No seré yo el que disculpe a Carlos Herrera
por su espantoso selfie parisino,
todo lo contrario, especialmente teniendo en cuenta lo mucho que le admiré
durante aquellos años en que daba muestras de una versatilidad envidiable y
tanto podía ser un magnífico presentador de informativos como adquirir un tono
lúdico y divertido en sus entrevistas, sabiendo tomar el pulso al personaje en
apenas unos minutos, pasando a lo más profundo o complejo con sencillez
(dependía de quién fuese el interlocutor), dando a la copla la atención debida
sin incurrir en tópicos irritantes, en reducciones ridículas y falsas, en lo
folclórico mal entendido y dirigido a turistas, dignificando el género y tratando
el asunto con pasión, mimo y profesionalidad. Pero desde hace ya demasiado
tiempo, aquel al que consideraba un referente me resulta alguien muy ajeno, que
me indigna como ciudadano y como periodista, alguien que, en todo caso, es un
modelo en el extremo contrario al de antes, porque ahora intento no parecerme
en nada, ser lo más posible, opuesto, es como un catálogo de todo aquello que
no me gustaría ser jamás: un vendido, un pasota (que era más bien vago y dejado
me lo había dicho hace bastantes años gente que trabajó con él o le había
tenido cerca, pero los límites de desidia a los que ha llegado frente al
micrófono han superado con creces lo que reflejaban aquellos testimonios), un
tipo que hace mofa y befa (a veces, como en el que nos ocupa, tremendamente
cruel, despiadada, sañuda) del dolor o las quejas de los demás, un sectario sin
oídos ni ojos (ni argumentos sólidos). Más allá de la lógica repulsa
experimentada al verle hacer un gestito como de anuncio de colonia o de
seductor barato frente a un lugar en que las lágrimas, los gritos, la locura y
el horror se palpaban, se veían, tenían una presencia lacerante, más allá de
esa enorme (y reiterada: recuérdese la fotito con su colega Rajoy mientras en
el ordenador se veía esa instantánea cuyo solo recuerdo estremece y que
prefiero no nombrar) falta de empatía, de esa nueva muestra de su soberbia
moral, de su culto a sí mismo, de su falta de humanidad, quedándome simplemente
en lo anecdótico, en la foto en sí misma, aún encontré una nueva razón para
aumentar la distancia meramente profesional con Herrera puesto que incurría en
un error básico, en algo que uno supera (o debe hacerlo) el tercer día: poner
el foco en su presencia, que la noticia sea esa, que el nombre popular ahogue
lo verdaderamente importante (patético que aquel que en parte te inoculó el
gusto por una profesión se comporte al modo de Ana Rosa Quintana, por poner un
ejemplo cercano –de Ferreras no digo nada, porque nunca ha sido santo de mi
devoción y ahora habrá quedado claro por qué-), que lo que se quería subrayar
era “Herrera (yo) estuvo aquí”.
Y sobre esta enfermedad que algunos pueden
creer viene desde Oriente (esos grupos que, armados con cámaras –y ahora
móviles, iPads y demás dispositivos-, se llevan por delante a cualquiera con
tal de ponerse frente al objeto que se quiere inmortalizar) pero que siempre ha
estado en la base de la sociedad occidental y que las redes sociales han
convertido en auténtica pandemia (el exhibicionismo en grado superlativo, lo
que importa es la instantánea que dé cuenta de tu paso por un lugar, la
persecución infatigable de nuevas fotos con las que presumir y destacar)
conversamos Oriol Nolis y un servidor, puesto que su primera novela, La extraña historia de Maurice Lyon publicada
a principios de septiembre por Suma de Letras, toca ese tema o, al menos, es
una de las reflexiones que el lector puede hacerse mientras se deja absorber
por lo que es un thriller muy bien medido, que transcurre al ritmo adecuado (el
de la vorágine que genera y en la que se deja atrapar el protagonista),
mientras va desperdigando otros estímulos, historias secundarias que enriquecen
la principal, breves notas que pueden servir como impulso para que cada uno se
quede con lo que le resulte más interesante: “He intentado que el libro tenga
varios niveles de lectura: uno, de acción pura, de thriller, la historia en sí
misma, luego he procurado que haya reflexiones como ésta que señalas. Ahora la
obsesión es hacerse la foto, tener el selfie,
exhibirlo, cuando la gracia de, por ejemplo, estar en el British Museum es
recordarlo, qué has sentido, lo que te queda dentro, pero si te lo pierdes por
hacerte la foto… Es uno de los problemas más graves que tenemos porque nos
olvidamos de vivir y todo lo hacemos para acumular fotografías y poder colgarlas
en las redes sociales, donde hay que estar ahí, nadie se opone, pero en su
justa medida”. Lo cierto es que uno se ha topado con algunos (“some people”,
como se canta en Gypsy), tal vez
demasiados, cuyo único objetivo es estar en aquel teatro, asistir a tal
espectáculo, saludar a tal actor para poder decir que lo hicieron, para
sentirse alguien, resbalándoles la verdadera experiencia, la de ser espectador
de algo inolvidable que te enriquece, la de vivir emociones indelebles; claro
que a veces te da rabia no tener un recuerdo físico de aquello, pero nadie te
quita lo que has vivido hasta el fondo (lo otro, como es superficial, precisa
de la fotografía para recordar dónde estuviste –aunque esos que agotan tarjetas
de memoria para sentir que se apoderan de todo, al final no distinguen un
edificio de otro similar ni recuerdan por qué inmortalizaron aquello-), excepto
para aquellos que, como señala el autor acerca de su personaje, “no quieren
conmoverse ante la obra: tan sólo poseerla” (e incluso sustituirla, me
atrevería a añadir).
La ópera prima de Oriol Nolis es, por encima
de todo, la historia de un coleccionista muy particular, que ha heredado la
enfermedad de su familia, y que busca la manera de destacar por encima del
resto, ahondando en sus traumas personales en lugar de superarlos, condenándose
a repetir los errores ajenos (y los propios), obsesionado hasta el extremo por
poseer lo que nadie más puede conseguir. Maurice Lyon es un personaje que evoca
a aquel El coleccionista de John
Fowles que dio pie a la espléndida película de William Wyler: “No conocía el
contenido de ese libro ni de la película, pero varias personas me lo citaron
cuando fueron leyendo la novela. Me documenté leyendo fundamentalmente sobre
coleccionismo, y sin inspirarme en nada en concreto sí he intentado que el
personaje tenga el magnetismo y la fuerza de algunos malos que me han
entusiasmado como American Psycho o
el Jean-Baptiste de El perfume;
aunque Maurice es otra cosa quería que estuviese emparentado con aquellos. Una
de las cosas buenas de escribir un libro es seguir aprendiendo, no sólo de mi
investigación, sino de lo que me dicen las personas que leen el libro”. Y esas
posibles influencias (algunas están en el aire, sólo somos conscientes de ellas
cuando terminamos el texto o cuando alguien –un lector- las saca a la luz) no
lastran la historia ni la convierten en un ejercicio mimético ni nada por el
estilo, puesto que el autor es sumamente honesto y pudoroso, no olvida las
muchas veces que él ha estado al otro lado (y las que le quedan, como acota con
una sonrisa) y tiene muy en cuenta la paciencia y el disfrute del lector: “La
tentación de escribir un libro de 600 páginas la tuve, y tal vez el libro
hubiese estado mejor, no lo sé, pero soy un gran lector, tengo mucho respeto
por la literatura, y tal vez por trabajar en televisión y tener muy presente la
economía de la palabra, pienso que cuando algo se puede contar en x páginas no
conviene excederse: siento una gran responsabilidad porque alguien dedique
parte de su tiempo a leer mi libro como para hacerle sentir que lo pierde. Y
agradezco infinito que alguien me diga que hubiera querido que el libro fuese
más largo: prefiero quedarme corto a abusar de la paciencia del lector”. Oriol
sólo pretende trenzar una intriga anímica e íntima, el misterio de una personalidad
atormentada y llevada a límites que imposibilitan la marcha atrás, los
interrogantes son los que el propio Maurice Lyon se plantea mientras narra su
extraña y trágica historia, intenta explicarse y comprenderse (no justificarse)
y hacer partícipe de ello a los receptores de su discurso, el escritor novel no
quiere andarse por las ramas y va a la médula, a la columna vertebral, sin
rechazar las posible ramificaciones pero dejándolas al albur de cada lector,
que cada uno escoja dónde prefiere poner su atención, qué elemento le
preocupa/inquieta más: “Puesto que el personaje hace cosas que se supone nadie
haría, conseguir que el lector empatice con él es difícil y el recurso de la
primera persona intenta acercar a ambos, que sea la mente del protagonista la
que se exprese, que tenga la fuerza suficiente para conectar con el lector a
pesar de hacer cosas que no se comparten ni terminan de comprender. Hay a quien le despierta cierta ternura porque es un personaje
tremendamente desdichado, absolutamente infeliz cuando tiene todas las
papeletas para ser lo opuesto: atractivo físico, dinero, buena educación,
posición, es terrible que alguien no saque provecho a estas posibilidades. No
intento ni redimirlo ni decirle a nadie lo que debe pensar sobre él: es trabajo
y potestad del lector; yo puedo decir que a ratos me provocaba mucha lástima,
no me quedo sólo con la parte oscura o malvada”.
Hablar sobre el anhelo de posesión a través
de un personaje como Maurice Lyon puede interpretarse como una crítica que el
autor rechaza de plano: “Si pensamos en que la vida empieza para terminar, sólo
le veo sentido al hecho de coleccionar experiencias, que te ocurran cosas,
conocer gente, leer libros, viajar, pero, ¿acumular objetos? El arte me atrae
mucho, pero sólo como experiencia; por supuesto que en algún momento puedo
sentir el deseo de posesión que siente un coleccionista, no pretendo hacer una
crítica al coleccionismo, pero la llevo al extremo y eso es un pasaporte a la
infelicidad, como le sucede a Maurice y al resto de su familia. Gracias a algunos grandes coleccionistas hemos tenido acceso al arte,
a culturas pasadas, su labor fundamental preservarlo y ponerlo al servicio de
los demás; pero ese no es el motor de mi personaje, por eso termina siendo tan
desdichado”. Y puede que, a estas alturas, alguien se pregunte qué colecciona
Maurice, porque se percibe claramente que busca distinguirse, ir más allá que
el resto, y ese es, precisamente, uno de los hallazgos de la novela: “Sabía la
historia que quería contar y la reflexión final que quería hacer poniendo en
valor las experiencias por encima de los objetos, pero al ir concretando me
encontré con el problema: ¿Qué colecciona Maurice? Qué piezas escogía y cómo
fue un proceso largo, sobre todo argumentar por qué esa elección; lo
fundamental fue ir algo más allá para dejar clara su obsesión por la belleza,
había que dejar a un lado lo más convencional por bello que fuese”. Y así se va
forjando una colección que excede lo convencional, que busca lo sublime en lo
cotidiano, en la moda, en lo religioso, en las personas: “Cada vez que
incorpora una pieza a la colección la pregunta es ¿y ahora qué viene: cuál es
la siguiente?, yo mismo fui haciéndomela según escribía. Algunas las tenía
claras desde el principio y otras quedaron por el camino, la música por
ejemplo, pero quería imprimir un ritmo ágil a la novela, tenía terror a que la
gente pudiera dejarla a medias tal y como me sucede a veces como lector, no
quise excederme y preferí concretar”. Y, sin duda, La extraña historia de Maurice Lyon gana en agilidad al
desarrollarse en breves episodios interconectados entre sí, en cada nueva
búsqueda (auténticas cacerías), en cada nueva pieza, en el progresivo descenso
del protagonista al infierno cuyas llamas no sabe dejar de avivar, con el
respiro que supone un capítulo que se mueve con suma elegancia entre lo
grotesco y lo provocador, un momento en el que el lector no sabe si terminará a
carcajadas o con los ojos fuera de las órbitas, la intervención estelar de la
mismísima Moreneta: “El libro tiene un punto gamberro, un tanto canalla, por
mucho que Maurice sea altivo, arrogante, elitista; así surge el capítulo
relacionado con La Moreneta, no sólo por lo religioso sino por lo que significa
en Cataluña como seña de identidad, y me apetecía dar al menos una pincelada
provocativa. Por eso, la última frase de las cuatro que presentan el texto, por
la que nadie me ha preguntado pero es la que más ilusión me hizo poner como
introducción, es la que dice Joker en Batman
cuando destroza todos los cuadros y sólo deja intacto uno de Bacon” (“¡Caballeros,
vamos a ampliar nuestras mentes!” –o algo así, no recuerdo exactamente el
doblaje, es una traducción literal de “Gentlemen! Let´s broaden our minds!”).
Un primer tratamiento de la novela estuvo
años guardado hasta que su familia animó a Oriol para que sacase a la luz el
novelista que lleva dentro, aunque es una denominación que todavía le cuesta
aceptar: “Me parece enorme que alguien pueda llamarme escritor, ¡tampoco me
atrevía a llamarme periodista al inicio de mi carrera, jajaja!. Siempre me ha
gustado escribir, hice cursos, un posgrado en el que trabajamos diferentes
géneros, pero como he tenido muchos desengaños como lector me daba pavor pasar
al otro lado. Di el paso al frente cuando tuve esta historia suficientemente
madurada, ha estado mucho tiempo en la cabeza, la he ido puliendo, que el
primer texto que escribí reposara, retomarlo tiempo después, todo eso me ayudó
mucho. No tengo prisa por escribir más, depende de que lleguen las historias,
el gusanillo lo he tenido siempre, pero sólo me pondré a la tarea si me siento
seguro”. Puede estar satisfecho porque su primera novela esquiva con pericia
algunos de los obstáculos con que tropieza un recién llegado y porque prima,
por encima de otras consideraciones, el gusto por contar historias, sabiendo
sembrar las miguitas de pan precisas para que uno vaya detrás buscando la
siguiente. Sin destripar nada, antes de la despedida, le pido que, al modo del
cura y el barbero frente a la hoguera en El
Quijote, elija una de las obras de la colección de su personaje para
salvarla de su destino y no tiene ninguna duda: “Maurice no respeta nada, no
concedería perdón, pero yo, que no soy fetichista de casi nada, salvaría sin
duda la primera pieza, el inicio de todo, es decir, el libro, por eso empecé
por ella” y lo cierto es que ese inicio, terrorífico para el ratón de biblioteca
(que sólo devora con la mirada), es irresistible e invita a conocer el resto de
La extraña historia de Maurice Lyon.