En las cuestiones culturales hay muchas palabras que se utilizan con
sorna, entre comillas, con tono peyorativo, con condescendencia, rebajando la
calidad de una obra, tildándola de menor; el uso de las mismas en el sentido
que se indica está restringido a aquellos que se consideran voces autorizadas,
que han sido aupados vaya usted a saber por quién a tribunas desde las que
verter su supuesto conocimiento e imponer su aún más supuesto criterio (en ocasiones
se trata tan sólo de estar en el lugar adecuado en el momento preciso -o de
otras circunstancias que uno prefiere no enumerar, al menos hoy- y lo demás
rueda por sí mismo), esos pretendidos intelectuales, pretenciosos jueces que
añaden escalones a su peana glorificando aquello que les ayuda a aumentar su propia
consideración y no al revés, es decir, alabando el hecho de que ellos presten
atención a algo: son esos que, por ejemplo, afirman que no leen jamás novelas, por
mucho que dirijan un programa de radio centrado en la literatura –que la poesía
sea el centro y motor del mismo no les exime de conocer otros géneros, sobre
todo porque también hablan de ellos: no es ninguna obligación leerlo todo pero,
entonces, lo mejor es guardar silencio-, pero fíjense si ésta que tengo que
presentar es magnífica que me la he leído entera (ya, claro, un poco por
vergüenza torera, porque no te quedaba otra, por compromiso, pero como no
puedes establecer comparaciones con el resto de novedades que se publican esa
misma semana, en muy poco ayudas al lector a seleccionar); o aquellos que se
jactan de no ver cine español (o de otra nacionalidad, de tal género, con cual
protagonista, dirigida por aquel) pero un buen día se caen del caballo en el
camino hacia Damasco porque hay un título en concreto que se sale de la norma
que ellos mismos han escrito y le hacen la ola (¿Cómo saben que esa es la que merece
la pena? ¿Cuál es el rasero empleado para medir? ¿Ocho apellidos vascos sí es la gran comedia española del siglo y
bate por goleada a todas esas que, vuelves a repetir en el texto, no has visto
durante no sé cuántos años? Ya me lo explicarás, Alfonso Ussía o, mira, mejor no,
allá tú y los que te sigan ciegamente); o esos que sólo se sienten bien
aplaudiendo lo minoritario, en el sentido de que las salas de proyección estén
vacías o los volúmenes cojan polvo en las estanterías y posteriormente en los
almacenes, en ocasiones como previo paso a la guillotina (¡Horror!), esos que
se ponen la venda antes de la herida, antes de que el público opte por una cosa
u otra, deseando que haya un rechazo casi generalizado para poder afirmar “es
que es para pocos, no todo el mundo está dispuesto a una obra así o puede
entenderla”, elitismo vacío y endogámico (hasta Buñuel preguntaba si las salas
estaban llenas, ¿qué os parece?); son gentes que en realidad no aman aquello
que les ocupa, que gustan de sentirse superiores a costa de menospreciar a los
que pagan (porque, obviamente, ellos sólo van a lo que les resulta gratis, “porque
ese es mi trabajo”, el que desempeñan sin ninguna ética, diciendo lo que
algunos quieren escuchar, palmeando espaldas, vilipendiando al que no es de su
agrado –o al que un día les dejó con el trasero bien al aire-), esos que siguen
pregonando que el arte que merece tal nombre es el que no se comprende, el que
está al margen de los grandes circuitos, el que no interesa al público, el que
sólo ellos alaban y promocionan, los peores embajadores posibles de un placer,
un gozo, un entusiasmo, un arrebato, una pasión, un divertimento que cada cual
encuentra a su modo, sin poder explicarlo, precisamente por eso conquista y se
hace imprescindible.
Y mientras ellos siguen recurriendo a términos tan vagos y que no
definen nada como “bueno”, “malo”, “mayor”, “menor”, estableciendo jerarquías
aristocráticas (en el sentido etimológico del término: “el poder de los mejores”
–que es como ellos se ven-), arrugando el hocico ante lo que les resulta
trivial, fútil, inane, entretenido (sólo oírles pronunciar esta palabra es para
salir corriendo), mientras se toman tan en serio que arrinconan todo lo que les
parezca una mera evasión (y lo condenan sin paliativos: sólo les sirve aquello
que no puede ser tildado como tal, es decir, están dando a entender que sólo
quieren aburrirse), la novela policiaca continúa en plena forma, proporcionando
diversión a raudales, haciendo la crónica del momento en que se escribe o de la
época en que sitúa su acción, radiografiando emociones, enredándose en
disquisiciones filosóficas que enriquecen la trama, afrontando las
investigaciones de los crímenes como excusas para escudriñar las facetas
oscuras de cada quien, siguiendo la senda de nombres imprescindibles como
Georges Simenon, Raymond Chandler o Patricia Highsmith, haciendo literatura sin
complejos ni esquemas ni prejuicios ni queriendo contentar a nadie (¡Ay,
aquellos críticos que se lamentaban de que el creador de Philip Marlowe no utilizase
el talento que no podían negarle para escribir otros géneros que le mereciesen
más!). Y, así, por ejemplo, nos topamos con Maurizio de Giovanni, autor
napolitano especializado en el género, al que dota de un aura existencialista
que desasosiega, impregnando sus páginas con un tinte sombrío, desesperanzado,
trágico, especialmente en la serie que protagoniza el comisario Ricciardi, un
peculiar investigador al que podríamos emparentar con el propio don Quijote en
el sentido de ser la encarnación perfecta de un caballero de triste figura,
alguien que arrastra una condena que le hace aislarse y querer alejar a
cualquiera que se interese por él, alguien que mantiene a buen recaudo su
corazón para no contaminar a los demás, alguien que ha cercenado sus emociones
porque convive con los que han sufrido una muerte violenta, porque es testigo
de sus últimas palabras, porque los ve ante sus ojos con la misma corporeidad
que a sus semejantes, repitiendo su letanía, permaneciendo en el mismo lugar
mucho tiempo después de que haya sido levantado su cadáver hasta que poco a
poco se van desvaneciendo, cediendo su sitio a otros que reviven por mor de lo
que Ricciardi denomina “el Asunto”, esa terrible herencia que le dejó su madre,
ese vacío que le perfora una y mil veces, ese peso que le hunde en lo que para
algunos es melancolía, para otros carácter huraño, para los más cercanos coraza
inexpugnable, tal vez fobia social, miedo a los demás, para el lector suplicio,
flagelo, llaga siempre abierta, dolor persistente que se traduce en una
escritura muy lacónica, a ratos poética, a veces delirante, pero siempre muy
cuidada, muy efectiva y nada afectada, con un ritmo muy medido y acorde con una
narración que, sin descuidar lo meramente policiaco, incide en lo que es su
verdadera columna vertebral, su razón de ser, su particularidad: los recovecos
del alma, qué puede llevar a alguien a cometer un crimen.
La editorial Lumen ha lanzado recientemente en España el sexto título de
la serie (también están en su catálogo los cinco anteriores), Y todo a media luz (aunque tiene sentido
y sea descriptivo, se pierde la fuerza del original –Vipera, es decir, Víbora-),
una nueva muestra de la buena salud de que goza Ricciardi en lo que a inventiva
de su creador se refiere, una entrega que abunda en los hallazgos y aciertos de
las anteriores (aunque en cada una se resuelva un misterio, conviene leerlas en
orden para asistir a la evolución/involución del personaje central –y de los
varios recurrentes que le acompañan-, para ir asumiendo el código en que las
historias se narran, para ir empapándose de la prosa de de Giovanni que, según
va mostrando lo que carcome el ánimo de su protagonista, va mezclando nuevos
colores en su paleta para mostrar la realidad del Nápoles de 1931 –año en que
situó la primera novela, en la sexta ya nos encontramos en 1932- y va ensombreciendo
tonos, aumentando la polifonía de lamentos que hablan de hambre, de carencias
afectivas, de amores contrariados, de venganzas enquistadas en los genes, de
opresiones políticas, de persecuciones, de la miseria que lo inunda todo sin
ningún tipo de misericordia), una novela que a ratos conmueve, en otros
perturba, en la que los personajes se juzgan con crueldad (en más de una
ocasión es el propio asesino –sin desvelar nada, dicho en general, a veces
puede que haya más de uno, en otras el crimen lo ha cometido una mujer-, es la
voz del homicida la que nos interpela, nos sacude, escupe su rabia, su furia,
su frustración, ofrece su lado más humano, más tierno, más amoroso, nos lleva
de lo más sublime a lo más bajo, de lo vivificante a lo terrible en cuestión de
segundos), una lectura que nos obliga a continuar en ella compulsivamente, por
mucho que sintamos ciertos latigazos porque nos preocupa el destino de esas
almas que ahí están reunidas, que han sido atrapadas por una pluma vigorosa que
transmite nervio y hondura sin que eso suponga ninguna merma en lo puramente
entretenido (aunque cada uno considera como tal eso que le hace pasar el tiempo
sin sentir, llámese Gustave Flaubert o Agatha Christie, y es que cada momento
requiere un autor y no otro), en el problema a resolver, en el interrogante que
esperan y desean los que tan sólo buscan un buen rato que nos les complique la
existencia más allá del momento concreto de la lectura, anhelo que merece tanta
recompensa como la del que pide un algo más, un añadido, en este caso un
complemento que se impone como ingrediente principal, aunque se percibe que de
Giovanni trenza el misterio con habilidad, con mimo, con respeto por el lector,
y sabe sedimentarlo con ese algo que caracteriza su estilo, su prosa, sus
logros (hace unos meses, la colección Roja y Negra de Reservoir Books lanzaba El método del cocodrilo, primera entrega
de una saga situada en el Nápoles actual –no en vano es la ciudad natal del
autor-, que dejaba muy claro que a de Giovanni le preocupa tanto lo uno como lo
otro, logrando una combinación tan perfecta que nadie podría decir si lo
policiaco le llevó a lo existencial o fue al revés, el caso es que todo fluye
con tan facilidad que resulta irresistible).