Me gusta poder titular este texto con unos versos del poema que Julio
Cortázar (referente, maestro, autor al que llevo demasiado tiempo postergando
cuando merece extraer del arpa los sonidos más armoniosos, entusiastas y
admirativos) dedicó al Che Guevara, a quien nunca vio, lo que no fue óbice para
establecer un hermanamiento de alma, de lucha, de pasión, un reconocimiento que
pasa por quererle a su modo y por asumir que su voz (esa voz a la que debemos
tanto antes, durante y después de Rayuela,
esa obra que sólo se puede experimentar, sentir, dejar latir, esa permanente
inspiración), que algunos versos, que muchas palabras, que su pluma se ha
impregnado de las esencias del guerrillero intelectual (“le tomé su voz,/ libre
como el agua”). Más allá de, aunque sea en un suspiro, poder detenerme en la
figura del gran escritor argentino, he elegido este pórtico porque conocí ese
poema en la voz de su autor (con una cadencia que le imprimía un carácter
misterioso, casi de delirio, diríase que el adulto evocaba sus fabulaciones de
niño –“Yo tuve un hermano / que iba por los montes / mientras yo dormía”-, sin
conocer a quién va dirigido –e incluso sabiéndolo-, las palabras de Cortázar
adquieren al ser dichas por él un aura de ensoñación que provoca un ligero y
agradable temblor –pueden encontrar la grabación en la red, anímense-), puesto
que esos versos inspiraron a Pablo Milanés su canción Si el poeta eres tú (“Si el poeta eres tú, / como dijo el poeta, /
y el que ha tumbado estrellas en mil moches / de lluvias coloridas eres tú, / ¿qué
puedo yo cantarte, / Comandante?”) y el trovero cubano quiso que el propio
Cortázar introdujese de ese modo la canción, dejando clara la genealogía de la
misma, en el disco Querido Pablo,
donde un buen puñado de amigos le agasajaban, acompañaban, coreaban, rendían
tributo (Mercedes Sosa, Ana Belén, Silvio Rodríguez, Miguel Ríos o Joan Manuel
Serrat eran algunos de los convocados). Y como las casualidades no existen y
hay ciertas interconexiones inevitables (e incluso deseadas en lo que al mundo
del arte se refiere, puesto que así vamos encadenando libros, canciones,
cuadros, películas, obras de teatro, unas creaciones llevan a otras casi
instintivamente, complementándose o rechazándose, dialogando entre ellas y con
el receptor), no es difícil llegar a Chico Buarque, en primer lugar porque él también
participaba en la convocatoria (interpretando una sobrecogedora La vida no vale nada), pero muy
especialmente porque, más allá de sentir el susurro de sus versos y trovas
durante la lectura, no he podido ni querido evitar rememorar continuamente el
latiguillo “yo tuve un hermano” pronunciado con el acento de Cortázar al
navegar por las páginas de la nueva novela del brasileño que ha editado
recientemente Literatura Random House.
Y no es sólo que el título ponga en bandeja el hecho (El hermano alemán), sino que el
protagonista de la historia, Ciccio, un trasunto del propio autor, pasa gran
parte de su vida queriendo saber si ese hijo que su padre tuvo antes de casarse
con su madre existe y si es así qué pasó con él, por qué no le han buscado, por
qué se ha convertido en un fantasma familiar, en una leyenda, en alguien a
quien se nombra entre susurros, mascullando, recurriendo a metáforas,
perífrasis o elipsis, esa ausencia que, según va cobrando consistencia y
realidad, activa la curiosidad y la imaginación de Buarque, quien ha hablado en
numerosas ocasiones de este misterioso y desconocido hermano al que trató de
localizar y cuya peripecia vital intenta reconstruir mientras juega a mezclar
lo auténtico con la ficción, a ratos fabulando y en otros desmenuzando su
propio proceso mental y emocional según avanza en la investigación con la que
quiere poner rostro al primogénito familiar, repasando y repesando lo vivido,
lo dado por sabido, lo ocultado, rellenando los huecos con su desbordante capacidad
para imaginar, su apabullante cultura, el conocimiento que ha ido adquiriendo
en la monumental y envidiable biblioteca paterna, esos volúmenes que invaden y
anegan el hogar, esos estantes repletos de obras en multitud de idiomas, con
variedad de tonos, estilos y épocas, un laberinto de letra impresa en que se
apiñan y conviven poetas, novelistas, enciclopedias, diccionarios, nada escapa
al síndrome de Diógenes bibliófilo que alienta al padre de Chico Buarque. Benditamente
envenenado de palabras, la prosa del aquí novelista (también, al margen de
músico –la actividad que más fama le ha dado-, podríamos nombrarle como poeta o
autor teatral) es torrencial, imparable, con pocos puntos y aparte, engarzando
frases con gran fortuna, con un ritmo muy medido que pudiera pensarse acompasado
por rasgueos de guitarra, muy literario pero imbuido de la musicalidad que nos
arrebata en composiciones como Construcción,
A pesar de usted, Valsecito y el archiconocido Oh, qué será, casi reproduciendo en
tiempo real el modo en que el narrador intenta ir encajando las piezas,
poniendo palabras sobre los puntos suspensivos, subiendo el volumen de las
conversaciones susurradas por sus padres, iluminando los reproches callados,
comprendiendo y descubriendo cómo son sus progenitores, enfrentándose a lo que
se le presenta como verídico, dando verosimilitud a lo que intuye o ansía
demostrar sucedió de ese modo, manipulando lo cotidiano para que reproduzca lo
que tan sólo es una posibilidad, una suposición, una quimera, una historia que
necesita cerrar, impelido por su talante y talento narrativo.
Buarque logra conjugar lo popular, el habla de los personajes, lo más
mundano y reconocible, con la erudición adquirida en los libros que ha tenido a
su alcance desde edad muy temprana, narra en diferentes estratos, se permite
breves digresiones que apuntalan la principal, esa fiebre que le mueve y le
hace relacionar el detalle más absurdo y estrambótico –en la plena acepción del
vocablo: un añadido, algo en realidad prescindible puesto que “catorce versos
dicen que es soneto” y el resto no aporta nada-, la anécdota más intrascendente
con el objeto de su pesquisa, ese delirio que le hace hallar pistas donde no
las hay (porque no son tales), pero es precisamente en ese frenesí donde el
novelista sale más airoso, donde mejor demuestra su capacidad narradora, porque
todo se va aunando con suma facilidad, cada elemento encuentra su lugar y el
conjunto resultante es una aventura emocionante, con tiempo para la emoción detectivesca,
el costumbrismo, la ironía, la parodia, la evocación, sabiendo lanzar impulsos
que el lector recibe con gozo, aportando su propia perspectiva y conocimiento,
dejándose arrastrar por el poder fabulador que Buarque recoge de Carpentier,
García Márquez, Rulfo, Amado, esa larga tradición que, por supuesto, incluye a
Valle-Inclán, Pérez Galdós, Gómez de la Serna, autores que juegan con las
palabras, las innovan, les insuflan nueva vida, acuñan nuevos significados,
escritores dueños de un discurso poderoso, irresistible, inagotable, que
aglutina estilos y tonos, que aúna lo más fabuloso con lo más terrenal sin
establecer fronteras, armando la narración con gran coherencia y sin abusar de
la paciencia del lector, todo lo contrario, transformándole en cómplice activo.
Al llegar al final, cada uno sacará una conclusión (y se preguntará qué hubiese
hecho, qué haría si de repente tuviese la sospecha de que tiene algún familiar
desconocido, alguien desgajado del tronco, una rama suelta que no sabe a qué
rincón fue a parar), pero sin duda la literatura sale triunfante del envite
porque explora cada hogar, qué nos resulta armonioso y qué no, con qué nos
sentimos plenos, porque todos hemos sido conscientes de que los mayores
intentaban ocultar algo y en su torpe disimulo desvelaban más de lo que
querían, porque en cualquier momento podemos sentir la presencia de un hermano
desconocido e invisible que nos muestre “detrás de la noche / su estrella
elegida”.