miércoles, 28 de octubre de 2015

DANDO CURSO A LA VOCACIÓN



  


 Ya he contado en otras ocasiones que lo mío con el periodismo fue un amor a primera vista pero no supe considerarlo como tal, tan sólo me parecía una afición, un disfrute como lector, oyente o espectador, algo que ni de lejos me planteaba como futuro profesional (dicho por lo de trabajar en ello, no que me esté llamando algo que, en realidad, siempre seré, es decir, “futuro profesional”, eterno aprendiz de un oficio en el que hay que estar reinventándose cada día, en el que siempre queda casi todo por aprender); fue un mundo que me cautivó mucho antes de elegir carrera universitaria (hasta que se cruzó en mi vida Luis Landero, a la recurrente pregunta de qué sería de mayor siempre respondía que abogado o catedrático –aunque no tuviese nada claro de qué ni en qué consistía, tan sólo era parte de mi sueño de estar rodeado de libros-), me sentía atrapado por él sin ser capaz de discernir que lo que ahí latía era mi auténtica vocación, todo lo relacionado con la radio y la televisión me resultaba enormemente atractivo, fingía intervenciones en los programas que escuchaba, fabulaba con estar en un estudio o en un plató, imaginaba programas (incluso “presenté” uno vinculado a la publicación semanal en la que nos divertíamos y aprendíamos con Petete, era mi manera de entretener la espera antes de comer para regresar después al colegio), quería formar parte del Un, dos, tres pero por ganas de participar en ese programa maravilloso no porque sintiese que ese mundillo me llamaba imperiosamente –o al menos no era consciente de ello- (por encima de todo, como expliqué cuando tuve la oportunidad de charlar con ella con motivo de la publicación de sus memorias, quería ser Mayra, es decir, vivir la experiencia de llevar el timón de un espectáculo de semejante calibre -recuerdo que, cuando glosaba sus para mí indudables méritos, cuando cantaba sus excelencias, siempre hacía hincapié en que era periodista, llave maestra que le permitía pasar de un programa infantil a un concurso que requería una amplia cultura para poder abordar el tema de cada semana más allá del guión o enfrentarse a cualquiera de las tareas que asumía con esos aplomo y efectividad que desplegaba como si no le costase-), me lancé a leer periódicos (bueno, en realidad cualquier cosa que caía en mis manos) compulsivamente, buscaba los artículos de opinión con fruición, leía cualquier tipo de reportaje sin discriminar, sin faro orientativo que me ayudase a discernir, aprendiendo intuitivamente, absorbiendo como una esponja, y es que lo mismo me daba que se tratase de alguna de las revistas políticas del momento –Cambio 16, Época, Tiempo, Tribuna (gracias a una compañera de trabajo del tío Miguel todas llegaban a casa)- como de otro tipo de publicaciones –Interviú, Pronto, Lecturas, nada estaba prohibido en casa aunque Hola no cayese demasiado bien porque era “la revista de los pudientes” (tampoco crean que las leía con siete años, ¿eh?, pónganle al menos diez, aunque es cierto que cualquier cosa que tenía letras despertaba mi curiosidad desde que tengo memoria y así lo confirma todo el mundo en casa –sí, puede parecer precoz e inadecuado, pero la mayoría de las cosas se escuchaban en el Telediario y nadie tapaba los oídos de los chavales-), teniendo así la primera toma de contacto con el entonces aún tibio y casi ingenuo circo mediático montado en torno al asesinato de los marqueses de Urquijo o a cómo se narró todo lo concerniente a la conocida como “dulce Neus”, por no hablar de la intoxicación por aceite de colza desnaturalizado, esa canallada que provocó centenares de muertos y demasiados miles de afectados (uno solo ya hubiese sido un crimen), o de la tragedia vivida en el camping de Los Alfaques, sucesos susceptibles todos ellos de ser teñidos de amarillismo y exacerbarse y recrearse en sus aspectos más escabrosos, no hemos cambiado tanto, pero sí es cierto que también en esas páginas se nota el descenso en la calidad, el descuido, el lenguaje desaseado, la escasa o nula ética periodística empleada, antes daba tiempo a recrearse con una prosa que enseñaba a contar, a plasmar atmósferas, a especular pero partiendo de hechos, de investigaciones, captando el color local, narrando con efectividad y oficio, en definitiva, un aprendizaje rudimentario pero lo más ecléctico posible acerca de los distintos géneros, tonos y secciones periodísticas.
   Y el caso es que, como también he contado por activa y por pasiva en cuanto he tenido oportunidad (soy muy redundante, incluso dentro de la misma frase: al modo de Escarlata O´Hara, a Dios pongo por testigo de que hago propósito de enmienda casi cada hora pero luego vuelvo a dejarme llevar y resulto incontenible e incluso incontinente), un buen día me crucé con Luis Landero en el instituto en que impartía clases de Literatura y creaba lectores apasionados antes de que sus propias novelas le facilitasen el trabajo (ya hablaremos dentro de poco de una obra que es un inmenso placer leer) y él supo sacar ese periodista que pugnaba por salir a la superficie y al que yo, absurda e irracionalmente, me había empeñado en acallar, en no poner en valor, en dejarle exponer sus razones para ver si me convencían. Y, echando la vista atrás, no fue difícil darme cuenta de lo cegato que estaba (sí, ya, soy miope desde que tenía diez años, pero se supone que de cerca veo fenomenal –de hecho, las gafas me estorban cuando manejo el móvil o leo letras muy pequeñas-), de cómo esquivaba los requiebros del oficio no sólo como consumidor de información sino en mi gusto por ficciones que, aunque no podía apreciar en su totalidad por mi inexperiencia y corta edad, me parecían irresistibles como Lou Grant (esa serie que debería formar parte del temario de cualquier lugar en que se pretenda enseñar periodismo), Todos los hombres del presidente (nunca olvidaré lo mucho que temblé la primera vez que la vi, en televisión, junto a los tíos, sin comprender muy bien por qué me interesaba tanto aquel embrollo que no terminaba de comprender, del que apenas conocía más que un nombre fácil de retener –Nixon-, pero del que no podía despegar la mirada) y una serie de TVE que, precisamente, se emitió un año antes de que Landero me preguntase “oye, ¿tú no has pensado en ser periodista”: Página de sucesos, la misma que he revisado recientemente (aunque sólo recordaba a su trío protagonista y algún detalle muy secundario).
   Programada en esa hora mágica de los viernes por la noche en que todo predisponía a la diversión, al ocio, a la libertad, a quitarse de encima las obligaciones, tenía un mejor recuerdo de esta supuesta crónica de la peripecia de periodistas que se dedican a redactar la de sucesos, en realidad una mera excusa para reunir unas cuantas historias (algunas inspiradas en crímenes celebres) con un mínimo hilo conductor del que se encargaban los personajes interpretados por Patxi Andión, Iñaki Miramón y María Asquerino, más algunos secundarios que tenían más o menos presencia según el capítulo. Con el esquematismo y sosería habituales en Antonio Giménez-Rico, su director, la serie queda como un somero y mínimo acercamiento a un oficio que dio páginas gloriosas a la profesión como lo demuestran los nombres de Margarita Landi, Antonio D. Olano, Enrique Rubio, Francisco González Ledesma o tantos otros que dignificaron un género que cimentó las bases y fue escuela, durante muchos años la única posibilidad de desarrollar y practicar un periodismo de investigación; a pesar de ello y de su escasa enjundia dramática, Página de sucesos se ve con esa nostalgia que agrada, evocando aquella mirada ingenua de entonces, volviendo a admirar a los pioneros a los que quiere homenajear, aplaudiendo a un puñado de actores irrepetibles (quienes, por desgracia y salvo muy contadas excepciones, se limitan a encarnar arquetipos, personajes sin dimensiones, son meras apariciones), esos repartos soñados en que coincidían Luis Escobar, Margot Cottens, Alicia Sánchez, Chus Lampreave, Amelia de la Torre, Aurora Redondo, Margarita Calahorra, Juan Diego, Álvaro de Luna, Sancho Gracia, Asunción Balaguer, tantos y tantos, incluso un Juan Echanove antes de despuntar en Turno de oficio, una Marisa Porcel mucho antes de hacerse enormemente popular como la Pepa de Escenas de matrimonio o un niño prodigio llamado David Zarzo. Aunque sólo sea porque, sin sentir sus efectos, fue parte del abono que dio fuerza a lo que quería germinar tanto tiempo atrás, ha sido emocionante reencontrarse con aquel chaval que, en realidad, sigue muy presente y muy vivo en mi ánimo y en mi entrega a una profesión que jamás podré abandonar (y de la que sigo enamorándome cada día, con brío renovado gracias al empeño de Pablo por volver a sentarme frente a un micrófono en un estudio de radio, tal y como sucede cada semana en Destino: Wonderland en Onda Arcoiris -  http://prnoticias.com/podcast/ondaarcoiris/cultura-lgtb/autor/708-destinowonderland -).