La grafía del título provoca que no quede claro de qué estamos hablando aunque
en realidad no sea necesaria ninguna matización, ya que da lo mismo que
pensemos en la Historia, con mayúscula, con todo su peso, con toda la intención
del mundo, como en una historia con minúscula, la de cada quien, la particular,
la que se narra o escucha, la que se vive, porque ambas se entremezclan con
acierto, vigor, un punto de provocación (en el sentido de espolear, de activar,
de hacer pensar, de interrogar al lector), un mucho de ironía, sus buenas dosis
de sorna y enorme talento literario en la última novela de Jordi Soler, Ese príncipe que fui, publicada por
Alfaguara a finales de 2014. El escritor mexicano de origen español (su familia
abandonó Barcelona, la ciudad en la que él reside actualmente, tras la Guerra
Civil) nos ofrece una vibrante crónica, un a modo de reportaje novelado que se
impregna y empapa de ficción para narrar como si fuese verdad la peripecia
vital del último descendiente de Moctezuma, un texto tan espléndidamente
armado, tan veloz, poseedor de una prosa que literalmente avasalla, un verbo
que se impone, que cautiva, que deja tan sin aliento que uno no puede sino tomárselo
al pie de la letra, creerse hasta el interlineado, entrar en la broma, en el
juego planteado, olvidar a ratos que estamos ante una novela para tomar el
texto como un apunte biográfico, una experiencia en primera persona, el fruto
de una investigación que el narrador va desgranando casi en tiempo real, como
si sucediese ante nuestros ojos (que es, por otro lado, lo que consiguen los
escritores de raza: las palabras cobran vida cada vez que son leídas, pero sólo
si la poseen de antemano son capaces de involucrar al lector, haciéndole
partícipe y protagonista de las emociones que convocan, pareciendo que están
pensadas en exclusiva para nosotros).
“Mi historia con el príncipe empezó a partir de un artículo de periódico
que hablaba de la princesa Xipaguazin, de su penosa vida en Toloríu, en el
Pirineo catalán, y de esa estrambótica cadena de descendientes que terminaba,
según decía el artículo, en Su Alteza Imperial Príncipe Federico de Grau
Moctezuma”, explica el narrador muy al principio, destacando a continuación el
hecho de que lo que más le llamó la atención fue conocer la leyenda que aseguraba
que el tesoro del emperador azteca, todo lo que entregó a su hija antes de que
se la trajesen para España como máximo botín de lo que conocemos como Conquista
de México, llevaba enterrado casi quinientos años a unas tres horas en coche,
casi al alcance de su mano. A partir de ahí, llevado por la codicia o al menos
por la curiosidad de que nadie se haya preocupado de buscarlo, de
desenterrarlo, de que nadie lo haya encontrado, tras intentos infructuosos con
detector de metales de por medio, tras olfatear el lugar como todo un sabueso,
no aparecen ni monedas ni piezas doradas ni nada por el estilo, pero sí recuerdos,
testimonios, documentos, nombres, una genealogía que le lleva hasta ese personaje
que, arruinado, arrumbado y olvidado de todos e incluso de sí mismo, aún sigue
presentándose como príncipe de una corte con un solo cortesano, su fiel
Crispín, desahuciado en un retiro lejano, precisamente en México, triste
recuerdo de una pompa y gloria pasadas que se sustentaron en quimeras, en
engaños, en picardías, en los intereses de los próceres del franquismo por
emparentar con la nobleza. Jordi Soler retrata con brochazos gruesos a los que
medraban y merodeaban alrededor del dictador (e incluso al mismísimo Franco en
una delirante y surrealista, como no podía ser de otro modo, visita a Dalí en
la que se fragua el destino del supuesto descendiente de Moctezuma, al que se
inviste de la púrpura necesaria para que pueda conceder a su vez títulos
nobiliarios –previo pago, por supuesto-, algunas de las páginas más gloriosas
de Ese príncipe que fui, desopilantes
por certeras, carcajeantes por verosímiles, vitriólicas y empapadas de la
rebaba quevediana, se encuentran en este tramo del relato), dando los trazos
precisos para dibujar el panorama rancio, espeso, insustancial y pedestre de
una España que, querámoslo o no, no es tan lejana ni ha sido realmente superada
(y lo mismo podría decirse de otros muchos países).
Pero, por encima de todo, lo que alienta la novela, lo que le da un
carácter podría decirse épico, lo que la eleva por encima de otras con las que
comparte espacio en las librerías, lo que convierte su lectura en un disfrute,
al margen de lo ya indicado sobre una prosa que es como un torrente imparable,
un constante fluir de palabras magníficamente armonizadas, casi con un ritmo
musical, con una cadencia irresistible, es la creación de ese personaje que
recoge, sintetiza, resume una tradición y la enriquece, un primo hermano de
Rinconete y Cortadillo, un pariente cercano de Lázaro de Tormes, del Buscón,
hasta de Carpanta, pícaros que sólo querían calmar el hambre, alimentarse, saciar
el apetito, aunque en el caso que nos ocupa, el tal Kiko Grau no se conforma
con eso porque se cree, siente, reivindica como heredero de una estirpe de
emperadores y al mismo tiempo es un tipo muy vivo, un aprovechado que, por otro
lado, no sabe actuar en su propio provecho, un personaje con muchas aristas,
una personalidad poliédrica que Soler describe con precisión, ocultándola
cuando le da voz, camuflándose en la mentira o en el relato interesado para
causar la mejor impresión posible a su interlocutor, recurriendo a elementos
historiográficos que aunque falsos resultan reveladores y apuntalan a la
perfección el juego literario, la invención del propio príncipe que se mezcla
con lo que otros intuyen, suponen, imaginan, una figura que, a fuerza de
resultar paródica, falsaria, exagerada, mitificada, adquiere esa verdad que
sólo anida en la buena literatura, en la que permanece en el ánimo, el regocijo
y el recuerdo del lector mucho tiempo después de haber cerrado el libro, una
absoluta creación que se inscribe en la nómina de personajes inolvidables.