Cuando empiezas a ser lector compulsivo, los
libros que más llaman la atención son los gordísimos, esos volúmenes que se
antojan interminables en el sentido de necesitar mucho tiempo para llegar al
final, que “son para los mayores” porque las lecturas pensadas para un chaval no
suelen exceder de un número más o menos determinado de páginas, tentaciones que
piden sumergirse en ellas sin salvavidas, a lo que caiga, no porque sean
títulos prohibidos (al menos en mi caso) sino porque a los diez u once años llegas
demasiado pronto al final de las historias de Enid Blyton, consumes ávidamente
la serie de Los Tres Investigadores, en seguida te familiarizas con el universo
de Agatha Christie (tanto que hasta descubres que es tu tía lejana) y, claro,
lo que mola es leer un libraco de dimensiones considerables, fiebre que se
extendía entre los compañeros de colegio, porque recuerdo que Elena se bebió la
serie que Anne Golon construyó en torno al personaje de Angélica como si no
hubiese un mañana o que Mari Paz y yo compartíamos entusiasmados nuestras
impresiones sobre Lo que el viento se
llevó (aún recuerdo con emoción el día en que Chari, la peluquera de las
mujeres de la familia, me prestó el novelón de Margaret Mitchell en un solo
tomo que comencé a devorar en ese mismo momento). Lo único malo de este tipo de
libros era su dificultad para llevarlos en el metro (era imprescindible llevar
alguno a mano camino al instituto, excepto cuando se imponía un repaso final
durante el trayecto antes de algún examen), que abultaban demasiado y no todos
eran cómodos y manejables (esa contundencia de ciertos volúmenes que, por otro
lado, tanto satisface al bibliófilo –sólo por contemplarlos, merecen la pena-),
especialmente durante un curso en que, no sé por qué, me dio por llevar en la
mano los libros, los cuadernos, un batiburrillo que más de una vez terminó en
el suelo (y mira que, en general, siempre he sido de mochilas, bolsas, echarme
a la espalda lo que sea con tal de llevar las manos desocupadas, pero un
momento tonto en la vida lo tiene cualquiera –bueno, no ha sido el único, pero
sí el más incomprensible y cerril que en este momento se me ocurre-). Y esta
querencia y afición por los volúmenes de muchas páginas no hace sino aumentar
según uno acumula experiencia lectora, descubre el XIX (ese siglo en el que
están casi todas las mejores novelas de cualquier vida, como nos enseñó Luis
Landero, magisterio siempre presente) y pasa horas y horas con La Regenta o con Galdós o con los rusos
o con Madame Bovary (que no es
demasiado extensa comparada con tantas de sus contemporáneas, pero sí lo es al
lado de las aventuras de Los Cinco –algún día, ahora no para no enredarme en
otros vericuetos y perder el hilo, contaré por qué leí la obra cumbre de
Gustave Flaubert, por qué la elegí como compra, cómo fue la carambola que me
llevó hasta una de las lecturas que más me ha complacido-).
Toda esa tradición, tanto en lo autoral como
en lo que se refiere al lector, es la que ha recuperado, vivificado, hecho
renacer Chufo Lloréns con La ley de los
justos, el título que acaba de publicar Grijalbo (volumen, por cierto,
ligero y manejable a pesar de sus dimensiones, todo un acierto), novela que
supera las 1100 páginas, con un cuerpo de letra pequeño aunque muy legible, con
la mínima separación entre capítulos –el
número, el título y pocas líneas en blanco- para que el texto no se expanda aún
más, con un papel de buena calidad (sin recurrir al biblia, bajísimo en
gramaje, gracias al que tantos tomos de obras completas hemos podido gozar –y cuyos
ejemplares en ocasiones acariciamos, recreándonos en su mera contemplación-,
pero incómodo para los desmanotados y sudorosos como yo), no porque haya
pretendido ser original, más bien todo lo contrario: ha dado nuevos fríos al
folletín, al que tantas veces se denuesta sin conocer su verdad, su esencia,
los autores que lo convirtieron en categoría literaria, pensando en las malas
imitaciones actuales (sobre todo televisivas), una manera torrencial de narrar
que, no siempre con la calidad ni el mimo necesario, se ha dado más entre los
escritores anglosajones, sin complejos ni escrúpulos absurdos, y en España ha
quedado relegada a novelas de claro corte romántico (lo que no es
necesariamente negativo –de hecho, la peripecia amorosa, varias en realidad, es
uno de los ingredientes básicos y necesarios para despertar la empatía, la
fidelidad del lector-, sí lo es despistar, dar gato por liebre, jugar al
tocomocho con el lector) engordadas con una supuesta recreación histórica para
darles una apariencia más erudita o se ha empleado mal, desarrollado peor,
abundando en el error, exacerbando el estereotipo, olvidando a Dumas, a
Dickens, a Balzac, a Galdós (repetiremos su nombre muchas veces hoy, sé que
Chufo lo rubricará). Conversar con este autor es un absoluto deleite porque,
por encima de todo, es un apasionado de la cultura, de la Historia, de la
literatura, porque disfruta con lo que hace y lo transmite, porque no pierde el
buen humor, porque le interesa lo que cuenta el interlocutor, porque él mismo
pregunta, inquiere, participa activamente, porque se entusiasma, porque, a
pesar de los éxitos logrados, de las cifras de venta de sus anteriores libros,
de la magnífica recepción que está teniendo éste que, en un mundo acelerado, en
las que se sigue arrinconando, ignorando, destrozando lo cultural, muy especialmente
lo relativo a la letra impresa, ha arrancado con fuerza y presenta las mejores
expectativas para Sant Jordi (no en vano el grueso de la narración transcurre
en la Barcelona de los años finales del siglo XIX), sino para la Feria del
Libro de Madrid, lugar en que proveerse de lecturas para el largo y cálido
verano (luego que cada cual matice o varíe los adjetivos, pero no me resisto a
convocar para la ocasión al espíritu de Faulkner). Además, Chufo llegó a la
literatura sin ningún tipo de pretensiones, fue una consecuencia natural de su
afición por la Historia con mayúscula y de su gusto por las historias con
minúsculas, un ejercicio intelectual para mantenerse en forma y activo, una
diversión que cristalizó en una nueva carrera, en un nuevo oficio, en una
condición –la de escritor superventas- que él no deja de vivir como una
anécdota, aunque tomándose muy en serio la parte artesanal, la creativa, la que
atañe a sus fieles seguidores a los que sigue intentando agradar y sorprender
con cada nueva entrega –y no hay duda de que lo consigue con creces viendo los
resultados, es decir, dejándose arrastrar por el torbellino de peripecias de
las que se da cuenta en La ley de los
justos.
Cuando una novela comienza en Cuba, en
seguida pasa a la Barcelona inmersa en los fastos de la Exposición Universal de
1888, en un momento pujante para los movimientos obreros –fundación de la UGT
ese mismo año-, con personajes reales tan impresionantes como Jacinto Verdaguer
(por citar sólo uno de entre la apabullante nómina –el que más ha calado en el
autor, en seguida lo comprobaremos-), cuando se volverá a cruzar el Atlántico,
con genealogías que cuidan o rechazan o mancillan el escudo, el apellido, la
herencia recibida, cuando se tiene delante al escritor que se ha embarcado en
una redacción que le ha llevado cuatro años lo lógico es querer comenzar por el
principio, es decir, por el punto de partida que le llevó a confeccionar este
vívido fresco de aquellos años en concreto: “El esquema nació cuando me puse a
buscar un trozo de Historia que fuese más cercano que el siglo XI [en
referencia a sus dos obras anteriores –Te
daré la tierra y Mar de fuego-,
las que le dieron el pasaporte hacia las listas de los más vendidos], en el que
pasarán muchas cosas y no que estuviera demasiado trillado: sí lo está la
Semana Trágica, periodo muy atractivo pero que deseché por este motivo, sin
embargo, de esta época inmediatamente anterior al siglo XX, sólo encontré Mariona Rebull, la saga de Ignacio
Agustí en torno a los Rius, pero tratada de una manera muy diferente a cómo
empecé a forjarla cuando fui buceando, investigando, leyendo y aparecieron
cosas tan novelescas pero reales que puede decirse me vi forzado a escribir
sobre ello”. Confiesa que el trabajo fue como ir montando un puzle, encajando
las piezas que le sirvieran para su propósito, cambiando el curso de la Historia
en ocasiones, alterando sucesos documentados, incluso trayéndose personajes de
años posteriores (es el caso de Enriqueta Martí, la tristemente conocida como “la
vampira de Barcelona”, inspiradora de su Pancracia Betancurt), todo en aras de
construir una narración bien armada y con elementos suficiente “para que el
público se enganche y no pueda dejar de leer”, poniendo su labor como novelista
por delante de las demás: “Nunca he querido hacer un libro de Historia
novelada, no es lo mío: escribo novela histórica, destacando siempre lo primero;
me aproximo a la verdad todo lo que puedo para así fabular con cimientos, pero
dejándome llevar”. Es de alabar (y de disfrutar, de demorarse, de aprehender)
su gusto por el detalle, su prosa irresistible pero pródiga en elementos
minúsculos, incluso a ratos imperceptibles al estar inmerso en los asuntos
principales, en la trama, en la psicología de los personajes, pero van dejando
un regusto a clasicismo, van construyendo un momento, una atmósfera, una
realidad, capturando los sonidos, los olores, las tradiciones, trabajando por
acumulación y reviviendo una época con efectividad, con acierto, con viveza, con
el aliento de Galdós, con ojos, sensibilidad y premura de cronista, con paciencia
y sabiduría de novelista: “Una novela ha de ser como la vida, hay que reflejar
el protocolo a través del cual nos comunicamos, esa es la manera de meter al
lector en la historia, sin excederse en la sal, pero aportando el detalle para
que el lector pueda imaginar y para ello se necesita una descripción, tal vez
escueta pero cumplida, respetando los modismos de la época, adaptándose a ella”.
Chufo no fue consciente de estar escribiendo
una novela de semejantes dimensiones hasta que se lo advirtió su editora (“Sabía
que era larga, claro, es algo que va con el género, pero en ocasiones escribía tan rápido, embebido en
la historia, disfrutando yo mismo por lo mucho que me gustaba tal o cual
personajes, que las horas pasaban volando y las páginas se sucedían sin freno. También
tuve tiempo para sentirme frenado y sin inspiración, por supuesto, así es este
oficio. Mi mayor satisfacción es que los primeros lectores encuentren coherente
la resolución y no vean cabos sueltos”) y el caso es que surgió un problema
técnico que hubo que solucionar: “Eran 1.500 páginas y no cabía en la máquina,
el lomo no daba para tanto; se especuló con hacer dos tomos, pero eso encarecía
mucho la edición, y optamos por purgar el texto, quité lo accesorio, lo que era
bonito pero no aportaba a la trama o con lo que ésta no se resentía a pesar de
la eliminación y creo que ha quedado muy diáfano, aunque me dolió quitar
páginas, claro”. Y este amor por las palabras (agudizado, por supuesto, por el
hecho de haber suprimido muchas de las escritas por uno mismo), esta devoción
por la letra impresa se deja sentir en La
ley de los justos a través de la historia de amor entre Juan Pedro y
Candela, nacida al calor de los libros, alimentada por la literatura, auspiciada
por un personaje entrañable como Cardona, el librero ciego que pide que le lean
para seguir alimentando su pasión, dos personajes que entrelazan sus corazones
porque comparten la entrega y la necesidad por las historias soñadas por otros,
sin duda la parte que más arrebata e implica, letraherido que no puede ni
quiere uno evitar ser, a buen seguro cada lector encontrará su momento, su
personaje favorito, hay muchos donde escoger, el propio autor no tiene reparos
en confesar sus preferencias cuando se le pregunta por cuál fue su mayor
sorpresa literaria, con qué personaje estableció lazos más estrechos como
autor: “Sin duda, ha sido como revelación conocer a Jacinto Verdaguer porque yo
tenía una imagen muy concreta y ceñida a lo que más se sabe y cuenta sobre él,
todo el asunto de los barcos entre Cuba y España, su relación con López Bru,
triunfador en los Juegos Florales, pero no desconocía todo lo relativo a los exorcismos,
que fue suspendido y no pudo decir misa durante unos años, su ruina a manos de
la viuda Durán, en fin, una vida de esas que siempre hemos llamado de novela”. Dice
que hasta el verano no se pondrá de nuevo a escribir, “aunque no es lo mismo
ponerte con menos de 80 años a trabajar tanto tiempo que hacerlo ahora, hay que
ser realistas”, pero el caso es que contemplándole, charlando con él, gozando
con su mente despierta y ágil, con su conversación cálida, uno tiene la
impresión de que aún tiene cuerda para rato y sabiendo que todos los escritores
tienen mil ideas más o menos esbozadas se le requiere que, al menos, dé alguna
pista y no es que eche balones pero regresa a su anterior lamento: “Tengo muy
en el alma las 300 páginas que hubo que suprimir, pero ya veremos qué pasará: hay
tiempo para que algo diferente surja, pero no descarto recuperar lo perdido, es
decir, esos capítulos eliminados que el lector de ésta podrá colocar en su
orden, aunque se editen en otro volumen, y así completar el cuadro”. Uno, que
ya saben los habituales que es osado cuando está en modo lector/espectador, le
pide que considere la posibilidad de escribir sus memorias, especialmente en lo
relativo a sus muchos y fructíferos años como empresario y promotor de espectáculos
(él fue, por ejemplo, quien trajo al gran Enrique Pinti por primera vez a España
y el gran cómico argentino siempre tiene palabras de agradecimiento para “don
Chufo”, que es como le nombra con tono de respeto –así lo hizo, por ejemplo,
cuando actuó en Madrid en el último diciembre-; siguen siendo buenos amigos y
Chufo me cuenta una anécdota personal que da muestra de lo mucho que se
aprecian pero no la revelo porque eso es algo que sólo corresponde a los que la
protagonizan –sobre todo a Cristina, la maravillosa mujer que, parafraseando y
haciendo realidad el viejo dicho, está al lado de un gran hombre, quien no
puede evitar sonrojarse y morirse de la risa al recordar el momento- ): “Me lo
han dicho mucho eso de las memorias, sobre todo las del mundo del espectáculo,
han llegado a ofrecerme un cheque en blanco, pero tendría que irme de España,
jajaja… La noche es propicia para secretos, para irse de la lengua…” Le digo
que, con su elegancia y buen gusto, sin tener que mentir pero sin pecar de
indiscreto, seguro que nos ofrecía un libro goloso y jugoso, emotivo y
revelador, pero de momento parece que el proyecto queda aparcado, aunque lo que
uno se atreve a vaticinar es que Chufo Lloréns aún nos dará muchas alegrías
literarias.