martes, 6 de octubre de 2015

¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE AMOR?



  
 

   Empecé a fraguar este texto hace algo más de dos semanas (la actualidad, la vida, preparar entrevistas, leer libros, ver películas y/o series, hay más de una circunstancia que propicia que, en ocasiones, retrase la escritura de algo pensado, acariciado, sopesado, prometido, sobre lo que me apetece reflexionar, incluso puedo tardar varios meses en retomar el hilo, espero a encontrar el tono y el ánimo precisos –o la porción de tiempo necesaria: hay veces en que uno cabalga sobre el teclado, en que las manos parecen más torpes de lo habitual mientras la mente no deja de pisar el acelerador, y otras muchas en que las palabras se resisten, se escurren, se escabullen, no aceptan la invitación-) y como en ese momento todas las miradas se dirigían hacia el mismo lugar, como el único asunto pasaba por discutir (porque lo de dialogar, argumentar y/o explicar sin recurrir a bravatas, insultos, secesiones anímicas –y más allá-, hace bastante que está olvidado) sobre “independencia”, “secesión”, “ruptura”, “derecho a decidir” y otros términos similares, me dio por pensar en homenajear al profesor Laín Entralgo y, parafraseando una de sus obras de mayor repercusión y calado, titular a esto que ahora va naciendo ¿A qué llamamos amor?; pero, cuando hace justo una semana estuve a punto de ponerme a escribir, había tenido la oportunidad de asistir a la presentación de la programación del Teatro Español para la temporada 2015/2016 y durante la misma José Luis Alonso de Santos (un señor por el que siento un cariño teñido de admiración o viceversa) recordó el título del libro de Raymond Carver que no he dudado en robar y colocar como pórtico, añadiéndole, eso sí (igual que con el inspirado en Laín), unos signos de interrogación que nos sitúan en la duda permanente, en la incógnita que jamás terminaremos de resolver, en la eterna pregunta, en la ausencia de libro de instrucciones que nos deja desasistidos pero nos da la oportunidad de experimentar, de probar, de equivocarnos, de tener fortuna, de sentir que hacemos algo con nuestra vida y no lo que nos imponen otros (aunque la libertad siga siendo un bien escaso). Desde pequeños vamos atesorando (ojalá) canciones, poemas, películas, ficciones y realidades con las que nos sentimos identificados porque expresan nuestra manera de pensar, nuestras opiniones, nuestros pareceres, sentimientos y sensaciones que en ocasiones nos limitamos a plagiar, a invadir, a transformar en propias porque nos dan seguridad, nos facilitan la decisión, nos sirven como apoyos firmes porque podemos escudarnos en la fórmula “tal y como dijo Fulano” o “como bien afirmaba Mengano” o “fíjate en lo que le pasó a Zutano”, recomendándonos soluciones con la misma alegría inconsciente con que tendemos a automedicarnos, creyendo que lo que fue remedio para alguien puede serlo para nosotros sin tener en cuenta los efectos secundarios o la propia experiencia, queriendo remedar a aquellos que tal vez fingen, engañan, inventan, inyectan a sus palabras una vida sublimada, literaturizada, anhelada pero nunca conseguida, exacerban lágrimas, lamentos, penares, exorcizan fantasmas, sueltan lastre, dejan atrás rencores, traumas, inquietudes (o se refocilan en ellos), puede que reproduzcan con precisión de notario algo sucedido pero, igual que Mamita frenaba el ímpetu de Escarlata en Lo que el viento se llevó con un lapidario “es su marido” –en la película, porque en el libro se lo dice un personaje que quedó fuera a la hora de sintetizar en pantalla un volumen de 1.000 páginas-, no convendría olvidar ese detalle, que la anécdota la protagoniza alguien, que tal vez nos dé algunas pistas, nos ayude a escarmentar en cabeza ajena, puede que la fórmula tenga validez, pero conviene añadirle el ingrediente principal, uno mismo, y no empeñarse en repetir lo que en muchas ocasiones se desconoce (¡Ay, cuántos afirman que quieren ser como Romeo y Julieta ignorando el trágico destino de ambos! –al menos, sé que ya lo he dicho en otras ocasiones, pensemos que Karina lo advertía cuando afirmaba rotundamente aquello que ella y la persona a quien iba dirigida la canción no eran, como aquellos de Verona, “actores de un romance sin final”-).
   Y todo esto fui pensando mientras bebía las páginas de la última novela de Tom Spanbauer Yo te quise más, publicada a comienzos de verano por Literaria Random House (al mismo tiempo que recuperaban su anterior título, Ahora es el momento), un magnífico ejemplo de aquello que suele denominarse, con tremenda imprecisión y metiendo en el mismo saco autores de muy diverso pelaje, “la gran novela americana”, para muchos un conjunto de tópicos, los que sin duda reproduce, los plasma, recurre a ellos sin tapujos, sirven para definir al narrador y a algunos de los personajes con los que interactúa, los elige con precisión para armar la trama, les hace la prueba del algodón, se aplica con intención desmitificadora y al mismo tiempo demuestra el modo en que ciertos clichés nos han colonizado hasta el punto de que no entendemos/consentimos otra forma de actuar, en ocasiones puede resultarnos más cercano un habitante de Nebraska (incluso en su idiosincrasia tremendamente particular: recuérdese esa joya cinematográfica debida a Alexander Payne y titulada como el estado en que nació, ese ya citado) que el vecino de la puerta de al lado (porque ni nos molestamos en saber quién es y lo mismo podemos decir de él –y porque nunca se parece a aquel por el que suspiraba la maravillosa Judy Garland en la no menos mágica Cita en San Luis (y si lo fuese seguro que aún nos ignoraría más)-. Y es que Ben (tal vez un trasunto del propio autor, él no esconde las similitudes entre ambos, en realidad las propicia, siempre colocado en el filo, padre de esa “literatura peligrosa” que, sin el comedimiento preciso, sin el talento para saber camuflarse en favor de la historia, no queriendo demostrar en cada frase lo ingenioso, lo brillante, lo talentoso que uno se piensa, supone un insoportable ejercicio de mirarse el propio ombligo –lo que sin duda hace Spanbauer, se expone, se analiza, se disecciona, se muestra vulnerable, apaleado, enfrentado a su demasiado pesado equipaje vital, no deja de reprocharse, preguntarse, dudar, no comprender nada, enfrenta a cada quien con sus fantasmas, sabe trascender lo íntimo para dejarnos mucho sobre lo que reflexionar-), como decía, el protagonista es víctima de sus propios esquemas mentales, del modo ramplón en que queremos poner nombre a todo, tener claro en poco tiempo y no demasiadas palabras aquello sobre lo que llevan los poetas cantando desde hace tantos siglos, eso que nadie acierta a definir con precisión, esa palabra tremendamente polisémica porque cada persona le otorga un significado e incluso, a lo largo de la vida, según la baza de cartas que tengamos en ese momento, no recurrimos a la misma definición que una semana antes (o un día, apenas unas horas, ¿por qué irnos más lejos?).
   Y es en esta eterna dicotomía en la que cualquiera puede verse reflejada, no hace falta ser homosexual, bisexual o cualquier otra variación que a alguien le apetezca y provoque placer, de hecho parte del conflicto viene por no saber aceptar que una persona plenamente heterosexual no tenga ningún problema en abrazar, besar, comportarse con enorme naturalidad, sin preocuparse por cómo miran los demás, por los adjetivos que utilizan, tratar a su mejor amigo como si fuese su pareja aunque sólo sienta por él un cariño inagotable. Pero se hace difícil, no cabe duda, soportar tanta cercanía (y en qué circunstancias) con aquel del que te sientes enamorado hasta las trancas, ese que te parece tu ideal soñado (o así considerado desde le conociste –una de las muchas trampas que nosotros sembramos en nuestro deambular y en la que volvemos a caer con alevosía y un punto de patetismo-), el tipo en que piensas cuando escuchas canciones de amor (posiblemente las mismas que antaño dedicaste a otro, repertorio al que regresarás si vuelves a enamorarte –bastará con que creas estarlo, es lo más común-), el hombre que te enciende con sólo mirarle, no digamos nada cuando es él quien te mira, te estruja, no separa su cuerpo, se desnuda sin vergüenza (sabiendo el efecto que provoca en ti, pero no lo hace por maldad, es que no puede ni quiere evitarlo). Y ese es Hank, alguien a quien parece imposible no desear, no admirar, no querer, una de esas personas que nos llevan continuamente hasta el límite, en parte porque seguimos dejándonos llevar por fantasías, por fantasmadas de las que algunos alardean, por la presión a que nos sometemos para no ser como aquel que era el hazmerreír del instituto, para no parecernos a ese del que todos –también nosotros- se compadecían, o por todo lo contrario, es decir, por emular a alguno de nuestros héroes, por querer reproducir aquella novela, un poema que aprendimos en nuestra infancia, la película que nos parece el epítome del romanticismo (de nuevo, olvidando o desconociendo el nacimiento y desarrollo de este movimiento, ignorando cuánto sufrió nuestro siempre adorado Bécquer, cuál fue el final del no menos admirado Larra, colocando la etiqueta a cualquiera que nos lo parezca –sin tener muy claro qué queremos decir, más allá de “qué romántico, qué bonito”, reduciendo y tergiversando las verdaderas intenciones, las llagas sangrantes con que escribía alguien como Emily Dickinson que afirmaba “si tengo la sensación física de que me levantan la tapa de los sesos, sé que eso es poesía”, cualquier cosa menos bucólica y contemplativa, no cabe duda-). Y en ese filo cortante que convierte en más punzante la condición de seropositivo que sufre el narrador (y más en aquellos años nefastos, oscuros, de mayores segregación, incomprensión e inquisición –porque es todavía una asignatura pendiente no tratar como apestado a alguien enfermo- en que transcurre gran parte de la acción) es en el que Tom Spanbauer coloca al lector para que sienta involucrado, para que vaya planteándose cómo actuaría él e inevitablemente incorpore sus propias cuentas pendientes, sus arrepentimientos, sus reafirmaciones, sus incomodidades, sus inseguridades, sus prejuicios, sus fundamentos, para que vaya cambiando unos por otros distintos, para que algunos dejen de estar en una de las categorías para pasar a engrosar la nómina de otra, para reírse o llorar (no tiene por qué ser de frustración ni de rabia, puede ser un sollozo muy quedo, un tímido asomar de lágrimas ante lo estúpidos que podemos llegar a ser), para asumir lo obvios que resultamos, lo previsibles, lo tontamente clónicos que, siendo conscientes o no, tendemos a resultar porque tenemos auténtico pánico a que alguien nos pueda señalar como “diferente” (y en ese querer tener todo claro antes de actuar vamos desperdiciando demasiadas oportunidades, empeñados en constreñir una personalidad en constante transformación –no se trata de dar bandazos, giros bruscos que tan sólo dejan a las claras la inconsistencia del que se mueve por efecto de la más mínima corriente de aire, pero sí reconocer que siempre seremos aprendices, “aún aprendo”, como no titubeó en escribir un octogenario Francisco de Goya-). Y nos parecemos en muchas cosas, es lógico, no podría ser de otra manera, así nos educan, así nos coartan, así socializamos, así se expresa nuestro instinto gregario, no rehuyamos, por tanto, la oportunidad de expresarnos por nosotros mismos cuando ésta surge; Hank es Hank, Ruth es Ruth –no hemos hablado de ella, pero es mejor que el lector la descubra por sí mismo- y Ben es Ben, dejémosles en las páginas de esta estupenda novela, pero sepamos guardar su esencia, sobre todo para no quedarnos anclados como ellos en la teoría sobre el amor, si no lo vivimos primero y le ponemos nombre después, hablando desde la experiencia, al final habremos sido, si acaso, vulgares y frustrados imitadores, nada sale igual ni siquiera cuando nos empeñamos en repetir nuestros errores, probémoslo sin ideas preconcebidas por otros y, así, tal vez estemos más cerca de poder rubricar las vibrantes palabras de Lope de Vega.