viernes, 12 de junio de 2020

AÑORANDO UNA BUENA DISCUSIÓN







   A pesar de padecer verborragia desde la infancia, a pesar de hablar a enorme velocidad y a un volumen demasiado alto (intento rebajarlo, me esfuerzo, pero me sale de natural a un nivel excesivo -y no tiene nada que ver con estar enfadado: también expreso el contento de una manera estentórea-), aunque a las primeras de cambio tomo las riendas de cualquier conversación y la transformo en un monólogo (o, cuando menos, hago un parlamento demasiado largo, al estilo de mis párrafos, esos que los leales tienen a bien soportar con infinita paciencia -e incluso demandar, todo hay que decirlo, gracias por la paciencia-), tengo a gala ser un magnífico oyente, un podría decirse escuchador profesional, algo que vino dado por mi predisposición casi natural (la vocación que aunque tardó en dar la cara ya estaba pujando por asomar la cabeza y robarme el corazón) a todo lo relacionado con la radio y la televisión: la primera fue mi despertador desde bien pequeño, lo he contado en infinidad de ocasiones, la tía Carmen me levantaba con Radio Hora “a través de EAJ2, Radio España”, las voces de Carlos Sainz, Ferrera Álvarez y Enrique Dausá (hubo otros, sí, pero ese es el trío que yo recuerdo, dichos de ese modo y en ese orden -y de patéticos intentos por revivirla, cuando no plagios descarados ya entonces, prefiero no hablar-) daban “la hora exacta minuto a minuto” mientras desgranaban noticias y otros contenidos de lo más variopinto entre los que destacaba (de 8.30 en adelante) “el cuento corto de hoy”, alimento indispensable junto al desayuno antes de salir hacia el colegio (que al principio estaba a un par de minutos de casa como mucho, en 3º de EGB me cambiaron a otro que estaba algo más lejos -tampoco demasiado-, por lo que podía escucharlo en su totalidad); luego estaban las tardes de merienda y juego de cartas con la abuela escuchando Peticiones del oyente en Radio Intercontinental (qué lejos estaba de imaginar que frente a esos micrófonos debutaría profesionalmente y pasaría algunos de mis años más felices), fui oyente compulsivo de radio a cualquier hora dependiendo de los horarios lectivos y las diferentes edades. La televisión también me capturó desde siempre (incluso demasiado, puede, pero viendo -o mejor aún: no teniendo ni idea- dónde fueron a parar o cómo se desarrollaron las cosas -permítanme el eufemismo y guardar silencio- con quienes lo reprobaban y daban la tabarra a los tíos para que no me dejasen ver más que los dibujos animados -con cuentagotas- creo haber demostrado que los equivocados -en eso y en tantas cosas- eran ellos), no sólo la variada y cuidada programación infantil de TVE, las series, los programas, las películas, no importaba lo que comprendiese o no y siempre que el contenido no fuese totalmente inapropiado para un chaval, en ese sentido recuerdo que no pude ver Holocausto (sí, por ejemplo, la segunda parte -también la primera, claro- de Hombre rico, hombre pobre, que la madre de mi amigo Joaquín consideraba muy perniciosa por “reflejar una América corrupta” -argumento inapelable, ¿verdad? Aún me provoca carcajadas-). Y muy pronto me gustaron los programas de tertulias, entrevistas, debates (tantos y tan espléndidos: La clave siempre en lo más alto, desde luego, Autorretrato, Esta noche, Su turno, A fondo,  Buenas noches, imposible enumerarlos todos), los que, sin ser entonces consciente de ello, fueron mis mejores libros de texto para lo que estudiaría y, sobre todo, ejercería años después, programas en los que saciar mi eterna curiosidad, en los que conocer mejor a personas a las que ya admiraba o a las que me enganchaba después de escucharlas, horas frente a la pequeña pantalla (que no caja tonta, por más que se empeñasen quienes, en lugar de apagarla y dar ejemplo, despotricaban sobre sus contenidos con pelos y señales, fijándose hasta en el más mínimo detalle-) en las que aprendí a dialogar, razonar, exponer, conversar, escuchar como ya dije (algo que en muchas ocasiones me han agradecido los oyentes a lo largo de mi ya un tanto olvidada y lejana trayectoria profesional), fueron mis primeras lecciones de retórica (en realidad las únicas porque, salvo muy contadas excepciones, en las aulas no la enseñaban -ni practicaban-).

   Y, no podía ser de otro modo centrándose en los personajes en que lo hace, es algo que recupera/reivindica de un modo natural y gozoso Laura Mas en su ópera prima, La maestra de Sócrates, recientemente publicada por Espasa, el título que ha supuesto el regreso de los encuentros con escritores organizados y moderados por mi Pepa Muñoz aunque, por el momento, deban ser a través de Zoom, cada uno en su casa, en su ventanita de la pantalla, tesela de un mosaico cuyo conjunto es una conversación fluida y coral pero ordenada y correcta, sin interrupciones a deshora, sin palabrería hueca o excesiva más allá del momento en que se tiene el turno para hablar (en ese sentido, aunque uno, a pesar de su querencia al anacoretismo y su carácter más bien asocial, prefiere el contacto directo, se agradece infinito lo que este sistema propicia). Y antes de entrar verdaderamente en materia, aunque ya digo que es asunto central en la novela que nos ocupa, por si alguien piensa que el título del presente texto es irónico o busca la confrontación pura y dura (o saben de mi bien ganada fama, lo acepto, de porfiador -si creo, si estoy seguro de tener razón, sobre todo en lo que se refiere a un dato concreto, me embalo-), diré que me remito, como tantas veces, al DRAE, donde “discutir” (que, por cierto, viene del latín discutĕre y se traduce como “disipar” o “resolver”) es en su primera acepción y “dicho de dos o más personas: examinar atenta y particularmente una materia”, mientras que la segunda habla de “contender y alegar razones contra el parecer de alguien”, es decir, hay un podríamos decir tono belicoso, pero muy sosegado y contenido, se trata de razonar y llegar a conclusiones, más aún cuando atendemos a que “discusión” se define como “análisis o comparación de los resultados de una investigación, a la luz de otros existentes o posibles”. En este mundo rebosante de gritos, ruido (en singular, como se estudia/identifica en Teoría de la Comunicación Social), insultos, discursos que no merecen tal nombre, faltas de ortografía incluso al hablar, ninguna argumentación, con la capacidad lingüística totalmente mermada (por no ponernos más drásticos), con un vocabulario reducidísimo en el que la mayoría de las palabras ha perdido su verdadero significado, algo que se ha exacerbado en estos últimos terribles y procelosos tiempos (en redes sociales, en los medios, desde los balcones, en la sobreabundancia de comportamientos incívicos cuando no directamente imprudentes y hasta temerarios/peligrosos, en el odio galopante y cada vez más generalizado, en el todos contra todos del que algunos extraen rédito), se añoran programas como los evocados, discusiones de las que salir enriquecidos y con lazos más estrechos, poner la mente a trabajar, hacernos preguntas, interesarnos por las respuestas que aportan los demás y seguir construyendo diálogo, razonamientos, observaciones, utilizando nuestra mejor herramienta para expresarnos, comunicarnos, explicarnos, puliendo las palabras, queriéndolas y dotándolas de vida, acuñando otras, dándoles sentido y contenido.

   Como señalaba anteriormente, y es fácil colegirlo por el título, Laura Mas recupera las más puras esencias de este método de estudio/investigación, las raíces más hondas de aquello a lo que llamamos filosofía: su novela se trenza y desarrolla fundamentalmente en base a diálogos mediante los que los personajes se dan a conocer, se explican, se interrogan, se manifiestan, se revelan, indagan y se indagan, analizan, descubren, se confunden, capta a la perfección y reconvierte en muy atractivo material novelesco el espíritu de la mayéutica socrática, el modo en que hemos conocido al considerado/indudable padre de la filosofía política, así lo estudiamos en COU, aunque eso parece poco para referirse al pensador de cuyas palabras dimanan de una forma u otra todas las grandes cuestiones a las que, unos veinticinco siglos después, aún seguimos (o deberíamos) dando vueltas, aquel que puso la dialéctica en el centro de su método, dialéctica imperfecta cuando (y tenemos demasiados ejemplos de ello hoy en día) se polariza, cuando se restringe a los extremos, cuando podemos decir se vuelve maniqueísta, simplista, cuando se contenta con un par de absolutos, cuando rechaza/no contempla/impide la existencia de terceras (y cuartas y quintas) vías: “Tu manera de debatir tiene una carencia, Sócrates. ¿No te has dado cuenta de que existe algo intermedio entre los opuestos? Hay cosas que no obedecen a la dualidad, que no son un sí ni un no. Y el amor es una de ellas. De ahí viene su misterio”. Así se lo afea/reprocha/reclama Diotima, la auténtica protagonista de la novela, la que la titula, la que supone todo un descubrimiento, el personaje que Laura Mas rescata del olvido, del desconocimiento de las palabras que Platón puso en boca de Sócrates, cuando en El banquete le hace decir: “(…) Voy a hablaros del discurso sobre Eros que un día escuché de labios de una mujer de Mantinea, Diotima, quien era sabia en estos y en otros muchos temas (…). Ella fue precisamente quien me instruyó también a mí en las cosas del amor”. Aunque al menos queda así reconocida, la sacerdotisa que libró a Atenas de la peste en el 440 a.C. lleva demasiados siglos entre sombras, diluida, sepultada, anulada, y eso a pesar de que los historiadores se han ocupado de ella: “Cuando empecé a documentarme, me sorprendió que Diotima aparece mencionada en muchas obras, por más que sea un personaje que nos resulta desconocido; eso sí, sólo me la he encontrado en ensayos, por eso pensé que una novela era la mejor manera de reivindicar su figura”. Elección de género que hay que alabar porque Laura hace un enorme ejercicio de honestidad (“No soy historiadora”) al presentar su trabajo bajo los auspicios de la invención literaria, ya que no de otro modo conocemos a Sócrates, quien es el máximo ejemplo de ese fenómeno que se conoce como “el autor sin obra”: es Platón quien transmite el saber de su maestro, Sócrates es un filósofo netamente oral, no escribió ni una sola línea, no estoy diciendo que su discípulo se lo inventase, pero es a través de cómo él lo plasmó en sus escritos como hoy seguimos estudiándole y conociéndole, que Laura incida en el aspecto novelístico entronca directamente con la propia formulación del pensamiento socrático. La honestidad de que hace gala la escritora también se nota en el mimo puesto a la hora de recrear la época, el modo de hablar/narrar, capturando con destreza y exquisitez el aire, la cadencia, el vocabulario, el modo de contar, sin caer en la falsa erudición, en la rimbombancia, poniéndoselo fácil al lector, acercando con sencillez la vida cotidiana y por encima de todo la manera de hacer filosofía (iba a decir “filosofar”, pero por desgracia para muchos es un término peyorativo, pasando por alto/ignorando su etimología), de desarrollar el conocimiento, de codearse con la sabiduría como algo habitual, el amor a todo eso (“philos” y “sophia”, las dos palabras griegas reunidas en una) es lo esencial para poder hablar de una asignatura que no puede dejar de impartirse, que debe ser columna vertebral de todo plan de estudios que quiera ser poder llamado así, asignatura que apoyándose en textos tan ricos, reveladores, placenteros y fáciles de leer (esto, que es un mérito que no está al alcance de cualquiera, también es peyorativo para mucho elitista que nunca ha leído a Platón) como el de Laura Mas sería mucho más atractiva y ganaría adeptos.

   El amor no emana de las cosas y los cuerpos, sino de los ojos de quien mira… De quien mira con amor”, es una de las enseñanzas que Diotima regala a Sócrates (a los lectores), una de las muchas reflexiones que se hacen en torno al asunto principal del libro, aquel al que la maestra del filósofo dedicó gran parte de su vida (“Toda su filosofía se basa en descifrar a Eros: es romántica, idealista y defiende el amor más allá del físico”), sentencias que dialogan con nosotros sin que nos demos cuenta, así de sutil es Laura narrando (y, como se ve, aplicando el método socrático), del mismo modo, puesto que ha tenido que fantasear, completar la historia, escribir una novela firmemente asentada en lo que está documentado/escrito, la autora se ha permitido algunas licencias, incorporándose al diálogo aunque sin que se note, pero es algo de lo que advierte porque no pretende engañar a nadie: “Las ideas que se expresan en el libro están basadas en “El banquete”, pero no las copio literalmente: he hecho un híbrido con mis conclusiones y reflexiones de la lectura de Platón”. Laura Mas ha construido sus personajes manejando una documentación que se percibe exhaustiva pero que no pesa porque la coloca al fondo, como base, sustentando la verosimilitud, pero sin que interfiera, sin que moleste, sin que fagocite la novela, sin excederse, son guiños para el conocedor, estímulos para el curioso, destellos aquí y allá para aquel estudiante de COU de finales de los 80, un magnífico acercamiento/reencuentro a una época y unos personajes que no se deberían perder de vista. Porque, efectivamente, sé que más de uno lo estará pensando, aparece Pericles, no puede ser de otro modo, pero junto a él, soportándole (en toda la polisemia del término, por más que se amasen con fervor), creándole, ayudándole, con personalidad propia, con una obra que resaltar, reivindicar y descubrir, con una vida que merece más que un par de líneas o una nota a pie de página, encontramos a Aspasia, una mujer impresionante, audaz, inteligente, un personaje muy bien jugado por la autora para que, sin merendarse al resto, deje clara su categoría y cautive irremisiblemente al lector.

   Nadie sabe a ciencia cierta cómo era Sócrates: nos ha llegado sobre todo a través de lo que cuenta un discípulo que le admira muchísimo”, nos dice Laura a la hora de explicar lo mucho que ha disfrutado (y trabajado -esto lo añado yo-) creando a su filósofo, el que ella misma ha ido descubriendo, intuyendo, imaginando mientras escribía: sorprenderá mucho lo relacionado con su aspecto físico/poca higiene, pero no conviene olvidar que hablamos de otra época, y que ese asunto aparece recogido en textos considerados canónicos (mi profesor en aquel lejano COU lo mencionó en alguna ocasión y hasta se permitía algún chiste sobre ciertos tufos), sin embargo un servidor se ha quedado más impactado con su faceta guerrera (que desconocía por completo), hombre del Renacimiento antes de tiempo (recuérdese, por ejemplo, a Garcilaso de la Vega: el ideal en ese tiempo era el hombre que combinaba las letras con la guerra), aunque si llamamos así a ese periodo porque resurgieron los saberes clásicos tal vez es algo que, simplemente, hemos echado en el olvido o, al menos, un servidor jamás había reparado en/sabido de ello. Sin embargo, sí recuerdo que en aquellas clases se habló/discutió (en el sentido antes expresado) sobre la concepción del amor como ciencia, algo que Laura recoge cuando Sócrates expone: “He llegado a la conclusión de que no hay ninguna ciencia que desconozcamos tanto como la del amor. Y, sin embargo, esa fuerza ignota gobierna el mundo y a aquellos que vivimos en él”. Por eso, por lo mucho que queda por descubrir (y vivir), porque no hay que dar nada por sabido (sólo que no se sabe nada, realidad palmaria se pongan algunos todo lo ufanos que se pongan, aupados a la soberbia de su mediocridad e ignorancia), porque nunca dejamos de extraer enseñanzas y hacer descubrimientos, porque son más actuales que nunca, hay que regresar/no hay que abandonar a los clásicos, por eso es una magnífica noticia que La maestra de Sócrates nos acerque a estas mentes pensantes de un modo tan cercano y accesible, que nos deje en la cabeza (y el corazón, que es de lo que se trata), conclusiones tan certeras como la que formula Diotima ante su discípulo en un momento dado: “Es un misterio y es bueno que así sea. Porque si pudiéramos comprender el amor, descifrar sus leyes como el arquitecto calcula las dimensiones y pesos al proyectar un edificio, entonces no valdría la pena vivirlo. Tal vez por eso son tantos los que temen a este poderoso sentimiento, porque es un misterio que no pueden descifrar”. Gracias a Laura Mas, le perdemos el miedo (o parte al menos) y le despojamos de algún que otro velo, dialogando con la novela y con nosotros mismos.