martes, 24 de marzo de 2015

OTRAS VOCES, MISMO ÁMBITO



   


No soy de arrepentirme demasiado, no porque me considere perfecto o superior (los que me conocen bien saben que, en realidad, peco de todo lo contrario: de quitarme importancia, de dejarme paralizar por mi proverbial timidez, esa de la que debo despojarme, cuyas cadenas debo romper cada vez que ejerzo mi profesión y, de una manera u otra, reclamo atención hacia mi persona), sino porque intento aprender con y de cada experiencia, creo que nada es baladí, no porque me contagie de ese determinismo que tanto coacciona, reduce y oprime, no es que piense que todo está escrito y, por lo tanto, da un poco igual lo que pretendamos hacer, sino porque cuando ya no es posible dar marcha atrás, rectificar, enderezar el rumbo, salirse de la espiral, incluso cuando abundamos conscientemente en el error porque así lo decidimos en un momento dado, lo mejor que puede hacerse es intentar sacar el mayor partido posible, no perdernos en el laberinto del reproche por no haber sido capaces de dar un golpe de timón o por actuar inconsciente, absurda, innecesariamente, tomar nota de nuestro equívoco si es que lo hubo, extraer conclusiones, estimular nuestra perspicacia para procurar no volver a tropezar en esa piedra que jamás logramos apartar de nuestro inevitable deambular (en ese inestable equilibrio se cifra este asunto de vivir –y es que no dejamos jamás de ser azares de la naturaleza, tal y como cantaban Donato y Estéfano-). Y aunque algo pueda hacernos mucho daño cuando sucede, el tiempo continúa implacable con su labor, se va escurriendo, acumulando, dando perspectiva, y terminamos por descubrir que aquello (que aquel o aquella, porque las decepciones siempre las provocan personas) no merecía la pena y, por lo tanto, no hay nostalgia, añoranza, echar de menos ni nada por el estilo, no hay que fustigarse con interrogantes candentes o admoniciones lapidarias, en la mayoría de las ocasiones lo ocurrido se transforma en un recuerdo que asoma tímidamente la cabeza para que nos sonriamos y meneemos la cabeza llamándonos “tonto” (o algo más sonoro, depende de cada quien) o nos limitemos a atesorar lo productivo (porque no todo es negativo al 100%, no todo es prescindible o puede ser considerado anecdótico, practicar una visión poliédrica es la mejor terapia hasta para corregir nuestras derivas) y a no darle más vueltas al tema (porque, repito, no las merece).
   Pero el caso es que en estos días recordé algo vivido en mis años de instituto (en concreto en el último, cursando COU, es decir, entre 1987 y 1988) que ha motivado que me reprochase el no haber actuado de otra forma, el haber desperdiciado una oportunidad, el haber cercenado una naciente amistad antes de que hubiese podido echar raíces: estudié esos cuatro años preuniversitarios en el instituto Emilia Pardo Bazán (en la calle Santa Brígida, justo frente al Teatro Martín –hoy ninguno de los dos existe, aunque el edificio del primero sigue en pie y el lugar del segundo lo ocupa otro tras el derrumbamiento de aquel en el que, sin remisión y para los restos, me enamoré de las artes escénicas gracias a Antaviana de Dagoll Dagom-), precisamente cuando se transformaba en un centro mixto; como hasta ese momento había sido exclusivamente femenino, para que la transición fuese lo menos traumática posible sólo se permitió la matriculación de chicos en dos cursos, 1º de BUP y COU, los de los extremos (es que aún teníamos muchas trabas mentales, muchos prejuicios, muchas bobadas que se llamaban “tradiciones” o “usos y costumbres” –de hecho, se contaba que el que era el director hasta ese momento, Antonio Pinillos, el catedrático de Filosofía, había dimitido porque se oponía al abandono de la educación diferenciada-; bueno, teníamos y tenemos, ya se sabe que hemos avanzado bastante menos de lo deseable). Eso propició que, como máximo, fuésemos siete u ocho chicos por clase (en unas cuantas, además: el resto seguía siendo territorio de las chicas) y, por lo tanto, los que coincidíamos en el mismo curso tendimos a agruparnos, a formar una piña, a hacer buena la cancioncilla queremos pensar que irónica y crítica que entonó Fernando Esteso –con letra del inefable Lauren Postigo-, a dar la razón a los defensores de eso de “los niños con los niños, las niñas con las niñas”, al menos en un principio, claro, porque pronto tendimos a mezclarnos y la tensión se fue relajando, sobre cuando a partir del segundo año no hubo ningún tipo de contención en lo que a posibilidades de matriculación se refería. Sin embargo, estos primeros y titubeantes pasos crearon lazos muy estrechos entre los que nos vimos obligados a considerarnos cómplices, amistades que en general continuaron desarrollándose y consolidándose, estableciendo lealtades no siempre bien entendidas ni correspondidas, como en mi caso (en ambas direcciones: asumo mis errores y para algunos no encuentro justificación, pero creo que la sentencia final estaba redactada antes de cometerlos, lo que no me exime de haber actuado incorrectamente, vaya eso por delante). El caso es que formé pandilla con Fernando, Arturo, Juan Carlos y Ricardo (como digo, en clase éramos algunos chicos más, pero fue con éstos con los que mejor me entendí desde el principio –aunque Fernando llegó como un mes más tarde, creo que por no sé qué tecnicismo con el traslado de su expediente-) y todo marchó sobre ruedas hasta que en 3º de BUP llegó el momento de optar por una de las dos ramas posibles (Letras o Ciencias), bifurcación que estaba muy clara desde el comienzo porque jamás me planteé otra cosa que estudiar alguna carrera relacionada con Humanidades (mi primera opción hasta que me topé en las aulas con Luis Landero era Derecho, aunque las diferentes opciones de Filología rondaban mi corazoncito –puesto que Biblioteconomía era todavía una quimera en el ámbito universitario-) y ellos cuatro tenían un claro perfil de Ciencias, principal y honda discrepancia que fue socavando más de lo que fuimos capaces de prever (y que tampoco se intentó evitar) nuestra amistad, puesto que (con especial virulencia Fernando, alumno que, al igual que yo, poseía un expediente brillante –ambos terminamos COU con Matrícula de Honor-) se jactaban con ostentación de menospreciar asignaturas como Lengua Española, Literatura, Latín o Filosofía, nunca leyeron un libro de no ser por obligación o para un examen (bueno, Fernando sí leía a Darwin, Sagan u otros científicos, pero nada de ficción ni que tocase asuntos ajenas a las disciplinas que le atraían); con el tiempo me he dado cuenta de que lo peor de todo (al margen de otros sucesos que ahora no hacen al caso y en los que, repito, me adjudico las culpas) fue que nuestra tutora de 2º de BUP, el último curso en que compartimos aula, María Ángeles Ortiz, quien nos impartía Matemáticas e Informática, me rogó un montón de veces que cursase Ciencias porque quería que rompiese el estereotipo de ramas divergentes y opuestas (era una lectora voraz, de hecho alguna vez ya la he citado porque me descubrió a García Márquez o a Wilkie Collins), no se privaba de decir delante de otros alumnos que era necesario que personas como yo, con facilidad para los números (lo heredé de mi padre: jamás me gustaron, por mucho que algunas cosas pudieran resultar divertidas en un momento dado, pero me defendía con bastante soltura a la hora de calcular áreas, despejar incógnitas o desentrañar los problemas trigonométricos) y con ganas inagotables por leer, se decantasen por las Ciencias (tampoco le importó demostrar quién, a su juicio, poseía mayor talento natural puesto que, en un examen sorpresa de Matemáticas, Fernando sólo llegó a un 3,75 y yo conseguí un 8,50 –no fui consciente hasta que miré hacia atrás sin ira y con mucho desencanto, hasta que procedí a un análisis lo más maduro y madurado posible algunos años después, de cómo este hecho marcó un antes y un después en el modo en que Fernando me trataba y consideraba-). Para colmo, al siguiente curso llegó una nueva profesora de Ciencias Naturales, Natividad Gutiérrez, Nati, con la que hice buenas migas aunque o precisamente porque no me daba clase (ese año fui delegado, ella ocupó la secretaría del centro, tuvo lugar la larga huelga en las enseñanzas medias que propiciaría la dimisión de José María Maravall como ministro de Educación, hubo muchas asambleas, reuniones, contactos con la dirección, y como remate fue una de las profesoras que nos acompañó al viaje de fin de curso) y con la que estuve bastante tiempo intercambiando libros (era, por ejemplo, me descubrió a Alejo Carpentier, Isabel Allende y me hizo leer la novela original de Los ochenta son nuestros de Ana Diosdado) y también confidencias (no soportaba a esos alumnos que negaban la literatura porque la consideraban innecesaria, ambigua, evanescente, vacua, intangible –ya me dirán ustedes si el universo de las raíces cuadradas, los cosenos o cualquier número algebraico es concreto y prosaico-).
   Una vez más me he ido por las ramas (cuando me da por olfatear, rememorar, paladear algo del pasado, ya saben que tiendo a creerme Proust -¡Iluso!- y me enredo en una frase eterna plagada de subordinadas, meandros, paréntesis y demás, que puedo escribir compulsivamente alrededor de la misma anécdota y no avanzar en el relato), he llegado hasta la época prehistórica para trazar el panorama en que, estúpido de mí, dejé de cultivar lo que podría haber sido una amistad muy productiva y enriquecedora, ya que en COU un chaval que estaba en la misma clase que Fernando y Ricardo (Arturo había elegido una segunda optativa a ellos y Juan Carlos repetía 3º), creo recordar que se llamaba Juan, alguien a quien conocía desde 1º porque también llegó en ese momento al instituto (era un centro bastante familiar, al menos de vista nos teníamos fichados los unos a los otros), con el que apenas había hablado pero que me resultaba simpático porque no era de los broncas ni pendencieros ni compartía las guasas de los abusones, se me acercó porque sabía de mi afición lectora y quería compartirla puesto que era una de sus pasiones (lo que no era óbice para que pensase estudiar Física si no estoy equivocado) y no encontraba una excesiva correspondencia entre sus compañeros (me viene ahora a la cabeza que Chema, con el que compartí pupitre en 2º por mor del orden alfabético –en 1º estábamos en aulas distintas-, compañero de algunas representaciones teatrales en las que sufrimos como galeotes pero nos reímos mucho, también era un gran lector, lo mismo que Manolo, otro de su círculo con el que tuve algo más de relación, pero de ambos también me distancié porque no formaban parte de ese grupo primigenio que había que salvaguardar a toda costa, incluso cuando sólo era una rutina, una conveniencia, algo abocado a su desintegración –o a mi salida del mismo, al menos-). Y hablamos, intercambiamos títulos, pero cuando salimos del último examen de Selectividad nos dimos un apretón de manos deseándonos suerte, pero ninguno pidió un teléfono o preguntó dónde vivía el otro, nos felicitamos el día en que recogimos las papeletas con la nota final, cruzamos unas cuantas convenciones sobre la Universidad y demás, pero nos marchamos en direcciones opuestas porque nuestros amigos “de verdad” eran otros, esos con los que empezamos el bachillerato, los mismos con los que yo sabía a esas alturas que no volvería a hablar o cuando menos con los que apenas tendría relación, pero así de memo fui, dejándome llevar por esa muchedumbre que gusta de unir y separar aleatoriamente, que te envuelve y arrastra, que te abandona a las primeras de cambio (que estaba, por así decirlo, viviendo una canción de Edith Piaf lo descubrí después). Y no se trata de que el chico me gustase, de que fuese el miedo a no querer reconocer mi realidad lo que me alejó, primero porque a nivel sentimental yo andaba en otros enredos, segundo porque no creo que Juan fuese homosexual, sino de estúpidos prejuicios, de asumir una lealtad que ya nadie reclamaba, de establecer jerarquías castrantes, de no distinguir entre calidad y cantidad, de confundir valor y precio, de cierta cobardía a no romper unos lazos que llevaban un tiempo desatados pero yo quería sentir firmes y prietos, de estar impregnado de un clasismo irracional (que de haber aplicado, por cierto, hubiese supuesto hacer el vacío a Fernando cuando llegó un mes después que el resto y, todo lo contrario, en ese momento nos volcamos en integrarle desde el primer momento), el caso que creo que perdí la oportunidad de tener un buen interlocutor, un amigo con el que seguir descubriendo, aprendiendo, compartiendo, emocionándome. Y fue él, precisamente, quien me hizo leer a Yukio Mishima por primera vez, en concreto El marino que perdió la gracia del mar, porque decía que había que ir dando cabida a otros autores, que no todos podían ser españoles o estadounidenses, que había otras realidades que conocer, era alguien muy inquieto, con ganas, con curiosidad, como digo, un desperdicio haberle dejado pasar de ese modo; y el caso es que desde hace unos años se avivó mi interés por Mishima (en realidad, renació porque, aunque me resultó muy interesante, me había quedado en aquella temprana experiencia propuesta por Juan) gracias, como tantas veces, como siempre, a mi compañero de viaje, de corazón, de vida, de alma, al mejor cómplice, al que aunó tantas carencias y necesidades en una sola persona, Pablo (cuya presencia en mi vida no hubiera sido incompatible ni hubiese colisionado de haber actuado de otro modo y mantener el contacto con Juan, todo lo contrario), porque Judi Dench (¡Ella!) aceptó un personaje secundario pero destacado en la reposición de Madame de Sade (cediendo protagonismo a la estupenda Rosamund Pike, actriz que ya era de nuestro agrado pero a la que aprendimos a valorar aún más viéndola en escena frente a una de las más grandes, intérprete que nadie ha de descubrirnos y mucho menos por constituir un clamoroso error de casting en la patética adaptación firmada por la propia autora de Perdida, esa cinta en la que ella intenta hacer todo lo que puede por reconducir el rumbo pero en la que no encuentra acomodo). Y consiguió el texto en castellano –una edición con motivo de su representación en España con la gran Berta Riaza al frente del reparto- para que la llevásemos en la memoria porque nuestro inglés no da para seguir una obra que no conozcamos (y eso que él es mucho más rápido que yo a la hora de pillar el aire a una conversación –demostración palpable de que la versión original ayuda a fijar, a practicar, a conocer un poco mejor un idioma, pero si no lo estudias, si no es una lengua que vives como materna, si no estás familiarizado con su sonido desde muy pequeño, no hay nada qué hacer, puesto que en ese caso un servidor también hablaría con fluidez francés, japonés, un montón de filmografías a las que me acerco con las voces originales de los actores, por no decir del italiano, que dominaría a la perfección y no con los cuatro rudimentos que voy pillando aquí y allá y alguna que otra explicación que solicito de mi sobrino Alberto, totalmente bilingüe en ese idioma-) y su fuerza expresiva, su prosa capaz del lirismo más arrebatado y de la dureza menos complaciente con el lector, su verbo inflamado de pasión, el modo en que se involucra en cada palabra e imprime carácter y deja traslucir su personalidad en el argumento a priori más alejado de su realidad, motivó que su obra empezase a estar muy presente en nuestra biblioteca y que su figura me interesase tanto o más que sus propios escritos.
   Gracias a Alianza Editorial, la extensa producción de Mishima está muy presente en las librerías, sobre todo en cómodas y económicas ediciones de bolsillo, y cada cierto tiempo nos topamos con la grata noticia de que aparece algún título inexistente hasta el momento o que se recuperan otros si no descatalogados cuando menos perdidos en algún almacén, publicaciones que acumulan polvo vaya usted a saber dónde. Y, así, hace unos meses reaparecía un volumen que, bajo el nombre La perla y otros cuentos, permite una buena inmersión, un primer acercamiento muy interesante a la literatura del japonés, una toma de contacto que abre el apetito, una lectura adictiva por cómo Mishima taladra los muros de contención, los gestos forzados y/o fingidos, los rituales, las convenciones sociales, cualquier atisbo de disfraz para practicar la vivisección a esa profundidad que ni uno mismo termina nunca de explorar, esa incógnita que solemos llamar alma (término que va más allá del sentir religioso, del peso de la moral heredada y del modo en que cada cual la asume o se distancia, de la ética reinante, impuesta o aceptada, de la que vamos construyendo día a día), ese algo inconcreto pero cuyo peso y realidad sentimos a cada momento. Y a pesar de que Mishima denunció tanto en sus escritos como con sus actos la decadencia espiritual y moral en que veía inmerso su país (llegando a practicarse la muerte ritual –el seppuku- al no encontrar respuesta a la arenga con la que quiso motivar y encender a la soldadesca para que devolviese al Emperador la dignidad y posición perdidas tras la II Guerra Mundial, queriendo prender la mecha de un golpe de estado –muerte, aún hoy, envuelta en la polémica y el misterio, en realidad muy meditada y calculada, tal y como lo demuestra que dejase todos sus asuntos bien zanjados, especialmente el pago de los abogados para defender a los miembros de su milicia que no le secundaron-), su amplia y variada cultura, su gusto por la lectura (auspiciado por su madre), su necesidad de poder vivir sin que los demás tuvieran que obligarle a acallar sus sentimientos (tal y como expresa en la obra que le dio fama, en la todavía estremecedora Confesiones de una máscara, ese sinsentido en que tantos nos hemos enredado, negándonos a nosotros mismos, coartándonos, mintiéndonos, fingiendo amor para ofrecer una imagen aceptada como la única posible, sintiéndonos diferentes y siendo estigmatizados por ello, hundiéndonos en la autoflagelación, consintiendo risotadas, insultos, zarandeos, cuando no golpes, escupitajos, crueldades, crímenes), su multiplicidad de referentes le otorga una versatilidad casi diríase plena, aunque en su vida privada actuó con menos mesura y talante democrático, sus textos respiran una infinita comprensión por el ser humano, no oculta defectos ni mezquindades, pero traza una visión de conjunto no para disculpar o exonerar sino para analizar los porqués, para que cada quien pueda exponer sus puntos de vista, para que cada acto tenga una explicación, para ser más tolerantes y aprender a convivir. Sin duda, y es una promesa de lector y de bloguero, puesto que hoy estuvimos más entre el corazón y los asuntos propios que con el autor que motivó tal reflexión, habrá que regresar con más detenimiento a las palabras de Mishima, autor que al dibujar con semejante detenimiento y realismo la diversidad humana deja muy claro que, si no iguales (esa es una de las mayores virtudes de este invento: somos diferentes, sin comillas ni risitas), somos muy parecidos en lo íntimo, en lo pequeño, en lo trivial, en lo fieramente nuestro.