viernes, 15 de febrero de 2019

LOS FORRENTA AÑOS





   Hace poco (por motivos que ahora no vienen al caso, en breve sonarán como música de arpa), me vi frente a una Mafalda de tamaño natural (en realidad, más grande de lo que sería si la maravillosa y necesaria criatura de Quino saliese de las viñetas -ojalá sucediera, cuánta falta nos hacen personas con su clarividencia y manera de (no) entender el mundo-) y me dio por pensar (y comentar con la gente que me acompañaba, tan entusiasta y seguidora como un servidor de quien mayor y mejor uso ha sacado al globo terráqueo, con permiso de Chaplin) que empezamos a leer (y a morirnos de risa) las historietas que ella y el resto de personajes que conforman su universo mucho antes de comprender la ironía, la rebaba, la retranca, el auténtico significado de frases y comportamientos, antes de tener la capacidad de discernir el doble sentido, las metáforas, los paralelismos, la carga crítica con que la mayor odiadora de sopa contempla y sojuzga todo (y a todos) lo que le rodea (aunque algo pillábamos, en parte porque Quino es capaz de hablar en varios niveles, en parte porque teníamos más o menos la edad de Mafalda y reconocíamos como propia su manera de pensar y actuar, ese extrañamiento ante lo que se zanja con un “son cosas de mayores”, precisamente para no entrar en ellas, para no asumirlas, para no analizarlas, para enredar más la madeja). No es desdeñable a la hora de comprender el porqué de mi inmediata y casi completa conexión con Mafalda, el hecho de que, por así decirlo, me formaron el espíritu revolucionario desde el principio, ya he contado que la diferencia de edad con mi hermana hizo que los cantautores de los 70 formasen parte de mi banda sonora cotidiana de un modo natural, el hecho de compartir tantas horas con el tío Miguel me acercó a Quilapayún, Víctor Jara, Mercedes Sosa, Jorge Cafrune, Jarcha, los poemas de Machado cantados por Serrat, Nacha Guevara, música con contenido y activismo, incluso alguna censurada y hasta prohibida (“No digas que tenemos este disco en casa”, me advertía la tía en más de una ocasión antes de ir al colegio), me he forjado con canciones que no me correspondían ni por época ni por edad pero, en contra de lo que las madres de algunos amigos parecían temer (y hasta se espantaban por ello), eso no me hizo ni más libertino (libertario sí, que es en realidad lo que a tantos escocía) ni más depravado ni nada por el estilo y, sin embargo, creo que tener acceso a todas esas cosas (y a muchas otras) me confirió un talante abierto, progresista, liberal y, aunque en mis modos y decires no siempre lo parezca, tolerante (por eso en gran medida voy desapareciendo de las redes sociales, publicando menos que antes, participo en pocos debates, no invado los muros ajenos con mis opiniones, intento fundamentar la crítica más acerva, me alejo de polémicas y, sobre todo, del ruido que tantos generan). Del mismo modo, Forges estuvo siempre ahí antes de que pudiera captar todo lo que decía o quería decir y dejaba intuir (su sutileza, su capacidad de concreción e igualmente de abstracción, su fineza, su hablar claro sin necesidad de discursos, su manera de dejarse caer con un mero monosílabo, era un maestro de la elegancia sin que se le pudiera acusar jamás de tibieza), sus personajes llamaban la atención de aquel crío que leía todo lo que caía en sus manos, aún más (hablamos de los primeros años) si tenía dibujos, sus muñecos me resultaban simpáticos y, además, también la música le hizo muy presente en casa.

   Un buen día, como tantas veces, el tío se fue de paseo/compras y volvió con un LP que, sin saberlo, iba a cambiar muchas cosas y, tanto en lo más personal como en general, se iba a convertir en histórico (de hecho, puede decirse que nació así aunque sus artífices no fueran conscientes de ellos), hablo, por supuesto, de Forgesound (ya lo anticipaba en el último escrito publicado antes que el presente, lamento si repito algunos datos para quien no lo leyese -algo que no es obligatorio en sí ni mucho menos para comprender lo que sigue-), el homenaje que Luis Eduardo Aute y Jesús Munárriz tributaron al genial dibujante componiendo canciones sobre sus personajes y/o asuntos más recurrentes entonces (y después, la vigencia de lo ahí cantado como de tantas viñetas de Forges demuestran lo poco que hemos cambiado), hablo de 1977, contando con la complicidad de Rosa León y su hermana Julia y Teddy Bautista para darles jocosa vida. Mientras contemplaba aquella portada azul en que Blasillo y su compañero (me atrevería a asegurar que también tiene nombre, no estoy seguro, Google no me ayuda -o es que estoy equivocado-, perdón por la omisión si la hubiere) anunciaban en un enorme bocadillo el título del disco con la clásica grafía de la firma ya convertida en seña de identidad para rematar con un “me lo temía” típicamente forgesiano, lamento que un caracol que seguía a la pareja de andariegos rubricaba en sus pensamientos con un elocuente “la jibamos, tía María”, es decir, Forges en estado puro, como digo, mientras reconocía esos dibujos que tanto me gustaba encontrar en el periódico el tío Miguel se dispuso a estrenar el disco y, así, la voz de Aute, aflautada como pocas veces (al fin y al cabo se trataba de la canción Los Cabras Locas, no sé cuántas denuncias pondrían hoy más de cinco llamados progresistas -no hay que confundir la guasa con el insulto o la ridiculización, por favor, no queramos ser más papistas que el Papa y, al final, lo que imitamos son los modos inquisitoriales-), resonó en el salón con su “¡Ay, Flanagan, la que se nos viene encima!” para comenzar la primera, pegadiza y desopilante composición en que formaba pareja con Jesús Munárriz. Durante un tiempo (al igual que, por ejemplo, con los cuplés que escuchábamos la tía Carmen y yo una y otra vez en boca de Lilian de Celis y Lina Morgan) no captaba ninguno de los dobles sentidos, me hacía gracia la canción en sí, la situación descrita, la contagiosa melodía, canturreaba con inocencia mientras los mayores se morían de la risa aquello de “Los Cabras Locas son así, fuman la pipa de la paz y yo, por una buena pipa, acabaría en Alcatraz”, ni siquiera sabía lo que era esta hasta que me lo explicaron (la película de Don Siegel es posterior), del mismo modo fue entendiendo (y asumiendo como propias) las letras de Carselero, carselero, ¡Ay, Suiza, patria querida!, La ventanilla y la que sigue siendo mi preferida, el tangazo Sillón de mis entretelas (y qué emoción la de poder abrazar en su día al gran Jesús Munárriz y darle las gracias por ella, también por su poesía y su labor editorial, sacando, además, de foco y de juego al poeta huero que, como de habitual, pretendía apropiarse de laureles inmerecidos). Imaginen lo que esas letras suponían para un chaval de siete años que pensaba que Tía mollar era el nombre de la maciza (con la voz de una sorprendente Rosa León en un registro muy diferente al habitual) a la que acosaba (¡Cómo se recibiría hoy en día este tema, en realidad qué dirían -o dicen- muchos -tal vez aquí sería correcto utilizar el femenino- sobre los epítetos que Mariano o similares dedican a sus Conchas!) un derretido Teddy Bautista, es decir, yo ponía la mayúscula para hablar de “tía Mollar”, esa con una “molecular forma explosiva de moverte al andar”, frase en la que yo introducía dos puntos porque pensaba que lo que seguía después de “molecular” era la definición del término y, más o menos similares, ni les cuento los disparates o, por así decirlo, mi propia versión o distinta comprensión de frases como el “parece mentira lo poco que te gusta el movimiento” con que arranca otra pieza antológica, Mariano (el nombre típico, premonitorio podría decirse), en que una desatada, coñona y muy castiza Rosa León le canta las cuarenta a ese que cuenta sus guerras cada dos por tres “pero aquí no atacas ni una vez al mes”.

   Y aunque nunca bajó la guardia, siguió alumbrando viñetas imprescindibles hasta el último momento, no hizo sino aumentar sin tregua su gloria (que, por cierto, reconocían y engrosaban gentes muy alejadas de sus ideales y opiniones, lo mismo puede decirse de otro grande como Antonio Mingote, lo de menos era a quién se dirigiese en concreto su puyazo en forma de dibujo, lo grande y genial era lo que conseguían con cada uno: por más que no se estuviera de acuerdo o no se pensase de un modo parecido, no se podía negar que el retrato -la caricatura- era acertado y bastante fiel a la realidad, de ahí su permanencia), es un absoluto placer reencontrarse con el Forges más puro, con el soberbio cronista que siempre fue (y no sólo de la actualidad, ahora iremos con ello), reconocer a las criaturas citadas (y cantadas) y a otras recurrentes en el fabuloso trabajo que supuso/supone La Constitución que Espasa tuvo el acierto de reeditar el pasado diciembre como homenaje al sublime humorista gráfico fallecido hace un año (se cumple tan fatídica fecha el próximo 22) y aprovechando los fastos (y nefastos, ¡ay, qué maravillosa coda hubiese hecho de haber visto y oído lo que corre por ahí!) en torno al cuadragésimo aniversario de nuestra Carta Magna, si ya lo dijo él también (como todo), esos “forrenta” años que parecen no caer bien nunca. Lo explica con enormes precisión y acierto José Álvarez Junco en el prólogo: “Esta genial serie de viñetas sobre la Constitución de 1978 no es un comentario ni una versión divulgativa de su articulado. Es un burlón contraste entre el sistema político que se está construyendo para reemplazar a la dictadura y la realidad social del momento. La Constitución es tratada con respeto, como moderna y democrática, y la realidad en cambio se ve dibujada en términos caricaturescos, porque las cosas habían cambiado mucho ya por entonces. De lo que Forges se reía, y con lo que nos hacía reír, era del español antiguo, convencional, mediano tanto de edad como de clase social: el funcionario calvo y regordete, la pareja casada madura, con sus rutinas diarias, su aburrimiento vital, su escepticismo político, sus penurias económicas. ¿A qué les podía sonar el nuevo lenguaje constitucional a aquellos personajes?”. Ahí los tienen, los mismos del disco, los que tantas horas me acompañaron (y lo siguen haciendo, renuevo carcajadas y emociones gracias a este libro -al margen de aprovechar la más mínima oportunidad, así lo hice muchas veces en la radio, para colar alguna canción de Forgesound), la tía mollar (ya sin mayúscula) aparece en el artículo 14 (¿Ven como Forges sabía lo que hacía, ridiculizaba y denunciaba pero no perpetuaba malas actitudes ni peores modos, ponía el dedo en la llaga de lo que se consideraba “tolerable” e incluso “normal”?), ese que reza que somos iguales ante la ley sin posible discriminación “por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”; aquí, y lo hace para que un propio pierda la dentadura al querer vociferar lo que queda a medias (“¡Tía bu…!”) mientras que el Mariano de turno se queja porque “vas contra la Constitución, Concha: no eres igual que aquello airoso” para seguir con el habitual juego de bocadillos que van puntualizando el texto principal hasta concluir en una palabra (dos en este caso: “País” -un clásico entre los clásicos- y “Coñe”).

   Hay ocasión para rememorar el Carselero, carselero (artículo 25), el Yo me voy rumbero que interpretaba Teddy Bautista para homenajear a la pareja de náufragos que tantas alegrías (y reflexiones) ha dado a los lectores habituales de Forges (artículo 38), hay despachos y sillones de entretelas varias (artículo 101), por supuesto aparece el Blasillo que también tenía su canción, una jota interpretada por Julia León (artículo 48, por poner un ejemplo significativo) y la sempiterna ventanilla que se reservaban Aute y Munárriz en el LP (artículo 103.2). Opto por no reproducir el texto de las viñetas porque, a pesar del gracejo de Forges, de sus insuperables muletillas, de sus colofones descacharrantes, nada como tener el original delante, ni siquiera dichos en voz alta por alguien que sepa dar las entonaciones e intenciones precisas tienen la misma garra, parecida fuerza, provocan tanta hilaridad como en su hábitat, como fueron imaginadas, como Forges las creó, aunque pocas veces (o nunca) hará reír tanto un “bueno”, “jopé”, “rayos”, “afirmo, con perdón”, el “gensanta” a veces completo, otras muletillas ya reseñadas, ese lenguaje forgesiano que se ha filtrado al del día a día. Es, sin duda, de celebrar, agradecer y aplaudir la iniciativa de la editorial Espasa que, ojalá, tenga continuidad con otras creaciones de Forges con las que, además, tanto aprendimos, es decir, Historia de aquí e Historia forgesporánea (esta la coleccioné a medias con mi hermana y en su casa están encuadernados los tres volúmenes, nada como tener los propios) porque, como ya se ha dicho, fue un cronista imprescindible para (intentar) comprender quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes seremos (o no, si no tomamos nota y aprendemos la lección). Es imposible hablar de él en pasado, en realidad tendríamos que hacerlo en futuro porque cuando lleguemos a él Forges estará allí, como lo ha estado siempre.