sábado, 21 de noviembre de 2015

...Y ESA OPINIÓN OS LA VOY A DAR







  Guardé hace unos meses un artículo de Javier Marías pensando en escribir un estado de Facebook, pero empecé a dar vueltas al asunto, lo dejé reposar mientras atendía otras obligaciones y placeres, volvía a él porque alguna noticia me lo recordaba o reavivaba mis reacciones cuando lo leí por primera vez, fui dándome cuenta de que iba a salirme un texto demasiado largo (no es que sea sintético en aquella red social, por mucho que pretenda ser breve siempre se me escapan demasiadas palabras, pero tampoco se trata de publicar parrafadas inacabables sin ton ni son –para eso, precisamente, tengo este rincón en que el arpa no acumula demasiado polvo porque suena cada poco, agradeciendo las veces que haga falta el estímulo recibido de los lectores fieles y pacientes, que haberlos haylos-), esperé, como tantas veces, el momento que sintiese como propicio para ponerme al asunto y, al final, ha sido cuando hoy cuando no he podido contenerme más. Debo explicar que Javier Marías me resulta uno de los escritores más aburridos que puedo recordar, sus novelas (aquellas que me he atrevido a abrir, creo que después de terminar al menos cuatro –no sin agotamiento y a punto de tirar la toalla, obligándome para poder juzgar cada título en su totalidad- me he ganado la libertad como lector de no dejarme enredar nunca más por su prosa fatua y hueca), lo que él llama novelas (y ahí, en realidad, no le censuro puesto que el género tiene que estar necesariamente vivo y cada cual lo acomete como mejor le parece) aparecen ante mis ojos como un mamotreto en que una trama mínima y que en realidad es una mera excusa va hilvanando tres o cuatro asuntos a los que se vuelve obsesivamente, agotando el diccionario, deleitándose con su (envidiable) conocimiento del idioma para barroquizar, exacerbar, erigirse en el protagonista, estirando lo que a buen seguro sería un interesante y bien fundamentado artículo periodístico, llenando páginas con elucubraciones, citas de otros autores, en una mixtura de géneros que le deja mucho más del ensayo, haciéndose presente en cada frase, describiendo a los personajes con frialdad, con distancia, como si se la trajesen al pairo, usándolos tan sólo para derivar la narración (lo que debemos entender como tal, creo que sería incapaz de hacer un resumen de las acciones, de los condicionantes, de lo que se supone que sucede –o deja de suceder, que hay autores expertos en dotar de importancia y presencia a lo que se narra pero se intuye o se deja atisbar-), para regresar cien veces a la misma anécdota, al mismo razonamiento, a la misma tesis, al mensaje que quiere transmitir, es un escritor hosco e incluso brusco con aquel que se permite discrepar, no intenta dialogar, impone su visión del mundo sin paliativos ni miramientos, no deja espacio para que el lector respire y/o matice, pone en marcha la catarata de palabras y no cesa hasta 300 ó 400 páginas después (o las que sean, y es cierto que no todas sus novelas son tan extensas como las últimas, pero en el recuerdo –en el particular- lo parecen). Y, sin embargo, por ese toque altivo, displicente, tremendamente elitista, mordaz con los contrarios, por cómo argumenta y estructura, por el brío que sabe imprimir a unos pocos párrafos, soy fiel seguidor de sus textos para prensa, coincidiendo con la gran mayoría, mostrándose en desacuerdo con algunos, pero siempre encontrando una escritura bien fundamentada e informada que mantiene una línea de pensamiento muy coherente a lo largo del tiempo (hay por ahí tanto elemento suelto que no soporta el enfrentamiento con su propia hemeroteca, con el historial de sus exabruptos en las redes sociales).
   Sin embargo, el 7 de junio apareció en su sección La zona fantasma un artículo titulado Morse, Lewis y Hathaway que me hizo arrugar la nariz ante uno de sus vicios recurrentes, uno demasiado presente en nuestra sociedad, uno que los medios de comunicación hemos potenciado y transformado en virus del oficio, ese que glorifica de un modo artero la libertad de expresión para, en realidad –y ojalá fuese un comportamiento que sólo se practica en Twitter, Facebook y demás, no lo desgraciadamente muy habitual en estudios de radio, platós de televisión, prensa escrita, cualquier tipo de medio de comunicación-, refocilarse en lo mendaz, lo insultante, incluso lo delincuente, justificarlo, alardear de ello en aras de la democracia; Javier Marías se queda sólo en lo primero (en seguida exponemos la segunda parte, esa que tanto abochorna –no diremos algo más grueso- cuando incurren en ella supuestos profesionales, esos que demuestran no serlo por su persistencia en el error (que no es tal cuando se repite en el tiempo –y se les nota su satisfacción al saber que no encontrarán réplica o que la acallarán muy pronto porque tienen la sartén por el mango y los contactos adecuados: ¿No se han dado cuenta de que Alfonso Rojo, Ana Samboal, Curri Valenzuela, Graciano Palomo, Almudena Grandes o Ana Pastor comparten gestos y decires, da igual el sesgo que den a sus parlamentos?-)-, esa libertad mal utilizada y pisoteada que se deja en manos de gentes que tienen las oportunidades que se niega a tanto profesional que sigue creyendo en el periodismo a pesar de todo), es decir, el autor de Corazón tan blanco cae en el irresistible defecto de opinar sobre cualquier cosa cuando se tiene una tribuna pública para ello, ser al menos honesto en reconocer que no se conoce un asunto (lo de dominarlo ya es para nota) pero seguir hablando sobre el mismo, con ese atrevimiento que da la ignorancia, sin freno ni filtros, hablando porque hay que llenar espacio, porque nos consideramos superiores y somos incapaces de asumir nuestra incompetencia y ceder la palabra a quien corresponda. Y, así, aunque afirma que no es aficionado al género policíaco, se lanza a teorizar sobre los gustos generales de los lectores y/o espectadores, aupado a su atalaya para pontificar y diferenciarse del común, afirmando cosas que son fácilmente desmontables porque basta con atender a los hechos o con conocer un mínimo aquello sobre que él escribe; lo más gracioso, por cierto, es que habla de unas novelas que su padre (Julián Marías, confeso lector de este tipo de libros, apasionado defensor de los mismos) le recomendó vivamente y lo que él glorifica es la adaptación televisiva de los títulos de Colin Dexter y no el original literario (que aunque esté muy respetado, no será exactamente lo mismo ni, desde luego, aquello que su progenitor ponía “en un altar, a la altura o por encima de Simenon”). Y a partir de estas series (Inspector Morse y Lewis) aprovecha para crecer unos centímetros en su propia consideración (el posible doble sentido –que uno no niega pero camufla- queda al albedrío de aquel que quiera detenerse a pensar por dónde aumenta el ego de Marías) puesto que él las está viendo en formato doméstico adquirido en el extranjero, ya que “como no son estadounidenses (y en España sólo parece haber ojos para lo que viene de más allá del Atlántico, país papanatas y americanizado), nadie las ve, ni habla de ellas, ni las emite, ni existen los DVDs en nuestro mercado”. Pudiendo coincidir en alguna de sus quejas, nada más lejos de la verdad el hecho de que sólo veamos las series hechas en EEUU (por cierto, señor Marías, más allá del Atlántico hay muchos países, ¿eh?, se le entiende pero mejor ser preciso, ¿no?, que no en balde es usted miembro de la RAE –y por mucho que se haya aceptado la acepción para dirigirse a los de aquel país, un americano viene de cualquier lugar de América, son ustedes los que se han dejado colonizar al sancionar ese uso del adjetivo-); sí, son más numerosas, siguen colonizando sin recato ni medida, venden sus productos en bloque, pero, precisamente si el autor de Los enamoramientos fuese seguidor de lo policíaco, podría haber pasado muy buenos momentos con Broadchurch, El comisario Montalbano y su precuela El joven Montalbano, Wallander o esas series que se ha dado en decir vinieron del frío (es decir, las que siguen la estela del auténtico boom experimentado por la novela negra escandinava), infinidad de títulos emitidos en algún canal, que cuentan con muchos seguidores, que pueden adquirirse en cualquier punto de venta, no es necesario que venga él a descubrirnos nada (aunque, por otro lado, se agradece que recomiende lo que, a buen seguro y teniendo la calidad de la producción británica en general y de la televisiva en particular –que conocemos, adoramos y seguimos, más allá del género al que nos hemos circunscrito ahora-, será digna de ser tenida en cuenta como La caza, Happy Valley, Downton Abbey, The Missing, eso por no remontarnos a las clásicas e imprescindibles Elisabeth R, Yo, Claudio, Retorno a Brideshead o Arriba y abajo).
   Y a buen seguro, él mismo u otro cualquiera podrá decirme “bueno, es su opinión, él lo ve así” y de este modo llegamos al segundo asunto a tratar, es decir, la sobrevaloración que tiene la opinión en estos tiempos en que con teclear unos cuantos caracteres podemos ser leídos en todo el mundo (en el que se tenga acceso a la red de redes o a cualquiera de esas nubes en las que, en lugar de Heidi, se recuestan contenidos audiovisuales, archivos personales, identidades, rayos y centellas), el fomento de que toda opinión es válida como cimiento de la necesaria democracia, como expresión de libertad, sin atender a que esa opinión puede ser improcedente, invasiva, abusiva, como ya se señaló antes, puede amparar un delito al tildar como tal –“opinión”- lo que es un insulto, una amenaza, una mentira, una calumnia, una injuria, ser parte de una campaña de descrédito, una tergiversación, un relato partidista, una diatriba sectaria, unas palabras cargadas de racismo, homofobia, misoginia o que hacen burla de un defecto físico, de un cuerpo que no responde a los cánones de belleza estandarizados que se imponen a golpe de bisturí, de enfermedades, de adicciones. Hannah Arendt, alguien que sufrió en sus propias carnes la condena de aquellos siempre dispuestos a defender y consentir tan sólo la libertad de expresión que conviene a sus intereses, intentando eliminar cualquier voz disidente por bien documentada que ésta esté (ahí radica el vibrante discurso que Cate Blanchett esgrime en el tramo final de la muy interesante y por momentos apasionante La verdad, la crónica cinematográfica del despido de Mary Mapes y Dan Rather: hay que aceptar que los documentos aportados son falsos, pero las reacciones, los testigos, los hechos confirman que lo que aparece en ellos sucedió y, entonces, como tantas veces, se mata al mensajero aunque no esté mintiendo, se aprovechan un tecnicismo y una circunstancia para ensuciar el conjunto y restar credibilidad a lo básico, a la verdad), la filósofa alemana dijo que “los hechos y las opiniones, aunque deben mantenerse separados, no son antagónicos entre sí” pero comprendiendo que “los hechos dan origen a las opiniones” y que éstas son “legítimas mientras respeten la verdad factual”, y no creo que, se haga la lectura que se haga de sus escritos, alguien pueda pensar que Arendt es dictatorial o quiere coartar la libertad de opinión: se trata, sencillamente, de investigar, de conocer, de ser precisos, de dar rienda suelta a la pasión con tiento, de intentar ser lo más ecuánimes posibles o radicales sólo cuando los hechos son inapelables. Pero, por desgracia, y los trágicos sucesos de París de hace una semana han servido para que más de uno (y más de mil) hagan el peor alarde posible de inhumanidad, diciendo que es su opinión, cayendo o superando con creces aquello que se suponen condenan, erigiéndose en conciencia crítica que no sabe mirar más allá de sus narices, coincidiendo mucho más de lo que querrían (o no) con los criminales, aprovechando ahora los dramáticos y dolorosos atentados vividos en Mali para, afeando el diferente trato concedido en los medios de comunicación y por lo tanto en el sentir popular, traspasar todas las líneas del decoro (dejémoslo ahí) y utilizando las víctimas para tener presencia y sacar rédito político (o personal), retorciendo los argumentos para acusar a los demás de conductas en las que también incurren, para establecer jerarquías, para ponerse medallas (el 11-S fue terrorífico en este sentido, igualmente el modo torticero en que unos y otros arrimaban/arrimaron el ascua a su sardina en aquellas espantosas horas que se vivieron el 11-M, qué decir de la manera en que mucho “demócrata” justifica cada nueva matanza en algún centro educativo de EEUU –o en el lugar que ocurra- diciendo “eso pasa porque pueden comprar armas en el supermercado” –sí, eso es cierto, pero no podemos quedarnos en el “ellos se lo buscan, tienen lo que se merecen, bueno, esa es mi opinión”, y lo mismo vale cuando Charlie Sheen anuncia que tiene el VIH o ante cualquier suceso al que se quiere quitar importancia-). Sí, no creo que toda opinión tenga validez, al menos no la tiene aquella que se sustenta en el prejuicio, el desconocimiento, la intencionalidad dolosa, el sectarismo, la invención, la que no sabe argumentarse ni desarrollarse, la opinión que se aferra a una reivindicación ombliguista (y, para colmo, ese tipo de “razonamientos” suelen ser expresados sin que nadie los requiera, tan sólo porque “oye, que tengo derecho a expresar mi opinión” –bueno, si quisieses escuchar y dialogar, tal vez-).