martes, 19 de junio de 2018

NO HAY EDAD PARA LA INOCENCIA





   Quizá os suene extraño, pero para alguien como yo, que se dedica a inventar y escribir historias, enfrentarse a la tarea de contar un hecho real es fascinante y a la vez terrorífico. Temo sobre todo no estar a la altura, porque a pesar de que conozco la verdad, seguramente mejor que sus propios protagonistas, también soy parte implicada en el asunto. Sé lo que vi, lo que conté; sé también cuándo mentí y por qué lo hice, y quiero que este texto, que nunca verá la luz, sea tan sincero como sus protagonistas se merecen. Al menos les debo eso, a todos: a ellos, a sus padres, a los míos, al barrio en general. Y ahora que la historia ha vuelto a empezar, después de una pausa de casi cuarenta años, es más importante que nunca explicar bien el pasado, los orígenes de un crimen cuyas consecuencias se extienden hasta hoy como ramas torcidas de un árbol de raíces secas.” Así habla/escribe en un momento dado, muy al principio (el párrafo empieza en la página 81 y concluye en la 82 de un volumen de 480), el narrador a ratos de la (apasionante) historia que se cuenta en Tigres de cristal, la nueva novela de Toni Hill que recientemente publicó Grijalbo y que supone una nueva vuelta de tuerca (me consta que le gusta que lo digamos así, Henry James siempre presente aunque sólo sea en forma de eco admirativo) en la aún corta pero exitosa y muy bien recibida trayectoria de un autor que debutó en estas lides hace apenas siete años pero se ha convertido en uno de los nombres imprescindibles a la hora de glosar (y aplaudir) el género negro (dicho, como tantas veces comentamos, en la más amplia extensión del término) en nuestro país. Tras la trilogía policial centrada en Héctor Salgado (El verano de los juguetes muertos, Los buenos suicidas y Los amantes de Hiroshima), hizo una inmersión en el género gótico del que sólo puede salir triunfante alguien que lo ama y conoce el género tanto como él (Los ángeles de hielo) y ahora nos encontramos ante una novela híbrida, que coge de aquí y de allá, que es indudablemente de intriga pero tiene mucho de crónica social y de denuncia, una historia que sucede en dos tiempos (finales de la década de los 70 y diciembre de 2015 y los primeros meses de 2016) prácticamente en el mismo escenario (lo que se llama Ciudad Satélite en los capítulos que transcurren en el pasado -el nombre que servía para señalar lo alejada que estaba del centro de la ciudad- y en los más próximos en el tiempo se identifica como el barrio de San Ildefonso en Cornellà de Llobregat) y que tiene como vórtice un asesinato del que conoceremos víctima y ejecutores en las primeras páginas pero del que ignoramos el resto de (importantes) detalles, es decir, el cómo e incluso el auténtico por qué.

   Toni Hill estuvo a finales de mayo por Madrid (y estará de vuelta mañana para presentar oficialmente Tigres de cristal en La Central de Callao), momento en que algunos blogueros charlamos con él (bueno, las cosas como son, sólo hablamos tres -mi Pepa Muñoz de Locura de Libros, Pedro Santos de El Búho entre libros y un servidor-, el resto se rio mucho y tal pero no hizo ninguna pregunta -pero pudo nutrir su reseña de lo que los demás llevábamos leído (ahí le has dado) y comentamos con el autor-) y le reconocimos nuestro asombro ante una novela que va cambiando continuamente de ritmo, de tono, un tanto polifónica (al más puro estilo Wilkie Collins, otro de esos autores sobre los que es un placer y un lujo conversar con Toni), que sorprende a cada paso porque cuando creemos tener el rumbo claro toma otro y porque (a lo Patricia Highsmith) da más información de la que sería lógica en una novela negra/policiaca y, al mismo tiempo, escamotea algunos datos para que siempre haya algún interrogante abierto y la tensión no decaiga, sumándole la que viven en su día a día algunos personajes, Alena especialmente puesto que, junto al Juanpe del pasado, es víctima de aquello que el autor coloca en el hipocentro de su historia para que las ondas sísmicas afecten, de un modo u otro, con mayor o menor intensidad, a todos los personajes, aunque ni ellos mismos sean conscientes de qué motivó la caída de la primera pieza del dominó, sólo sienten el embate cuando les toca hacer propio o perciben en la forma que sea el temblor provocado por el resto: el acoso escolar, ese que siempre ha existido aunque al llamarlo bullying y expandirse viralmente ha empezado a preocupar como hubiese debido hacerlo hace mucho tiempo. “Me gusta definir “Tigres de cristal” como un Ken Loach con marcha, quiero decir que él siempre hace ese retrato de personajes atrapados en vidas un pelín mediocres, por llamarlas de alguna manera lo más suave posible, pero no utiliza una trama criminal y sí mucha carga política. Aquí la dejo asomar de vez en cuando, sobre todo en lo más puramente social y como retrato de una época, aunque no es algo que me interese demasiado. Elijo, eso sí y con toda la intención, unos personajes muy metidos en la lucha sindical, los trabajadores de las fábricas, referente que tengo muy cerca en casa y recuerdo bien aunque en aquel momento fuese pequeño: viví aquellas huelgas y una lucha que era común. Después están los ejemplos laborales de 2015, o sea, Miriam que es autónoma y no tiene a quien acudir si le cierran la peluquería, tiene al lado la competencia de “las chinas”, como ella misma dice; o pensemos en Víctor que depende de su mujer y su suegro, así de claro, tiene un trabajo en el que le han enchufado, no se puede aliar con nadie, nadie le va a defender. Todo esto son cosas sutiles que me ayudan a señalar que ahora estamos mucho más indefensos, laboralmente hablando: claro que hemos mejorado mucho, pero antes conseguían parar una fábrica y, por efecto dominó, paraban todas las demás, aquello era así, repito que hay cosas de las que me acuerdo, y ahora parece que hay que aguantar porque no queda otra, es lo que está pasando”.

   Y es el aspecto social es el que destaca en Tigres de cristal por encima del resto puesto que ese podemos decir descenso a la tierra fue el impulso que puso de nuevo en marcha la creatividad del escritor: “La novela surgió hace como un par de años, justo cuando terminaba “Los ángeles de hielo”, ha sido de gestión rápida. Fue así porque, después de tanto tiempo con aquella historia, que me encanta y siempre defenderé, me entraron ganas de contar una digamos más de verdad, más realista, con un contexto más personal, que yo estuviera más implicado en lo que contase; en ese sentido, “Los ángeles de hielo” no deja de ser un artificio, un juego, tiene un punto lúdico, hay un narrador poco fiable, elementos que distorsionan. Por eso aquí quería hacer algo distinto, poner las cartas sobre la mesa, hablar de algo que conozco bien como son los años setenta vistos desde el punto de vista de un niño que podría ser yo, lo soy a medias, tengo trozos de todos los niños de la novela o ellos de mí, centrarme en un barrio que conocí muy bien y del que no se ha hablado mucho, y a partir de ahí a ver qué pasaba, ese fue el punto de partida. Tras el barrio y la época, surgieron los personajes y la historia. Después del policial de Héctor Salgado me fui al gótico de “Los ángeles de hielo” y ahora me he quedado en un noir que tiende a lo social, aunque es una palabra que no me gusta demasiado: es el retrato de una época y el análisis de un asunto tan complejo como el acoso escolar yendo muy a fondo”. Y, así, como ya se ha comentado, en las primeras páginas el lector sabe que el matón del colegio, el Cromañón, Joaquín, aquel a quien le gustaría que le llamasen Mazinger Z pero nadie le ve tintes heroicos, fue asesinado por una de sus víctimas, Juanpe, el Moco, con la colaboración de quien, sorprendentemente, era su mejor amigo, su protector, Victor, el hijo de un líder sindical a quien todos conocían como Sandokán (no sólo porque se pareciese a Kabir Bedi, el actor que daba vida en la pequeña pantalla al pirata de Mompracen creado por Emilio Salgari), pero nadie parece recordar (algunos no quieren hacerlo, otros apenas pueden) qué sucedió aquella noche, para eso toma la palabra un narrador del que al principio ni conoceremos su nombre, alguien que va a ir apostillando la historia de la actualidad, la que se narra en tercera persona y se vive compartiendo los tormentos de los personajes, las culpas que arrastran aunque, curiosamente, la que menos incidencia tiene en su ánimo es la relacionada con el crimen cometido: “La culpa es el gran tema que une a los personajes y, al mismo tiempo, nadie se siente culpable por el crimen ocurrido en sí, piensan que se lo merecía, se justifican por la época, por el barrio, tal y cual. De hecho, los autores del crimen lo dejan muy claro en su primera conversación; sin embargo, Víctor sí se siente culpable de no haber estado al lado de Juanpe, aunque tenía doce años, no podía decidir, pero eso le remuerde y ese tipo de situaciones se repite a lo largo de la novela. Se puede simpatizar con los chavales, creo que sucede, pero no podemos olvidar que han matado a otro”.

   Sí sucede esto que dices, querido Toni, en parte porque, aunque por fortuna a muy pequeña escala, los que éramos chavales en esos años que recuperas (algunos, en concreto este que escribe, amanerado, gordo, con gafas desde los diez años, lector desde siempre, sin ningún tipo de gracia física, con escasa tendencia a los golpes habituales de los juegos más celebrados y practicados) sufrimos en nuestras carnes (poco, fueron más insultos, burlas, insinuaciones) el abuso de quien se sentía superior por ser más fuerte, más bestia, más mayor en un momento en que, como se señaló, “se consideraba normal un nivel de violencia que podemos llamar moderado: se pegaban los chicos, te pegaba el profe, te pegaba tu padre. Ahora la cosa ha ido a más en el sentido de que se ha sofisticado: mucha de aquella violencia física se ha eliminado, sigue habiendo agresiones y muy duras, no las minimizo, pero en la novela quise poner el acento en algo que, por desgracia, cada vez abunda más y es esa idea de “te hago daño aunque parece que no”, porque cuando el asunto se quiere atajar puede que ya ni quede rastro de quién colgó la foto original o ni ésta aparezca por ningún lado, pero se han hecho memes, se comparte, ya hay mucha gente que la ha visto. En los 70, el bullying, que ni se llamaba así, era un cafre que te hacía la vida imposible pero del que a veces podías escapar; en la actualidad, no hay escapatoria posible, el acoso sigue extendiéndose, y encima tú mismo entras en las redes a mirar, contribuyes de alguna manera. No es que banalice el de antes, ni mucho menos, pero no solía ir más allá mientras que ahora está ahí las 24 horas del día”. Y claro que se produce la empatía, por más que no se justifique el crimen, por más que se rechace la venganza (aunque quien más quien menos alimente su fuego, su furia, maquine planes), al igual que sucedía recientemente con el oscarizado (e impresionante) rol de Frances McDormand en Tres anuncios en las afueras, porque, aunque cada uno tenga sus propias cicatrices (o heridas abiertas), reconoce a sus iguales, a los que fueron víctimas y, lo escribe Toni en su novela, éstas “no olvidan, se dice. El dolor mengua sin desaparecer, dejando un rastro formado por recuerdos” y en ese balance el que fue verdugo lo sigue siendo por más que terminase convertido a su vez en víctima de asesinato.

   Esta no es sólo la historia de un crimen infantil, las rencillas de unos niños que desembocaron en una tragedia. Para ser justo, debo asumir también que es la crónica de una infancia, de una época, de unos adultos que resolvieron el tema atendiendo más a cuestiones de amistad que de justicia, y de unos chavales, incluido yo, que nos dejamos llevar por emociones tan básicas como la lealtad, la venganza o el miedo. Supongo que nosotros teníamos la disculpa de la edad, aunque no puedo decir con franqueza que no supiéramos distinguir entre el bien y el mal. Al menos yo, Ismael López Arnal, testigo y ahora narrador de esta historia que empezó a mediados de los años setenta y cuyo verdadero final me resulta desconocido”. Con este párrafo queda claro el modo endiablado y tremendamente eficaz (y soberbio), la manera en que Toni Hill trenza Tigres de cristal para que en cada página haya un nuevo motivo para seguir leyendo, para querer reunir todas las piezas, para la sorpresa, para la admiración ante una novela de gran complejidad que, sin embargo, fluye con facilidad y se lee del mismo modo: “Me sale muy natural una estructura de este tipo, no puedo explicar cómo lo hago, supongo que me viene de haber leído mucho, de ver cine, de tantos relatos como he consumido. Es cierto que hay que tener la base y dónde se quiere llegar muy pensados antes de ponerse a escribir e intentar que el resto se articule de una manera lógica: si sólo piensas en el punto de llegada, pero no en el de partida, la novela resulta muy forzada”. Recordamos un tuit entusiasta que publiqué durante la lectura de la novela en que, ya me conocen, saqué a pasear a la Highsmith, pero también a José Antonio de la Loma y Toni recoge el guante (es una forma de hablar tan sólo, no hay enfrentamiento): “Tiendo a que el texto tenga una cierta tensión, llámalo suspense, me gusta que el final de un capítulo deje con ganas de seguir leyendo. En eso, como en otras cosas, hay algo de la Highsmith, desde luego, aunque ella solía tener un punto de glamour que yo he desterrado; lo que no quise fue acercarme a Eloy de la Iglesia, en el sentido de que parecía que en los barrios que retrataba sólo había delincuentes, cuando no era verdad: recuerdo ir al instituto pisando jeringuillas, sí, pero muchos de nosotros no nos pinchamos nunca ni robábamos nada, hombre, alguna cosilla aquí y allá [unas gominolas o unos chicles, pequeños hurtos que no pasaban de ahí], irte sin pagar del bar, pero Eloy de la Iglesia convirtió estos barrios marginales en lugares en los que sólo había delincuentes y te atracaban cada tres minutos y no era así porque yo iba al instituto al barrio en que transcurre la novela, no soy Rambo, menos aún con catorce años, y jamás me pasó nada”.

   Tal vez por rehuir los clichés (por más que se apuntalen en realidades) y las generalizaciones, ha captado a la perfección esa especie de callejón de salida en que ciertas personas parecen condenadas (o lo están) a malvivir, ese escenario que emparenta tanto con Tiempo de silencio como con Mi calle, la canción de Lone Star, o Mi ciudad, el tema de Cecilia, esa desolación desesperanzada de quien se ve obligado a aceptar que jamás saldrá de la miseria física y moral, como le sucede fundamentalmente a Juanpe, toda una creación, un personaje que perturba, conmueve y espanta por igual, del mismo modo que duele hasta el desmayo el que abre la novela, el abuelo, el padre de Joaquín (o sea, del Cromañón), perdido en las tinieblas del Alzheimer, desasosegado por lo que olvida, herido de muerte por lo que recuerda, como asimismo nos violenta (por cotidiana, por auténtica, porque sabemos de su existencia) la que otros ejercen sobre Alena, por estos y otros motivos igualmente contundentes que dejan eco en el corazón, por la espléndida nómina de personajes con alma (a más de uno, a buen seguro, cada lector le pondrá otro nombre, incluso el propio), por las lágrimas que no quise contener antes de cerrar el libro, Toni Hill alcanza cotas que se antojan insuperables (pero algo similar pensé en las ocasiones anteriores y bien se ve que está dispuesto a llevarme la contraria, algo que nunca podré agradecerle lo suficiente -y mi biblioteca tampoco-). Como última muestra de esa excelencia, un nuevo botón: “Dicen que el pasado se empeña en regresar, pero no es menos verdad que nosotros se lo ponemos fácil: acudimos a su encuentro, nos zambullimos en él, intentamos comprenderlo y a la vez compensarlo, en lugar de asumir los errores y los aciertos, en lugar de dejarlo descansar en paz. Quizá sea inevitable, tal vez esté en nuestra naturaleza la incapacidad de abrazar el olvido. Quizá el tiempo, que entierra unas cosas y no otras, sea el auténtico medidor de la justicia.”