Así, con su cercanía y campechanía
habituales, rompiendo el protocolo, la etiqueta e incluso el envaramiento que
tantas veces se apodera de aquel que ocupa el atril frente a la orquesta y empuña
la batuta para que las notas musicales cobren vida, con la imagen fresca y un
tanto rompedora (sobre todo cuando se le ve en un puesto similar al de Mehta,
Barenboim, von Karajan y tantos otros) que le ha dado popularidad en el selecto
mundillo de la música donde ya tiene todo un nombre que va mucho más allá de su
desenfado en el vestir (de hecho, es candidato por partida doble a los Goya que se entregarán en febrero de 2016), con ese aire de no haber roto un plato, resultando
descarado sin excederse, coqueteando con una sonrisa que se mueve entre la
inocencia y la osadía, advirtiendo que estamos ante un ensayo general con todo
lo que eso conlleva (paradas, repeticiones, titubeos, ajustes, reajustes), diciendo
que en realidad vamos a asistir a algo que es más divertido que el propio
concierto porque es verlo nacer ante nuestros ojos, conocer sus entretelas, pidiendo
disculpas de antemano si el espectáculo no resulta lucido, es como Lucas Vidal
nos da la bienvenida a todos los que tenemos la fortuna de formar parte del
público elegido para conocer lo que será el Concierto de Navidad con que se
homenajeará a John Williams, uno de los nombres fundamentales para entender qué
es hacer música para cine, cita que debería reunir tanto a cinéfilos como a
melómanos porque muy pocas veces estas dos disciplinas se funden tan
prodigiosamente como cuando alguna de las creaciones del genial compositor
envuelve las imágenes para la que fue pensada y su sonido nos las devuelve con
la misma fuerza que si las estuviésemos contemplando. Y, así, con un director
que sabe crear complicidad, nos arrellanamos en nuestras butacas del Teatro
Real de Madrid sintiéndonos privilegiados y sin envidiar a los que tengan
entradas para el espectáculo del próximo 25 de diciembre porque, tiene razón
Lucas Vidal, ellos lo verán acabado, de tirón, sin fallos ostensibles (o eso es
de desear, pero nunca se sabe lo que puede suceder en este tipo de eventos por
muy ensayados que estén), sin bises no deseados, pero se perderán la verdad que
en ese momento exudan todos y cada uno de los implicados en que el concierto
quede como ellos han imaginado, ver cómo, por así decirlo, toman impulso antes
de cada número, calibran, desechan, prueban, van dando forma a lo que ya está
elaborado, no se trata de que hayan llegado esa mañana a ver qué es lo que sale,
pero aún les parece posible poder hacerlo mejor y ver esa entrega, ese
esfuerzo, esa pasión sin artificios, sin barreras, sin matices, ser testigos de
cómo la obra adquiere toda su fuerza es, en realidad, asistir a dos
espectáculos por el mismo precio.
Y aunque deben ajustar el volumen de los
micrófonos para que cada sonido llegue con la limpieza y potencia debidas, para
que los músicos y cantantes solistas no queden anulados por la Barbieri
Symphony Orchestra, es un placer cómo las notas que reunió y armonizó John
Williams para crear las melodías que fue imaginando, las que las imágenes de
otros (sobre todo de su antiguo cómplice Steven Spielberg -algunas de ellas son
proyectadas durante la ejecución de las piezas-) le inspiraron, demuestran no
haber perdido ni un ápice de energía, siguen despertando las mismas emociones
(u otras nuevas que cada uno ha ido incorporando con el paso del tiempo), bandas
sonoras que, más allá de hacernos evocar aquellas películas con las que
aprendimos a seguir soñando, nos transportan al momento en que las descubrimos,
a aquella primera vez que se grabó a fuego en nuestra memoria y, al modo de esa
magdalena proustiana por la que bien saben los lectores fieles que tanta
querencia siento, reaparece con viveza con apenas un compás. Y es inevitable,
pero maravilloso, que algunas lágrimas broten, muchas por la ausencia, por lo irrepetible,
por la sima que barrenó en el alma la ausencia de alguien, ese vacío inmenso y
oscuro que jamás se consigue rellenar, pero la mayoría por la alegría de haber
podido vivir esas experiencias: la cola para conseguir entradas en el cine
Luchana era kilométrica, pensábamos que la intentona se saldaría con un fracaso,
llevábamos al menos una hora esperando que aquello se moviera aunque fuese una
docena de pasos, creíamos que Superman debería
esperar para una ocasión más propicia cuando el tío Miguel reapareció con las
entradas en la mano (había ido hasta la entrada del cine para tratar de
averiguar por qué seguíamos en el mismo sitio desde que habíamos llegado) diciendo
que acababan de abrir una taquilla en la que, justamente, estaba apoyado (siempre
he pensado, y lo haré hasta que me muera, que se coló porque era capaz de
cualquier cosa con tal de concedernos el capricho prometido); todo el mundo
hablaba sobre la misma película, parecía que no hubiese otra, poco a poco la
iban viendo los compañeros del colegio, me mordía las uñas de ganas y envidia,
por fin un vecino, el señor Polo (Hipólito, creo recordar, pero siempre le
llamamos así), que era acomodador de uno de los cines en que la proyectaban (el
Roxy, pero no puedo asegurar si el A o el B), nos compró las entradas para que
la tía Carmen pudiese llevarnos a ver La
Guerra de las galaxias (o sea, como dentro de unas horas en que iremos a
por ese séptimo episodio que tanto hemos esperado -la tía ya no se apunta a
estas cosas, dice que son para jóvenes… ¡de más de cuarenta (y a mucha
honra)!-); vi por primera vez El
violinista en el tejado en un cine de verano junto a los tíos, como tantas
veces, disfrutando la noche y la compañía; tardé mucho en poder ver Tiburón por aquello de la edad (y la
primera vez no la vi entera porque me daba un miedo irrefrenable -tendría unos
12 años-), pero me la sabía entera porque mi hermano me la había contado;
Indiana Jones va a ser para siempre uno de mis héroes favoritos y, aunque muy
decepcionante, la cuarta de la saga la vi con Pablo en el estreno, lo que
acrecienta mi gusto por este profesor de Arqueología que hace suspirar a sus
alumnas.
Y todo ese rosario de sensaciones se va
haciendo presente según se va desarrollando el concierto, con la emoción
añadida de tener mi mano derecha entrelazada con la izquierda de Pablo, la
persona que me ha enseñado tanto sobre la música en general y sobre la que se
compone para cine en particular, alguien que adora a John Williams y le conoce
muy bien (durante mucho tiempo, no fui tan consciente de ello a pesar de que
sentía un escalofrío muy agradable cuando escuchaba alguna de las partituras
mencionadas o las de E.T., La lista de Schindler o Parque Jurásico -que también me reavivan
recuerdos, sobre todo la excursión que hicimos a La Vaguada para asistir a una
sesión matinal del último título nombrado-), Pablo es siempre el camarada
propicio para vivir momentos de éxtasis vinculados a nuestras pasiones comunes
(el cine, el teatro, la música, la literatura, el arte en cualquiera de sus
disciplinas) y latimos al compás de lo que nos llega por todos los sentidos,
dejándonos invadir por una atmósfera mágica que tendrá un esplendoroso colofón
con la aportación de Jorge Blass en el tiempo dedicado a la saga de Harry
Potter (películas que no me gustan, libros que adoro, una nueva muestra del
talento de John Williams); antes de eso, nos ha sabido a poco el prólogo en el
que participan artistazos como Dulcinea Juárez o Paco Arrojo (en realidad, nos
quedamos con ganas de escucharles más, pero el tema de presentación no encaja
con el resto del programa), ha sido sencillamente arrebatador asistir a cómo la
violinista Leticia Moreno, en tres o cuatro ocasiones, ha retomado la melodía desde
la nota más sublime, virtuosa en grado extremo, emocionante sin tregua,
dejándonos sin aliento, es simplemente brutal el modo en que Didi Rodan juega
con la arena para ilustrar el tiempo dedicado a la saga Star Wars, creando un arte efímero que deja huella, haciendo necesaria
la búsqueda de nuevos adjetivos para definir, calificar y aplaudir lo que
consigue con unos puñados de arena, con un sentido del ritmo apabullante,
haciéndonos abrir los ojos como platos (prefiero obviar el momento Solo en casa, no por Israel Lozano,
Carlos Wernicke y Jerónimo Maesso, sino por Russian Red, artista por la que
nunca he sentido más que apatía, la misma que percibí en su intervención, como
si todo le diese igual). Cuando Lucas Vidal vuelve a agradecer la asistencia
habría que gritárselo a él (y a los artistas que le acompañan en escena) por lo
mucho que nos han regalado, porque ha sido un viaje desde y hacia nosotros
mismos, porque, a pesar de esas pequeñas distorsiones de sonido (en realidad,
tan sólo manejar con algo más de tino las regletas, otorgar a cada quien la
presencia que debe tener en cada momento), nos hemos dejado acunar por una
atmósfera plácida y placentera que nos ha acariciado en ese lugar recóndito en
que atesoramos los buenos momentos, tantos de ellos vinculados a la expresión
artística. Por mucho que el ensayo sea más divertido, no dudaría en asistir (estoy
por repetir, no digo más) al concierto del próximo viernes, el día de Navidad,
para volver a deleitarme con la música de John Williams, con el sonido de la
Barbieri Symphony Orchestra, con los talentos de los invitados, con la pasión
que transmite Lucas Vidal con su batuta, con sus manos, con todo el cuerpo, con
el brillo en su mirada, ese que no nos abandona desde que empezamos con Superman y, nunca mejor dicho, nos
dispusimos a volar.