Hubo un tiempo (dicho así suena solemne, aunque me refiero a un periodo
no demasiado largo, la cosa me duró un año o poco más) en que me prometí no
volver a mencionar al hotel Ritz de Madrid delante de un micrófono, en que me
juré no hacerle ningún tipo de publicidad, borrarlo de mi vocabulario y punto.
Todo vino por la rueda de prensa convocada allí el 23 de diciembre de 1996 para
presentar la versión cinematográfica del musical Evita dirigida por Alan Parker, lunes muy lluvioso en que, en
apenas un minuto y ante los numerosos fans congregados en las inmediaciones del
edificio (los más osados buscando subterfugios para, como diría Mecano, meterse
dentro) a la espera de poder saludar/fotografiar/tocar/pedir autógrafos a su
estrella preferida (Madonna), el histórico y lujoso recinto quedó,
literalmente, blindado y nadie podía entrar ni salir del mismo (este segundo
aspecto lo resolvieron con cierta premura, aunque no antes de que algunos
huéspedes se vieran afectados). Ante la impotencia para contener a la masa
llena (en un muy alto porcentaje) de fervor adolescente, los responsables de
seguridad (o quien diese la orden) optaron por dejar a todo el mundo fuera,
mojándose (hice una conexión por móvil para Cita
a las dos cobijado en el paraguas de una compañera de otra emisora),
mientras el tiempo iba pasando, nadie se responsabilizaba de nada y no había ni
rastro de Madonna (como no lo hubo hasta la noche, aterrizó en Barajas con el
tiempo justo para asistir al preestreno en el Coliseum, dato que la prensa
conocía y ofrecía pero nadie quería creer). Tan o más ineficaces fueron (antes
y después, es decir, durante el a todas luces excesivo tiempo que se
mantuvieron en un puesto para el que no estaban capacitados -y lo diré así
aunque las máximas responsables eran mujeres-) aquellos que debían facilitar el
trabajo de la prensa, el departamento que en esa empresa
productora/distribuidora (Buena Vista) se puede permitir el lujo de
menospreciar a (casi) todo el mundo y trabajar bajo la ley del mínimo (o
ningún) esfuerzo puesto que maneja/representa a una marca que está vendida de
antemano y de la que cualquiera olvida agravios (o se ve obligado a ello) con
tal de ponerse bajo su paraguas en forma de portadas, publicidad, contenidos
que llaman la atención y siguen siendo muy reclamados por público de todas las
edades. Y afirmo tal porque, al final, con no recuerdo cuánto retraso, habilitaron
(ejem) el acceso de la prensa por una puerta trasera (la que desde el principio
se había indicado pero fuimos yendo a la delantera cuando topamos con un muro
-metafórico, es por no repetir palabras- infranqueable), hubo que correr,
empujar, apartar, sortear, puesto que todo el control de aquellas muchachas y
su equipo fue ir preguntando quiénes éramos y, sin consultar ningún listado de
acreditaciones (ni conocernos a la mitad más que de nombre si acaso), sin
confirmar identidades, ser un auténtico coladero que llenó a rebosar la sala,
incluyendo algunos fans con pancartas. Las imágenes aparecieron en Caiga quien caiga, incluyendo un audio
muy revelador recogido por una grabadora puesta sobre la mesa (hace de aquello
algo más de veinte años como antes indiqué) en que una de las susodichas de
aquel infausto departamento de prensa (con sus iniciales, C. D., será
suficiente) advierte/indispone a Antonio Banderas (ha sido la única
oportunidad, de las varias en que he tenido la fortuna de tenerle cerca, en que
el actor se ha mostrado seco, abrupto, a la defensiva, con desgana) ante la
presencia de algunos dispuestos, según ella, a reventar la rueda de prensa
(precisamente, el mismo programa que difundiría este testimonio). El caso es
que, perdón por la nueva batallita, aquello me hizo estar de morros con el
hotel (el resto de implicados/culpables es capítulo aparte) y llegué a decirle
a mi compañero de entonces (y de tantos años), Miguel Ángel Yáñez, que si
volvíamos a emitir Las tardes del Ritz (como
habíamos hecho para anunciar el evento y que estaríamos allí para cubrirlo)
pensaba tapar su nombre y tararear sobre la letra “a merendar siempre aquí” o “aunque
cien años llegara a vivir, yo no olvidaría las tardes aquí”.
Pero el resquemor pasó, en parte porque acudí a diferentes actos,
presentaciones, ruedas de prensa, entrevistas, cócteles y cenas en que no hubo
ninguna tensión (la que acabo de describir fue, sin duda, creada/aumentada por
C. D. y sus gentes -y así quedó demostrado en demasiadas ocasiones-), el trato
con gerentes, relaciones públicas, personal del hotel fue siempre exquisito, el
cuplé volvió a conquistarme (es de mis favoritos), me reí evocando el episodio
(y mi un tanto absurdo encono, lo reconozco -pero no fue nada grato estar bajo
la lluvia mientras explicaba a los oyentes que de lo esperado no había nada que
contar y sí el lastimoso suceso, sin tener claro, por cierto, si la rueda de
prensa iba a celebrarse-) en el mismo momento en que supe de la existencia de
una novela titulada Los lunes en el Ritz,
a cuya autora, Nerea Riesco, he seguido con placer e interés desde que leyese Ars Magica hace algo más de una década, insistiendo/rogando
a mi querida Pepa Muñoz que organizase uno de sus fantásticos encuentros
literarios, algo que fue muy sencillo por la propia disponibilidad de la
escritora y del sello que ha publicado esta (por el momento) última obra,
Espasa. ¿Se imaginan que hubiese cumplido mi amenaza? Me hubiera perdido una
(otra) novela estupenda de Nerea, ya que no querer decir (en este caso,
escribir) Ritz hubiese transformado este texto en un engendro, la propia lectura
se hubiese visto afectada al tropezar unas cuantas veces (portada incluida) con
la palabra maldita, en fin, chorradas del pasado que uno se resiste a olvidar.
Además, el hotel se erige como personaje, la autora lo trata como a uno más, no
quiere que sea un mero escenario, quiere que imponga su presencia, que interactúe
con los demás, que influya en los destinos de las criaturas que lo habitan o
pasan por allí algunas tardes (o noches). Si bien es cierto que casi desde el
principio el Ritz estuvo ahí, Nerea Riesco empezó a perfilar una novela sino diferente
con otro planteamiento: “Tenía muchas
ganas de contar una historia que transcurriese durante la II República, no la
estudié en su momento, no sé el resto pero yo apenas recuerdo que la
mencionaran en clase, es como si hubiera un vacío, tenía una idea bastante
distorsionada y poco clara del periodo. No quería meterme en la guerra, aunque
al final sea necesario hacerlo, pero, por otro lado, quería reflejar el momento
en que el Ritz fue un hospital de sangre, allí estaba una vez más como testigo
y protagonista de la historia, es algo con lo que me fui encontrando durante la
documentación y, por lo tanto, como la época la tenía clara, opté por que el
hotel fuese el epicentro y la idea original cambió muchísimo, manteniendo el
momento histórico, eso sí”.
Y una vez con el Ritz jugando a dos bandas (escenario principal y
personaje con, valga la redundancia, personalidad poderosa) llegó el huracán
definitivo, aquel que alteró los planes de Nerea pero le otorgó un sólido
armazón sobre el que ir construyendo su(s) historia(s): “Lo que me cambió totalmente la novela fue “Crónica”, “El Cronista
Impaciente” en mi ficción, revista que empezó a editarse en 1929, cuando
arranca la novela, y que se publicó hasta finales de 1938 cuando se quedaron
sin papel. De sus páginas me he nutrido para mil detalles, modos y costumbres del
momento, cosas curiosas, divertidas, el asombro, por ejemplo, de encontrar unas
mujeres que pilotaban aviones, que eran toreras, que se sentaban en el
Congreso, que por fin podían votar, las sin sombrero, las que llevaban
pantalones, unas mujeres más avanzadas y con más derechos que las que tuvieron
que sufrir la guerra y la dictadura, sin autonomía ni libertades, sólo podían
hacer lo que el marido les permitiese, se fue para atrás”. De este modo,
cada capítulo (que cubre un año) comienza con un párrafo similar a este: “Aquel fue el año en el que se lanzó al
mercado el desarrollador de senos Pilules Orientales. En los anuncios destacados
de las páginas centrales del “Cronista Impaciente” se certificaba el aumento y
la firmeza del pecho femenino, sin perjudicar la salud, en el plazo de dos
meses, por el módico precio de 7,50 pesetas.” En la trama serán importantes
anuncios de prensa que Nerea ha inventado recreando el tono, estilo y contenido
de los que eran habituales en las publicaciones de la época pero ha tomado de
la realidad hechos tan curiosos como los que acaban de leerse, captando y
transmitiendo a la perfección la cotidianidad, lo que era habitual, lo que
sucedía tras los muros del Ritz y más allá de ellos: “Pensé la novela en términos de “Arriba y abajo”, contrastar a la gente
de la alta sociedad con el hambre y la miseria que, además, se podían encontrar
a escasos metros del hotel. Así, por ejemplo, tenían expuesta la cubertería de
oro que Alfonso XIII había regalado al hotel porque decía que ese era el único
material que no trasladaba sabor a los alimentos, pero lo que se vivía en las
calles era terrible, no hay más que ver algunas imágenes de la época, aunque en
las presentaciones que estoy haciendo procuro recurrir a las más amenas, sobre
todo a los anuncios porque son muy divertidos y sorprendentes”.
De entre la plétora de personajes que recorren las páginas de Los lunes en el Ritz destacan, por
supuesto, aquellas que se reúnen allí semanalmente, la esposa del director del
establecimiento, Eveline, sus mejores amigas, Tatita y Piluca, y, sobre todo,
su hija, Martina, la verdadera protagonista por más que la novela tenga
vocación coral en su afán (y logro) por convertirse en el retrato de una época,
dando voz a gentes de orígenes y destinos diversos (por no decir opuestos),
tomando el pulso con maestría a un tiempo en que los acontecimientos se acumulan
y poco a poco empiezan a precipitarse, un reto del que Nerea Riesco sale muy airosa
dando muestras una vez más de su capacidad narrativa, de sus facultades y
cualidades para conducir al lector con brío y sin esfuerzo, de su habilidad
para no caer en el maniqueísmo ni en lo trivial, combinando a la perfección lo
sentimental con lo político, el costumbrismo con los hechos históricos,
consiguiendo una mezcla que no resulta tal (no se notan las junturas), creando
un conjunto sólido en el que nada (ni nadie) está fuera de lugar. Como
característica (y valor) fundamental la manera en que dibuja
personajes/personalidades, su escasa o nula identificación con uno de ellos en
concreto: “Tengo algo hasta del malo más
malo porque creo que no se puede describir la personalidad de alguien de quien
no entiendes sus comportamientos. Intento que los personajes sean como en la
vida real, nunca somos de una sola forma, por eso dependiendo de quién hable sobre
nosotros dirá una cosa o la contraria”. Y su cuidado para no cargar las
tintas e influir en el lector desde el principio se percibe de una manera muy
acusada en el que reconoce fue el personaje que más le costó: “Fran [el hermano de Martina], porque es el que menos se parece a mí, tal
vez me siento reflejada en su rebeldía y en cómo, al ser muy joven, se deja
influenciar por otros: se implica políticamente por los que le rodean, hubiera
hecho lo mismo en algo totalmente distinto, se vuelca en lo que hay. Pero, a
pesar de esta distancia, una de sus escenas es de las que más me ha conmovido
escribir, me refiero al momento en que entra en el Cuartel de la Montaña,
totalmente enfervorecido. Ya que estamos, diré que las otras que más me
impactaron fueron, por un lado, la de Casas Viejas, no sólo por lo narrado en
sí sino porque me daba miedo que el lector desconectase, es algo muy ajeno al
Ritz, por eso necesitaba en ella a Nicolás, y, sin duda, la última escena que
protagoniza Piluca, no contemos más [por supuesto que no, que la vivan tal
y como llega], una que tuve muy clara
desde el principio. Pero, volviendo al principio, me ha costado mucho amar a
Fran, enamorarme de él como autora”. Es, sin duda, un personaje al que no
cuesta despreciar pero al que Nerea no condena implacablemente porque, como tantos,
es fruto de una educación (o de una falta de la misma en el sentido más humano
del término), de un padre que tiene planificado su destino, no tiene herramientas
para rebelarse, le han enseñado desde niño que se puede permitir el lujo de ser
cobarde, inconsciente y, si se quiere, cruel: “Fran necesita dirigir su energía hacia algo y lo hace con lo que le
llega a través de la chica del momento, a la que quiere, sí, pero da prioridad
a lo demás. Y, como digo, hubiera involucrado su vida en cualquier otra cosa
que le hubiera surgido y de la que le hubieran convencido, no tiene ningún
sueño propio, no ha tenido que luchar por nada”. No le defiendo ni
justifico, pero no puedo evitar comprenderle, en parte porque me recuerda, al igual
que tantos y tantas en la novela, a gente que he conocido o de la que me habló
mi abuela, nacida en 1911 y, por lo tanto, alguien que, de alguna manera,
habita en las páginas de esta novela que tanto me ha emocionado por recordármela
con tanta viveza, a veces ha sido como volver a escucharla en aquellas tardes
de merienda junto a la radio o jugando a las cartas (sí, no era una señora nada
convencional, moderna antes, después y seguiría siéndolo si viviese).
Sin dejar de lado el asunto de los personajes, por más que parezca lo
fácil/trillado (camino que jamás toma Nerea), conviene aclarar que la
protagonista no es un trasunto de la autora: “En Martina reconozco la ilusión de los primeros años, las ganas de
hacer cosas, los sueños de comerme el mundo, la seguridad absoluta de que todo
iba a salir bien, pero yo tengo mucho más de Piluca, para empezar, estamos muy
cercanas en edad. Es una mujer apasionadísima y me gusta que sea un personaje
contradictorio que provoca una sensación agridulce. Todo lo suyo está llevado
al límite porque es lo que le cuadra, tenía que ser muy teatral, pero quien más
quien menos ha llegado a un momento en que se plantea por qué tomó ciertas
decisiones en el pasado para acabar llegando a un presente que no gusta pero ya
no se puede cambiar. Eso sucede, sobre todo, cuando sientes que hiciste las
cosas tal y como te dijeron que tenían que hacerse y eso no te ha servido para
estar más contenta”. Piluca es otra de esas damas que se reúnen los lunes
en el Ritz, pero no podemos olvidar a la divertida Tatita, quien sí tiene un
claro referente fácilmente identificable (así me lo confirma cuando hago la
correspondencia entre ambas): “Tatita es
Pitita Ridruejo, totalmente. Me venía muy bien un personaje así, en parte para
algún momento cómico, también porque en esos años Elena Fortún escribe un libro
sobre lecturas de mano, en el “Crónica” se habla mucho de estos temas, era
incluso chic tener tu propia echadora de cartas. En el fondo, he querido que
estas mujeres de la alta sociedad fuesen algo así como las raras, no las
típicas, que tuviesen alguna particularidad que las distinguiese del resto y,
así, sólo podían relacionarse entre ellas. Y, para rematar la faena, aparece el
padre Eugenio”. Un personaje que se nutre de varios, confiesa la autora,
por más que los lectores de ahora no tendrán problemas en asociarlo al Padre Ángel,
el creador de Mensajeros de la Paz, fundación a la que Nerea ha donado con
carácter indefinido los derechos de autor de esta novela (por lo tanto, todos
los que adquieran un ejemplar de Los
lunes en el Ritz estarán colaborando con una buenísima causa). Como es
norma en este ángulo oscuro del salón, uno no quiere desvelar demasiados
detalles de lo que las páginas del libro albergan, pero no querría concluir
esta toma de contacto entre ustedes y el mismo sin hacer hincapié en algo antes
esbozado: a pesar de centrarse en un momento muy politizado y polarizado, la
autora pone en un segundo plano (sólo cobra el protagonismo necesario en
capítulos tan brillantes como los ya citados del Cuartel de la Montaña y, sobre
todo, Casas Viejas) lo bélico, lo histórico, lo ideológico, utilizándolo con
mesura y, especialmente (lo que es plausible y loable), con distancia,
integrándolo con los personajes: “He
procurado equilibrar las ideologías del momento, que ninguna destacase o
resultase beneficiada, al margen de que, a pesar del momento histórico
retratado, no quería que la política ocupase el primer plano. Siempre se
escribe desde un bando u otro, marcando mucho la opción del autor, quise que
todos los personajes pudiesen ser comprendidos y, sobre todo, centrarme en
gente que simplemente quiere vivir y no se entrega a una ideología ni, desde
luego, está dispuesta a dar la vida o a matar por ella. Gente cuyo máximo sueño
es ser lo más feliz posible”. Y esa es la gente que, aunque en la novela no
se cuente, tras el té hacía mil locuras por más que mirase mamá y, en caso de
fijarse, seguro que se lanzaba a regañar a esas parejas que, al bailar, se
hablaban de amor con atroz frenesí. Aunque cien años llegara a vivir, yo no
olvidaría Los lunes en el Ritz.