“Quizá os suene extraño, pero para
alguien como yo, que se dedica a inventar y escribir historias, enfrentarse a
la tarea de contar un hecho real es fascinante y a la vez terrorífico. Temo
sobre todo no estar a la altura, porque a pesar de que conozco la verdad,
seguramente mejor que sus propios protagonistas, también soy parte implicada en
el asunto. Sé lo que vi, lo que conté; sé también cuándo mentí y por qué lo
hice, y quiero que este texto, que nunca verá la luz, sea tan sincero como sus
protagonistas se merecen. Al menos les debo eso, a todos: a ellos, a sus
padres, a los míos, al barrio en general. Y ahora que la historia ha vuelto a
empezar, después de una pausa de casi cuarenta años, es más importante que
nunca explicar bien el pasado, los orígenes de un crimen cuyas consecuencias se
extienden hasta hoy como ramas torcidas de un árbol de raíces secas.” Así
habla/escribe en un momento dado, muy al principio (el párrafo empieza en la
página 81 y concluye en la 82 de un volumen de 480), el narrador a ratos de la
(apasionante) historia que se cuenta en Tigres
de cristal, la nueva novela de Toni Hill que recientemente publicó Grijalbo
y que supone una nueva vuelta de tuerca (me consta que le gusta que lo digamos
así, Henry James siempre presente aunque sólo sea en forma de eco admirativo)
en la aún corta pero exitosa y muy bien recibida trayectoria de un autor que
debutó en estas lides hace apenas siete años pero se ha convertido en uno de
los nombres imprescindibles a la hora de glosar (y aplaudir) el género negro
(dicho, como tantas veces comentamos, en la más amplia extensión del término)
en nuestro país. Tras la trilogía policial centrada en Héctor Salgado (El verano de los juguetes muertos, Los buenos
suicidas y Los amantes de Hiroshima),
hizo una inmersión en el género gótico del que sólo puede salir triunfante
alguien que lo ama y conoce el género tanto como él (Los ángeles de hielo) y ahora nos encontramos ante una novela
híbrida, que coge de aquí y de allá, que es indudablemente de intriga pero
tiene mucho de crónica social y de denuncia, una historia que sucede en dos
tiempos (finales de la década de los 70 y diciembre de 2015 y los primeros
meses de 2016) prácticamente en el mismo escenario (lo que se llama Ciudad
Satélite en los capítulos que transcurren en el pasado -el nombre que servía para
señalar lo alejada que estaba del centro de la ciudad- y en los más próximos en
el tiempo se identifica como el barrio de San Ildefonso en Cornellà de
Llobregat) y que tiene como vórtice un asesinato del que conoceremos víctima y
ejecutores en las primeras páginas pero del que ignoramos el resto de
(importantes) detalles, es decir, el cómo e incluso el auténtico por qué.
Toni Hill estuvo a finales de mayo por Madrid (y estará de vuelta mañana
para presentar oficialmente Tigres de
cristal en La Central de Callao), momento en que algunos blogueros
charlamos con él (bueno, las cosas como son, sólo hablamos tres -mi Pepa Muñoz
de Locura de Libros, Pedro Santos de El Búho entre libros y un servidor-, el
resto se rio mucho y tal pero no hizo ninguna pregunta -pero pudo nutrir su
reseña de lo que los demás llevábamos leído (ahí le has dado) y comentamos con
el autor-) y le reconocimos nuestro asombro ante una novela que va cambiando
continuamente de ritmo, de tono, un tanto polifónica (al más puro estilo Wilkie
Collins, otro de esos autores sobre los que es un placer y un lujo conversar
con Toni), que sorprende a cada paso porque cuando creemos tener el rumbo claro
toma otro y porque (a lo Patricia Highsmith) da más información de la que sería
lógica en una novela negra/policiaca y, al mismo tiempo, escamotea algunos
datos para que siempre haya algún interrogante abierto y la tensión no decaiga,
sumándole la que viven en su día a día algunos personajes, Alena especialmente
puesto que, junto al Juanpe del pasado, es víctima de aquello que el autor
coloca en el hipocentro de su historia para que las ondas sísmicas afecten, de
un modo u otro, con mayor o menor intensidad, a todos los personajes, aunque ni
ellos mismos sean conscientes de qué motivó la caída de la primera pieza del
dominó, sólo sienten el embate cuando les toca hacer propio o perciben en la
forma que sea el temblor provocado por el resto: el acoso escolar, ese que
siempre ha existido aunque al llamarlo bullying
y expandirse viralmente ha empezado a preocupar como hubiese debido hacerlo
hace mucho tiempo. “Me gusta definir
“Tigres de cristal” como un Ken Loach con marcha, quiero decir que él siempre
hace ese retrato de personajes atrapados en vidas un pelín mediocres, por
llamarlas de alguna manera lo más suave posible, pero no utiliza una trama
criminal y sí mucha carga política. Aquí la dejo asomar de vez en cuando, sobre
todo en lo más puramente social y como retrato de una época, aunque no es algo
que me interese demasiado. Elijo, eso sí y con toda la intención, unos
personajes muy metidos en la lucha sindical, los trabajadores de las fábricas,
referente que tengo muy cerca en casa y recuerdo bien aunque en aquel momento
fuese pequeño: viví aquellas huelgas y una lucha que era común. Después están los
ejemplos laborales de 2015, o sea, Miriam que es autónoma y no tiene a quien
acudir si le cierran la peluquería, tiene al lado la competencia de “las
chinas”, como ella misma dice; o pensemos en Víctor que depende de su mujer y
su suegro, así de claro, tiene un trabajo en el que le han enchufado, no se
puede aliar con nadie, nadie le va a defender. Todo esto son cosas sutiles que
me ayudan a señalar que ahora estamos mucho más indefensos, laboralmente
hablando: claro que hemos mejorado mucho, pero antes conseguían parar una
fábrica y, por efecto dominó, paraban todas las demás, aquello era así, repito
que hay cosas de las que me acuerdo, y ahora parece que hay que aguantar porque
no queda otra, es lo que está pasando”.
Y es el aspecto social es el que destaca en Tigres de cristal por encima del resto puesto que ese podemos decir
descenso a la tierra fue el impulso que puso de nuevo en marcha la creatividad
del escritor: “La novela surgió hace como
un par de años, justo cuando terminaba “Los ángeles de hielo”, ha sido de
gestión rápida. Fue así porque, después de tanto tiempo con aquella historia,
que me encanta y siempre defenderé, me entraron ganas de contar una digamos más
de verdad, más realista, con un contexto más personal, que yo estuviera más
implicado en lo que contase; en ese sentido, “Los ángeles de hielo” no deja de
ser un artificio, un juego, tiene un punto lúdico, hay un narrador poco fiable,
elementos que distorsionan. Por eso aquí quería hacer algo distinto, poner las
cartas sobre la mesa, hablar de algo que conozco bien como son los años setenta
vistos desde el punto de vista de un niño que podría ser yo, lo soy a medias,
tengo trozos de todos los niños de la novela o ellos de mí, centrarme en un
barrio que conocí muy bien y del que no se ha hablado mucho, y a partir de ahí
a ver qué pasaba, ese fue el punto de partida. Tras el barrio y la época,
surgieron los personajes y la historia. Después del policial de Héctor Salgado
me fui al gótico de “Los ángeles de hielo” y ahora me he quedado en un noir que
tiende a lo social, aunque es una palabra que no me gusta demasiado: es el
retrato de una época y el análisis de un asunto tan complejo como el acoso
escolar yendo muy a fondo”. Y, así, como ya se ha comentado, en las primeras
páginas el lector sabe que el matón del colegio, el Cromañón, Joaquín, aquel a
quien le gustaría que le llamasen Mazinger Z pero nadie le ve tintes heroicos,
fue asesinado por una de sus víctimas, Juanpe, el Moco, con la colaboración de
quien, sorprendentemente, era su mejor amigo, su protector, Victor, el hijo de
un líder sindical a quien todos conocían como Sandokán (no sólo porque se
pareciese a Kabir Bedi, el actor que daba vida en la pequeña pantalla al pirata
de Mompracen creado por Emilio Salgari), pero nadie parece recordar (algunos no
quieren hacerlo, otros apenas pueden) qué sucedió aquella noche, para eso toma
la palabra un narrador del que al principio ni conoceremos su nombre, alguien
que va a ir apostillando la historia de la actualidad, la que se narra en
tercera persona y se vive compartiendo los tormentos de los personajes, las
culpas que arrastran aunque, curiosamente, la que menos incidencia tiene en su
ánimo es la relacionada con el crimen cometido: “La culpa es el gran tema que une a los personajes y, al mismo tiempo,
nadie se siente culpable por el crimen ocurrido en sí, piensan que se lo
merecía, se justifican por la época, por el barrio, tal y cual. De hecho, los
autores del crimen lo dejan muy claro en su primera conversación; sin embargo,
Víctor sí se siente culpable de no haber estado al lado de Juanpe, aunque tenía
doce años, no podía decidir, pero eso le remuerde y ese tipo de situaciones se
repite a lo largo de la novela. Se puede simpatizar con los chavales, creo que
sucede, pero no podemos olvidar que han matado a otro”.
Sí sucede esto que dices, querido Toni, en parte porque, aunque por
fortuna a muy pequeña escala, los que éramos chavales en esos años que
recuperas (algunos, en concreto este que escribe, amanerado, gordo, con gafas
desde los diez años, lector desde siempre, sin ningún tipo de gracia física, con
escasa tendencia a los golpes habituales de los juegos más celebrados y
practicados) sufrimos en nuestras carnes (poco, fueron más insultos, burlas,
insinuaciones) el abuso de quien se sentía superior por ser más fuerte, más
bestia, más mayor en un momento en que, como se señaló, “se consideraba normal un nivel de violencia que podemos llamar
moderado: se pegaban los chicos, te pegaba el profe, te pegaba tu padre. Ahora
la cosa ha ido a más en el sentido de que se ha sofisticado: mucha de aquella
violencia física se ha eliminado, sigue habiendo agresiones y muy duras, no las
minimizo, pero en la novela quise poner el acento en algo que, por desgracia,
cada vez abunda más y es esa idea de “te hago daño aunque parece que no”, porque
cuando el asunto se quiere atajar puede que ya ni quede rastro de quién colgó
la foto original o ni ésta aparezca por ningún lado, pero se han hecho memes,
se comparte, ya hay mucha gente que la ha visto. En los 70, el bullying, que ni
se llamaba así, era un cafre que te hacía la vida imposible pero del que a
veces podías escapar; en la actualidad, no hay escapatoria posible, el acoso
sigue extendiéndose, y encima tú mismo entras en las redes a mirar, contribuyes
de alguna manera. No es que banalice el de antes, ni mucho menos, pero no solía
ir más allá mientras que ahora está ahí las 24 horas del día”. Y claro que
se produce la empatía, por más que no se justifique el crimen, por más que se
rechace la venganza (aunque quien más quien menos alimente su fuego, su furia,
maquine planes), al igual que sucedía recientemente con el oscarizado (e impresionante)
rol de Frances McDormand en Tres anuncios
en las afueras, porque, aunque cada uno tenga sus propias cicatrices (o
heridas abiertas), reconoce a sus iguales, a los que fueron víctimas y, lo escribe
Toni en su novela, éstas “no olvidan, se
dice. El dolor mengua sin desaparecer, dejando un rastro formado por recuerdos”
y en ese balance el que fue verdugo lo sigue siendo por más que terminase
convertido a su vez en víctima de asesinato.
“Esta no es sólo la historia de un
crimen infantil, las rencillas de unos niños que desembocaron en una tragedia. Para
ser justo, debo asumir también que es la crónica de una infancia, de una época,
de unos adultos que resolvieron el tema atendiendo más a cuestiones de amistad
que de justicia, y de unos chavales, incluido yo, que nos dejamos llevar por emociones
tan básicas como la lealtad, la venganza o el miedo. Supongo que nosotros
teníamos la disculpa de la edad, aunque no puedo decir con franqueza que no
supiéramos distinguir entre el bien y el mal. Al menos yo, Ismael López Arnal,
testigo y ahora narrador de esta historia que empezó a mediados de los años
setenta y cuyo verdadero final me resulta desconocido”. Con este párrafo
queda claro el modo endiablado y tremendamente eficaz (y soberbio), la manera
en que Toni Hill trenza Tigres de cristal
para que en cada página haya un nuevo motivo para seguir leyendo, para querer
reunir todas las piezas, para la sorpresa, para la admiración ante una novela
de gran complejidad que, sin embargo, fluye con facilidad y se lee del mismo
modo: “Me sale muy natural una estructura
de este tipo, no puedo explicar cómo lo hago, supongo que me viene de haber
leído mucho, de ver cine, de tantos relatos como he consumido. Es cierto que
hay que tener la base y dónde se quiere llegar muy pensados antes de ponerse a
escribir e intentar que el resto se articule de una manera lógica: si sólo
piensas en el punto de llegada, pero no en el de partida, la novela resulta muy
forzada”. Recordamos un tuit entusiasta que publiqué durante la lectura de
la novela en que, ya me conocen, saqué a pasear a la Highsmith, pero también a
José Antonio de la Loma y Toni recoge el guante (es una forma de hablar tan
sólo, no hay enfrentamiento): “Tiendo a
que el texto tenga una cierta tensión, llámalo suspense, me gusta que el final
de un capítulo deje con ganas de seguir leyendo. En eso, como en otras cosas,
hay algo de la Highsmith, desde luego, aunque ella solía tener un punto de
glamour que yo he desterrado; lo que no quise fue acercarme a Eloy de la
Iglesia, en el sentido de que parecía que en los barrios que retrataba sólo
había delincuentes, cuando no era verdad: recuerdo ir al instituto pisando
jeringuillas, sí, pero muchos de nosotros no nos pinchamos nunca ni robábamos
nada, hombre, alguna cosilla aquí y allá [unas gominolas o unos chicles,
pequeños hurtos que no pasaban de ahí],
irte sin pagar del bar, pero Eloy de la Iglesia convirtió estos barrios
marginales en lugares en los que sólo había delincuentes y te atracaban cada
tres minutos y no era así porque yo iba al instituto al barrio en que
transcurre la novela, no soy Rambo, menos aún con catorce años, y jamás me pasó
nada”.
Tal vez por rehuir los clichés (por más que se apuntalen en realidades)
y las generalizaciones, ha captado a la perfección esa especie de callejón de
salida en que ciertas personas parecen condenadas (o lo están) a malvivir, ese
escenario que emparenta tanto con Tiempo
de silencio como con Mi calle, la
canción de Lone Star, o Mi ciudad, el
tema de Cecilia, esa desolación desesperanzada de quien se ve obligado a
aceptar que jamás saldrá de la miseria física y moral, como le sucede fundamentalmente
a Juanpe, toda una creación, un personaje que perturba, conmueve y espanta por
igual, del mismo modo que duele hasta el desmayo el que abre la novela, el
abuelo, el padre de Joaquín (o sea, del Cromañón), perdido en las tinieblas del
Alzheimer, desasosegado por lo que olvida, herido de muerte por lo que
recuerda, como asimismo nos violenta (por cotidiana, por auténtica, porque
sabemos de su existencia) la que otros ejercen sobre Alena, por estos y otros
motivos igualmente contundentes que dejan eco en el corazón, por la espléndida
nómina de personajes con alma (a más de uno, a buen seguro, cada lector le
pondrá otro nombre, incluso el propio), por las lágrimas que no quise contener
antes de cerrar el libro, Toni Hill alcanza cotas que se antojan insuperables
(pero algo similar pensé en las ocasiones anteriores y bien se ve que está
dispuesto a llevarme la contraria, algo que nunca podré agradecerle lo suficiente
-y mi biblioteca tampoco-). Como última muestra de esa excelencia, un nuevo
botón: “Dicen que el pasado se empeña en
regresar, pero no es menos verdad que nosotros se lo ponemos fácil: acudimos a
su encuentro, nos zambullimos en él, intentamos comprenderlo y a la vez
compensarlo, en lugar de asumir los errores y los aciertos, en lugar de dejarlo
descansar en paz. Quizá sea inevitable, tal vez esté en nuestra naturaleza la
incapacidad de abrazar el olvido. Quizá el tiempo, que entierra unas cosas y no
otras, sea el auténtico medidor de la justicia.”