No soy de arrepentirme demasiado,
no porque me considere perfecto o superior (los que me conocen bien saben que,
en realidad, peco de todo lo contrario: de quitarme importancia, de dejarme
paralizar por mi proverbial timidez, esa de la que debo despojarme, cuyas
cadenas debo romper cada vez que ejerzo mi profesión y, de una manera u otra,
reclamo atención hacia mi persona), sino porque intento aprender con y de cada
experiencia, creo que nada es baladí, no porque me contagie de ese determinismo
que tanto coacciona, reduce y oprime, no es que piense que todo está escrito y,
por lo tanto, da un poco igual lo que pretendamos hacer, sino porque cuando ya
no es posible dar marcha atrás, rectificar, enderezar el rumbo, salirse de la
espiral, incluso cuando abundamos conscientemente en el error porque así lo
decidimos en un momento dado, lo mejor que puede hacerse es intentar sacar el
mayor partido posible, no perdernos en el laberinto del reproche por no haber
sido capaces de dar un golpe de timón o por actuar inconsciente, absurda,
innecesariamente, tomar nota de nuestro equívoco si es que lo hubo, extraer
conclusiones, estimular nuestra perspicacia para procurar no volver a tropezar
en esa piedra que jamás logramos apartar de nuestro inevitable deambular (en
ese inestable equilibrio se cifra este asunto de vivir –y es que no dejamos
jamás de ser azares de la naturaleza, tal y como cantaban Donato y Estéfano-).
Y aunque algo pueda hacernos mucho daño cuando sucede, el tiempo continúa
implacable con su labor, se va escurriendo, acumulando, dando perspectiva, y
terminamos por descubrir que aquello (que aquel o aquella, porque las
decepciones siempre las provocan personas) no merecía la pena y, por lo tanto,
no hay nostalgia, añoranza, echar de menos ni nada por el estilo, no hay que
fustigarse con interrogantes candentes o admoniciones lapidarias, en la mayoría
de las ocasiones lo ocurrido se transforma en un recuerdo que asoma tímidamente
la cabeza para que nos sonriamos y meneemos la cabeza llamándonos “tonto” (o
algo más sonoro, depende de cada quien) o nos limitemos a atesorar lo
productivo (porque no todo es negativo al 100%, no todo es prescindible o puede
ser considerado anecdótico, practicar una visión poliédrica es la mejor terapia
hasta para corregir nuestras derivas) y a no darle más vueltas al tema (porque,
repito, no las merece).
Pero el caso es que en estos días recordé algo vivido en mis años de
instituto (en concreto en el último, cursando COU, es decir, entre 1987 y 1988)
que ha motivado que me reprochase el no haber actuado de otra forma, el haber
desperdiciado una oportunidad, el haber cercenado una naciente amistad antes de
que hubiese podido echar raíces: estudié esos cuatro años preuniversitarios en
el instituto Emilia Pardo Bazán (en la calle Santa Brígida, justo frente al
Teatro Martín –hoy ninguno de los dos existe, aunque el edificio del primero
sigue en pie y el lugar del segundo lo ocupa otro tras el derrumbamiento de
aquel en el que, sin remisión y para los restos, me enamoré de las artes escénicas
gracias a Antaviana de Dagoll Dagom-),
precisamente cuando se transformaba en un centro mixto; como hasta ese momento
había sido exclusivamente femenino, para que la transición fuese lo menos traumática
posible sólo se permitió la matriculación de chicos en dos cursos, 1º de BUP y
COU, los de los extremos (es que aún teníamos muchas trabas mentales, muchos
prejuicios, muchas bobadas que se llamaban “tradiciones” o “usos y costumbres”
–de hecho, se contaba que el que era el director hasta ese momento, Antonio
Pinillos, el catedrático de Filosofía, había dimitido porque se oponía al
abandono de la educación diferenciada-; bueno, teníamos y tenemos, ya se sabe
que hemos avanzado bastante menos de lo deseable). Eso propició que, como
máximo, fuésemos siete u ocho chicos por clase (en unas cuantas, además: el
resto seguía siendo territorio de las chicas) y, por lo tanto, los que
coincidíamos en el mismo curso tendimos a agruparnos, a formar una piña, a
hacer buena la cancioncilla queremos pensar que irónica y crítica que entonó
Fernando Esteso –con letra del inefable Lauren Postigo-, a dar la razón a los
defensores de eso de “los niños con los niños, las niñas con las niñas”, al
menos en un principio, claro, porque pronto tendimos a mezclarnos y la tensión se
fue relajando, sobre cuando a partir del segundo año no hubo ningún tipo de
contención en lo que a posibilidades de matriculación se refería. Sin embargo,
estos primeros y titubeantes pasos crearon lazos muy estrechos entre los que
nos vimos obligados a considerarnos cómplices, amistades que en general
continuaron desarrollándose y consolidándose, estableciendo lealtades no
siempre bien entendidas ni correspondidas, como en mi caso (en ambas
direcciones: asumo mis errores y para algunos no encuentro justificación, pero
creo que la sentencia final estaba redactada antes de cometerlos, lo que no me
exime de haber actuado incorrectamente, vaya eso por delante). El caso es que
formé pandilla con Fernando, Arturo, Juan Carlos y Ricardo (como digo, en clase
éramos algunos chicos más, pero fue con éstos con los que mejor me entendí
desde el principio –aunque Fernando llegó como un mes más tarde, creo que por
no sé qué tecnicismo con el traslado de su expediente-) y todo marchó sobre
ruedas hasta que en 3º de BUP llegó el momento de optar por una de las dos
ramas posibles (Letras o Ciencias), bifurcación que estaba muy clara desde el
comienzo porque jamás me planteé otra cosa que estudiar alguna carrera
relacionada con Humanidades (mi primera opción hasta que me topé en las aulas
con Luis Landero era Derecho, aunque las diferentes opciones de Filología
rondaban mi corazoncito –puesto que Biblioteconomía era todavía una quimera en
el ámbito universitario-) y ellos cuatro tenían un claro perfil de Ciencias,
principal y honda discrepancia que fue socavando más de lo que fuimos capaces
de prever (y que tampoco se intentó evitar) nuestra amistad, puesto que (con
especial virulencia Fernando, alumno que, al igual que yo, poseía un expediente
brillante –ambos terminamos COU con Matrícula de Honor-) se jactaban con
ostentación de menospreciar asignaturas como Lengua Española, Literatura, Latín
o Filosofía, nunca leyeron un libro de no ser por obligación o para un examen
(bueno, Fernando sí leía a Darwin, Sagan u otros científicos, pero nada de
ficción ni que tocase asuntos ajenas a las disciplinas que le atraían); con el
tiempo me he dado cuenta de que lo peor de todo (al margen de otros sucesos que
ahora no hacen al caso y en los que, repito, me adjudico las culpas) fue que
nuestra tutora de 2º de BUP, el último curso en que compartimos aula, María
Ángeles Ortiz, quien nos impartía Matemáticas e Informática, me rogó un montón
de veces que cursase Ciencias porque quería que rompiese el estereotipo de
ramas divergentes y opuestas (era una lectora voraz, de hecho alguna vez ya la
he citado porque me descubrió a García Márquez o a Wilkie Collins), no se
privaba de decir delante de otros alumnos que era necesario que personas como
yo, con facilidad para los números (lo heredé de mi padre: jamás me gustaron,
por mucho que algunas cosas pudieran resultar divertidas en un momento dado,
pero me defendía con bastante soltura a la hora de calcular áreas, despejar
incógnitas o desentrañar los problemas trigonométricos) y con ganas inagotables
por leer, se decantasen por las Ciencias (tampoco le importó demostrar quién, a
su juicio, poseía mayor talento natural puesto que, en un examen sorpresa de
Matemáticas, Fernando sólo llegó a un 3,75 y yo conseguí un 8,50 –no fui
consciente hasta que miré hacia atrás sin ira y con mucho desencanto, hasta que
procedí a un análisis lo más maduro y madurado posible algunos años después, de
cómo este hecho marcó un antes y un después en el modo en que Fernando me
trataba y consideraba-). Para colmo, al siguiente curso llegó una nueva
profesora de Ciencias Naturales, Natividad Gutiérrez, Nati, con la que hice
buenas migas aunque o precisamente porque no me daba clase (ese año fui
delegado, ella ocupó la secretaría del centro, tuvo lugar la larga huelga en
las enseñanzas medias que propiciaría la dimisión de José María Maravall como
ministro de Educación, hubo muchas asambleas, reuniones, contactos con la
dirección, y como remate fue una de las profesoras que nos acompañó al viaje de
fin de curso) y con la que estuve bastante tiempo intercambiando libros (era,
por ejemplo, me descubrió a Alejo Carpentier, Isabel Allende y me hizo leer la
novela original de Los ochenta son
nuestros de Ana Diosdado) y también confidencias (no soportaba a esos
alumnos que negaban la literatura porque la consideraban innecesaria, ambigua,
evanescente, vacua, intangible –ya me dirán ustedes si el universo de las
raíces cuadradas, los cosenos o cualquier número algebraico es concreto y
prosaico-).
Una vez más me he ido por las ramas (cuando me da por olfatear, rememorar,
paladear algo del pasado, ya saben que tiendo a creerme Proust -¡Iluso!- y me
enredo en una frase eterna plagada de subordinadas, meandros, paréntesis y
demás, que puedo escribir compulsivamente alrededor de la misma anécdota y no
avanzar en el relato), he llegado hasta la época prehistórica para trazar el
panorama en que, estúpido de mí, dejé de cultivar lo que podría haber sido una
amistad muy productiva y enriquecedora, ya que en COU un chaval que estaba en
la misma clase que Fernando y Ricardo (Arturo había elegido una segunda
optativa a ellos y Juan Carlos repetía 3º), creo recordar que se llamaba Juan,
alguien a quien conocía desde 1º porque también llegó en ese momento al
instituto (era un centro bastante familiar, al menos de vista nos teníamos
fichados los unos a los otros), con el que apenas había hablado pero que me
resultaba simpático porque no era de los broncas ni pendencieros ni compartía
las guasas de los abusones, se me acercó porque sabía de mi afición lectora y
quería compartirla puesto que era una de sus pasiones (lo que no era óbice para
que pensase estudiar Física si no estoy equivocado) y no encontraba una
excesiva correspondencia entre sus compañeros (me viene ahora a la cabeza que
Chema, con el que compartí pupitre en 2º por mor del orden alfabético –en 1º
estábamos en aulas distintas-, compañero de algunas representaciones teatrales
en las que sufrimos como galeotes pero nos reímos mucho, también era un gran
lector, lo mismo que Manolo, otro de su círculo con el que tuve algo más de
relación, pero de ambos también me distancié porque no formaban parte de ese grupo
primigenio que había que salvaguardar a toda costa, incluso cuando sólo era una
rutina, una conveniencia, algo abocado a su desintegración –o a mi salida del
mismo, al menos-). Y hablamos, intercambiamos títulos, pero cuando salimos del
último examen de Selectividad nos dimos un apretón de manos deseándonos suerte,
pero ninguno pidió un teléfono o preguntó dónde vivía el otro, nos felicitamos
el día en que recogimos las papeletas con la nota final, cruzamos unas cuantas
convenciones sobre la Universidad y demás, pero nos marchamos en direcciones
opuestas porque nuestros amigos “de verdad” eran otros, esos con los que
empezamos el bachillerato, los mismos con los que yo sabía a esas alturas que
no volvería a hablar o cuando menos con los que apenas tendría relación, pero
así de memo fui, dejándome llevar por esa muchedumbre que gusta de unir y
separar aleatoriamente, que te envuelve y arrastra, que te abandona a las
primeras de cambio (que estaba, por así decirlo, viviendo una canción de Edith
Piaf lo descubrí después). Y no se trata de que el chico me gustase, de que
fuese el miedo a no querer reconocer mi realidad lo que me alejó, primero
porque a nivel sentimental yo andaba en otros enredos, segundo porque no creo
que Juan fuese homosexual, sino de estúpidos prejuicios, de asumir una lealtad
que ya nadie reclamaba, de establecer jerarquías castrantes, de no distinguir
entre calidad y cantidad, de confundir valor y precio, de cierta cobardía a no
romper unos lazos que llevaban un tiempo desatados pero yo quería sentir firmes
y prietos, de estar impregnado de un clasismo irracional (que de haber
aplicado, por cierto, hubiese supuesto hacer el vacío a Fernando cuando llegó
un mes después que el resto y, todo lo contrario, en ese momento nos volcamos
en integrarle desde el primer momento), el caso que creo que perdí la
oportunidad de tener un buen interlocutor, un amigo con el que seguir
descubriendo, aprendiendo, compartiendo, emocionándome. Y fue él, precisamente,
quien me hizo leer a Yukio Mishima por primera vez, en concreto El marino que perdió la gracia del mar,
porque decía que había que ir dando cabida a otros autores, que no todos podían
ser españoles o estadounidenses, que había otras realidades que conocer, era
alguien muy inquieto, con ganas, con curiosidad, como digo, un desperdicio
haberle dejado pasar de ese modo; y el caso es que desde hace unos años se
avivó mi interés por Mishima (en realidad, renació porque, aunque me resultó
muy interesante, me había quedado en aquella temprana experiencia propuesta por
Juan) gracias, como tantas veces, como siempre, a mi compañero de viaje, de
corazón, de vida, de alma, al mejor cómplice, al que aunó tantas carencias y
necesidades en una sola persona, Pablo (cuya presencia en mi vida no hubiera sido
incompatible ni hubiese colisionado de haber actuado de otro modo y mantener el
contacto con Juan, todo lo contrario), porque Judi Dench (¡Ella!) aceptó un
personaje secundario pero destacado en la reposición de Madame de Sade (cediendo protagonismo a la estupenda Rosamund Pike,
actriz que ya era de nuestro agrado pero a la que aprendimos a valorar aún más
viéndola en escena frente a una de las más grandes, intérprete que nadie ha de
descubrirnos y mucho menos por constituir un clamoroso error de casting en la
patética adaptación firmada por la propia autora de Perdida, esa cinta en la que ella intenta hacer todo lo que puede
por reconducir el rumbo pero en la que no encuentra acomodo). Y consiguió el
texto en castellano –una edición con motivo de su representación en España con
la gran Berta Riaza al frente del reparto- para que la llevásemos en la memoria
porque nuestro inglés no da para seguir una obra que no conozcamos (y eso que
él es mucho más rápido que yo a la hora de pillar el aire a una conversación –demostración
palpable de que la versión original ayuda a fijar, a practicar, a conocer un
poco mejor un idioma, pero si no lo estudias, si no es una lengua que vives
como materna, si no estás familiarizado con su sonido desde muy pequeño, no hay
nada qué hacer, puesto que en ese caso un servidor también hablaría con fluidez
francés, japonés, un montón de filmografías a las que me acerco con las voces
originales de los actores, por no decir del italiano, que dominaría a la
perfección y no con los cuatro rudimentos que voy pillando aquí y allá y alguna
que otra explicación que solicito de mi sobrino Alberto, totalmente bilingüe en
ese idioma-) y su fuerza expresiva, su prosa capaz del lirismo más arrebatado y
de la dureza menos complaciente con el lector, su verbo inflamado de pasión, el
modo en que se involucra en cada palabra e imprime carácter y deja traslucir su
personalidad en el argumento a priori más alejado de su realidad, motivó que su
obra empezase a estar muy presente en nuestra biblioteca y que su figura me
interesase tanto o más que sus propios escritos.
Gracias a Alianza Editorial, la extensa producción de Mishima está muy
presente en las librerías, sobre todo en cómodas y económicas ediciones de
bolsillo, y cada cierto tiempo nos topamos con la grata noticia de que aparece
algún título inexistente hasta el momento o que se recuperan otros si no
descatalogados cuando menos perdidos en algún almacén, publicaciones que
acumulan polvo vaya usted a saber dónde. Y, así, hace unos meses reaparecía un
volumen que, bajo el nombre La perla y
otros cuentos, permite una buena inmersión, un primer acercamiento muy
interesante a la literatura del japonés, una toma de contacto que abre el
apetito, una lectura adictiva por cómo Mishima taladra los muros de contención,
los gestos forzados y/o fingidos, los rituales, las convenciones sociales,
cualquier atisbo de disfraz para practicar la vivisección a esa profundidad que
ni uno mismo termina nunca de explorar, esa incógnita que solemos llamar alma (término
que va más allá del sentir religioso, del peso de la moral heredada y del modo
en que cada cual la asume o se distancia, de la ética reinante, impuesta o
aceptada, de la que vamos construyendo día a día), ese algo inconcreto pero
cuyo peso y realidad sentimos a cada momento. Y a pesar de que Mishima denunció
tanto en sus escritos como con sus actos la decadencia espiritual y moral en
que veía inmerso su país (llegando a practicarse la muerte ritual –el seppuku- al no encontrar respuesta a la
arenga con la que quiso motivar y encender a la soldadesca para que devolviese
al Emperador la dignidad y posición perdidas tras la II Guerra Mundial,
queriendo prender la mecha de un golpe de estado –muerte, aún hoy, envuelta en
la polémica y el misterio, en realidad muy meditada y calculada, tal y como lo
demuestra que dejase todos sus asuntos bien zanjados, especialmente el pago de
los abogados para defender a los miembros de su milicia que no le secundaron-),
su amplia y variada cultura, su gusto por la lectura (auspiciado por su madre),
su necesidad de poder vivir sin que los demás tuvieran que obligarle a acallar
sus sentimientos (tal y como expresa en la obra que le dio fama, en la todavía
estremecedora Confesiones de una máscara,
ese sinsentido en que tantos nos hemos enredado, negándonos a nosotros mismos,
coartándonos, mintiéndonos, fingiendo amor para ofrecer una imagen aceptada
como la única posible, sintiéndonos diferentes y siendo estigmatizados por ello,
hundiéndonos en la autoflagelación, consintiendo risotadas, insultos,
zarandeos, cuando no golpes, escupitajos, crueldades, crímenes), su
multiplicidad de referentes le otorga una versatilidad casi diríase plena, aunque
en su vida privada actuó con menos mesura y talante democrático, sus textos
respiran una infinita comprensión por el ser humano, no oculta defectos ni
mezquindades, pero traza una visión de conjunto no para disculpar o exonerar
sino para analizar los porqués, para que cada quien pueda exponer sus puntos de
vista, para que cada acto tenga una explicación, para ser más tolerantes y aprender
a convivir. Sin duda, y es una promesa de lector y de bloguero, puesto que hoy
estuvimos más entre el corazón y los asuntos propios que con el autor que
motivó tal reflexión, habrá que regresar con más detenimiento a las palabras de
Mishima, autor que al dibujar con semejante detenimiento y realismo la diversidad humana deja muy claro que, si no iguales (esa es una de las mayores virtudes de este invento: somos diferentes, sin comillas ni risitas), somos muy parecidos en lo íntimo, en lo pequeño, en lo trivial, en lo fieramente nuestro.