miércoles, 1 de abril de 2015

UN ASUNTO QUE TAL VEZ SE LLAME ALMA



  


 En las cuestiones culturales hay muchas palabras que se utilizan con sorna, entre comillas, con tono peyorativo, con condescendencia, rebajando la calidad de una obra, tildándola de menor; el uso de las mismas en el sentido que se indica está restringido a aquellos que se consideran voces autorizadas, que han sido aupados vaya usted a saber por quién a tribunas desde las que verter su supuesto conocimiento e imponer su aún más supuesto criterio (en ocasiones se trata tan sólo de estar en el lugar adecuado en el momento preciso -o de otras circunstancias que uno prefiere no enumerar, al menos hoy- y lo demás rueda por sí mismo), esos pretendidos intelectuales, pretenciosos jueces que añaden escalones a su peana glorificando aquello que les ayuda a aumentar su propia consideración y no al revés, es decir, alabando el hecho de que ellos presten atención a algo: son esos que, por ejemplo, afirman que no leen jamás novelas, por mucho que dirijan un programa de radio centrado en la literatura –que la poesía sea el centro y motor del mismo no les exime de conocer otros géneros, sobre todo porque también hablan de ellos: no es ninguna obligación leerlo todo pero, entonces, lo mejor es guardar silencio-, pero fíjense si ésta que tengo que presentar es magnífica que me la he leído entera (ya, claro, un poco por vergüenza torera, porque no te quedaba otra, por compromiso, pero como no puedes establecer comparaciones con el resto de novedades que se publican esa misma semana, en muy poco ayudas al lector a seleccionar); o aquellos que se jactan de no ver cine español (o de otra nacionalidad, de tal género, con cual protagonista, dirigida por aquel) pero un buen día se caen del caballo en el camino hacia Damasco porque hay un título en concreto que se sale de la norma que ellos mismos han escrito y le hacen la ola (¿Cómo saben que esa es la que merece la pena? ¿Cuál es el rasero empleado para medir? ¿Ocho apellidos vascos sí es la gran comedia española del siglo y bate por goleada a todas esas que, vuelves a repetir en el texto, no has visto durante no sé cuántos años? Ya me lo explicarás, Alfonso Ussía o, mira, mejor no, allá tú y los que te sigan ciegamente); o esos que sólo se sienten bien aplaudiendo lo minoritario, en el sentido de que las salas de proyección estén vacías o los volúmenes cojan polvo en las estanterías y posteriormente en los almacenes, en ocasiones como previo paso a la guillotina (¡Horror!), esos que se ponen la venda antes de la herida, antes de que el público opte por una cosa u otra, deseando que haya un rechazo casi generalizado para poder afirmar “es que es para pocos, no todo el mundo está dispuesto a una obra así o puede entenderla”, elitismo vacío y endogámico (hasta Buñuel preguntaba si las salas estaban llenas, ¿qué os parece?); son gentes que en realidad no aman aquello que les ocupa, que gustan de sentirse superiores a costa de menospreciar a los que pagan (porque, obviamente, ellos sólo van a lo que les resulta gratis, “porque ese es mi trabajo”, el que desempeñan sin ninguna ética, diciendo lo que algunos quieren escuchar, palmeando espaldas, vilipendiando al que no es de su agrado –o al que un día les dejó con el trasero bien al aire-), esos que siguen pregonando que el arte que merece tal nombre es el que no se comprende, el que está al margen de los grandes circuitos, el que no interesa al público, el que sólo ellos alaban y promocionan, los peores embajadores posibles de un placer, un gozo, un entusiasmo, un arrebato, una pasión, un divertimento que cada cual encuentra a su modo, sin poder explicarlo, precisamente por eso conquista y se hace imprescindible.
   Y mientras ellos siguen recurriendo a términos tan vagos y que no definen nada como “bueno”, “malo”, “mayor”, “menor”, estableciendo jerarquías aristocráticas (en el sentido etimológico del término: “el poder de los mejores” –que es como ellos se ven-), arrugando el hocico ante lo que les resulta trivial, fútil, inane, entretenido (sólo oírles pronunciar esta palabra es para salir corriendo), mientras se toman tan en serio que arrinconan todo lo que les parezca una mera evasión (y lo condenan sin paliativos: sólo les sirve aquello que no puede ser tildado como tal, es decir, están dando a entender que sólo quieren aburrirse), la novela policiaca continúa en plena forma, proporcionando diversión a raudales, haciendo la crónica del momento en que se escribe o de la época en que sitúa su acción, radiografiando emociones, enredándose en disquisiciones filosóficas que enriquecen la trama, afrontando las investigaciones de los crímenes como excusas para escudriñar las facetas oscuras de cada quien, siguiendo la senda de nombres imprescindibles como Georges Simenon, Raymond Chandler o Patricia Highsmith, haciendo literatura sin complejos ni esquemas ni prejuicios ni queriendo contentar a nadie (¡Ay, aquellos críticos que se lamentaban de que el creador de Philip Marlowe no utilizase el talento que no podían negarle para escribir otros géneros que le mereciesen más!). Y, así, por ejemplo, nos topamos con Maurizio de Giovanni, autor napolitano especializado en el género, al que dota de un aura existencialista que desasosiega, impregnando sus páginas con un tinte sombrío, desesperanzado, trágico, especialmente en la serie que protagoniza el comisario Ricciardi, un peculiar investigador al que podríamos emparentar con el propio don Quijote en el sentido de ser la encarnación perfecta de un caballero de triste figura, alguien que arrastra una condena que le hace aislarse y querer alejar a cualquiera que se interese por él, alguien que mantiene a buen recaudo su corazón para no contaminar a los demás, alguien que ha cercenado sus emociones porque convive con los que han sufrido una muerte violenta, porque es testigo de sus últimas palabras, porque los ve ante sus ojos con la misma corporeidad que a sus semejantes, repitiendo su letanía, permaneciendo en el mismo lugar mucho tiempo después de que haya sido levantado su cadáver hasta que poco a poco se van desvaneciendo, cediendo su sitio a otros que reviven por mor de lo que Ricciardi denomina “el Asunto”, esa terrible herencia que le dejó su madre, ese vacío que le perfora una y mil veces, ese peso que le hunde en lo que para algunos es melancolía, para otros carácter huraño, para los más cercanos coraza inexpugnable, tal vez fobia social, miedo a los demás, para el lector suplicio, flagelo, llaga siempre abierta, dolor persistente que se traduce en una escritura muy lacónica, a ratos poética, a veces delirante, pero siempre muy cuidada, muy efectiva y nada afectada, con un ritmo muy medido y acorde con una narración que, sin descuidar lo meramente policiaco, incide en lo que es su verdadera columna vertebral, su razón de ser, su particularidad: los recovecos del alma, qué puede llevar a alguien a cometer un crimen.
   La editorial Lumen ha lanzado recientemente en España el sexto título de la serie (también están en su catálogo los cinco anteriores), Y todo a media luz (aunque tiene sentido y sea descriptivo, se pierde la fuerza del original –Vipera, es decir, Víbora-), una nueva muestra de la buena salud de que goza Ricciardi en lo que a inventiva de su creador se refiere, una entrega que abunda en los hallazgos y aciertos de las anteriores (aunque en cada una se resuelva un misterio, conviene leerlas en orden para asistir a la evolución/involución del personaje central –y de los varios recurrentes que le acompañan-, para ir asumiendo el código en que las historias se narran, para ir empapándose de la prosa de de Giovanni que, según va mostrando lo que carcome el ánimo de su protagonista, va mezclando nuevos colores en su paleta para mostrar la realidad del Nápoles de 1931 –año en que situó la primera novela, en la sexta ya nos encontramos en 1932- y va ensombreciendo tonos, aumentando la polifonía de lamentos que hablan de hambre, de carencias afectivas, de amores contrariados, de venganzas enquistadas en los genes, de opresiones políticas, de persecuciones, de la miseria que lo inunda todo sin ningún tipo de misericordia), una novela que a ratos conmueve, en otros perturba, en la que los personajes se juzgan con crueldad (en más de una ocasión es el propio asesino –sin desvelar nada, dicho en general, a veces puede que haya más de uno, en otras el crimen lo ha cometido una mujer-, es la voz del homicida la que nos interpela, nos sacude, escupe su rabia, su furia, su frustración, ofrece su lado más humano, más tierno, más amoroso, nos lleva de lo más sublime a lo más bajo, de lo vivificante a lo terrible en cuestión de segundos), una lectura que nos obliga a continuar en ella compulsivamente, por mucho que sintamos ciertos latigazos porque nos preocupa el destino de esas almas que ahí están reunidas, que han sido atrapadas por una pluma vigorosa que transmite nervio y hondura sin que eso suponga ninguna merma en lo puramente entretenido (aunque cada uno considera como tal eso que le hace pasar el tiempo sin sentir, llámese Gustave Flaubert o Agatha Christie, y es que cada momento requiere un autor y no otro), en el problema a resolver, en el interrogante que esperan y desean los que tan sólo buscan un buen rato que nos les complique la existencia más allá del momento concreto de la lectura, anhelo que merece tanta recompensa como la del que pide un algo más, un añadido, en este caso un complemento que se impone como ingrediente principal, aunque se percibe que de Giovanni trenza el misterio con habilidad, con mimo, con respeto por el lector, y sabe sedimentarlo con ese algo que caracteriza su estilo, su prosa, sus logros (hace unos meses, la colección Roja y Negra de Reservoir Books lanzaba El método del cocodrilo, primera entrega de una saga situada en el Nápoles actual –no en vano es la ciudad natal del autor-, que dejaba muy claro que a de Giovanni le preocupa tanto lo uno como lo otro, logrando una combinación tan perfecta que nadie podría decir si lo policiaco le llevó a lo existencial o fue al revés, el caso es que todo fluye con tan facilidad que resulta irresistible).