miércoles, 18 de marzo de 2015

MÁS DE MIL PÁGINAS DESPUÉS



  

 Cuando empiezas a ser lector compulsivo, los libros que más llaman la atención son los gordísimos, esos volúmenes que se antojan interminables en el sentido de necesitar mucho tiempo para llegar al final, que “son para los mayores” porque las lecturas pensadas para un chaval no suelen exceder de un número más o menos determinado de páginas, tentaciones que piden sumergirse en ellas sin salvavidas, a lo que caiga, no porque sean títulos prohibidos (al menos en mi caso) sino porque a los diez u once años llegas demasiado pronto al final de las historias de Enid Blyton, consumes ávidamente la serie de Los Tres Investigadores, en seguida te familiarizas con el universo de Agatha Christie (tanto que hasta descubres que es tu tía lejana) y, claro, lo que mola es leer un libraco de dimensiones considerables, fiebre que se extendía entre los compañeros de colegio, porque recuerdo que Elena se bebió la serie que Anne Golon construyó en torno al personaje de Angélica como si no hubiese un mañana o que Mari Paz y yo compartíamos entusiasmados nuestras impresiones sobre Lo que el viento se llevó (aún recuerdo con emoción el día en que Chari, la peluquera de las mujeres de la familia, me prestó el novelón de Margaret Mitchell en un solo tomo que comencé a devorar en ese mismo momento). Lo único malo de este tipo de libros era su dificultad para llevarlos en el metro (era imprescindible llevar alguno a mano camino al instituto, excepto cuando se imponía un repaso final durante el trayecto antes de algún examen), que abultaban demasiado y no todos eran cómodos y manejables (esa contundencia de ciertos volúmenes que, por otro lado, tanto satisface al bibliófilo –sólo por contemplarlos, merecen la pena-), especialmente durante un curso en que, no sé por qué, me dio por llevar en la mano los libros, los cuadernos, un batiburrillo que más de una vez terminó en el suelo (y mira que, en general, siempre he sido de mochilas, bolsas, echarme a la espalda lo que sea con tal de llevar las manos desocupadas, pero un momento tonto en la vida lo tiene cualquiera –bueno, no ha sido el único, pero sí el más incomprensible y cerril que en este momento se me ocurre-). Y esta querencia y afición por los volúmenes de muchas páginas no hace sino aumentar según uno acumula experiencia lectora, descubre el XIX (ese siglo en el que están casi todas las mejores novelas de cualquier vida, como nos enseñó Luis Landero, magisterio siempre presente) y pasa horas y horas con La Regenta o con Galdós o con los rusos o con Madame Bovary (que no es demasiado extensa comparada con tantas de sus contemporáneas, pero sí lo es al lado de las aventuras de Los Cinco –algún día, ahora no para no enredarme en otros vericuetos y perder el hilo, contaré por qué leí la obra cumbre de Gustave Flaubert, por qué la elegí como compra, cómo fue la carambola que me llevó hasta una de las lecturas que más me ha complacido-).
   Toda esa tradición, tanto en lo autoral como en lo que se refiere al lector, es la que ha recuperado, vivificado, hecho renacer Chufo Lloréns con La ley de los justos, el título que acaba de publicar Grijalbo (volumen, por cierto, ligero y manejable a pesar de sus dimensiones, todo un acierto), novela que supera las 1100 páginas, con un cuerpo de letra pequeño aunque muy legible, con la mínima separación  entre capítulos –el número, el título y pocas líneas en blanco- para que el texto no se expanda aún más, con un papel de buena calidad (sin recurrir al biblia, bajísimo en gramaje, gracias al que tantos tomos de obras completas hemos podido gozar –y cuyos ejemplares en ocasiones acariciamos, recreándonos en su mera contemplación-, pero incómodo para los desmanotados y sudorosos como yo), no porque haya pretendido ser original, más bien todo lo contrario: ha dado nuevos fríos al folletín, al que tantas veces se denuesta sin conocer su verdad, su esencia, los autores que lo convirtieron en categoría literaria, pensando en las malas imitaciones actuales (sobre todo televisivas), una manera torrencial de narrar que, no siempre con la calidad ni el mimo necesario, se ha dado más entre los escritores anglosajones, sin complejos ni escrúpulos absurdos, y en España ha quedado relegada a novelas de claro corte romántico (lo que no es necesariamente negativo –de hecho, la peripecia amorosa, varias en realidad, es uno de los ingredientes básicos y necesarios para despertar la empatía, la fidelidad del lector-, sí lo es despistar, dar gato por liebre, jugar al tocomocho con el lector) engordadas con una supuesta recreación histórica para darles una apariencia más erudita o se ha empleado mal, desarrollado peor, abundando en el error, exacerbando el estereotipo, olvidando a Dumas, a Dickens, a Balzac, a Galdós (repetiremos su nombre muchas veces hoy, sé que Chufo lo rubricará). Conversar con este autor es un absoluto deleite porque, por encima de todo, es un apasionado de la cultura, de la Historia, de la literatura, porque disfruta con lo que hace y lo transmite, porque no pierde el buen humor, porque le interesa lo que cuenta el interlocutor, porque él mismo pregunta, inquiere, participa activamente, porque se entusiasma, porque, a pesar de los éxitos logrados, de las cifras de venta de sus anteriores libros, de la magnífica recepción que está teniendo éste que, en un mundo acelerado, en las que se sigue arrinconando, ignorando, destrozando lo cultural, muy especialmente lo relativo a la letra impresa, ha arrancado con fuerza y presenta las mejores expectativas para Sant Jordi (no en vano el grueso de la narración transcurre en la Barcelona de los años finales del siglo XIX), sino para la Feria del Libro de Madrid, lugar en que proveerse de lecturas para el largo y cálido verano (luego que cada cual matice o varíe los adjetivos, pero no me resisto a convocar para la ocasión al espíritu de Faulkner). Además, Chufo llegó a la literatura sin ningún tipo de pretensiones, fue una consecuencia natural de su afición por la Historia con mayúscula y de su gusto por las historias con minúsculas, un ejercicio intelectual para mantenerse en forma y activo, una diversión que cristalizó en una nueva carrera, en un nuevo oficio, en una condición –la de escritor superventas- que él no deja de vivir como una anécdota, aunque tomándose muy en serio la parte artesanal, la creativa, la que atañe a sus fieles seguidores a los que sigue intentando agradar y sorprender con cada nueva entrega –y no hay duda de que lo consigue con creces viendo los resultados, es decir, dejándose arrastrar por el torbellino de peripecias de las que se da cuenta en La ley de los justos.
   Cuando una novela comienza en Cuba, en seguida pasa a la Barcelona inmersa en los fastos de la Exposición Universal de 1888, en un momento pujante para los movimientos obreros –fundación de la UGT ese mismo año-, con personajes reales tan impresionantes como Jacinto Verdaguer (por citar sólo uno de entre la apabullante nómina –el que más ha calado en el autor, en seguida lo comprobaremos-), cuando se volverá a cruzar el Atlántico, con genealogías que cuidan o rechazan o mancillan el escudo, el apellido, la herencia recibida, cuando se tiene delante al escritor que se ha embarcado en una redacción que le ha llevado cuatro años lo lógico es querer comenzar por el principio, es decir, por el punto de partida que le llevó a confeccionar este vívido fresco de aquellos años en concreto: “El esquema nació cuando me puse a buscar un trozo de Historia que fuese más cercano que el siglo XI [en referencia a sus dos obras anteriores –Te daré la tierra y Mar de fuego-, las que le dieron el pasaporte hacia las listas de los más vendidos], en el que pasarán muchas cosas y no que estuviera demasiado trillado: sí lo está la Semana Trágica, periodo muy atractivo pero que deseché por este motivo, sin embargo, de esta época inmediatamente anterior al siglo XX, sólo encontré Mariona Rebull, la saga de Ignacio Agustí en torno a los Rius, pero tratada de una manera muy diferente a cómo empecé a forjarla cuando fui buceando, investigando, leyendo y aparecieron cosas tan novelescas pero reales que puede decirse me vi forzado a escribir sobre ello”. Confiesa que el trabajo fue como ir montando un puzle, encajando las piezas que le sirvieran para su propósito, cambiando el curso de la Historia en ocasiones, alterando sucesos documentados, incluso trayéndose personajes de años posteriores (es el caso de Enriqueta Martí, la tristemente conocida como “la vampira de Barcelona”, inspiradora de su Pancracia Betancurt), todo en aras de construir una narración bien armada y con elementos suficiente “para que el público se enganche y no pueda dejar de leer”, poniendo su labor como novelista por delante de las demás: “Nunca he querido hacer un libro de Historia novelada, no es lo mío: escribo novela histórica, destacando siempre lo primero; me aproximo a la verdad todo lo que puedo para así fabular con cimientos, pero dejándome llevar”. Es de alabar (y de disfrutar, de demorarse, de aprehender) su gusto por el detalle, su prosa irresistible pero pródiga en elementos minúsculos, incluso a ratos imperceptibles al estar inmerso en los asuntos principales, en la trama, en la psicología de los personajes, pero van dejando un regusto a clasicismo, van construyendo un momento, una atmósfera, una realidad, capturando los sonidos, los olores, las tradiciones, trabajando por acumulación y reviviendo una época con efectividad, con acierto, con viveza, con el aliento de Galdós, con ojos, sensibilidad y premura de cronista, con paciencia y sabiduría de novelista: “Una novela ha de ser como la vida, hay que reflejar el protocolo a través del cual nos comunicamos, esa es la manera de meter al lector en la historia, sin excederse en la sal, pero aportando el detalle para que el lector pueda imaginar y para ello se necesita una descripción, tal vez escueta pero cumplida, respetando los modismos de la época, adaptándose a ella”.
   Chufo no fue consciente de estar escribiendo una novela de semejantes dimensiones hasta que se lo advirtió su editora (“Sabía que era larga, claro, es algo que va con el género, pero  en ocasiones escribía tan rápido, embebido en la historia, disfrutando yo mismo por lo mucho que me gustaba tal o cual personajes, que las horas pasaban volando y las páginas se sucedían sin freno. También tuve tiempo para sentirme frenado y sin inspiración, por supuesto, así es este oficio. Mi mayor satisfacción es que los primeros lectores encuentren coherente la resolución y no vean cabos sueltos”) y el caso es que surgió un problema técnico que hubo que solucionar: “Eran 1.500 páginas y no cabía en la máquina, el lomo no daba para tanto; se especuló con hacer dos tomos, pero eso encarecía mucho la edición, y optamos por purgar el texto, quité lo accesorio, lo que era bonito pero no aportaba a la trama o con lo que ésta no se resentía a pesar de la eliminación y creo que ha quedado muy diáfano, aunque me dolió quitar páginas, claro”. Y este amor por las palabras (agudizado, por supuesto, por el hecho de haber suprimido muchas de las escritas por uno mismo), esta devoción por la letra impresa se deja sentir en La ley de los justos a través de la historia de amor entre Juan Pedro y Candela, nacida al calor de los libros, alimentada por la literatura, auspiciada por un personaje entrañable como Cardona, el librero ciego que pide que le lean para seguir alimentando su pasión, dos personajes que entrelazan sus corazones porque comparten la entrega y la necesidad por las historias soñadas por otros, sin duda la parte que más arrebata e implica, letraherido que no puede ni quiere uno evitar ser, a buen seguro cada lector encontrará su momento, su personaje favorito, hay muchos donde escoger, el propio autor no tiene reparos en confesar sus preferencias cuando se le pregunta por cuál fue su mayor sorpresa literaria, con qué personaje estableció lazos más estrechos como autor: “Sin duda, ha sido como revelación conocer a Jacinto Verdaguer porque yo tenía una imagen muy concreta y ceñida a lo que más se sabe y cuenta sobre él, todo el asunto de los barcos entre Cuba y España, su relación con López Bru, triunfador en los Juegos Florales, pero no desconocía todo lo relativo a los exorcismos, que fue suspendido y no pudo decir misa durante unos años, su ruina a manos de la viuda Durán, en fin, una vida de esas que siempre hemos llamado de novela”. Dice que hasta el verano no se pondrá de nuevo a escribir, “aunque no es lo mismo ponerte con menos de 80 años a trabajar tanto tiempo que hacerlo ahora, hay que ser realistas”, pero el caso es que contemplándole, charlando con él, gozando con su mente despierta y ágil, con su conversación cálida, uno tiene la impresión de que aún tiene cuerda para rato y sabiendo que todos los escritores tienen mil ideas más o menos esbozadas se le requiere que, al menos, dé alguna pista y no es que eche balones pero regresa a su anterior lamento: “Tengo muy en el alma las 300 páginas que hubo que suprimir, pero ya veremos qué pasará: hay tiempo para que algo diferente surja, pero no descarto recuperar lo perdido, es decir, esos capítulos eliminados que el lector de ésta podrá colocar en su orden, aunque se editen en otro volumen, y así completar el cuadro”. Uno, que ya saben los habituales que es osado cuando está en modo lector/espectador, le pide que considere la posibilidad de escribir sus memorias, especialmente en lo relativo a sus muchos y fructíferos años como empresario y promotor de espectáculos (él fue, por ejemplo, quien trajo al gran Enrique Pinti por primera vez a España y el gran cómico argentino siempre tiene palabras de agradecimiento para “don Chufo”, que es como le nombra con tono de respeto –así lo hizo, por ejemplo, cuando actuó en Madrid en el último diciembre-; siguen siendo buenos amigos y Chufo me cuenta una anécdota personal que da muestra de lo mucho que se aprecian pero no la revelo porque eso es algo que sólo corresponde a los que la protagonizan –sobre todo a Cristina, la maravillosa mujer que, parafraseando y haciendo realidad el viejo dicho, está al lado de un gran hombre, quien no puede evitar sonrojarse y morirse de la risa al recordar el momento- ): “Me lo han dicho mucho eso de las memorias, sobre todo las del mundo del espectáculo, han llegado a ofrecerme un cheque en blanco, pero tendría que irme de España, jajaja… La noche es propicia para secretos, para irse de la lengua…” Le digo que, con su elegancia y buen gusto, sin tener que mentir pero sin pecar de indiscreto, seguro que nos ofrecía un libro goloso y jugoso, emotivo y revelador, pero de momento parece que el proyecto queda aparcado, aunque lo que uno se atreve a vaticinar es que Chufo Lloréns aún nos dará muchas alegrías literarias.