Esta tarde pensaba salir pero, al final, como no iba a hacer nada
importante ni necesario, he optado por quedarme en casita; de este modo, Dobby,
que acaba de regresar, se va habilitando a la rutina –que, además, volverá a
romperse mañana al ser Nochebuena y tener que quedarse solo mientras ceno con
la familia- y, por otro lado, me evito el frío, lo desapacible de un invierno
que aunque se supone empezó el otro día lleva bastante tiempo instalado (y,
sobre todo, muy dentro de los cuerpos, haciendo complicado lo de entrar en
calor). Pero, además, al no moverme de aquí, evito seguir tropezando con las
luces, los puestos callejeros, las pistas de hielo, las familias, Cortilandia y
todo lo que conllevan estas fechas (que, por cierto, cada año parecen comenzar
antes en lo que a escaparates y demás parafernalia se refiere); sí, ya sé que
mañana van a seguir ahí, como el dinosaurio de Monterroso, pero al menos los
esquivo durante unas horas e intento evadirme un poco de ese falso ambiente
festivo, de la imposición de sonreír, de la obligatoriedad de dar y recibir
felicitaciones de personas que el resto del año ni se preocupan de cómo te
encuentras, evito las ganas de llorar que me asaltan cada vez que uno de esos
hirientes villancicos entonados por supuestas voces angelicales (impostadas más
allá de cualquier límite, aflautadas hasta un extremo que ni Farinelli fue
capaz de alcanzar, sempiterna cantinela que poseía una pátina de antigualla cuando
yo era pequeño –lo que te hace pensar que es un coro de muertos el que dice lo
de “beben y beben y vuelven a beber los peces en el río por ver a Dios nacer”-),
procuro no dejarme vencer por todo lo que esas melodías remueven en lo más
profundo de mi ser hasta provocarme temblores y lágrimas abrasadoras,
resucitando el dolor por lo que nunca volverá.
Como cualquier niño que tiene sus mínimas necesidades cubiertas, la
Navidad era mi época favorita del año: regalos, muchos días de fiestas,
tradiciones (montar el Belén, ayudar al tío Miguel con las participaciones de
lotería, copiar los números premiados del día 22 –aunque eso llegó algo
después, ya que tradicionalmente ese era el pistoletazo de salida que marcaba
el inicio de las vacaciones y había que ir al colegio-), la ciudad variaba su
fisonomía, la programación de televisión cambiaba, en definitiva, era un
momento para soñar, divertirse, alegrarse. Y debo decir que esta sensación seguí
sintiéndola y espoleándola bastante tiempo hasta que precisamente al final del
sorteo de diciembre de 1989, cuando ya tenía todos los premios gordos ordenados
para que mi padre y el tío pudiesen consultarlos, cuando aún quedaban números
por cantar, sonó el teléfono y me tocó recibir la inesperada, triste y dolorosa
noticia de que Toñi, una buenísima amiga de la tía Carmen, alguien a quien
considerábamos familia, había fallecido (la semana anterior había venido a
comer para intercambiar lotería como todos los años); en este momento vuelvo a
sentir el vacío, la incomprensión, el shock, la impotencia, la amargura, la
incapacidad de reacción, pensar cómo contárselo a la tía (por fortuna, fue mi
abuela la encargada porque yo era incapaz de articular palabra y sólo sabía,
como ahora, llorar y lamentarme), y todo mientras los niños de San Ildefonso
seguían con el sonsonete que Raphael ha convertido en ridículo (tal vez siempre
tuvo algo de ello, pero lo de la manita en plan “cinco lobitos tiene la loba”
es sonrojante y sangrante), el runrún monótono que consideraba preludio de la
fiesta y que desde ese momento me pareció premonitorio de algo nefasto y al que
jamás he podido prestar atención del modo en lo que hacía antes. Después,
empezaron las ausencias en la mesa de las celebraciones (la del tío Miguel,
lacerante; la de la abuela, lógica y esperada –falleció con 91 años-, portadora
de conmoción y pérdida del centro en torno al cual se articulaba todo) y al
jolgorio empezó a notársele el truco, la impostura, la conveniencia comercial,
el aprovecharse de las ilusiones (creándolas en gran medida) para hacer caja,
el recubrir de oropel la miseria de cada día, el utilizar mensajes de paz, amor
y felicidad para ocultar bajo la alfombra lo que se hace mal, lo que no cambia,
lo que se agudiza, lo que impide sentirse gozoso en cualquier día del año.
No me importa que me comparen con Mr. Scrooge (es un honor formar parte
de la imaginación de Dickens), tampoco me afecta cuando alguien me llama Grinch
(siempre que se refiera al original y no al que encarnó el irritante Jim Carrey
en aquel espantajo que se marcó Ron Howard), sobre todo porque los que suelen
recurrir a las frases hechas de “al menos una alegría al año”, “son fechas para
esto”, “hay que olvidar lo malo” en realidad se están engañando a sí mismos,
reflejan un entusiasmo forzado, una felicidad sin contenido, una necesidad de
estímulos que revela su poca predisposición, su nulo disfrute de lo que tienen
a mano a partir del 7 de enero y hasta el digamos 22 de diciembre siguiente. Un
servidor no necesita más que una mantita, un sofá, una película, un libro, a
Pablo cerca para, por así decirlo, celebrar la Navidad; aunque cumplía con
alguno de los ritos que nos imponíamos (siempre se cae en la trampa por mucho
que se procure evitarla), nunca me han gustado las aglomeraciones, los
empujones, ese no poder hacer ni ver lo que deseabas (de hecho, puesto que el
Bachillerato lo estudié en la calle Santa Brígida, siempre me escapaba alguna
mañana al final de las clases para, aunque fuese con luz de día, sin iluminar,
ver de verdad Cortilandia y no en medio de la marabunta). Amo esta ciudad, vivimos
en el centro por elección propia, porque somos urbanitas, todo lo que nos
apetece y motiva está a mano, aceptamos lo que eso conlleva, pero es horrible
tener que aguantar las continuas riadas de gente, familias enteras con
cochecitos de niño, sobreabundancia de adolescentes que sólo se divierten si
pillan la mayor cogorza de su vida, adultos que viven bajo un síndrome de Peter
Pan que en realidad no llega a serlo (es una auto imposición, pero zahieren a
los demás si les dicen la verdad o no se prestan a seguir el juego), personas
que no cesan de decir (no hay más que salir a hacer algo para escuchar, más o
menos, las mismas palabras) “no hay quien pare ningún año”, “no se puede venir
al centro”, “no hay quien suba (o baje) a Madrid”, pero aquí los tienes,
inamovibles, queriendo pasear sin apreturas, sentando sus reales, haciendo
cosas absurdas como tomar un chocolate (o un refresco o una cerveza) en una
terraza muertos de frío pero con la satisfacción de haberlo logrado después de
una cola de media hora o más, exigiendo que todo el mundo les baile el agua y
demuestre su felicidad de la manera más estentórea posible. Pues, como todo en
esta vida, yo me río cuando quiero y con quien quiero, expreso mis sentimientos
cuando me apetecen, cuando me nacen, cuando estoy proclive, no porque lo marque
el calendario: Pablo y yo nos hacemos regalos en muchas ocasiones, sin esperar
a un día en concreto, aunque no nos resistimos a la Noche de Reyes pero, en
realidad, como celebración propia y muy particular, ya que ese día marca el
final de una época que no nos gusta y supone el reencuentro para empezar un
nuevo año, lleno de incógnitas, de dudas, de miedos, de inseguridades, pero en
el que seguimos juntos y, por lo tanto, siempre habrá un motivo de celebración.