domingo, 22 de noviembre de 2015

COLECCIONARSE A UNO MISMO






   No seré yo el que disculpe a Carlos Herrera por su espantoso selfie parisino, todo lo contrario, especialmente teniendo en cuenta lo mucho que le admiré durante aquellos años en que daba muestras de una versatilidad envidiable y tanto podía ser un magnífico presentador de informativos como adquirir un tono lúdico y divertido en sus entrevistas, sabiendo tomar el pulso al personaje en apenas unos minutos, pasando a lo más profundo o complejo con sencillez (dependía de quién fuese el interlocutor), dando a la copla la atención debida sin incurrir en tópicos irritantes, en reducciones ridículas y falsas, en lo folclórico mal entendido y dirigido a turistas, dignificando el género y tratando el asunto con pasión, mimo y profesionalidad. Pero desde hace ya demasiado tiempo, aquel al que consideraba un referente me resulta alguien muy ajeno, que me indigna como ciudadano y como periodista, alguien que, en todo caso, es un modelo en el extremo contrario al de antes, porque ahora intento no parecerme en nada, ser lo más posible, opuesto, es como un catálogo de todo aquello que no me gustaría ser jamás: un vendido, un pasota (que era más bien vago y dejado me lo había dicho hace bastantes años gente que trabajó con él o le había tenido cerca, pero los límites de desidia a los que ha llegado frente al micrófono han superado con creces lo que reflejaban aquellos testimonios), un tipo que hace mofa y befa (a veces, como en el que nos ocupa, tremendamente cruel, despiadada, sañuda) del dolor o las quejas de los demás, un sectario sin oídos ni ojos (ni argumentos sólidos). Más allá de la lógica repulsa experimentada al verle hacer un gestito como de anuncio de colonia o de seductor barato frente a un lugar en que las lágrimas, los gritos, la locura y el horror se palpaban, se veían, tenían una presencia lacerante, más allá de esa enorme (y reiterada: recuérdese la fotito con su colega Rajoy mientras en el ordenador se veía esa instantánea cuyo solo recuerdo estremece y que prefiero no nombrar) falta de empatía, de esa nueva muestra de su soberbia moral, de su culto a sí mismo, de su falta de humanidad, quedándome simplemente en lo anecdótico, en la foto en sí misma, aún encontré una nueva razón para aumentar la distancia meramente profesional con Herrera puesto que incurría en un error básico, en algo que uno supera (o debe hacerlo) el tercer día: poner el foco en su presencia, que la noticia sea esa, que el nombre popular ahogue lo verdaderamente importante (patético que aquel que en parte te inoculó el gusto por una profesión se comporte al modo de Ana Rosa Quintana, por poner un ejemplo cercano –de Ferreras no digo nada, porque nunca ha sido santo de mi devoción y ahora habrá quedado claro por qué-), que lo que se quería subrayar era “Herrera (yo) estuvo aquí”.
   Y sobre esta enfermedad que algunos pueden creer viene desde Oriente (esos grupos que, armados con cámaras –y ahora móviles, iPads y demás dispositivos-, se llevan por delante a cualquiera con tal de ponerse frente al objeto que se quiere inmortalizar) pero que siempre ha estado en la base de la sociedad occidental y que las redes sociales han convertido en auténtica pandemia (el exhibicionismo en grado superlativo, lo que importa es la instantánea que dé cuenta de tu paso por un lugar, la persecución infatigable de nuevas fotos con las que presumir y destacar) conversamos Oriol Nolis y un servidor, puesto que su primera novela, La extraña historia de Maurice Lyon publicada a principios de septiembre por Suma de Letras, toca ese tema o, al menos, es una de las reflexiones que el lector puede hacerse mientras se deja absorber por lo que es un thriller muy bien medido, que transcurre al ritmo adecuado (el de la vorágine que genera y en la que se deja atrapar el protagonista), mientras va desperdigando otros estímulos, historias secundarias que enriquecen la principal, breves notas que pueden servir como impulso para que cada uno se quede con lo que le resulte más interesante: “He intentado que el libro tenga varios niveles de lectura: uno, de acción pura, de thriller, la historia en sí misma, luego he procurado que haya reflexiones como ésta que señalas. Ahora la obsesión es hacerse la foto, tener el selfie, exhibirlo, cuando la gracia de, por ejemplo, estar en el British Museum es recordarlo, qué has sentido, lo que te queda dentro, pero si te lo pierdes por hacerte la foto… Es uno de los problemas más graves que tenemos porque nos olvidamos de vivir y todo lo hacemos para acumular fotografías y poder colgarlas en las redes sociales, donde hay que estar ahí, nadie se opone, pero en su justa medida”. Lo cierto es que uno se ha topado con algunos (“some people”, como se canta en Gypsy), tal vez demasiados, cuyo único objetivo es estar en aquel teatro, asistir a tal espectáculo, saludar a tal actor para poder decir que lo hicieron, para sentirse alguien, resbalándoles la verdadera experiencia, la de ser espectador de algo inolvidable que te enriquece, la de vivir emociones indelebles; claro que a veces te da rabia no tener un recuerdo físico de aquello, pero nadie te quita lo que has vivido hasta el fondo (lo otro, como es superficial, precisa de la fotografía para recordar dónde estuviste –aunque esos que agotan tarjetas de memoria para sentir que se apoderan de todo, al final no distinguen un edificio de otro similar ni recuerdan por qué inmortalizaron aquello-), excepto para aquellos que, como señala el autor acerca de su personaje, “no quieren conmoverse ante la obra: tan sólo poseerla” (e incluso sustituirla, me atrevería a añadir).
   La ópera prima de Oriol Nolis es, por encima de todo, la historia de un coleccionista muy particular, que ha heredado la enfermedad de su familia, y que busca la manera de destacar por encima del resto, ahondando en sus traumas personales en lugar de superarlos, condenándose a repetir los errores ajenos (y los propios), obsesionado hasta el extremo por poseer lo que nadie más puede conseguir. Maurice Lyon es un personaje que evoca a aquel El coleccionista de John Fowles que dio pie a la espléndida película de William Wyler: “No conocía el contenido de ese libro ni de la película, pero varias personas me lo citaron cuando fueron leyendo la novela. Me documenté leyendo fundamentalmente sobre coleccionismo, y sin inspirarme en nada en concreto sí he intentado que el personaje tenga el magnetismo y la fuerza de algunos malos que me han entusiasmado como American Psycho o el Jean-Baptiste de El perfume; aunque Maurice es otra cosa quería que estuviese emparentado con aquellos. Una de las cosas buenas de escribir un libro es seguir aprendiendo, no sólo de mi investigación, sino de lo que me dicen las personas que leen el libro”. Y esas posibles influencias (algunas están en el aire, sólo somos conscientes de ellas cuando terminamos el texto o cuando alguien –un lector- las saca a la luz) no lastran la historia ni la convierten en un ejercicio mimético ni nada por el estilo, puesto que el autor es sumamente honesto y pudoroso, no olvida las muchas veces que él ha estado al otro lado (y las que le quedan, como acota con una sonrisa) y tiene muy en cuenta la paciencia y el disfrute del lector: “La tentación de escribir un libro de 600 páginas la tuve, y tal vez el libro hubiese estado mejor, no lo sé, pero soy un gran lector, tengo mucho respeto por la literatura, y tal vez por trabajar en televisión y tener muy presente la economía de la palabra, pienso que cuando algo se puede contar en x páginas no conviene excederse: siento una gran responsabilidad porque alguien dedique parte de su tiempo a leer mi libro como para hacerle sentir que lo pierde. Y agradezco infinito que alguien me diga que hubiera querido que el libro fuese más largo: prefiero quedarme corto a abusar de la paciencia del lector”. Oriol sólo pretende trenzar una intriga anímica e íntima, el misterio de una personalidad atormentada y llevada a límites que imposibilitan la marcha atrás, los interrogantes son los que el propio Maurice Lyon se plantea mientras narra su extraña y trágica historia, intenta explicarse y comprenderse (no justificarse) y hacer partícipe de ello a los receptores de su discurso, el escritor novel no quiere andarse por las ramas y va a la médula, a la columna vertebral, sin rechazar las posible ramificaciones pero dejándolas al albur de cada lector, que cada uno escoja dónde prefiere poner su atención, qué elemento le preocupa/inquieta más: “Puesto que el personaje hace cosas que se supone nadie haría, conseguir que el lector empatice con él es difícil y el recurso de la primera persona intenta acercar a ambos, que sea la mente del protagonista la que se exprese, que tenga la fuerza suficiente para conectar con el lector a pesar de hacer cosas que no se comparten ni terminan de comprender. Hay a quien le despierta cierta ternura porque es un personaje tremendamente desdichado, absolutamente infeliz cuando tiene todas las papeletas para ser lo opuesto: atractivo físico, dinero, buena educación, posición, es terrible que alguien no saque provecho a estas posibilidades. No intento ni redimirlo ni decirle a nadie lo que debe pensar sobre él: es trabajo y potestad del lector; yo puedo decir que a ratos me provocaba mucha lástima, no me quedo sólo con la parte oscura o malvada”.
   Hablar sobre el anhelo de posesión a través de un personaje como Maurice Lyon puede interpretarse como una crítica que el autor rechaza de plano: “Si pensamos en que la vida empieza para terminar, sólo le veo sentido al hecho de coleccionar experiencias, que te ocurran cosas, conocer gente, leer libros, viajar, pero, ¿acumular objetos? El arte me atrae mucho, pero sólo como experiencia; por supuesto que en algún momento puedo sentir el deseo de posesión que siente un coleccionista, no pretendo hacer una crítica al coleccionismo, pero la llevo al extremo y eso es un pasaporte a la infelicidad, como le sucede a Maurice y al resto de su familia. Gracias a algunos grandes coleccionistas hemos tenido acceso al arte, a culturas pasadas, su labor fundamental preservarlo y ponerlo al servicio de los demás; pero ese no es el motor de mi personaje, por eso termina siendo tan desdichado”. Y puede que, a estas alturas, alguien se pregunte qué colecciona Maurice, porque se percibe claramente que busca distinguirse, ir más allá que el resto, y ese es, precisamente, uno de los hallazgos de la novela: “Sabía la historia que quería contar y la reflexión final que quería hacer poniendo en valor las experiencias por encima de los objetos, pero al ir concretando me encontré con el problema: ¿Qué colecciona Maurice? Qué piezas escogía y cómo fue un proceso largo, sobre todo argumentar por qué esa elección; lo fundamental fue ir algo más allá para dejar clara su obsesión por la belleza, había que dejar a un lado lo más convencional por bello que fuese”. Y así se va forjando una colección que excede lo convencional, que busca lo sublime en lo cotidiano, en la moda, en lo religioso, en las personas: “Cada vez que incorpora una pieza a la colección la pregunta es ¿y ahora qué viene: cuál es la siguiente?, yo mismo fui haciéndomela según escribía. Algunas las tenía claras desde el principio y otras quedaron por el camino, la música por ejemplo, pero quería imprimir un ritmo ágil a la novela, tenía terror a que la gente pudiera dejarla a medias tal y como me sucede a veces como lector, no quise excederme y preferí concretar”. Y, sin duda, La extraña historia de Maurice Lyon gana en agilidad al desarrollarse en breves episodios interconectados entre sí, en cada nueva búsqueda (auténticas cacerías), en cada nueva pieza, en el progresivo descenso del protagonista al infierno cuyas llamas no sabe dejar de avivar, con el respiro que supone un capítulo que se mueve con suma elegancia entre lo grotesco y lo provocador, un momento en el que el lector no sabe si terminará a carcajadas o con los ojos fuera de las órbitas, la intervención estelar de la mismísima Moreneta: “El libro tiene un punto gamberro, un tanto canalla, por mucho que Maurice sea altivo, arrogante, elitista; así surge el capítulo relacionado con La Moreneta, no sólo por lo religioso sino por lo que significa en Cataluña como seña de identidad, y me apetecía dar al menos una pincelada provocativa. Por eso, la última frase de las cuatro que presentan el texto, por la que nadie me ha preguntado pero es la que más ilusión me hizo poner como introducción, es la que dice Joker en Batman cuando destroza todos los cuadros y sólo deja intacto uno de Bacon” (“¡Caballeros, vamos a ampliar nuestras mentes!” –o algo así, no recuerdo exactamente el doblaje, es una traducción literal de “Gentlemen! Let´s broaden our minds!”).
   Un primer tratamiento de la novela estuvo años guardado hasta que su familia animó a Oriol para que sacase a la luz el novelista que lleva dentro, aunque es una denominación que todavía le cuesta aceptar: “Me parece enorme que alguien pueda llamarme escritor, ¡tampoco me atrevía a llamarme periodista al inicio de mi carrera, jajaja!. Siempre me ha gustado escribir, hice cursos, un posgrado en el que trabajamos diferentes géneros, pero como he tenido muchos desengaños como lector me daba pavor pasar al otro lado. Di el paso al frente cuando tuve esta historia suficientemente madurada, ha estado mucho tiempo en la cabeza, la he ido puliendo, que el primer texto que escribí reposara, retomarlo tiempo después, todo eso me ayudó mucho. No tengo prisa por escribir más, depende de que lleguen las historias, el gusanillo lo he tenido siempre, pero sólo me pondré a la tarea si me siento seguro”. Puede estar satisfecho porque su primera novela esquiva con pericia algunos de los obstáculos con que tropieza un recién llegado y porque prima, por encima de otras consideraciones, el gusto por contar historias, sabiendo sembrar las miguitas de pan precisas para que uno vaya detrás buscando la siguiente. Sin destripar nada, antes de la despedida, le pido que, al modo del cura y el barbero frente a la hoguera en El Quijote, elija una de las obras de la colección de su personaje para salvarla de su destino y no tiene ninguna duda: “Maurice no respeta nada, no concedería perdón, pero yo, que no soy fetichista de casi nada, salvaría sin duda la primera pieza, el inicio de todo, es decir, el libro, por eso empecé por ella” y lo cierto es que ese inicio, terrorífico para el ratón de biblioteca (que sólo devora con la mirada), es irresistible e invita a conocer el resto de La extraña historia de Maurice Lyon.