domingo, 22 de noviembre de 2020

EL LUGAR DONDE TODO ES VERDAD

 




   A la hora de escribir sobre África, sobre lo que uno experimenta cuando (dicho en términos generales) tiene noticias sobre ella, sea como continente o centrándose en alguno de sus países, de sus lugares, buceando en la Historia, conociendo a sus gentes, aproximándose a ella en cualquiera de sus variadas y múltiples posibilidades/realidades, es inevitable recordar aquel huracán de nostalgia y fascinación que recorría la columna vertebral y hacía nido en el corazón de cuando, con quince años recién cumplidos, se vio por primera vez (y en la fabulosa pantalla del cine Palafox) Memorias de África. Más allá de motivos personales que ahora no vienen a cuento, me sentí apelado, llamado, conquistado, me rendí desde la primera y antológica frase, “Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong”, descubrí a una escritora, se inició mi reconciliación con Meryl Streep (que sería definitiva con Las horas), fue como volver a casa, estallar de felicidad, saberme acogido y protegido, una mágica sensación que, más allá de la belleza de las imágenes (y de la fuerza de la banda sonora entrando por cada poro de la piel), destilaba de aquellos parajes, de la naturaleza, de la belleza de un mundo virgen, puro, prístino, de un lugar (que daba igual fuese Kenia en concreto: se impone el todo) sometido, expoliado, arrasado, conquistado en aras de una civilización que, para más inri, nunca llega porque no interesa ni mucho menos preocupa a quienes sólo buscan beneficios antes, ahora y, por desgracia, después (ojalá el tiempo desmintiese pronto esta afirmación). Por debajo de la imagen indudablemente romántica e idealizada que muestra la película (y lo hace con maestría, nada que objetar), más allá del indudable encanto, de la belleza que transmite la prosa de Isak Dinesen, de la pátina evocadora que recubre sus palabras, de la añoranza de un tiempo pasado/perdido, África (de nuevo dicho como conjunto, como si fuese una única cosa, metonimia aceptada que se refiere a un espíritu, a algo intangible pero fácilmente perceptible) impone su verdad, su dolor, su vulnerabilidad, sus heridas, su escarnio, su aplastamiento, aquello de lo que, a pesar de todo, se erige victoriosa, resistiendo, peleando, avanzando, insuflando vida (allí brotó, allí nació, la sangre llama y no miente, de ahí que nos capture del modo en que lo hace).

 

   Cuando investigó para escribir la que tal vez sea su última gran novela, El jardinero fiel, mi admirado John Le Carré afirmó que África cambia para siempre la mirada, que uno no vuelve a ser el mismo, que se mete dentro, que afecta más allá de lo que se percibe en un primer momento, que altera la manera de escribir (es decir, el modo en que el escritor mira y cuenta el mundo) y, añade un servidor, eso no tiene por qué suponer nada negativo, se trata de variaciones, de si se quiere evolución, de un estilo que se va enriqueciendo, depurando, bebiendo de lo que le rodea. No puedo evitar formular esa pregunta a Gonzalo Giner cuando tengo el infinito placer de formar de nuevo parte del club de lectura que comanda mi Pepa Muñoz y participar en el encuentro vía Zoom celebrado a finales de octubre para conversar sobre La bruma verde (y que pueden ver completo en el canal de YouTube de Locura de Libros: https://www.youtube.com/watch?v=Ubzc1VZvPqo&t=25s) , título que le ha valido el Premio de Novela Fernando Lara 2020 y que Planeta publicó recientemente; lo cierto es que siempre me ha parecido un escritor eminentemente sensorial y sensitivo, sus obras exudan, huelen, envuelven, de algún modo se pueden tocar, pero encuentro que aquí esa capacidad ha aumentado, que sus palabras traen olores y sabores incorporados, que han adquirido un poder evocador que no es tal en el sentido de que se siente y vive lo que les pasa a los personajes y él reconoce que sí ha sentido que su mirada ha cambiado y, precisamente, lo ha hecho fundamentalmente en ese aspecto: “Mi mirada ha cambiado muchísimo, tanto es así que creo que en anteriores novelas había un trabajo de personajes un poco menos complejo que aquí, vamos a decirlo así. En ese sentido, mi mirada profundiza en el modo de contemplar a mis propios personajes, ahí he cambiado: he dado más trascendencia, mayor recorrido a cada uno de ellos”. Es, además, la primera vez en que Gonzalo Giner abandona las narraciones de corte histórico para abordar una historia de ahora mismo, cercana en el tiempo (arranca en diciembre de 2009), pero como él mismo explica en la apasionante nota incluida al final de la novela (y que no debe leerse antes, no me sean impacientes), “hay novelas que se meten en tu vida sin llamar, os lo puedo asegurar; entran en tu interior a codazo limpio e inundan tu cabeza a borbotones”, tal vez sea una vez más el efecto africano, el caso es que dejó aparcado el que iba a ser su nuevo trabajo (pero promete que lo retomará) para dejarse llevar por una historia que merecía ser contada.

 

   La bruma verde se alimenta de varios géneros, no es fácilmente clasificable, es una novela muy rica tanto en matices como en tramas que se imbrican conformando una narración apasionante que toca asuntos espinosos que deberían ocuparnos y preocuparnos más, que deberían aparecer en los medios de comunicación más allá de algunos titulares alarmistas y apocalípticos que buscan más el sensacionalismo (y los réditos -eso es siempre África para los demás: una fuente de ingresos-) que la concienciación, que la acción, que el cambio de comportamientos, que el final del continuado latrocinio tanto en recursos como en vidas, el agotamiento de fuentes naturales de vida, el exterminio de especies, una denuncia que Gonzalo maneja de manera magistral porque la articula de un modo orgánico, la explicita a través de los personajes, de lo que ocurre, de a lo que se enfrentan, de por lo que se sacrifican, evita cualquier tipo de discurso que lastre la novela, consigue hacerlo presente a través de los hechos: “Nunca me planteé una novela denuncia porque considero que ese no es el papel del escritor”. Del mismo modo, integra a la perfección en el devenir de los personajes y sin presentarlas como tales posibles soluciones a tantos desmanes, señala qué debería cambiar, nos abre los ojos (seguimos con el asunto de la mirada) de la mejor manera posible, a través de lo que viven los protagonistas: “Nada tiene una solución definitiva ni única, pero creo que si empujamos en la misma dirección podemos conseguir resultados positivos”. Es algo, por cierto, de lo que también hablan los fantásticos documentales a los que David Attenborough ha puesto voz (su emocionada y emocionante voz de 93 años) en Our Planet: no debemos olvidar (no deberían quienes lo interrumpen, alteran, expolian y masacran) el ciclo de la vida que tanto celebramos en el inicio de El rey león, si se mueve una pieza se viene abajo todo el edificio, a veces en cuestión de minutos, a veces en cuestión de eras, pero se diría que algunos están empeñados en que andemos inmersos en el final de una (o de varias).

 

   Piensa que estás viendo la gran arteria de África, el segundo mayor caudal del mundo después del Amazonas. Aunque tiene menos longitud que el Nilo, ahí donde lo ves, ese río es capaz de regar un territorio seis veces más grande que tu país. Gracias a su generoso caudal, cada día se obra un gran milagro, insospechado y enorme, justo ahí abajo, porque esas aguas tejen la vida”. Así le presenta Colin Blackhill, un cooperante británico, a Lola Freixido, una de las dos poderosas protagonistas femeninas de la novela (la otra es Bineka, una de las mayores creaciones de Gonzalo Giner, un personaje impactante y maravilloso), el río Congo, así es como el autor se impregna de la vida de los escenarios, se la da, nos los presenta con alma y corazón, describe sus múltiples caras, aquello por lo que deberían ser amados, aquello por lo que son codiciados: “(…) en este momento estamos sobrevolando un enorme país en venta. Cada día, grandes capitales compran miles y miles de hectáreas de esta selva. Sobre todo chinos, pero también un puñado de empresas de origen europeo, malasio, estadounidense, canadiense, con intención de explotarlas en el futuro como tierra de cultivo”. Con un profundo conocimiento del asunto que trata pero sin que eso pese excesivamente en la narración (algo que ya había demostrado en sus anteriores novelas, donde nunca la Historia fagocita lo puramente narrativo/ficticio), Gonzalo va diseccionando el terrorífico rompecabezas en que se ha convertido la República Democrática del Congo: “Se trata de trasladar la realidad, eso no es ninguna novela, y me hacía sentir impotente mientras escribía porque hay gente que está sufriendo y muriendo”. En ese sentido, no hay paños calientes en La bruma verde, se cuenta sin paliativos la crueldad, la brutalidad, la amoralidad, la codicia, pero también el empeño, la entrega, la solidaridad, la lucha en demasiadas ocasiones suicida pero necesaria y ejemplar, la valentía y el desprendimiento de “tantos soñadores llegados a aquel asombroso continente con la única intención de ayudar. Gente que lo daba todo, sin reservarse nada”. Da igual el motivo concreto por el que han llegado, como le explicará a Lola en un momento dado Keita, un médico nacido en Kinsasa que ha abandonado Nueva York para regresar a la tierra de sus ancestros “la mayoría estamos aquí porque tenemos algo que olvidar, algo que nos falta por hacer o algo que recuperar…”; el caso es que allí están, seducidos por un continente que, como afirma Colin, “te devuelve más de lo que tú le das”, es (volvemos a citar a Keita) “un lugar donde todo es verdad, por brutal y descarnado que parezca”.

 

   La formación y experiencia como veterinario del autor, sus conocimientos sobre el mundo animal (uno se atrevería a decir que sobre etología, al menos así lo demuestra en el modo en que lo transmite, en cómo caracteriza y mima a ese tipo de personajes) vuelven a aflorar en todo lo relativo a Bineka y los primates que la acogen en las primeras páginas, un análisis de sentimientos enormemente verosímil y en absoluto trivial ni infantilizado, les otorga su propia y verdadera personalidad, no se trata de humanizarlos (en el sentido más pueril, al modo de los cuentos o fábulas) sino de acercarse a ellos, de entenderlos, de plantear vías de comunicación, de viajar hasta el corazón de los instintos, de las pulsiones, de aquello que nos iguala, de no olvidar que el hombre es también un primate (por más que digamos lo de “superior”, tan mal utilizada y entendida esa ventaja, bien se demuestra en la novela). Es La bruma verde, por más que nos estruje las entrañas al hablar de lo que habla, un constante regocijo para el lector que vive una completa inmersión en un mundo que aún conserva esencias a salvo de la intoxicación capitalista (en cualquier sentido), que todavía hace latir un corazón que preserva su pureza, una bruma verde que se adueña de la mirada y del alma de quien no busca otro interés que el de vivir y dejar vivir, el de quien sólo escucha su voz interior esa que le conecta directamente con, como dice Gonzalo Giner, “el continente más sorprendente, el más bonito, el más variado, espectacular, pero siempre se ha ido a expoliar”, ojalá gracias a novelas como esta lo miremos con pupilas incontaminadas por el símbolo del dólar (como le sucedía al tío Gilito).