lunes, 23 de diciembre de 2013

FELICIDAD POR DECRETO


 


   Esta tarde pensaba salir pero, al final, como no iba a hacer nada importante ni necesario, he optado por quedarme en casita; de este modo, Dobby, que acaba de regresar, se va habilitando a la rutina –que, además, volverá a romperse mañana al ser Nochebuena y tener que quedarse solo mientras ceno con la familia- y, por otro lado, me evito el frío, lo desapacible de un invierno que aunque se supone empezó el otro día lleva bastante tiempo instalado (y, sobre todo, muy dentro de los cuerpos, haciendo complicado lo de entrar en calor). Pero, además, al no moverme de aquí, evito seguir tropezando con las luces, los puestos callejeros, las pistas de hielo, las familias, Cortilandia y todo lo que conllevan estas fechas (que, por cierto, cada año parecen comenzar antes en lo que a escaparates y demás parafernalia se refiere); sí, ya sé que mañana van a seguir ahí, como el dinosaurio de Monterroso, pero al menos los esquivo durante unas horas e intento evadirme un poco de ese falso ambiente festivo, de la imposición de sonreír, de la obligatoriedad de dar y recibir felicitaciones de personas que el resto del año ni se preocupan de cómo te encuentras, evito las ganas de llorar que me asaltan cada vez que uno de esos hirientes villancicos entonados por supuestas voces angelicales (impostadas más allá de cualquier límite, aflautadas hasta un extremo que ni Farinelli fue capaz de alcanzar, sempiterna cantinela que poseía una pátina de antigualla cuando yo era pequeño –lo que te hace pensar que es un coro de muertos el que dice lo de “beben y beben y vuelven a beber los peces en el río por ver a Dios nacer”-), procuro no dejarme vencer por todo lo que esas melodías remueven en lo más profundo de mi ser hasta provocarme temblores y lágrimas abrasadoras, resucitando el dolor por lo que nunca volverá.

   Como cualquier niño que tiene sus mínimas necesidades cubiertas, la Navidad era mi época favorita del año: regalos, muchos días de fiestas, tradiciones (montar el Belén, ayudar al tío Miguel con las participaciones de lotería, copiar los números premiados del día 22 –aunque eso llegó algo después, ya que tradicionalmente ese era el pistoletazo de salida que marcaba el inicio de las vacaciones y había que ir al colegio-), la ciudad variaba su fisonomía, la programación de televisión cambiaba, en definitiva, era un momento para soñar, divertirse, alegrarse. Y debo decir que esta sensación seguí sintiéndola y espoleándola bastante tiempo hasta que precisamente al final del sorteo de diciembre de 1989, cuando ya tenía todos los premios gordos ordenados para que mi padre y el tío pudiesen consultarlos, cuando aún quedaban números por cantar, sonó el teléfono y me tocó recibir la inesperada, triste y dolorosa noticia de que Toñi, una buenísima amiga de la tía Carmen, alguien a quien considerábamos familia, había fallecido (la semana anterior había venido a comer para intercambiar lotería como todos los años); en este momento vuelvo a sentir el vacío, la incomprensión, el shock, la impotencia, la amargura, la incapacidad de reacción, pensar cómo contárselo a la tía (por fortuna, fue mi abuela la encargada porque yo era incapaz de articular palabra y sólo sabía, como ahora, llorar y lamentarme), y todo mientras los niños de San Ildefonso seguían con el sonsonete que Raphael ha convertido en ridículo (tal vez siempre tuvo algo de ello, pero lo de la manita en plan “cinco lobitos tiene la loba” es sonrojante y sangrante), el runrún monótono que consideraba preludio de la fiesta y que desde ese momento me pareció premonitorio de algo nefasto y al que jamás he podido prestar atención del modo en lo que hacía antes. Después, empezaron las ausencias en la mesa de las celebraciones (la del tío Miguel, lacerante; la de la abuela, lógica y esperada –falleció con 91 años-, portadora de conmoción y pérdida del centro en torno al cual se articulaba todo) y al jolgorio empezó a notársele el truco, la impostura, la conveniencia comercial, el aprovecharse de las ilusiones (creándolas en gran medida) para hacer caja, el recubrir de oropel la miseria de cada día, el utilizar mensajes de paz, amor y felicidad para ocultar bajo la alfombra lo que se hace mal, lo que no cambia, lo que se agudiza, lo que impide sentirse gozoso en cualquier día del año.

   No me importa que me comparen con Mr. Scrooge (es un honor formar parte de la imaginación de Dickens), tampoco me afecta cuando alguien me llama Grinch (siempre que se refiera al original y no al que encarnó el irritante Jim Carrey en aquel espantajo que se marcó Ron Howard), sobre todo porque los que suelen recurrir a las frases hechas de “al menos una alegría al año”, “son fechas para esto”, “hay que olvidar lo malo” en realidad se están engañando a sí mismos, reflejan un entusiasmo forzado, una felicidad sin contenido, una necesidad de estímulos que revela su poca predisposición, su nulo disfrute de lo que tienen a mano a partir del 7 de enero y hasta el digamos 22 de diciembre siguiente. Un servidor no necesita más que una mantita, un sofá, una película, un libro, a Pablo cerca para, por así decirlo, celebrar la Navidad; aunque cumplía con alguno de los ritos que nos imponíamos (siempre se cae en la trampa por mucho que se procure evitarla), nunca me han gustado las aglomeraciones, los empujones, ese no poder hacer ni ver lo que deseabas (de hecho, puesto que el Bachillerato lo estudié en la calle Santa Brígida, siempre me escapaba alguna mañana al final de las clases para, aunque fuese con luz de día, sin iluminar, ver de verdad Cortilandia y no en medio de la marabunta). Amo esta ciudad, vivimos en el centro por elección propia, porque somos urbanitas, todo lo que nos apetece y motiva está a mano, aceptamos lo que eso conlleva, pero es horrible tener que aguantar las continuas riadas de gente, familias enteras con cochecitos de niño, sobreabundancia de adolescentes que sólo se divierten si pillan la mayor cogorza de su vida, adultos que viven bajo un síndrome de Peter Pan que en realidad no llega a serlo (es una auto imposición, pero zahieren a los demás si les dicen la verdad o no se prestan a seguir el juego), personas que no cesan de decir (no hay más que salir a hacer algo para escuchar, más o menos, las mismas palabras) “no hay quien pare ningún año”, “no se puede venir al centro”, “no hay quien suba (o baje) a Madrid”, pero aquí los tienes, inamovibles, queriendo pasear sin apreturas, sentando sus reales, haciendo cosas absurdas como tomar un chocolate (o un refresco o una cerveza) en una terraza muertos de frío pero con la satisfacción de haberlo logrado después de una cola de media hora o más, exigiendo que todo el mundo les baile el agua y demuestre su felicidad de la manera más estentórea posible. Pues, como todo en esta vida, yo me río cuando quiero y con quien quiero, expreso mis sentimientos cuando me apetecen, cuando me nacen, cuando estoy proclive, no porque lo marque el calendario: Pablo y yo nos hacemos regalos en muchas ocasiones, sin esperar a un día en concreto, aunque no nos resistimos a la Noche de Reyes pero, en realidad, como celebración propia y muy particular, ya que ese día marca el final de una época que no nos gusta y supone el reencuentro para empezar un nuevo año, lleno de incógnitas, de dudas, de miedos, de inseguridades, pero en el que seguimos juntos y, por lo tanto, siempre habrá un motivo de celebración.