Mi
primera intención fue poner el título tal cual, sin recurrir a los paréntesis, quería
(y quiero) hacer referencia a la impresionante trayectoria del escritor que hoy
nos ocupa, a su continuo ir y venir por géneros diversos, ganándose el favor de
público de todas las edades, ampliando la nómina de los mismos mientras su
producción crece en progresión geométrica, sin descuidar a ninguno de sus
lectores, atendiendo todos los frentes, prolífico hasta la extenuación -ajena,
no propia- (“No me planteé superar ningún récord, eso no puedes preverlo; el
caso es que cuando me dijeron que era el autor español vivo que más libros
había publicado, si no llevo mal la cuenta estoy en los 470, lo primero que
pensé fue “no me jodas” porque entonces me caía un sambenito que ya no puedo
quitarme de encima y lo seré hasta que me muera [o hasta que venga otro capaz
de igualar y/o superar la hazaña, me atrevería a apostillar, aunque tal hecho
se antoja imposible, el propio entrevistado lo resulta a ratos: ¿Tanto escrito
y con tanta calidad? ¡De traca (y celebración para el lector rendido a sus
pies)!], aunque yo paso de todo, intento ser feliz y voy a mi bola”), pero de
repente caí en la cuenta de que, jugando de ese modo con los signos, podía dar
un sentido polisémico a lo que viene a continuación y, al mismo tiempo, entrar
de lleno en el asunto por una vez en lugar de dar uno de mis larguísimos rodeos
introductorios antes de meterme en harina. Resulta, como digo, que, tras muchos
años pretendiéndolo, deseándolo y buscando la oportunidad (algo nada sencillo
porque el entrevistado viaja durante al menos seis meses por todo el mundo, sin
dejar de escribir mientras atiende los múltiples asuntos de su Fundación Taller
de Letras sita en Colombia con la que fomenta la lectura y presta ayuda a
escritores precoces -anualmente premia a un autor menor de dieciocho años- y de
la que también lleva su nombre en Barcelona), por fin tenía al otro lado del
teléfono a un señor al que llevo leyendo, siguiendo, admirando y queriendo (el
roce -visitar frecuentemente su literatura- hace el cariño) casi desde que
tengo uso de razón puesto que, entre otras muchas cosas, es uno de los autores
que más y mejor frecuenta la escritura para chavales de cualquier edad, por su
nombre se hizo familiar y querido (y requerido en la biblioteca) muy pronto;
ante producción tan ingente, variopinta y en constante expansión, puede
comprenderse que catalogarle como autor infantil y/o juvenil, musicólogo,
policíaco, cronista, cualquier intento de clasificación se revela insuficiente
porque deja fuera gran parte de lo que ha publicado, de ahí que las etiquetas
estén de más. Cuando me siento tan cercano a alguien, cuando tengo la
oportunidad de conversar con alguien a quien tantas satisfacciones como lector
debo, suelo tender al tuteo porque le considero un amigo, un cómplice, alguien
que puede que conozca mis intimidades mejor que yo (aunque no sea consciente de
ello) por el modo en que me ha tocado con sus creaciones, pero en ocasiones el
respeto me gana y me parece que el “usted” indica la necesaria reverencia, la
posición que determinadas personas ocupan en mi imaginario (e incluso en lo más
prosaico: espejos en que mirarse, gentes de las que aprender, obra con la que
deleitarse y seguir creciendo emocional, ética y anímicamente), sólo de ese
modo me pude dirigir cuando tuve la oportunidad a intelectuales como Mario
Benedetti, Pedro Laín Entralgo, José Luis López Aranguren, Carmen Martín Gaite
o Rosa Chacel, y así lo hago cuando Jordi Sierra i Fabra atiende mi llamada y
le saludo con una voz que no puede evitar temblar, pero él abate cualquier
posible distanciamiento (que, insisto, no siento como tal, sino como
deferencia, como protocolo) muerto de la risa (algo que apenas abandona durante
la entrevista: ¡Qué optimismo, qué ánimo, qué jocosidad, qué vigor y pasión
transmite en cada palabra pronunciada!), “oye, no me trates de usted que me da
urticaria” (aunque igual dijo “una lipotimia”, algo nada extraño porque
conversamos en uno de esos días infernales que padecimos cuando la primavera se
transformó en verano sin avisar ni atender al calendario). Por lo tanto,
también esa etiqueta quedó arrinconada y, desde ese momento, intentando no
perder de vista el objetivo final (el presente texto, es decir, un trabajo que
pueda ser considerado periodístico -aunque, nunca me cansaré de repetirlo, este
arpa es una especie de diario público en el que compartir mis experiencias como
lector o espectador (o lo que surja)-), un lector tuvo el privilegio de poder
hacer preguntas, comentarios, desgranar reacciones a lo leído, emociones
sentidas y que el autor que las había provocado respondiese.
Ocho
días de marzo, precisamente el octavo título de su serie con el inspector
Mascarell como protagonista, publicado como todos los anteriores por Plaza y
Janés, fue la excusa perfecta para entrar en la trastienda de unas historias (recuperadas
ahora con nuevas portadas y numeradas para que sea fácil saber el orden de
publicación -y de lectura, aunque pueden disfrutarse de manera autónoma-, no
siempre el cardinal del título corresponde con el ordinal como en este caso)
que están retratando la Barcelona de finales de los años 40 y principios de los
50 del siglo pasado (el tomo a que nos referimos, aparecido hace unos meses, transcurre
en 1951) a través de las desventuras (no era época para muchas alegrías) de
Miquel Mascarell, el último policía de la Barcelona republicana, tal y como le
conocimos en Cuatro días de enero, origen
de la saga aunque en un principio estaba previsto como un único libro: “Escribí
el primero sin pensar en una continuación: llevaba unos veinte años dando
vueltas a la idea de escribir una novela sobre los cuatro últimos días de
Barcelona en 1939 antes de la ocupación por parte de las tropas de Franco, pero
no acababa de encontrar ni el tono ni el tema. Pensé en una historia amorosa,
que alguno de ellos tuviera que irse al exilio, pero al final me dije “Jordi,
policíaco”, porque siempre que tengo alguna duda por algo, ¡tiro a lo policíaco!
Fue la gente la que, al enamorarse del personaje, al destacar la integridad de
Mascarell, empezó a reclamar más aventuras; pensé que con un par más sería
suficiente, pero como no fue así, ahí arrancó de verdad la serie. Y por la
calle me paran para decirme cosas, hacerme matices, preguntas, se implican,
comentan, hacen peticiones, ¡casi como con los actores de las series a los que
insultan confundiéndoles con sus personajes!”. Y, así, desde aquel 2008 en que
se publicó Cuatro días de enero, han ido llegando Siete días de julio, Cinco
días de octubre, Dos días de mayo,
Seis días de diciembre, Nueve días de abril, Tres días de agosto y ahora Ocho
días de marzo, colección que ya puede encontrarse numerada convenientemente
gracias a esta reedición “para que nadie se líe con los días y los meses”. Y es
asombroso cómo consigue concretar la trama en el tiempo que anuncia el título
sin que el lector perciba precipitación, acumulación, pérdida de verosimilitud,
aunque el autor reconoce que ese aspecto se va haciendo más complejo según
escribe nuevas entregas: “En lo del tiempo me han dado más guerra los últimos
títulos de Mascarell: al comienzo hacía un guión y a ver cuántos días salían,
no había nada cerrado, pero en Ocho días
de marzo tenía menos opciones porque me quedaban pocos números por usar
(ocho, diez y tres). Reconozco que hice algo de trampa porque el primero y el
último apenas ocupan unas páginas, unas cuantas horas, aunque en total son ocho
días, eso que nadie lo dude. El libro que aparecerá en marzo de 2018, que ya está
terminado, será Diez días de junio,
el periodo de tiempo más largo y, además, el caso más complejo porque a Miquel
le acusan de asesinato, con el asunto de la pederastia de los curas de aquellos
años como trasfondo. Después tengo pensado escribir Un día de septiembre, añadiendo algunos días de octubre o
noviembre, será partido, y con ese habré agotado los números del uno al diez.
Ya veremos qué haré después, pero aún me quedan dos años para pensarlo, jajaja”
(entonces le digo que, de todos modos, aún le quedaría algún mes por utilizar y
aún se ríe más, diciendo “bueno, ya se verá en su momento”).
Como ya se ha señalado, la serie de
Mascarell puede empezarse por donde se quiera, alterar el orden, leer sólo un
tomo (algo que ocurrirá en muy contadas ocasiones porque uno quiere saber más
sobre Miquel y Patro, los dos personajes que aparecen en todas las historias),
aunque respetar la cronología supone asistir a la evolución del personaje
central, al modo en que el pasado reaparece a ráfagas, a cómo lo sucedido en
una historia tiene repercusión en otra posterior, y a través de los casos que
el inspector se ve o siente obligado a resolver vamos conociendo aquella
Barcelona: “Son novelas policíacas en un contexto histórico, en este caso concreto
no hago novela histórica, no es lo que busco, pero no oculto que Mascarell me
sirve para pasar cuentas con mi pasado, para ajusticiar cosas, para recordar
hechos como la huelga de tranvías en Barcelona en marzo de 1951 [trasfondo de
la investigación que ocupa ocho días de la vida de Mascarell, justo cuando está
a punto de tener su primer hijo con Patro], aún hay mucha gente que se refiere
a ella, había quien tenía que ir a trabajar de punta a punta de la ciudad y lo
hacía llorando, con miedo a que le pegasen un tiro: quiero recordar quiénes
somos, de dónde venimos, porque la gente olvida muy rápido”. Sierra i Fabra
transmite con eficacia y sobriedad sin perderse en la recreación histórica, sin
abusar de las descripciones, sin perderse en disquisiciones innecesarias o
abrumar con la investigación llevada a cabo para contextualizar y ser fiel a lo
sucedido, capta la época a través de pequeños detalles, rutinas, comportamientos,
frases, grisuras, miserias, ojos apagados, cuerpos fatigados, breves apuntes
que nos dan un dibujo muy preciso y vívido de lo que sucedía, hay mucho de lo
que el propio escritor recuerda, de lo que lee en La Vanguardia del momento (siempre da las gracias a “su soberbia
hemeroteca”), hay mucha verdad en sus páginas, pero Jordi explica que su
inspector no nació como un alter ego aunque el paso del tiempo les vaya
haciendo más próximos: “ Mascarell es cada vez más yo, nos vamos acercando
mucho, lo tengo muy controlado, me sorprendería que fuese distinto, tiene mucho
de mí, también de mi maestro González Ledesma, a veces me parece que estoy
hablando de él, mantenemos una dualidad peculiar. Le quiero muchísimo porque es
una persona leal, está por encima de ideologías”. Y esa es otra de las
grandezas de esta serie: el elemento político y social es imprescindible, es
básico, define en gran medida a los personajes, pero ocupa el espacio debido,
no interfiere en las tramas más de lo debido, no se trata de hacer
proselitismo, el partido está tomado de antemano, se ve claro y no hace falta
subrayarlo, especialmente porque, como es norma en Sierra i Fabra, los diálogos
(rápidos, certeros, vivaces) hacen avanzar la acción y definen a los personajes
mucho más que descripciones pormenorizadas de sus pensamientos: “Una de mis
normas es que el narrador intervenga lo menos posible y casi todo se explique a
través de los diálogos, que los personajes hablen mucho y a ser posible con
frases cortas, a no ser que sea necesario que alguien deba contar algo con
profusión de detalles, e incluso en esos casos [sucede, sin ir más lejos, en el
arranque de Ocho días de marzo]
interrumpo la charla con alguna pregunta o apreciaciones del interlocutor. En
muchas de mis novelas, las escenas arrancan directamente con el diálogo y ya se
irán dando los detalles para ubicar la conversación, para que se conozca el
entorno, esa es la arquitectura que siempre he dominado y en eso, aunque suene
feo, debo decir que soy el puto amo, mis novelas son puro diálogo”. Y esa
agilidad es la que pasma por más que el lector conozca al autor, nunca deja de
sorprender su modo de engarzar las frases precisas, los enredos sólidamente
construidos, su habilidad para cautivar e hipnotizar sin dar tregua ni
desfallecer, sin firmar una nueva entrega por compromiso: “Un libro de
Mascarell lo escribo en unas tres semanas, pero documentarlo, preparar el
guión, todo el trabajo previo me ocupa muchísimo más. He escrito toda la vida,
creo que se me da bien lo de armar historias, tengo muy desarrollada esa
capacidad: no soy el mejor autor del mundo, ni siquiera me considero escritor
sino contador de historias, pero tengo una habilidad que es la de comunicar,
llegar a la gente sin forzar, tengo el don de conectar con el lector”.
Si de algo se arrepiente en lo que a esta
serie se refiere es en haber empezado el segundo volumen (Siete días de julio) ocho años después del primero: “En el salto
temporal que hay entre el primer libro y el segundo me equivoqué, nunca pensé
que haría tantos libros y por eso le hice pasar ocho años y medio en el Valle
de los Caídos; de haber salido antes lo hubiese hecho algo más joven, cinco
años menos o así, pero quise que reapareciese en julio del 47 que fue cuando yo
nací. Aunque creo que tampoco los lectores lo perciben como un anciano porque
aún está cachondo, jajaja. Mascarell tiene ahora 66 años, cumplirá 67 el 28 de
diciembre de 1951 en concreto, pero el caso es que yo voy a cumplir 70 y estoy
como una moto, jajaja. Es cierto que, en aquella época, esa era una edad
provecta, se era muy mayor, si bien es cierto que tampoco es un héroe de pegar
bofetadas, no lleva pistola, no ha matado a nadie salvo en el primer libro,
creo que tal y como le hago funcionar tiene cuerda para rato”. Bueno, puede
que, como dijo Agatha Christie de Poirot y Marple, Mascarell haya nacido
demasiado pronto (o demasiado mayor), pero Jordi consigue que cada escena sea
creíble, nada chirría ni la verosimilitud se resiente jamás, en gran medida por
sus años de entrega al oficio, por su manejo de las herramientas de escritor,
por su probada naturaleza de narrador: “Nací para escribir, no puedo decirlo de
otra manera. Descubrí con 40 años que mi padre era hijo ilegítimo de un médico
muy famoso de Valladolid y, hasta ese momento, todo el mundo se asombraba de
que yo escribiese cuando mi padre no pasó de ser un oficinista y mi madre casi
no sabía ni leer ni escribir, mis abuelos eran el uno carpintero y el otro
pescador. El caso es que parece que tengo unos genes increíbles: mis bisabuelos
o tatarabuelos, los sanguíneos, crearon la primera clínica de autopsias de
España en Segovia y parece que todo eso ha dado fruto. Ya con ocho años quise
ser escritor y empecé a hacerlo: en el Museo de la Fundación en Barcelona están
esos manuscritos, novelas de cien páginas escritas con nueve y diez años, no he
hecho nada más que eso. Y tengo la fortuna de saber qué quiero, cómo lo quiero
y de trabajar muy rápido, apenas dudo, el instinto es básico y me dejo llevar,
escribo de tirón, nunca corrijo porque me aburro, pero el caso es que trabajo
tanto su construcción, lo preparo tan minuciosamente, que en el momento
concreto el libro sale casi solo porque tengo un guión exhaustivo, todo está
medido”. Y se nota en cada página, al igual que transmite la pasión, el
disfrute, las ganas y por eso nunca aburre, no cansa, no se repite, va a más y
el lector de tantos años sigue celebrando y bebiéndose sus palabras (y lo mejor
es que su ritmo de producción no decrece, todo lo contrario y que, él mismo lo
ha contado, Miquel Mascarell en concreto aún tiene muchos entuertos por
deshacer -a su pesar-).