El ejercicio de la nostalgia en el mundo del arte, en contra de lo que
parece ser la opinión generalizada, es muy peligroso porque, de nuevo al revés
de lo que se cree (y afirma) en un altísimo porcentaje, si bien es cierto que
consigue un rápido enganche y despierta con suma facilidad el interés del
público que vivió aquella época (o del que quiere conocerla), tropieza en
demasiadas ocasiones con un rechazo también inmediato, con el disgusto de quien
se siente estafado/utilizado de una manera u otra, topa con el recuerdo de cada
cual, con la sublimación o con el desengaño, con la añoranza o con el deseo de
olvidar; por más que exista un pasado colectivo ineludible (a eso deben
referirse con lo de ser -o no ser, perdón, admirado don Guillermo, por el chiste
fácil- “hijo de su tiempo”), cada uno lo ha digerido/asumido/experimentado por
sí mismo y no siempre se está dispuesto a cambiar esa visión (incluso aunque la
reconozcamos parcial o hasta falseada, cuando no inventada) o a compartir la de
otros. Por otro lado, en muchas de estas evocaciones/resurrecciones/revisiones
o etiquetas similares es fácilmente detectable el mero y casi único afán
recaudatorio, no hay verdaderas emociones, no hay creación/creatividad, falta
corazón, se limitan a hacer recuento, a acumular referencias, a dispersarlas, a
darles un tratamiento superficial (o ni eso), a coger el rábano por las hojas y
considerar que todo el monte es orégano, que con apelar a la nostalgia es
suficiente para obtener patente de corso (volvemos a lo del principio), pero
ahí es cuando más se rebelan quienes, precisamente por vivir con intensidad y
autenticidad tanto en lo placentero como en lo triste ese sentimiento de
añoranza, no están dispuestos a que se adueñen de sus recuerdos con intenciones
torticeras, vamos, que no se compra con tanta facilidad lo que, en muchas
ocasiones, no necesita ser resucitado (más allá de lo que cada uno atesore en
su memoria).
Este es el primer escollo que supera con holgura Javier Menéndez Flores
en su magnífica Todos nosotros, novela publicada por Planeta en
septiembre, una brillante muestra de lo que el género negro fue desde sus
orígenes (antes incluso de que sus páginas se llenasen de gánsteres y policías)
y las cotas que puede alcanzar en su carácter radiográfico sin perder en intriga
y tensión, un retrato vívido y (muy) al natural de la sociedad española de finales
de 1981, todavía con las tinieblas del franquismo cerniéndose y poniendo palos
en las ruedas de una titubeante democracia (es, recuérdese, el año de la
intentona golpista que desde entonces conocemos como 23-F). Escritor de largo
aliento y variadísimo registro, narrador de enorme solidez demostrada tanto en
el periodismo como en el ensayo y en el género biográfico, en esta su cuarta
novela Javier da un salto cualitativo de insólita envergadura (por el
planteamiento, por su ejecución, por el resultado, no porque el escritor no nos
tenga acostumbrados a la calidad en forma y contenido) al acometer un trabajo
muy ambicioso en diferentes frentes y lograr un triunfo absoluto en todos que
supone, a la larga (y a la corta, ahora iremos con ello), el triunfo del lector
(sin apellidos, aunque el fan del noir gozará especialmente, no en vano
el propio Javier reconoce que su biblioteca abunda en títulos del género, su favorito
para leer junto a la poesía). Aunque sus conocimientos musicales son
apabullantes, la acción no se sitúa en ese momento para que el autor pueda
exhibirlos o como el recurso fácil de que se habló antes, sino porque resulta
imprescindible, así se demuestra según vamos pasando páginas, así lo fue desde
su gestación, en todo caso se trata de una nostalgia si se quiere estilística,
de añorar cierta inocencia frente al aparataje tecnológico que ha arrinconado al
método deductivo de Holmes, a las famosas células grises de Poirot, al factor
humano que husmeaba Maigret, a la observación en que Miss Marple o el padre
Brown basaban sus pesquisas: “Cuando imaginé esta novela, lo que se me
ocurrió fue una historia que tenía que suceder en una gran ciudad y en un
momento en el que pasaran muchas cosas en lo social. Hay dos motivos
fundamentales por los que la novela arranca en 1981: uno, porque me planteé
escribir una novela con aroma clásico, una novela negra de las de antes, es
decir, huir de la influencia de “CSI”, no quería resolver el crimen en los
laboratorios, quería hablar de un momento en que los medios técnicos y
científicos fuesen muy limitados. En el 81, como queda reflejado en la novela,
no había teléfonos móviles, no había pruebas de ADN, todo lo que ahora ayuda a
resolver muchos crímenes: me interesaba que los policías no dispusieran de esos
medios y tuvieran que encomendarse a su capacidad deductiva y a su perspicacia.
Creo que una época así es mucho más atractiva para el lector: los policías de
antes tenían que hacer un trabajo de campo más exhaustivo, comerse mucho el
coco, ser muy analíticos, patearse las calles, coger una libreta y un
bolígrafo, algo que se ha perdido en los últimos tiempos”.
Un tanto paradójicamente (pero somos hijos de nuestro tiempo), es el teléfono
móvil (y anteriormente las redes sociales) el que me permite recuperar el
contacto con Javier, a quien conozco y sigo desde hace veinte años (en
realidad, alguno más, pero fue en el 2000 cuando lo entrevisté por primera vez
con motivo de aquel estupendo libro sobre Joaquín Sabina, Perdonen la
tristeza, al que con el tiempo se unirían otros dos -En carne viva y
No amanece jamás). Y aclarado de donde procede la anterior declaración,
dejemos que siga compartiendo con nosotros el modo en que fue armando Todos
nosotros: “El segundo motivo es que me encantan los momentos
históricos en que se vive una confluencia de hechos y se da una confrontación:
1981 es un año muy importante en nuestra historia reciente, teníamos una
democracia muy frágil que se impuso contra todo pronóstico, que se refuerza
tras la intentona golpista del 23-F; al reflejar ese momento, la novela habla
de contrarios y extremos y está llena de símbolos y alegorías: en la primera
parte, Diego Álamo y Roberto Guzmán lo son de las dos Españas que colisionaban
entonces, la que moría y la que nacía. La segunda parte de la novela es
consecuencia de la primera, yo sabía que tenía que producirse una fractura
porque quería hacer, por debajo de la historia criminal, una crónica social de
las dos últimas décadas del siglo XX y establecer un contraste entre la
ausencia de medios técnicos de la primera parte y lo que refleja la segunda”.
Ahí radica otra de las audacias de esta novela: el enorme salto temporal que da
en un momento dado al situar la acción en el verano de 2002 (casi veintiún años
después), incorporando nuevas sombras, alargando las que se arrastran desde el
81, ennegreciendo ánimos y espíritus, reconstruyendo la trama, enriqueciéndola
con personajes que están obligados a ser tan atractivos y potentes como los ya
presentados, es decir, lo que ahora se presentaría sí o sí como serie (al menos
como trilogía, en demasiadas ocasiones sin que el resultado final justifique
tal llamémoslo despliegue), Javier lo entrega como novela compacta, urdida con
pericia, con oficio, con empeño, con muchos meandros y posibles afluentes, pero
sin dejarse nada en la recámara, lo que es de agradecer e incluso de aplaudir (en
ocasiones se echa de menos eso, que no sea necesario haber leído previamente no
sé qué para entender/disfrutar lo que se anuncia como gran novedad -y resulta
atractivo, no se puede negar- o haya que esperar equis años para conocer el
desenlace -y, para colmo, este supone una decepción de dimensiones cósmicas-).
La recreación que Javier hace de esos casi compases finales de la Transición
(coincido con él en que esta se da por cerrada con el triunfo aplastante del
PSOE en las elecciones de 1982) es milimétrica, rigurosa, de una precisión que
deja sin aliento no sólo por lo que evoca, por lo que hace recordar, por lo que
implica a quien conoció aquel momento, sino porque cada detalle, al margen de coadyuvar/propiciar
una inmersión profunda en la trama, queda justificado, todo tiene un sentido,
lo mismo se trate del estreno de Vaya par de gemelas como de, por
supuesto, El Penta inmortalizado en Chica de ayer, lo que se describe es
una sociedad, un modo de ser (o varios), por eso todos los datos importan, es
la mejor manera de tener una visión lo más global y completa posible, es virtud
del periodista encontrarlos y suministrarlos, es talento del novelista
integrarlos para que la trama no se detenga y salga reforzada, es a través de
la historia y evolución de la Policía como mejor se explican/comprendemos las diferentes
personalidades del grupo que aquí se nos presenta, empezando por el protagonista
(aunque no sea el único), Diego Álamo: “He concebido a Diego como un héroe
romántico, un personaje muy literario: tiene la desdicha, la condena de
soportar el peso del mundo sobre sus hombros, aun de forma inconsciente. Es tan
vocacional, ama tanto lo que hace que lo de menos es su propia vida, su
integridad física; su misión de vida es resolver el caso que tiene entre manos
y hacer que la justicia, no la ley, se cumpla: respeta la ley, por supuesto,
pero va más allá y quiere que se haga justicia. Lo que sí quise fue romper el
tópico del policía quemado, también el del superhombre: Diego es un ciudadano
de a pie que ama su profesión y ama a su mujer. A la hora de vivir la tragedia,
no he recurrido a lo tan manido de refugiarle en la bebida, he querido que
fuese un proceso interior”.
Es pura novela negra en mimbres, en desarrollo, en contenido, en su mas
pura esencia, lo es aún más en cómo escudriña y disecciona los tres puntos de
vista sobre los que la novela bascula/se articula: los capítulos más largos
corresponden a la investigación policial tanto en la primera como en la segunda
parte, alternados con otros más cortos que en el 81 corresponden a una de las
víctimas (aquella cuyo destino amarra a Diego al caso con garfios afilados) y
en el 2002 suponen un viaje a lo más tenebroso, a lo más terrorífico, al
ejercicio y disfrute del mal encarnado en un asesino despiadado, sádico,
implacable. Es una estructura sólida, demoledora, sin resquicios, que impele a
la lectura, que envuelve al lector desde los primeros compases, que no le da
tregua, que no le suelta (por eso señalé antes que el disfrute empieza pronto -porque
tal se produce cuando uno experimenta lo mismo que los personajes, cuando uno
se involucra, cuando uno se interesa por ellos, cuando se duele y conduele de
lo que les sucede, cuando se tiembla de terror, cuando el autor consigue transmitir
emociones intensas y hondas, cuando hace honor al género escogido-): “La
estructura es la misma en ambas partes, lo que varía es el punto de vista. A la
hora de escribir, para mí es vital fijar la estructura, es tener la mitad de la
novela: si no es sólida, el edificio se derrumba. Desde el principio, quise que
reflejara los tres puntos de vista que a mi modo de ver sustentan las novelas criminales:
el investigador, el verdugo y la víctima. Quería darles el mismo protagonismo y
que el lector recibiera todo ese caudal de información de la misma manera, para
cubrir así todos los ángulos. Fue ese trípode el que fijé como estructura, por
eso, repito, en la segunda parte cambia la perspectiva, pero no la estructura.
Luego, lo de los capítulos cortos en dos de los casos comparados con los que
protagoniza la policía es porque así son mucho más efectivos: estamos hablando
de dolor, de situaciones extremas que no se pueden prolongar, mientras que la
investigación necesita más largo aliento”. ¿Y cómo sale uno indemne de la
crudeza de capítulos tan dolorosos o terribles? “A duras penas: he salido a
cuatro patas de la escritura de muchas páginas y he necesitado recomponerme. El
escritor es como un actor, es un intérprete, hace un trabajo de transformación,
sólo que lo hace hacia adentro: se cierran los ojos y se viaja a un lugar en
que está el policía, está el asesino y está la víctima. Me ha tocado ser los
tres, me he metido en sus psicologías, en sus mundos, me he puesto en la piel
de alguien que asesina, algo que yo no he hecho, en serio, jajaja, alguien que,
además, disfruta con ello”. Lo mismo que, repito, hace el lector porque
Javier Menéndez Flores nunca baja la apuesta, porque asume un compromiso desde
las primeras líneas y cumple con creces, porque no escatima en recursos, porque
encuentra su propia voz como narrador pertrechado tras una plétora de voces
(esa es otra de sus cimas: los diálogos hiperrealistas, verosímiles, reflejo de
los personajes), porque, y no es un fácil juego de palabras, habla de todos
nosotros (y queda bien claro al final pero, por supuesto, no se lo voy a contar:
léanlo).