A fuerza de práctica, de vez en cuando a uno
le da por teorizar sobre el ejercicio de la crítica, sea como género
periodístico o literario, en realidad recordar algunas cosas aprendidas en las
aulas y en los libros, ciertas normas que no deberían perderse de vista, sobre
todo a seguir desarrollando el modo en que Mercedes Gómez del Manzano (esa
profesora tantas veces evocada, llorada y reconocida como maestra) transformó
mi manera de analizar y juzgar, sin imposiciones, sin dogmas, sin apuntes, sin
planillas, invitando a convivir con el texto, propiciando que nos zambullésemos
(aunque singularizo porque hablo de su influencia sobre mí, me consta que no
fui el único afectado gracias a sus prodigiosas clases) en la lectura con los
sentidos muy abiertos, dando rienda suelta a la pasión, a los dictados del
corazón, dejándonos empapar (o no) por el mismo, equilibrando y/o refrenando lo
espontáneo, lo incontenible, lo meramente emocional con lo racional, con el análisis
más honesto y meditado (y universitario, por supuesto: justificando cada
afirmación positiva o negativa), aplicando nuestro criterio, ese que nunca deja
de construirse (o así debería ser), así quedaba claro en aquellas lecciones
magistrales que no pretendían ser tales, que nos proporcionaban herramientas y
conocimiento para tener voz propia, que reclamaban, casi exigían en el sentido
de que no quería una mera repetición de lo leído o escuchado aquí y allá,
quería que cada trabajo presentado fuese personal e intransferible, en sus
clases, como digo, se incentivaba y potenciaba la libertad, la independencia,
que cada cual fuese capaz de explicar por qué gustaba de tal autor y rechazaba
a aquél, por qué había elegido ese título en concreto para leer y examinar,
Mercedes jamás impuso qué (ni mucho menos cómo) debía ser materia de nuestros
ejercicios, nos introducía en cada época, recorría diferentes autores
transversalmente, motivando que todos resultasen atractivos, redescubriéndonos
a los que creíamos conocidos e incluso superados (aún hoy recuerda Juan Mairena
mi boca abierta, mis temblores, mis lágrimas asomando tímidamente cuando
Mercedes describió Macondo con palabras que, a buen seguro, hubiese firmado
García Márquez), lanzaba preguntas a las que debíamos dar respuesta pero cada
uno elegía a su compañero de viaje durante ese tiempo. Sólo en una ocasión dio
ocho nombres (Thomas Mann, Marcel Proust, James Joyce y Franz Kafka a un lado,
John Dos Passos, Ernest Hemingway, William Faulkner y Scott Fiztgerald al
otro), nos dijo que escogiésemos uno de cada lista y que cruzásemos dos de sus
novelas en un único trabajo (ahí tuve la ayuda de Luis Landero, otro maestro,
espero hacerle pronto en este rincón la justicia que merece, quien recordó mi
entusiasmo adolescente por Muerte en
Venecia y me animó a iniciarme en Faulkner con Sartoris, “aunque parezcan, y sean, muy diferentes, tienen puntos
concomitantes que sabrás apreciar y, sobre todo, para que no te lances a Luz de agosto en plan suicida y salgas
escaldado” -y odiándole, añado, como nos ha sucedido tantas veces por culpa de
planes educativos sin sentido diseñados para que nadie se haga lector, no
digamos si el que se encarga de ejecutarlo se limita a imponer y hacer sangre
(por aquello de la estúpida frase que afirma que eso es lo bueno para que la
letra se nos quede dentro)-). Fue la semilla que plantó en mi corazón y en mi
cerebro la que me ayudó a, de manera natural, ir centrando mi oficio en la
crítica, siempre con el ánimo de entenderme un poco mejor a través de lo que me
satisfacía y lo que no, amando aquello sobre lo que escribo/hablo (los libros,
el cine, el teatro, la música), mucho más de lo que algunos puedan pensar, de
ahí que no sea capaz de evitar cierto tono brusco (e incluso hiriente) cuando
me siento estafado como receptor, también cuando creo detectar a personas que,
imbuidas de una aureola de prestigio no siempre bien o suficientemente ganada
(atribuida en demasiadas ocasiones por la tribuna desde la que pontifican), son
como aquellos docentes que se colocan por encima del resto y te tratan con
altivez y desprecio (y te suspenden) si no cacareas lo que dictan y dictaminan
en sus clases, te hacen sentir inferior (e incluso lo afirman) si no compartes
sus gustos (esos, por otro lado, que pocas veces son capaces de explicar con
precisión).
Y gracias a Mercedes intento siempre que
puedo regirme por determinadas reglas (a veces, cierto es, estallo sin medida,
si bien intento cimentar cada opinión, sobre todo si la emito en el ejercicio
de mi profesión -y aunque como parte de la misma los tomo, sobre todo desde
hace casi cinco años ya que es una de las posibilidades que tengo de seguir
comunicando, ahí no entran, en principio, los comentarios de Facebook, por más
que puedan ser extensos y, por lo tanto, se mediten, retoquen, reescriban-),
ser lo más ecuánime posible, lo que se traduce en integridad personal y
profesional (reconocer filas y fobias -a las que, dentro de su irracionalidad,
se les puede encontrar fundamento lógico o, al menos, más allá de la palabra
vacía de contenido-), en asumir la necesaria subjetividad (en contra de lo que
muchos reclaman -especialmente los que no la practican-, es decir, esa
objetividad que nunca puede ser absoluta -¡Gracias, Bernardino M. Hernando,
otro maestro de los años universitarios!-, menos aún en un género -la crítica-
que es fruto de la reflexión, del estudio, de lo que cada uno valora e incluso
quiere demostrar -y por eso escribe un voluminoso tratado sobre este autor,
aquel movimiento, una obra en concreto o analiza las que tratan un mismo
asunto-), una crítica a veces debe emitirse en cuestión de horas o ejercerse en
condiciones poco propicias, también todo eso hay que tenerlo en cuenta y
comunicárselo al receptor, con el tiempo uno revisa lo que dijo y se percata de
inexactitudes (o cambia radicalmente sus sensaciones -han pasado los años, no
se estaba cubriendo un Festival y viendo cuatro películas cada día, la nueva
obra de alguien hace que lo anterior cobre otro significado-), se reconocen y
asumen los errores (o las visceralidades, la excesiva rapidez, la rotundidad,
el prejuicio que ahora queda abatido, la inmadurez), por más que se expongan
conclusiones personales (y se crea firmemente en ellas) no se trata de imponer
sino de explicar por qué se ha disfrutado (o dejado de hacer o cualquiera de
los estados intermedios). Y, eso sí, recordar siempre lo básico: la crítica es
un género periodístico o literario, no se puede meter todo en el mismo saco,
eso que abunda ahora por Internet no es tal por más que a tantos provoque
escozor que se señale (mi añorado compañero Daniel Ampuero dijo en una ocasión
en antena que un tweet jamás sería un reportaje y los humillados y ofendidos
superaron con creces a los de Dostoievski), son opiniones, a veces muy bien
sostenidas y argumentadas (dejamos a un lado los insultos, vejaciones, acosos y
derribos, cuando no prácticas delictivas que tantos camuflan bajo la bandera de
la libertad de expresión), en realidad iba a empezar por ahí pero ya saben lo
que ocurre cuando este viejo periodista queda suelto, mil perdones.
Más allá de algún comentario a vuelapluma,
una charla entre amigos, una ocurrencia más o menos feliz para Facebook (esas
que algunos convierten en categoría, igual que aquello que puede escribirse en
un máximo de 140 caracteres), uno rehúye los adjetivos absolutos (o lo procura:
se baja la guardia, puede que no tan inconscientemente como se pretende, y
brotan como setas), esos que deberían quedar fuera del vocabulario de todo
crítico que se precie, de todo analista, investigador, de todo aquel que se
tome en serio y asuma su función con la imprescindible ética profesional. Decir
que tal película es buena (o mala), que este autor no te gusta (o te priva),
emplear ciertos giros aceptados (y no dotarles de sentido y/o contenido) es no
decir nada por más que sea lo único que alguno va a espetarte cuando intentes
replicar o discutir (dialécticamente hablando) sobre el asunto –“¿Cómo puedes decir
que esta serie no es buena?”, algo que en realidad no has dicho, por cierto,
sino que no te gusta, que te aburre, que la has abandonado-, y, sin embargo,
desde que terminé El vino del estío de
Ray Bradbury (un libro que sólo puede encontrarse, desgraciadamente, en
librerías de lance o webs en las que particulares ofrecen aquellos ejemplares
de los que quieren desprenderse), he recomendado su lectura a varias personas
diciéndoles que es una de las novelas más bonitas que he leído. Si bien es
cierto que, a la que me dan oportunidad, empiezo a pormenorizar y a completar
tan somera opinión, no encuentro mejor palabra para resumir la catarata de
emociones vividas y revividas, la siempre grata sensación de sentirse parte de
lo leído, como si el narrador fueses tú o aquel estuviese al tanto de lo que
piensas, lo que has vivido, lo que prefieres, lo que añoras, por qué tu corazón
late a otro ritmo en según qué circunstancias o cuando convocas determinados
recuerdos, da igual que, como en este caso, se hable del verano de 1928 y
Bradbury sitúe la acción en una población ficticia de su Illinois natal, ya desde
esa primera escena mágica en la que Douglas, el chaval de doce años que protagoniza
la novela, celebra su ritual para dar la bienvenida al verano, el cascabeleo
del corazón fue inevitable, sentí el huracán que desde las páginas me
arrastraba hasta el mismo seno de la historia y hasta mi propia memoria, mi
permanente nostalgia de aquellos veranos en que tanto había por hacer, largas
horas de ocio que llenar con lecturas, películas, series, tal vez para muchos
pareciesen aburridos, a veces me daba envidia cuando escuchaba el relato que
compañeros de colegio hacían de sus vacaciones, fui chico de ciudad en gran
medida por gusto, también porque no quedaba otra, el presupuesto familiar no
siempre permitía poder viajar aunque fuese unos días (para compensar, fuimos a
París cuando yo tenía once años), pero el verano se presentaba cada final de
junio como una eterna aventura, como la culminación del trabajo en el colegio
(o en el instituto y la Universidad, esa sensación tardó en abandonarme, en
realidad quedó adormilada), como un derecho bien ganado, por eso me empeñaba en
que, si el curso había terminado un viernes, no me dijesen que estaba de
vacaciones hasta el lunes, el sábado y el domingo no contaban, esa era mi forma
de darle la bienvenida (y las gracias por llegar), casi como Douglas.
Fue Pablo, como tantas veces, quien me
regaló El vino del estío (la edición
de Minotauro de 1996 con traducción de Francisco Abelenda cuya portada puede verse en la foto que hay al inicio de este texto), en parte por ser su
autor quien es, en parte porque de la lectura de la contraportada y de algunas
páginas sueltas, comprendió que estábamos en un territorio propio, el del
verano largo que aprendimos a mitificar gracias a Harper Lee, a Truman Capote
(lo quieran o no, van de la mano en múltiples ocasiones), a Enid Blyton, a Stephen
King, a muchos que llegarían con el tiempo, esos veranos que nos igualan, que
se iniciaban con una agenda bien repleta de compromisos a los que no
faltaríamos y de los que no nos cansaríamos, que siempre nos resultaban apetecibles
y parecían nuevos, esos días con tantas horas por vivir que no terminaban nunca
(salvo que al día siguiente hubiera alguna excursión que hacer, algún viaje que
iniciar -y la excitación provocaba que aún durmiésemos menos-), escuchando la
radio en la cama, leyendo hasta muy tarde (¡Con lo mal que llevo ahora lo de
perder horas de sueño!), esperando que el calor diese tregua y se pudiese
descansar, ese verano conformado por muchos con el que uno se reencuentra en
las páginas de Bradbury, pareciéndose a alguno vivido incluso en las
diferencias (porque sus anécdotas concretas ayudan a que rebroten las propias),
ese verano que incluso echamos de menos en lo que nos disgustaba, en aquellas
obligaciones que año tras año suponían cada vez más una carga que una
diversión, al final en nuestro ánimo otorgamos primacía a lo positivo, por más
que su reverso sea muy tenebroso y aún provoque alguna que otra arruga en el
corazón (sobre todo en lo que a la tía Carmen hace referencia, tal vez acuso
ahora con mayor intensidad el golpe cuando ella no es plenamente consciente de
todo lo que sucedió). Bradbury, en tercera persona, transmite con fidelidad lo
que un chaval imagina, aventura, anhela, su prosa es fresca, a ratos ingenua,
responde con acierto a lo que alguien de doce años podría escribir,
combinándolo a la perfección con pasajes evocadores, con la melancolía precisa,
haciendo un retrato vívido, casi una instantánea que se tiñe de nostalgia en el
mismo origen, ese regusto agridulce implícito en cada día de verano porque íbamos
agotando posibilidades a demasiada velocidad, porque el tiempo era voraz,
porque, incluso en aquella inconsciencia, en aquella Arcadia, sabíamos que
aquello terminaría, que los veranos no volverían a ser lo mismo. Pero haberlos
vivido, haberlos sublimado, tener tanto que agradecer y evocar (y tanto que
llorar por irrepetible, tantas personas a las que echar de menos, tantos huecos
que agrandar en estos momentos), eso no nos lo quitará nadie (sólo una maldita
enfermedad que disfruta borrando vidas), ¡y es tan bonito que un escritor de la
talla de Ray Bradbury nos refresque e inunde la memoria!