pagado de sí mismo
que tanto me perturbaba, esa gravedad y delectación en cada palabra, esa figura
a la que no podía comprender sin conocer su forma de glosar el mundo, sus
referentes, su verdadera personalidad que era la que día a día se envenenaba delante
de la máquina de escribir (recuérdese que estamos a finales de los 80 del siglo
pasado) para dar rienda suelta a su verborreico sentir, a su ingente cultura, a
su desabrido pero meditado discurso, a sus filias y fobias (verbo encendido y
rendido para las unas, flagelante y contundente para las otras), a ese torrente
imparable e inagotable que sólo puede resumirse con su apellido, ese universo
umbraliano que nunca deja de sorprender, admirar, servir como guía, como magisterio,
que no pierde descaro, vigencia, prestancia, con un uso del castellano que
apabulla, con un manejo del idioma que ilumina, que deslumbra, que busca nuevas
piruetas, que rompe corsés, que innova y actualiza. Como podrá colegirse de mi
irrefrenable elogio, muy pronto fui asiduo lector de esas columnas que buscaba
frenéticamente en cuanto el periódico llegaba a mis manos, esas breves piezas
que tenían el vigor de un escritor que mezclaba géneros, que a ratos era
netamente periodístico pero que no evitaba (antes al contrario, la procuraba y
matizaba, la pulía y pergeñaba) la metáfora más o menos lírica según el
momento, que daba muestras vibrantes de su maestría como cronista, que con unas
cuantas palabras dibujaba tipos, comportamientos, atmósferas, realidades, columnas
que imaginabas escritas con furia, con pasión, con entrega, hecho que se
corroboraba cuando se afirmaba que le salían de tirón, que no las corregía, que
no era necesario, y el caso es que su fluidez parecían demostrarlo (no
resultaban improvisadas, en absoluto, pero eran tan perfectas, las piezas
encajaban tan sin sentir, leyéndolas día a día ibas viendo la evolución de un
hallazgo, los vasos comunicantes entre las anteriores y las siguientes, sus
propias réplicas, sus rectificaciones si el vaticinio hecho no se cumplía, que
era como asistir en directo al modo en que trabajaba su mente y, por lo tanto,
sabías que cada palabra era la precisa, la correcta, la única, y que si estaba
allí es porque no podía intercambiar su lugar con otra, porque primero había
sido rumiada, vivida, razonada, pero aparecía ante el lector espontánea, dinámica,
repentina, sin necesidad de borrar ni rectificar –así hacíamos antes los
trabajos de clase y, oye, no nos quedaban tan mal, ¿no? ¡Quién iba a decir que
éramos discípulos de Umbral, incluso antes de leerle!-).
Y unos meses antes de que las cosas se torcieran del modo en que lo
hicieron, mi padre compró en un puesto de libros de segunda mano El Giocondo, una de las novelas que
dieron fama al amigo Paco (ya saben ustedes que soy muy dado a estas familiaridades
con ciertos autores y me dirijo a ellos con epítetos cariñosos), un pequeño
volumen que ha estado todo este tiempo en la mesita en que iba acumulando
periódicos para que luego yo los leyese y reutilizase, el que me traje entre
lágrimas una semana después de su muerte, el que hubiese querido leer con él
vivo pero ya se sabe que lo nuestro es sólo hacer propósitos, homenaje que le
he rendido estos días dejándome seducir una vez más por esa capacidad de Umbral
para retratar con un par de palabras, para recoger en un párrafo los olores,
las sensaciones, los ambientes en que viven, por los que se mueven, las
atmósferas que crean los personajes en torno a sí, su manera de narrar como al
desgaire, casi sin crear una trama, en ocasiones creándola de la nada,
haciéndola nacer de la coralidad, del juego de contrastes, de la polifonía de
voces y tipos, y, sin embargo, dando unidad, sabiendo armonizar, envolviendo al
lector pero dándole las pautas para que reconozca a unos y a otros, para que
identifique, destilando una prosa digna heredera de Quevedo, Cervantes, Larra o
Valle-Inclán, coloreada o ensombrecida (según el trazo necesario) por las
paletas de Goya, Gutiérrez Solana, Dalí o Antonio Saura, acompasada por las
partituras de Albéniz, Rodrigo o Quiroga, por las composiciones de Retana,
Rafael de León, Sabina o cualquiera de los involucrados en la movida madrileña
(incluso antes de que existiera: El
Giocondo se publicó en 1970 –el año que nací yo, es decir, el Paleolítico
Superior-), esa prosa que ha aprehendido el humo compacto de los locales de
alterne (sin buscarle tres pies al gato, aunque en las intenciones del
paisanaje primase el anhelo de un encuentro sexual), que posee la reciedumbre
del whisky de garrafón y el dulce amargor del destilado añejo, la oscuridad de
las noches sin fin, el desencanto de los amaneceres resacosos, la inconsciencia
de las madrugadas alocadas, el efímero revivir de un atardecer promisorio, esa
prosa que radiografía personas, calles, edificios, habitaciones, salas de
fiesta, tablaos, piano bares, que recoge lo mejor de Cela (uno de sus maestros
reconocidos) pero no se pierde en su propia y mala imitación sino que en cada
entrega aporta algo. Como decíamos antes, no siempre es posible hacer un
resumen de la trama porque, en realidad, Francisco Umbral, una y mil veces, se
limita a atrapar el devenir humano, un momento concreto, unas gentes, unos
usos, pero los transforma en literatura, nos devuelve la vida, nos permite
reconocernos (y si algo no nos gusta –no ahorra prendas, sabe dónde atizar-,
sólo nosotros podremos cambiarlo –o no, pero al menos sabremos lo que hay-).
¿Cómo no quedarte con la boca abierta y aplaudir con la mente mientras se lee
algo como “El pasaje de San Ginés se queda sin tiempo, fantasmal y cruel, hasta
que el ruido agrio de los cierres metálicos de la churrería trae una violenta
actualidad de luz de bombilla y olor a chocolate con churros. Los grupos
saludan a la luz de la churrería como ánimas del purgatorio que han entrevisto
de pronto un boquete de cielo por donde les llega aquel aura de desayuno, y la
luz amarilla de la churrería pone las caras blancas, los ojos guiñados, las
bocas ávidas y las manos crispadas. Los trasnochadores tienen por un momento
luz de ametrallados bajo los faroles franceses del Dos de Mayo en Madrid”? ¡Gracias
por el regalo, papá! ¡Ya ves que diste en el clavo! (sin ti, me lo hubiese
perdido: con lo cabezota que soy, jamás me hubiera dado por leerle –o al menos
no tan pronto como empecé-. Lo malo es que ya no puedes comprarme otro de
Umbral, pero sí puedes decirle que es un tío casi tan grande como tú. ¡Te
quiero!).