Mientras se sucedían días en que, por mil circunstancias, no lograba sentarme
a escribir (en parte porque había -y aún queda- mucho que transcribir para
preparar próximas entradas del blog), teniendo muy claro que lo primero que
sacaría adelante sería lo que ya están leyendo, es decir, mi particular coda a
una serie que se despidió recientemente tras mantenerse en antena 6 temporadas
sumando un total de 75 episodios, The
Americans, cayó en mis manos un (muy recomendable) artículo de Lluís
Bassets publicado en El País el pasado 15 de abril con el título Una nueva guerra fría no tendrá lugar, coincidiendo
en el tiempo con el visionado de la séptima (y fantástica) temporada de Homeland que se diría invita a
contradecir esa tesis hasta que los sólidos y bien trazados argumentos del periodista
me hicieron comprender el error de referirse a lo que ahora estamos viviendo (el
modo en que la serie protagonizada y producida por Claire Danes se alimenta de
lo que aparece día a día en los medios de comunicación es apabullante y
vibrante, haciendo menos ficción de lo que parece) como un rebrote, una vuelta
a, una reproducción de aquella Guerra Fría (en realidad, habría que utilizar el
artículo determinado, incluso se escribe con mayúsculas, es el modo en que se
singulariza el periodo) que, iniciada tras la Segunda Guerra Mundial, se
prolongó hasta la disolución de la URSS, declarada oficialmente el 25 de diciembre
de 1991. Pero, por más que el término no sea preciso o adecuado (lean a Bassets
que lo explica admirablemente), en ese afán por economizar o hacernos entender
en/con pocas palabras, lo fácil es recurrir a un término que todo el mundo
identifica con la tensión (dejémoslo ahí) entre lo que antes se llamaban las
dos superpotencias, los dos bloques, Oriente y Occidente, los americanos y los
rusos (términos en sí mismos equívocos e inexactos, el primero sigue siéndolo
en la actualidad). Y, entremos ya en materia sin salir de lo que consumimos
como ficción, si Homeland está
hablando, entre otras cosas, de la injerencia rusa en la política de EEUU
(ellos hablan de lo suyo, eso hay que tenerlo asumido -y son muchos los autores
que nos siguen gustando cuando abordan estos asuntos, los de antes y los de
ahora, por más que se crean el ombligo del mundo-), de algo que no puede ser
nombrado con el magnífico oxímoron atribuido a Orwell, The Americans ha narrado con audacia y rigor documentales parte de
lo sucedido en los años finales de la Guerra Fría.
Uno de los mayores aciertos de Joe Weisberg, el creador, productor y
principal guionista de la serie (las dos últimas tareas compartidas con Joel Fields),
un señor que ha debutado en estas lides con todos los honores (su experiencia
televisiva se limitaba a la escritura de un episodio de Daños y perjuicios y un par de Falling
Skies), ha sido contar la trastienda de algunos hechos que (más o menos)
conocíamos a través de lo publicado o retransmitido, rastrear los detalles
escondidos (u ocultados deliberadamente) detrás de la verdad oficial en sus
diferentes o posibles interpretaciones/sesgos/posicionamientos, centrarse en lo
que Graham Greene llamó el factor humano (como alguien dijo alguna vez todas
sus novelas hubiesen podido titularse de ese modo), poner el foco en las
personas (como también hizo John LeCarré, por eso le fue tan fácil aclimatarse
a los nuevos tiempos y entregar alguna obra maestra que sumar a El espía que surgió del frío o El topo -ciñéndonos a lo que estamos
hablando, habría que destacar La casa Rusia,
publicada en plena Perestroika y antes de la disolución total de la URSS-),
centrarse en lo cotidiano al modo en que lo hicieron aquellas grandes cintas de
terror de los años 70 (El exorcista, La profecía) y cuyo espíritu reivindican
y reavivan en la actualidad gentes como James Wan, Scott Derrickson o el prometedor
y sobrecogedor debut en el género de John Krasinski. Porque The Americans se centra en una familia que
responde a los cánones más estereotipados de perfección, que encarna las
máximas virtudes del way of life tan
publicitado por Hollywood, al menos en apariencia, puesto que la primera sorpresa,
el primer hallazgo, el innovador punto de partida, aquello que distingue a la
serie de otras se descubre en los primeros minutos (y engancha sin remisión): los
espías que se nos presentan son unos infiltrados tan perfectos que resultan
indistinguibles, parecen, resultan, se comportan, son más americanos
(utilicemos la terminología más extendida -empezando por el propio título de la
serie-) que los allí nacidos, están entrenados para ello, se han mimetizado,
metamorfoseado, nadie podría decir que pertenecen a la KGB, que trabajan para
el enemigo, que llegaron desde el frío, ¿qué mejor escondite que ponerse a la
vista, vivir en un barrio residencial, mezclarse con su comunidad, participar
en sus actividades, ser vecinos de un miembro del FBI (aunque esto no es así
hasta el estupendo primer capítulo, no es algo que desearan pero sabrán
revertirlo en beneficio propio)?
Otra de las grandes virtudes de The
Americans es evitar el maniqueísmo ramplón que anquilosó y desvirtuó el
género; de hecho, todo se cuenta a través de los Jennings, son los héroes a
pesar de que la serie (otro tanto a su favor) rehúye lo épico, lo rimbombante,
no toma partido (al menos no lo subraya, no adopta un tono propagandístico, no
pretende convencer de nada -en su conjunto, otra cosa son, por supuesto, las
acciones y palabras de sus personajes, ajustadas a lo que se espera de ellos, a
lo que puede documentarse y/o a lo que resulta verosímil-), no se dulcifica a
nadie, incluso puede decirse que hay una querencia por mostrar la peor cara de
cualquiera, en ambos lados los hay deleznables y los hay compasivos, ningún
crimen se justifica (de hecho, asistiremos a más de un cargo de conciencia, lo
que alguno podrá decir que humaniza a quien lo sufre y, sí, así es, pero en el
sentido de que no estamos ante paradigmas o arquetipos sino ante personas de
carne y hueso que nos interesan, tal vez preocupan, igual espantan, nos
provocan emociones), volviendo a lo del maniqueísmo, retomando lo esbozado
antes, hay que resaltar que si la audiencia empatiza con alguien (porque conoce
su pasado, sus verdaderas personalidades, los riesgos que arrostran, los
afectos que han cercenado, los que no se permiten expresar) es con los
Jennings, es decir, con los rusos, con esos rusos (los conoceremos de muy
distintos perfiles), no con los del FBI que, incluso, son ciertamente risibles
(al menos así es como le resultan a uno Noah Emmerich y Brandon J. Dirden, por
dibujo de personajes y, sobre todo, por su manera de asumirlos y pasearse por
la pantalla). Por otro lado, a pesar de su entrega a la causa, de su probada
lealtad, de su eficacia como arma humana soviética, Elizabeth y, sobre todo,
Philip Jennings viven enfrentados a sí mismos (y poco a poco entre ellos), a
sus fantasmas, a sus hijos que crecen y (se) hacen preguntas, cuestionan su
labor, flaquean en su adhesión, volvemos al asunto central, es decir, al alma
de los personajes, a lo que los diferencia y sitúa en un escalón superior al de
la media (o a lo que, por desgracia, se ha dado por bueno y permisible en este
tipo de historias).
Sin duda, la serie no hubiese funcionado como lo ha hecho ni se hubiese
sostenido durante seis temporadas (terminando en el momento adecuado: cuando
aún despertaba interés e incluso recuperando el brío, el tono, la contención,
la brillantez de la primera temporada, la más redonda -su modo de contar el
atentado de Reagan fue abracadabrante, nunca lo hubiéramos pensado de esa
manera- hasta llegar a la final), de no haber sido por una pareja protagonista
que ha dado lo mejor de sí: Matthew Rhys, con su habitual y magistral economía
de recursos, ha dotado de entidad y presencia a un personaje que en manos de
otro podría haber desbarrado en ciertos momentos, sin cargar jamás las tintas,
patético cuando debía serlo, ridículo y crispante por momentos, demostrando su
versatilidad a fuerza de sencillez y un hieratismo muy matizado; Keri Russell,
a quien parecía imposible ver sin que apareciese la sombra de Felicity, ha demostrado su enorme
madurez interpretativa, especialmente en la aún reciente sexta temporada que
debería llevarla de cabeza al Emmy por más que la Elisabeth Moss de El cuento de la criada vuelva a
presentarse como contrincante imbatible, un galardón que a uno se le antoja
incuestionable por el modo en que se ha ido oscureciendo, incluso encogiendo
(cómo ha manejado su cuerpo, su voz, su rostro en este tiempo sólo merece un
adjetivo: prodigioso trabajo), afrontando su(s) infierno(s) interior(es),
arrastrándose, hundiéndose y emergiendo, cargando con culpas propias y ajenas,
replanteándose sus convicciones, recriminándose sus fallos y los que no son
tales, procurando mantener el inestable equilibrio que es su vida. Aunque parece
existir un consenso en que los adolescentes de The Americans son muy diferentes a los de otras series, y si bien
es cierto que, gracias sean dadas, se distancian bastante del lastre que, por
ejemplo, supuso la hija de Brody en las primeras temporadas de Homeland o la de Jack Bauer en 24 (y ésta no era adolescente, para más
inri), los hijos de los Jennings, especialmente Paige, la hija, no han podido
evitar caer en ciertos tópicos que poco suman (antes al contrario) al conjunto,
en el que destacan Alison Wright (a quien hubiese gustado ver, aunque fuese un
momento, en la última temporada), quien sólo por una secuencia memorable en un
supermercado moscovita se gana todos los honores (y anteriormente ya había
protagonizado alguna del mismo calibre), y especialmente la maravillosa Margo
Martindale, la única del reparto que, en dos ocasiones, ha ganado el Emmy, todo
hay que decirlo por las temporadas en que menos participación tiene y menos
huella deja, la tercera y la cuarta, cuando en el resto regala momentos
inolvidables como quien no sabe hacer otra cosa que ser una actriz
impresionante en toda ocasión (es difícil seleccionar uno, tal vez ahora me
quedaría con aquel de la segunda temporada en que habla en un coche con Keri Russell,
creo que era el cuarto capítulo). Aunque el colofón en sí resultase
excesivamente frío (lo que muchos han destacado como virtud) y un tanto por
debajo del resto de la temporada en lo que a emoción interna se refiere, al
menos respetó la lógica, no traicionó el espíritu y, sobre todo, hizo justicia
con el resto para que The Americans no
concluyese por agotamiento o transformada en algo muy distinto de lo que
siempre fue: una serie que no cayó en ninguna de las tentaciones posibles para,
seguramente, ganar audiencia y, así, perder personalidad y voz propia.