miércoles, 18 de diciembre de 2013

LEER CON EL NOBEL SOBRE LA CABEZA





      Sólo tuve ocasión de compartir unos minutos profesionales con Iñaki Gabilondo (años después le entrevistaría en uno de los momentos más gozosos que me ha permitido vivir este oficio) durante un curso para redactores de informativos que celebró la cadena SER allá por febrero-marzo de 1990 (peripecia, por cierto, que da para mucho: tal vez algún día me ponga a la tarea de narrarla), pero me dejó una enseñanza que siempre he llevado a cabo: una de las personas de su equipo, una de las de máxima confianza del periodista, nos contó que a veces éste había preferido retrasar una entrevista, perder una primicia, con tal de poder leer toda la documentación o echar cuando menos un vistazo lo más exhaustivo posible al libro que el personaje viniese a presentar, si se trataba de un escritor. Y lo cierto es que, de alguna manera, ya que prácticamente siempre he podido ejercer el periodismo manejando asuntos culturales, ese lema ha sido el eje en torno al cual he articulado mi manera de preparar una entrevista, lo que me ha llevado a tragarme mamotretos imposibles, noveluchas de calidad ínfima, clones de éxitos pretéritos, mil y un títulos que jamás hubiese elegido como lector, textos que he olvidado después de cumplir con mi obligación (casi según los iba leyendo), engendros como aquel Tania con i de Enrique Rubio, que lamentablemente llegaba con premio bajo el brazo –al no ser alguien conocido, hay que colegir que el jurado lo encontró digno de ser galardonado- (fue el propio autor quien se puso en contacto conmigo ya que conocía el programa en que participaba, quejándose del poco caso que le hacía su editorial –esa es otra batalla, pero por una vez hacían bien en querer ocultar el libro, a cuya publicación estaban obligados por las bases del concurso-). Con este exordio, largo como es habitual en servidor, sólo quiero decir que tener que atender tantas lecturas obligatorias (o, al menos, yo las sentía de ese modo –luego están los autores que no merecen el esfuerzo, que no lo aprecian, que no lo valoran-; también en ese camino he descubierto autores que se han convertido en imprescindibles, deslumbramientos, goces inesperados o con los que no hubiera topado de otro modo) ha ido provocando que aquellas que me apetecían, las deseadas, las atractivas, las auténticas se hayan ido retrasando, aún siguen así, nunca voy a recuperarlas (se edita demasiado incluso para un lector de amplio paladar, pero en medio de ese marasmo, de esa acumulación, de esa saturación, de tanto volumen innecesario, el ratón de biblioteca siempre encuentra algo a lo que querer hincar el diente); y aunque ahora esté desempleado, considerar mis blogs como la manera de seguir en contacto con mi profesión, de seguir siendo periodista (así me animó Pablo a entregarme a ellos y, es cierto, así es como debe ser: ya hay demasiados que trivializan el oficio de escribir, ese al que he vuelto con tantas ganas –en gran parte gracias a que Pablo lo siente, vive y ejercita del mismo modo: como una pasión, como una forma de vida-), provoca que siga asomándome a ciertos libros como una tarea, ciertamente muy gozosa porque ahora (desde esta humilde posición de bloguero) puedo elegir sobre qué escribo, qué leo, en qué me fijo y, como siempre he procurado, recomendar lo que verdaderamente creo interesante, lo que me motiva, lo que me llena.

   Llegar a un Premio Nobel después de su concesión provoca la sensación de tener una espada de Damocles a punto de clavarse en cualquier momento: ¿Y si no me gusta? ¿Y si no comparto los criterios de la Academia Sueca? (esos señores que, en realidad, son cada año un folio que un portavoz lee delante de la prensa convocada) ¿Y si empiezo por el título menos adecuado? Como cualquier galardón (a pesar de su repercusión y, muy entrecomillado, prestigio), el Nobel no deja de ser un referente cuando coincide con nuestras querencias y algo para denostar cuando entroniza a autores que no gozan de nuestro beneplácito (no digamos nada cuando la mención responde más a intereses extraliterarios que a las razones lógicas por la que cualquier escritor debería incorporarse a la lista); así, centrándonos en los premios vividos (a Faulkner, O´Neill, Steinbeck, Camus, Hesse y otros tantos llegué cuando pude –por cuestiones de edad, simplemente-), uno recuerda que fue el Nobel lo que le llevó a leer (y a elevar a los altares) a Toni Morrison, Gabriel García Márquez, Naguib Mahfouz, Orhan Pamuk y Herta Müller, que Nadine Gordimer siempre me ha resultado un tanto sobrevalorada (su activismo, su permanente denuncia, su posicionamiento político y social tienen un aliento más vívido que su prosa), que sólo soporto (y las leo en reclinatorio) dos obras de Camilo José Cela (La familia de Pascual Duarte y La colmena), que ya veneraba a José Saramago, Doris Lessing y Mario Vargas Llosa antes de ser elegidos o que supone una pequeña decepción cuando siguen sin ser honrados Joyce Carol Oates, Ana María Matute, Philip Roth y algunos más (o el hecho de que Miguel Delibes haya muerto sin ser Nobel). Y se da el caso de que Alice Munro llevaba un tiempo en el disparadero, en la parrilla de salida, justo desde que Sarah Polley convirtió uno de sus relatos en un filme pleno de sensibilidad, obra maestra sutil y elegante, con una Julie Christie esplendorosa (secundada por unos Gordon Pinsent y Olympia Dukakis sencillamente extraordinarios), esa joyita cinematográfica titulada Lejos de ella (2006); pero, por todo lo que contaba al principio, apenas pude asomarme a alguno de sus relatos (y reconozco que con urgencia, un “aquí te pillo, aquí te mato” como mera pausa entre una entrevista y la siguiente) y mientras iba acumulando sus volúmenes (y desde que pasó a formar parte del catálogo de Lumen aún me resultaba más atractiva, teniendo en cuenta la calidad que suelen poseer sus publicaciones), esperando la ocasión propicia para zambullirme en alguno. Y en estas llegó el Nobel para desbaratarlo todo: tenía que ser ahora o nunca, pero sentí el miedo paralizarme porque podía caer en una lectura muy condicionada, para bien o para mal, no encontrar el punto justo desde el que leerla, quedarme corto o exagerar mis sensaciones.

   Pero, por fortuna, su prosa clara, escueta, meditada, con un ritmo preciso, su capacidad de síntesis (pocas palabras, unas cuantas frases narran vidas completas), su manera de dar un vuelco al relato cuando menos lo esperas y con la mayor sencillez y efectividad (de repente, una insinuación, una mención como de pasada ensombrece la historia, varía su ritmo, revela su auténtico sentido, hace inolvidable y especial lo que parecía trivial o rutinario), su asepsia narrativa, su exposición que incluso podría tildarse de fría que se va aposentando en el ánimo del lector hasta comunicarle la profunda tristeza, la desolación que anega a muchos de sus personajes, su enorme talento hizo el trabajo correcto y ya me cuento, por y para siempre, entre los máximos admiradores de Alice Munro. Su última colección de cuentos publicada, Mi vida querida (que, por cierto, Lumen lanzará dentro de poco en bolsillo) es una continua satisfacción, un deleite sin fin, un regalo absoluto para aquel que guste de paladear, de saborear, de dejarse llevar, de cambiar la mirada, de poner el acento en lo que lo merece, de no conformarse, de no magnificar: “Podría pensarse que fue demasiado. El negocio al traste, la salud de mi madre a peor. En la ficción no funcionaría. Curiosamente, sin embargo, no la recuerdo como una época infeliz”, escribe en un momento dado, siempre basculando entre lo real y lo inventado (como decía al presentar una de las dos únicas novelas que ha publicado –La vida de las mujeres, editada en 1971 y que gracias a Lumen se ha publicado en español recientemente-, su prosa es “autobiográfica en la forma, que no en los contenidos”), difuminando fronteras porque “esto no es un cuento, tan sólo es la vida”, cerrando el volumen con cuatro relatos que “conforman una unidad distinta, que es autobiográfica de sentimiento aunque a veces no llegue a serlo del todo. Creo que es lo primero y lo último –y lo más íntimo- de cuanto tengo que decir sobre mi propia vida”.

   Y, con una simplicidad apabullante, con una escritura pausada, sin aparente esfuerzo, Alice Munro transforma cada detalle, cada decepción, cada dolor, cada descubrimiento, en algo propio, en algo nuestro, en legendario, en indeleble, en parte de nuestra memoria (cuando se trata de emociones uno jamás tiene claro cuáles ha vivido en primera persona y cuáles a través de otros y/o de la ficción –y menos aún puede decir cuáles tiene más vívidas, cuáles le importan más, cuáles le han forjado-): “Así, paralelo a nuestro mundo, estaba el mundo de tío Benny, como un perturbador reflejo distorsionado, que era lo mismo pero sin serlo del todo. En ese mundo la gente podía hundirse en arenas movedizas, ser derrotada por fantasmas o por horribles y vulgares ciudades; la suerte y la maldad eran colosales e impredecibles; nada era merecido, todo parecía suceder; las derrotas eran recibidas con demencial satisfacción. Era su gran logro sin él saberlo, hacérnoslo ver”. “¿Qué era una vida normal? Era la vida de las chicas que trabajaban con ella [su amiga Naomi], las fiestas de homenaje, las sábanas de hilo, las baterías de cocina y la cubertería e plata, ese complicado orden femenino; y, por otro lado, era la vida del salón de baile Gay-la, ir borracha en coche por carreteras negras, escuchar chistes de hombres, soportar y pelearte con hombres y conseguirlos: un lado no podía existir sin el otro, y al asumir y acostumbrarse a ambos, una chica se ponía en camino del matrimonio. No había otra manera. Y yo no iba a ser capaz de hacerlo. No. Me quedaba con Charlotte Brönte”. Y, así, gracias a esta inconformista, a esta rebelde, a esta luchadora que utiliza para ello su pluma, su inteligencia, su capacidad de observación, su pulso narrativo que disecciona con un escalpelo muy afilado que apenas altera la superficie pero cuya acción profundiza hasta lo más hondo, tenemos ante nosotros una de las producciones literarias más honestas e importantes de los últimos tiempos que, por otro lado, dignifica el cuento como género de altura (al modo de Maupassant, James, Chéjov, Cortázar y tantos otros). Y, por fortuna, en esta fiebre del converso, aún tengo por leer Las lunas de Júpiter, recién reeditado por Debolsillo; por lo tanto, volveremos sobre Alice Munro.