Antes de que incluso los leales irredentos y ultragenerosos huyan
despavoridos ante lo que parece anunciarse como otra matraca incontenible
alrededor de mi ombligo, les ruego observen que el título del presente escrito
se completa con unos puntos suspensivos, es decir, hay algo más, no se trata de
remontarme a los romanos y hablar de lo que, por cierto, no puedo saber más que
a través de otros, imposible tener memoria propia de lo sucedido aquel año que,
eso sí, al haber nacido un 26 de febrero conocí (sin tener conciencia ni
consciencia ni raciocinio) casi íntegro; más allá de (nunca serán veces suficientes)
volver a agradecer la amabilidad, el interés, el tiempo que, así me lo hacen
llegar en comentarios privados (queden para otro día, si acaso, los motivos particulares
-es decir, con nombres y apellidos, que en algunos casos los hay, al menos no
se ocultan tras avatares como alguno(s)- por los que opté por eliminar la opción
de publicar comentarios en el blog, la posibilidad que permitía a cualquiera escribir
-juntar palabras y faltas de ortografía sería más preciso- y soltar sus
bravatas, infamias y demás detritos, insultando de un modo u otro a los autores
que por aquí desfilan -algo que, por supuesto, jamás voy a consentir-, en lo
que a mí respecta tengo las espaldas muy anchas y ya se desacreditan por sí
solos estos especímenes que proliferan por las redes, no merecen mayor
atención, tan sólo mantenerlos alejados o blindar en lo posible su campo de
acción-), decía que no me cansaré de dar las gracias por la fidelidad de tantos
que siguen estas memorias de lector (también insistiré en ello las veces que
haga falta: no son reseñas -algo, por cierto, difícil de escribir bien y
ajustándose a lo que deben ser tanto en el ámbito académico como en el periodístico,
lo digo por alguna que pregona por ahí lo contrario, aunque no predique con el
ejemplo ni nos ilustre con su sabiduría, simplemente cae en los desbarres y
limitaciones que atribuye a los demás, generalizando como siempre, sobre todo
en Twitter donde el espacio es muy limitado y las mentes bien se ve que aún
más), saben que estos textos son muy personales y hasta íntimos pero siempre
tomando como base y destino alguna lectura, dando (o procurándolo) prioridad a
esta, a lo que ha provocado y despertado en mí, de ahí, retomo por fin el hilo,
los puntos suspensivos del título ya que, al más puro estilo Imperio Argentina
en Morena Clara (secuencia, por cierto, que ha pasado con todo
merecimiento a la historia del celuloide), la sentencia se completaría con “…también
nació JB” (sí, ni siquiera una intérprete de las facultades de la adorada
Malena podría cuadrar la frase en la música sin parecer una oveja -al verse
obligada a prolongar la “b” final-, pero no pidan peras al olmo, es decir, a
este “compositor” nada talentoso-), que es el que importa hoy, no un servidor.
Convendrá explicarse un poco más y, así, entraremos realmente en
materia: JB es un personaje inventado por Jordi Siracusa, en realidad es un
trasunto de quien él fue en su juventud, director de un hotel en la Barcelona
de los 70, personaje que vio la luz literaria en 2018 protagonizando Hotel
Manila y que ha regresado en 2019 con Los infinitos nombres del diablo,
publicada, al igual que la primera de la serie, por Editorial Comuniter. Gracias
a mi Pepa Muñoz y a Raúl de Casa del Libro en Gran Vía tuvimos la oportunidad
de cerrar el curso en lo que a encuentros (en nada retomamos actividad, ¡madre
mía, cómo viene septiembre, también octubre!) se refiere el pasado 4 de julio
compartiendo conversación, escuchando absortos a Jordi Siracusa, magnífico
narrador también en lo oral, con una enorme sabiduría para hacer confluir
diferentes historias en una sola, para ir alimentado las distintas tramas, hablando
de cómo la vida y la ficción van de la mano, novelando a partir de sucesos
reales, tomando la Historia como punto de partida, permitiéndonos entrar en la
trastienda de lo que escribe, en cómo planifica/articula sus creaciones, en su
necesidad por comunicarse con los lectores, de ahí que mientras prepara una
obra con muchas páginas y mucha tela que cortar (así se refiere a ella,
emparentándola con Pingüinos en París (Bajo dos tricolores), novela de
la que se siente especialmente orgulloso y no es para menos -publicada
igualmente por Comuniter, ya va por su segunda edición-), una en la que lleva
trabajando un tiempo y a la que calcula aún dedicará un par de años más, no
queriendo perder el contacto, manteniendo viva y activa la llama literaria en
el sentido de estar presente con nuevos títulos, se le ocurrió iniciar una
serie policiaca inspirada, como se ha dicho, en él mismo, en aquel joven que
llegó a director del Malina Hotel (hoy, Le Méridien, allí sigue el edificio, “en
pleno corazón de Las Ramblas”), inventando tramas detectivescas en las que
JB -Jordi Brotons, ese es el segundo apellido del escritor, Martínez de primero
en el DNI-, se involucra/interfiere formando un tándem divertidísimo con el
comisario Ripoll. JB, no creo que sea necesario remarcarlo, es, por supuesto,
director del Manila Hotel, narrador de ambas novelas, alguien que retoma el
contacto con quienes leyesen su anterior aventura o se presenta ante los que
lleguen ahora de este modo: “Uno de mis sueños de niño era ser director de
hotel, algunas lecturas, un par de películas y la atracción por esos lugares
donde nada es lo que parece y los viajeros pretenden convertirlos por unos días
en su hogar, me parecía fascinante. Tanto, que no paré hasta conseguirlo. Lo que
no sabía entonces es que un hotel es algo más que un lugar de paso, es el lugar
donde habita la parte aventurera de cada uno de nosotros, un lugar para los ensueños,
los divertimentos, el reposo del viajero… y para algunas pesadillas”.
Jordi se divierte (y el auditorio lo celebra y comparte las carcajadas,
bien motivadas por la sorpresa o por la constatación de una sospecha, por el
eterno juego literario envenenando dulcemente la vida -o viceversa, que uno
nunca tiene claro qué afecta más a qué-) confesando que es él quien aparece en
la portada de Manila Hotel (y lo hace, por cierto, mientras mantiene la misma
pose, colgué en su momento una foto en Instagram que daba testimonio de ello) y
afirmando que más cosas de las que podemos pensar/creer, no sólo las obvias, están
tomadas de la realidad, pasaron más o menos del modo en que aparecen reflejadas
en la novela (tanto en aquella como en Los infinitos nombres del diablo),
que a veces se ha limitado a dar cuenta/tomar nota, que indudablemente hay
ficción (pero le vuelven a brillar los ojos mientras matiza “hay algo de
ficción”) pero con abundante base histórica (dicho tanto con mayúscula como
con minúscula), si para presentar(se) a JB partió de la destrucción del Sussex
en 1916 en la que murieron, entre otros, Enrique Granados y su esposa (el
Manila tenía una sala dedicada al compositor en la que se conservaban su piano
y la mascarilla de su rostro), en esta ocasión se centra en el enigmático Codex
Gigas, a cuya creación dedica algunas de las páginas más apasionantes,
espeluznantes y deslumbrantes de la novela, cuya leyenda/realidad
recrea/reconstruye con vigor y emoción, integrando perfectamente la Historia en
la historia y una narración en la otra para lograr un conjunto muy equilibrado
(incluso, si me apuran, uno reclamaría alguna escena más en el siglo XIII, aún
entendiendo que no aportaría nada -pero las escribe/describe tan
maravillosamente (lo mismo que el resto) que supondría aumentar el deleite-): “Un
códice gigante que contenía toda la sabiduría humana y que tenía unas
proporciones extraordinarias. Con tremendo esfuerzo depositó en el suelo de su
celda el último cuadernillo. Lo acarició, era el postrer capítulo con el
contenido de todos los libros y sabidurías que la Orden Benedictina le había
proporcionado. Entre las páginas del códice estaba la regla de San Benito; las
traducciones latinas de Flavio Josefo y su “Historia de los judíos”; el Antiguo
y Nuevo Testamento; la Etimología –Etymologiae u Originum sive etymologiarum
libri viginti-, los veinte libros de San Isidoro. Tres tratados médicos
dedicados a la medicina práctica, escritos por Constantino el Africano, otro
monje benedictino. Otros ocho libros médicos, Ars medicinae, de origen
griego y bizantino, utilizados como libros de texto para la enseñanza de la
medicina. “La Crónica de Bohemia”, escrita por Cosmas de Praga. Santorales,
calendarios, listas de benefactores y miembros de la comunidad monástica;
esquelas; antiguas historias; curas medicinales y encantamientos mágicos. Una confesión
de los pecados y una serie de conjuros, entre otros textos y escritos. Todo profusamente
iluminado y con dibujos de la mano del autor, incluido uno de Belcebú y que
sólo Herman conocía el porqué de su terrorífico relato”.
Los infinitos nombres del diablo se inscribe en la noble tradición
de la novela policiaca/detectivesca/negra más ortodoxa en el sentido de
plantear una intriga y estar atenta sobre todo al entretenimiento del lector,
también en el hecho de tomarse el género muy en serio, que debe leerse con
ligereza no significa bajar la guardia como escritor, por ahí respiran Simenon
o Chandler, también cumple con el canon al retratar una época, un momento, una
sociedad, concediendo la misma importancia (y ahí reside parte de su encanto y
de su altura literaria) a lo sociológico (y si se quiere político) que a lo que
debe resolverse. Al haber sido testigo de lo que cuenta, Jordi transmite con
pequeños pero abundantes y reveladores detalles la atmósfera/realidad de la
Barcelona de 1971, hace una evocación muy vívida que tiñe de nostalgia sólo lo
justo, entroncando por ese lado social tanto con autores que han magnificado el
género cada uno con su estilo y sus maneras, siendo notarios de lo que estaba
pasando/pasa (inevitable evocar a Vázquez Montalbán, González Ledesma o Giménez
Bartlett) como con los que han hecho memoria o han servido para ello al
contarnos su presente (Marsé, Terenci, Maruja Torres, Merçe Rodoreda, las
gentes del Bocaccio, escenario fabuloso e ineludible que Siracusa
evoca/invoca con honda emoción). Como se apuntó al principio, Jordi tiene muy
claro que la serie va a continuar mientras continúa con sus grandes proyectos,
su intención es publicar un título de JB al año siguiendo, además, la
cronología, es decir, el que ya tiene casi preparado transcurrirá en 1972, el
cuarto en 1973 (y le pido que, por favor, haga un guiño a su homónimo, es decir,
al J. B. de Torrente Ballester que apareció ese año) y así hasta, al menos,
1980, por eso me he vinculado tanto al personaje, al fin y al cabo hemos nacido
el mismo año, puesto que la acción de Manila Hotel sucedía en 1970, lo
de menos es que él lo haya hecho con la edad suficiente para protagonizar esta
serie que, a buen seguro, va a seguir proporcionando disfrute y provocando admiración.