martes, 3 de noviembre de 2015

EL CABALLO QUE PUSO EN JAQUE A UN REINO





   En algún momento de la mañana, en los minutos previos al inicio del programa, había que preguntar si ya estaba preparada la conexión con Mahón o bien nos recibían con el anuncio de que teníamos a nuestro corresponsal dispuesto en cuanto asomábamos nuestras cabezas por la cabina de control de sonido; en realidad, lo que llegaba desde la ciudad insular era el resumen de prensa semanal a cargo de Daniel Samper, una visión muy particular y ácida de lo que había dado de sí lo publicado en los siete días previos, un repaso irónico y magníficamente documentado de lo que se había escrito, opinado, tergiversado, alterado, omitido (comparando a unos con otros y con los hechos en sí mismos), un análisis muy certero de lo que más se glosaba y también de aquello que había sido relegado a breves notas o camuflado en pequeños recuadros (o ni eso), un ejercicio lector que demostraba el enorme oficio y estupendo olfato periodístico de nuestro colaborador, todo un descubrimiento aunque ya había tenido ocasión de pasar un muy buen rato con María de mi alma, la biografía novelada (y a ratos muy inventada –pero lo advertían en sus páginas-) de Agustín Lara que había escrito junto a Pilar Tafur, alguien a quien empecé a frecuentar, de quien empecé a buscar trabajos anteriores y posteriores al cautivarme con su facilidad para la broma, su capacidad narrativa incluso para la anécdota más intrascendente, su voz siempre jocosa y afable, alguien al que yo errónea tildaba de novelista dedicado al periodismo cuando era (y es) todo lo contrario (“Soy periodista y me tira mucho, me arrastra, aunque me gusta hacer ficción; no soy capaz de escribir como Faulkner, ojalá, y compruebo que todo me sale más fácil si le aplico el humor, si invento un poco, pero me da incluso vergüenza que alguien pueda presentarme como “novelista”, porque a la hora de escribir siempre está primero el periodista”). Hablo de aquellos veranos (dos, en concreto) en que tuve la inmensa fortuna de que Beatriz Pécker me eligiese para coordinar y ayudar en la realización (al margen de hacer micrófono y de participar en las tareas de producción –éramos poquitos pero muy bien avenidos y echábamos una mano donde fuese preciso-) de los dos agostos en que se hizo cargo de No es un día cualquiera, tiempo para disfrutar en la radio, para seguir aprendiendo sin tregua, para ver a la mejor maestra en acción, para sentirse pleno –aunque nunca olvidaré que mi debut en esas lides ocurrió casi al mismo tiempo que la muerte de la madre de Pablo, todo sucedió en la misma semana, él llegó por poco a Coruña para despedirse de ella, siempre ha contado que no cree que le reconociese, y no puedo dejar de estremecerme ni de culparme porque su lugar en aquellos días finales tendría que haber sido la cabecera de la cama en que ella agonizaba y no Madrid, el comienzo de nuestra vida en común hubiese podido retrasarse un poco más, y por mucho que me diga que tal decisión vino dada por el trabajo que le ofrecieron aquí, no dejo de fustigarme con la amargura de haber sido un obstáculo para que estuviesen juntos en ese último periodo-.
   Y Daniel Samper se carcajea (como siempre) cuando le cuento quién soy, se echa las manos a la cabeza recordando los favores que había que pedir para conseguir que cada sábado pudiésemos contar con su intervención (“¡A esas horas de la mañana, en fin de semana, la carita que a veces se le ponía al técnico, qué historia!”), me agradece que haya leído su segunda novela, Jota, caballo y rey que ha publicado Alfaguara (lo que no ha supuesto ningún esfuerzo: ojalá gran parte de las leídas por obligación y pundonor profesional provocasen tanto placer y, sobre todo, dieran tanto sobre lo que indagar), se lanza a conversar con fluidez, amenidad y discurso muy bien construido, tal vez porque, de una manera u otra, lo ha vivido primero, ha observado, ha tomado notas, ha preguntado, ha intervenido, se ha dejado destilar en cada palabra propia, se ha apoderado con tiento pero sin recato de las ajenas, aprehende sensaciones y realidades con la precisión del oficio, las transmite con verbo enérgico e imágenes poderosas, deja con la boca abierta al interlocutor/lector quien no puede sino esperar el capítulo siguiente, lo que vendrá a continuación. Y en ocasiones el primer sorprendido es él, como le sucedió a la hora de ponerse el traje de novelista por segunda vez, puesto que el punto de partida fue Triguero, un caballo criollo convertido en héroe nacional en la Colombia de los primeros años 50 del siglo XX, “y lo más curioso es que he escrito una novela sobre un caballo de carreras, cuando no soy nada hípico: he ido algunas veces a ver carreras, sobre todo de niño, pero no me van demasiado, incluso les tengo algo de miedo porque una de mis parientes murió al caerse mientras montaba. Pero como personaje me pareció muy singular este Triguero que está en los recuerdos de infancia de mi generación: para los que tenemos entre 65 y 75 años fue muy importante porque era el gran caballo colombiano en un país que jamás se ha distinguido por tenerlos, mientras que sí ha habido ciclistas, futbolistas, escritores, boxeadores, todos muy buenos, pero no caballos que eran patrimonio de Chile o Argentina. Éste fue un caballo espectacular que venció a todos los chilenos y atrajo mi atención porque en mi memoria galopa Triguero, es reconocible, mencionarlo es hablar de una época que, además, coincide con el inicio de una dictadura que supuso una gran desilusión porque se pensaba que las cosas iban a mejorar y no fue así. Finalmente, para cerrar el círculo de lo que quería narrar, yo siempre he tenido un gran culto por la amistad y con esta historia podía rememorar la mejor época de los amigos, que es cuando se es joven, cuando aún no llegas a adulto y no hay negocios de por medio ni se es socio en nada: sólo se trata de entrar al cine juntos para ver tías en pelotas, jugar al fútbol y pelear si somos de equipos distintos, pero amablemente, acompañarse, estar juntos, esa es la verdadera amistad, la de los 13 a los 15, ahí no importa la condición social, si se es feo, nada de nada”.
   Jota, caballo y rey transcurre durante el primer año en que el general Rojas Pinilla ostentó la presidencia de Colombia, lo que suele denominarse el “periodo en curso”, momento en que fue recibido con los brazos abiertos, como la solución perfecta para acabar con el gobierno de Laureano Gómez (aunque desde noviembre de 1951 fuese Roberto Urdaneta quien estuviese al frente del país debido al delicado estado de salud de aquel), fue más un “golpe de opinión” que un golpe de estado, así se ha denominado casi desde el mismo momento en que sucedió porque “se estaba reclamando que sucediese algo, que se terminase con Gómez, y pasó, y lo cierto es que, tal y como se cuenta en la novela, Rojas se fue a Melgar a su hamaca en lugar de estar esperando el momento, tuvieron que ir a buscarlo, en realidad lo colocaron ahí”. Daniel Samper dibuja un dictador que, en realidad, está en proceso de convertirse en tal, al que manejan los que están detrás, un tipo que dejaría toda la pompa presidencial para irse a cuidar vacas, lleva a cabo un ejercicio de ironía y revisión histórica que no puede ser mal recibido ni considerarse ofensivo por rebajar o disfrazar los hechos reales porque todo queda expuesto y explicado pero con sutileza y en aras del aliento novelístico: “Las verdades se subrayan más con ironía, es como dar un doble golpe. Me divertí mucho haciéndolo, y mira que me cuesta porque soy periodista no escritor, pero me organizo y trato de contar sin perder el tono. Es una historia que empieza bien, de un modo que puede decirse grato, y se va dañando tal y como sucedió en realidad, llegando a la tragedia y trascendiendo lo cómico, dejándolo a un lado cuando es imposible recurrir al mismo”. Y en cuanto al hecho de que alguien pueda malinterpretar sus intenciones o pueda acusarle de colaboracionista cuando no de mentiroso, Samper recuerda que “todo es verdad, salvo un par de personajes, pero busqué ex profeso la caricatura, en parte para que la novela fuese menos cruel en algunos tramos, es cierto, pero no olvidemos que me centro en el primer año de Rojas, lo peor llegó después. La esperanza termina, y es un hecho que no oculto, con la muerte de los estudiantes, que él no ordena, y porque el sector más conservador de su gabinete no quiere convocar elecciones, que es lo que él había prometido, ni abrir el Congreso ni nada por el estilo: ellos quieren modificar la Constitución para poder seguir robando, están muy contentos, y el ministro Rovira, que no existió, es la mezcla de muchos de aquel momento”. Por otro lado, confía plenamente en sus compatriotas a la hora de poner las cosas en su sitio: “En Colombia se ha comido tanta mierda, hay que llamar a las cosas por su nombre, después de Rojas Pinilla han venido cosas mucho peores -los paramilitares, la guerrilla, los narcotraficantes-, todo eso hace que de lo que hablo parezca una anécdota pálida. Y como ya he dicho alguna vez, porque me lo han preguntado, y seguiré haciéndolo las veces que haga falta, Álvaro Uribe ha sido mucho más peligroso que Rojas Pinilla aunque no haya sido un dictador: se opone a una paz que todo el mundo anhela, ha endiosado la política, apoya a los paramilitares, en su grupo parlamentario ha tenido a gente que ha terminado en la cárcel, pero no uno o dos, sino 40 ó 50, no ha sido corrupto, es cierto, pero ha sido mucho más nefasto”.
   La novela posee tres líneas argumentales que se alimentan mutuamente y que caminan de forma paralela construyendo un relato homogéneo que se unifica por los destellos irónicos y/o burlescos (cuando no directamente esperpénticos al más puro estilo de Tirano Bandeas –“¡Ya quisiera yo escribir así! Pero no niego que Valle-Inclán asoma la nariz en algún momento”-), por los sucesos históricos que se entremezclan con la ficción, por la solidez con que Daniel Samper acomete la tarea de evocar un momento y de mostrarnos todas las caras posibles: “Empecé por el caballo, como digo, esa imagen de mi infancia que se relacionaba con la ilusión que veía en mi familia, en el colegio, en todas partes, porque pensaban que se terminaba la hecatombe de la dictadura de Gómez, que fue elegida en las urnas pero resultó terrible. Y se pensaba que este general -que no quería estar pero le colocan ahí, no conviene olvidarlo- iba a cambiar el panorama. Lo cierto es que empieza muy bien, el primer año es fructífero, se levanta la censura de prensa, se vende mucho café en el exterior, pero los políticos conservadores lo atenazan y le obligan a hacer un gobierno sectario que deriva en lo dictatorial”. Estas particularidades del modo en que Rojas Pinilla llega al poder le permitieron utilizar el tono caricaturesco que tenía el propio personaje, la propia situación, datos que pueden rastrearse en los medios de comunicación de la época, detalles que le facilitaron el recurso a un tono de chanza que jamás disparata y que repliega velas y se modera cuando conviene, advirtiendo de la tragedia particular de los personajes o de la real que afecta a todo el país: “No quise dibujar un dictador al modo clásico como Asturias o Vargas Llosa: buscaba ese personaje que pareciese un tipo estupendo para conversar, divertido, buena persona, al que han puesto ahí y le toca sobrevivir como puede. Sí cargué las tintas en que su mujer fuese querible y en ese sentido es interesante que, cuando se anunció la publicación del libro, un amigo mío que es también amigo de María Eugenia Rojas, a la que yo llamo La Nena en la novela aunque se la conoce como “La Capitana”, toda una líder política, me contó que su única preocupación era cómo había tratado a su mamá, qué decía sobre ella. Y la muestro como la conciencia, la que advierte, la que le cuida, porque así me ayuda a resaltar que detrás de los dictadores siempre hay alguien que es mucho peor que ellos mismos: mira lo de Montesinos con Fujimori o María Estela Martínez que tenía un brujo que le asesoraba. Aquí está Sagrario, la hija mayor de Rojas Pinilla, muy jodía, muy mala, muy ambiciosa, la auténtica manipuladora, que es un personaje totalmente inventado pero tomado de la realidad”.
   Junto a las páginas que dan cuenta de los tejemanejes de todos los que rondan a Rojas Pinilla, destacan por su luminosidad, su toque nostálgico, su desbordante humanidad, su espléndido retrato de cómo era la vida cotidiana en la Colombia de 1953 y las diferencias sociales existentes, aquellas en que se da cuenta de la amistad entre Rafael, hijo del veterinario de Triguero, y Juancho, llamado Jota aunque a él no le gusta, uno de los mozos que atiende a los caballos en el hipódromo: “Son dos bien diferentes, para colmo uno trabaja desde las 6 de la mañana recogiendo mierda de caballo y es hincha del Millonarios, ¡ese horror de equipo!, es algo mayor que Rafael, tiene mucho recorrido, ha ido al burdel, se las sabe todas, mientras que el otro es hijo de una familia muy perfumadita, bilingüe, hijo de extranjera y de un señor muy respetado. No tienen nada que ver, Jota es de esos sobre los que mi abuela me decía “éste no es amigo para ti”, lo mismo que le pasa a Rafael. Y eso es lo que hace que se atraigan: el niño que siempre ha vivido bajo la enagua de una abuela controladora, con su mamá tiene menos trato porque es dipsómana, que es como se dice porque es rica que si fuese pobre tan sólo dirían que es una borracha, bueno, el caso es que descubre la libertad que le proporciona este amigo, la libertad del pobre, una maravilla”. Y así es cómo la lectura fluye entre sonrisas, alguna que otra carcajada, con momentos para la emoción más o menos contenida (depende de cada uno), echando la vista atrás (inevitable cuando los protagonistas son dos adolescentes), informándose al mismo tiempo (sin que eso interfiera, lastre o aniquile la novela) sobre lo sucedido en un periodo muy concreto en aquella Colombia que animaba como un solo hombre a Triguero, el caballo estrella, ese que se considera una amenaza para la fama y buena prensa de Rojas Pinilla, aquel que tanta fuerza tiene en las páginas de Jota, caballo y rey que no pregunté a Daniel Samper cuál fue su verdadero destino, prefiero quedarme con el que aquí se narra, durante el proceso de documentación para la entrevista no encontré ese dato y, la verdad, una vez acabé la novela me resultó innecesario: la ficción se impone porque resulta dolorosamente real, el creador ha conseguido imponerse al periodista, ha contado “la historia que la historia que escriben los historiadores no puede contar” en palabras de Vargas Llosa que sirven de preámbulo a un libro que, aunque él sea escéptico, confirma a Daniel Samper como novelista –sin dejar de ser periodista, puedes estar tranquilo, ¿por qué no denominarte de ambas maneras?-.