lunes, 26 de octubre de 2020

«¿DÓNDE ANDARÁN MI CASA Y SU LUGAR?»


 

   Es uno de los momentos más estremecedores y desoladores que guardo en mi memoria, en realidad no ocurrió hace tanto (en unos días se cumplirán seis años), pero trae ecos tenebrosos de la infancia, terrores y dolores que no se han acallado, negruras que aún me inundan, sensaciones que no he superado del todo y en las que vuelvo a quedar atrapado, latigazos crueles que yo mismo me inflijo con un cierto sadismo autodestructivo, recuerdos que mantengo vívidos y en los que a veces me refocilo no tengo muy claro con qué intención, enfrentarlos me provoca un alivio momentáneo, pero su martilleo permanece, cargado de reproches hacia otros y hacia mí mismo (y estos son los que tienen las puntas más afiladas). El 1 de noviembre de 2014 mi padre fue ingresado en lo que, durante unos días, parecía una recaída, un empeoramiento momentáneo provocado por la quimioterapia que había empezado a recibir en septiembre, estuvo más o menos bien (consciente, hablaba, entendía todo, leía el periódico, incluso caminaba algo a pesar de su delgadez y debilidad, a pesar de precisar ayuda/apoyo para mantenerse erguido, de parecer a punto de ser fagocitado por el colchón) hasta que, una vez pasó a planta (estuvo en la UCI cuatro días porque en la planta de oncología no había camas disponibles), su deterioro fue veloz, se consumió en horas, no pudimos hacer otra cosa más que asistir impotentes a su muerte, acompañándole en su largo delirio agónico. El caso es que, al pasar aquellas primeras jornadas en la UCI, las visitas estaban muy restringidas y yo no fui a verle hasta la tarde del día 2, teniendo que recoger el pase en la casa familiar y, así, acompañar a mi madre. Cuando salí del metro en mi antiguo barrio la oscuridad ya era total (y eso que debían ser poco más de las seis y media de la tarde, pero ya habíamos cumplido con el ritual del cambio de hora -al igual que el pasado fin de semana-), llovía (siendo honesto, creo que en ese momento no lo hacía), el suelo estaba empapado, soplaba un viento que se me antojó huracán desapacible, se sentía un frío que aumentaba el que yo tenía en corazón y alma, parecía un domingo de los de antes, había muchos comercios cerrados, las farolas de las calles pequeñas y estrechas (como la que fue mía, la que lo será siempre) iluminaban de un modo mortecino por no decir tétrico, en una de las más cortas antes de acceder a aquella en que aún viven mi madre, mi hermano y la tía Carmen encontré a un crío de poco más de diez años que jugaba con una peonza, que la arrojaba contra el suelo con la rabia que convocan la soledad, el aburrimiento, el rencor, qué fácil me fue identificarme con él y dejarme abducir por el agujero negro de tantos domingos amargos, desilusionantes, ominosos, crueles que me contrariaron, arañaron, pesaron y pesan.

 

   Ha sido por ese lado (de los varios posibles) por donde más me he sentido concernido, por donde más me ha hecho vibrar la muy emocionante Al atardecer, novela de Hwang Sok-yong que, con traducción de Laura Hernández Ramos y Lee Eun Kim, publicó Alianza Editorial el pasado mes de junio. Porque, al margen de lo evocado (de lo que tengo presente casi cada día) en el párrafo anterior, regresar al barrio de tantos años (lo que sucede como poco una vez a la semana -y cruzando los dedos para que la situación actual no lo complique/impida-) supone asistir a su continua degradación, a la continuada desaparición de gentes y lugares, a las ruinas de lo que fui y lo que hice: por más que la sigamos llamando así (forma parte de la finca en que viví), hace mucho que la tienda de Gonzalo ya no es tal cosa, lo mismo sucede con el Tinte Bellas Vistas donde los viernes consultaba el TP junto a Clemente para saber qué íbamos a ver en televisión la próxima semana, qué decir de la librería y papelería de Pedro y Conchi donde tantos sueños hice realidad, tanto descubrí, tanto aprendí, tanto vibré. Queda la esencia, queda la atmósfera, queda flotando en el ambiente eso que nunca muere mientras uno lo recuerda, lo lleva grabado, pero a pesar de todo es inevitable sentirse como uno de los personajes de la novela (y, aunque como digo suceda muy a menudo, el impacto nunca mengua, tan sólo pierde intensidad -y no siempre-): “(…) volví a nuestro barrio después de mucho tiempo. No quedaba ni rastro de nuestras vidas allí. Todo había desaparecido: la tienda de pasteles de pescado de tus padres, nuestro restaurante de fideos, la fuente pública, el puesto de Jaemyeong, el cine, el paso elevado… Todo estaba tan cambiado que incluso llegué a plantearme si aquello había existido realmente. ¿Cómo podían haber pasado tan rápido cuarenta años?”. Pablo Milanés, a quien he robado la frase que da título a este texto, lo expresó a las mil maravillas en Cuánto gané, cuánto perdí (y a pesar de la nostalgia y de la sensación de orfandad -en cualquier sentido- conseguía terminar el tema con una sonrisa, con la satisfacción de lo vivido y su permanencia), de una manera u otra siempre estamos haciendo memoria (o, permítanme que añada, deberíamos), es un ejercicio conveniente sobre todo porque, por más que lo pretendamos/creamos no resulta tan sencillo olvidar y, en el momento menos pensado, una vez hay que volver a Proust, cualquier estímulo nos puede sumergir en una catarata de evocaciones, puede que placenteras, puede que gozosas, puede que reconfortantes, pero también lacerantes, no sólo por lo que son, sino por el reproche nacido de haberlas arrinconado.

 

   Algo así ha hecho Minwoo Park, el director de un gran estudio de arquitectura de Seúl, ha prosperado, ha triunfado, ha sido partícipe de la modernización de su país, ha optado por mirar al frente, por no hacer(se) preguntas, por no volver la vista atrás, por no querer ver lo a veces evidente (la sutileza con que el autor introduce la crítica política es admirable, sin perder por ello acidez, pertinencia ni firmeza), hasta que una nota recibida al terminar una conferencia le introducirá en una vorágine de recuerdos, en una revisión completa de sus esquemas, en la confrontación con las injusticias que ha podido cometer, en un replanteamiento de sí mismo: “Todo el mundo tiene un pasado duro y sufre adversidades que forman parte de una historia llena de sudor y lágrimas, pero no es algo de lo que se pueda alardear ante los demás”. Tal vez fue cobarde, tal vez fue mendaz, tal vez fue insensible, indudablemente fue débil, imperfecto, se equivocó, pero no quiso verlo de ese modo, no hizo nada por rectificar, se dejó llevar, se convenció de que era lo correcto, puso sus ambiciones por encima de sus pasiones, lo económico y el prestigio social por encima de las personas, Hwang Sok-yong da voz a un personaje que a ratos intenta justificarse/reafirmarse, pero cuyas palabras se van tiñendo con suma delicadeza de amargura, de nostalgia, rescatando del pasado afectos dormidos y hasta extirpados pero sólo en parte tal y como comprueba tras leer la nota entregada por la otra narradora de la historia, Woohee Jong, una joven directora de teatro.

 

   Dos historias en apariencia distintas y sin posibilidades de cruzarse (Woohee es simplemente la emisaria, nada tiene que ver con lo que resucita en el interior de Minwoo) van conformando un conjunto sólido que el autor teje con elegancia, una prosa delicada que, sin perder su exquisitez, adquiere fiereza cuando es necesario, se erige en conciencia, se implica y toma partido (su compromiso político le ha costado la cárcel y el exilio), de manera solapada pero indudable cuando toma la palabra Woohee, sin ambages cuando lo hace Minwoo: “Cuando era joven, no veía el mundo de manera cínica. Comprendía a los que luchaban contra lo que no era correcto, pero al mismo tiempo, gracias a mi autocontrol para convencerme de que debía aguantar, me perdonaba el no involucrarme. Con el paso del tiempo, se convirtió en una especie de resignación habitual y adquirí la costumbre de mirar a mi alrededor de forma fría e indiferente, sin mostrar mis sentimientos. Pensé que eso era madurez”. Téngase en cuenta, además, que el personaje es arquitecto, diseña el país o da cauce a lo que otros quieren, participa en la imagen que se desea transmitir, erige edificios destinados a permanecer, a perpetuar, levantados muchas veces sobre los cimientos de otros: “Hacía mucho había llegado a la conclusión de que no puedo confiar ni en la gente ni el mundo. Después de un tiempo, las ambiciones nos obligan a filtrar algunos de los valores que nos quedan; la mayoría los transformamos para que encajen con nosotros y otros los desechamos. Los pocos valores que conservamos los dejamos olvidados en el desván de la memoria como si fueran algo viejo y manido. ¿De qué están hechos los edificios? En definitiva, eso lo deciden el dinero y el poder. Ellos son quienes deciden qué recuerdos cobran forma y perduran en el tiempo”. Con un tono elegíaco, por lo que supone y por cómo afronta la remembranza, el narrador masculino va recreando su peripecia personal, muy ligada al devenir de su país, mientras que la narradora femenina incorpora lo actual (la novela se publicó en coreano en 2015), lo cotidiano, lo particular, logrando momentos de enorme compunción que se cuentan casi en off, a través de elipsis, sacudiendo aún más precisamente por el tono diríase imperturbable que mantiene, son las corrientes subterráneas las que van haciendo crecer en nuestro interior lágrimas, indignación, dolor, comprensión por unos personajes asomados al mayor abismo que podamos encontrar: el corazón de cada uno.