jueves, 22 de octubre de 2020

CUANDO EL RÍO AÚN NO TENÍA SU NOMBRE

 



   Lamento decepcionar a quienes esperasen algo especial/diferente, cambios más o menos notorios a en este ángulo oscuro que hoy, a pesar de no querer/ prescindir de fanfarrias, pirotecnia ni foco de luz directamente al rostro, inaugura un nuevo ciclo; en realidad, como ya se apuntó en el último escrito, es algo que sucede en mi interior, en mi ánimo, en mi modo de encarar las publicaciones, de no haberlo hecho público sólo se hubieran enterado de ello los directamente afectados (en cualquier sentido y bien que siento el negativo, el que implica daño, el que podría haber evitado), al fin y al cabo voy a seguir en las mías, a mi aire, con párrafos largos (por no decir inacabables/inagotables), compartiendo el entusiasmo lector, la experiencia de sumergirme en los libros, mi alimento, mi refugio, mi forma de vida. Mientras tanto, las piezas siguen colocándose en su sitio de manera natural: amenacé con clausurar este rincón, con ponerle punto final, algo que en realidad no quería y sin embargo estuve a punto de llevar a cabo, cuando, en esas horas un tanto cruciales en que tantas cosas pasaron por mi cabeza y corazón, vino al rescate, sin saberlo, mi cada vez más admirado no sólo por motivos literarios José Zoilo Hernández, cerrando un círculo y abriendo el siguiente, invitándome a continuar, ayudándome a atemperar la borrasca y procurar desfacer el entuerto (he empezado a releer a Cervantes y es tan fácil empaparse de su prosa). Conocí al escritor canario gracias a mi Pepa Muñoz, fue uno de los invitados del año pasado en el Certamen Internacional de Novela Histórica “Ciudad de Úbeda”, del que dimos buena cuenta por aquí (la IX edición arrancará el próximo 10 de noviembre pero, a pesar de haber recibido de nuevo la amistosa invitación del director del evento, no podré acudir y bien que lo lamento, más después de saber que él sí lo hará para presentar la novela de que hoy nos ocupamos aquí), fue uno de los escogidos para las entrevistas que tanto me gustaba mantener para el canal que Locura de Libros tiene en YouTube (y aquí pueden verla completa: https://www.youtube.com/watch?v=EWSCYd1_4kc&t=20s) y que ojalá pudiéramos retomar pronto (incluyendo abrazos, besos, manos estrechadas, rostros al aire), pero como apenas hubo tiempo para demasiadas lecturas antes del certamen me senté frente a Zoilo (permítanme que le llame así, con la familiaridad que nos concedió desde los primeros minutos) con el dosier de prensa muy estudiado, con la información que él había proporcionado (y lo que habíamos hablado) durante la presentación que tuvo lugar la tarde anterior, con el rápido vistazo que pude echar en Madrid a algunas páginas de El alano, primer volumen de su trilogía Las cenizas de Hispania, la obra que, tras ser un éxito en Amazon, publicó con todos los (merecidos) honores Ediciones B y, así, con los tres tomos bajo el brazo, llegaba a Úbeda el ya consolidado autor (por más que afirmaba sentirse extraño cuando alguien se refería a él de ese modo). Le confesé la circunstancia, nunca he fingido haber leído lo que no (otra cosa es que eso no se note durante la entrevista, ahí entra la pericia del profesional tanto en lo periodístico como en lo lector -permítanme la inmodestia-), pero le prometí que me pondría al día, a pesar de que El alano, Niebla y acero y El dux del fin del mundo, los tres títulos que conforman el tríptico, suponen un total de más de 1.700 páginas (cantidad a la que este lector no tiene miedo, el único problema es el indicado antes, es decir, un día sólo tiene veinticuatro horas y, por desgracia, no pueden dedicarse todas a leer). Hace unos meses se anunció la edición en formato de bolsillo del primer tomo, qué mejor ocasión para cumplir con la palabra dada, pero la pandemia que aún nos asola y desuela dio al traste con ello (aunque, ya saben que me gusta ser lo más honesto posible, tanto Zoilo como yo nos enteramos bastante después de que los ejemplares no habían llegado a las librerías -lo que sucederá, crucemos los dedos, durante la próxima Navidad-), entre dimes y diretes y mientras no sabía ni qué hacer conmigo mismo llegó, como decía, el mensaje salvador, el que tiró de mí, al que me así con mis entonces mermadas fuerzas, no porque me obligase a nada, sino porque supuso el aliento, el apoyo, el empujón, la bofetada que me hizo despertar y, ya lo ven, seguir aquí, volver por unos fueros que aún no había abandonado más que de boquilla (o de bocaza).

 

   Ediciones B lanzó en septiembre la muy esperada nueva novela de José Zoilo Hernández y él mismo me anunciaba que iba a pedir a la editorial que me hiciese llegar un ejemplar, no me decía más, no me pedía que escribiese sobre ella, ni siquiera que la leyese, se limitaba a decirme que quería que la tuviese y más después del chasco vivido con lo de El alano (que queda pendiente, faltaría más: tendrá su espacio aquí cuando vuelva a ser novedad); le respondí inmediatamente, poniéndome a su disposición, invitándole a que hiciera sonar alguna tonada con el arpa, reactivando lo que no llegó a pararse/morir, entendiendo que debía seguir, que lo necesitaba, organizando una entrevista telefónica que mantuvimos a principios de mes, es decir, se convirtió en el primer cómplice de este viraje de timón que, repito, lo es al modo lampedusiano, al menos en lo externo (en lo más recóndito de un servidor los cambios son muy perceptibles). Y, colmando/superando cualquier expectativa, no podía recomenzar/continuar de mejor manera puesto que El nombre de Dios confirma todos los parabienes recibidos, todas las esperanzas depositadas, supone la consolidación de una voz fresca, alejada de esquematismos, la voz de alguien que ama la Historia, que huye de lo trillado para buscar asuntos/personajes/épocas poco, mal o nada tratados tanto en los libros como, sobre todo (¡Ay, dolor!), en las aulas, sobre los que se pasa muy rápido o ni se mencionan, que se reducen a fechas, a unos cuantos datos la mayoría de las veces cargados de ideología y precisamente escogidos por/para ello, que se tergiversan, que se pintan con un maniqueísmo atroz (e incluso completamente falso, sin base histórica por muy superficial/somera que sea). En el caso de que se ocupa ahora, además, existen muchas lagunas, datos que no están confirmados, leyendas tomadas por hechos probados, los historiadores no se ponen de acuerdo (dimes y diretes que quedan perfectamente explicados en la magnífica e imprescindible nota histórica -hay que leerla, entre otras cosas por la pasión con que está escrita-), lo que alienta la curiosidad de quien siempre ha gustado de la Historia aunque decidió estudiar Biología e inspira la imaginación de quien se descubrió como novelista gracias al impulso y la fe de su mujer, la maravillosa Esther (con quien fue igualmente un placer coincidir en Úbeda), narrador de historias vocacional y natural que, estoy totalmente de acuerdo, era una pena que quedara como tal sólo para su círculo cercano.

 

   Dentro de ese batiburrillo de fechas, nombres, gestas, momentos a memorizar al menos el tiempo suficiente para aprobar el examen, hay algunos que permanecen indelebles, si bien prendidos con alfileres, descontextualizados, sin verdadero contenido, una mera enumeración, una somera descripción, el niño de entonces, el que empezó la EGB en octubre de 1976, no olvida que “los moros llegaron a la península en el 711 y empezaron la conquista tras ganar la batalla de Guadalete, derrotando al rey visigodo don Rodrigo” y para de contar porque en aquel entonces ya no era obligatorio/imprescindible saberse del tirón la lista de los reyes godos en España (por cierto, en realidad son visigodos, pero tampoco esa diferencia la explicaban convenientemente). Y ese es el punto de partida de El nombre de Dios: “La época siempre me ha gustado mucho, por poco tratada, por desconocida; siempre me ha dejado boquiabierto que en apenas diez años, tras la llegada de 10.000 bereberes, la España visigoda no existiese. Por lo tanto, quería aprender, indagar, saber algo más, pero lo que me llevó a escribir sin posible vuelta atrás fue la leyenda de la Mesa de Salomón, me di cuenta de que ahí tenía un hilo conductor y el puzle encajaba”. Y ahí comienza el trabajo del novelista, tomando partido por una de las posibilidades, por una de las corrientes historiográficas, procurando reconstruir una época con el mayor detalle posible, con verosimilitud cimentada en el rigor, con minuciosidad, pero dejando volar la imaginación, rellenando los huecos, rastreando los hechos, completando lo que aún hoy es desconocido/no se tiene claro, armando su historia, es decir, creando (y dejándonos con la boca abierta): “Es una época muy difícil por muchos aspectos y los historiadores no se ponen de acuerdo en algunos que son sustanciales. Además, hay fuentes árabes y fuentes cristianas, resulta complicado poder contrastarlas porque cada una tira para su lado y lo cuenta de una manera. Hay, por otro lado, una dificultad añadida y es que ninguna de esas fuentes es contemporánea de lo que cuentan, son fiables hasta cierto punto; lo cierto es que no planificaba redactar una nota histórica tan extensa como ha resultado, pero no quería dejar cabos sueltos en ese sentido y mostrar que hay varios caminos posibles, que tuve que elegir, algo a lo que también he aprendido escribiendo esta novela: no hay una única verdad, hay verdades interesadas, por eso quise mostrar qué opción he escogido a la hora de tejer mi ficción”. Este es un reflejo más de la pulcritud, honestidad y humildad con que Zoilo acomete su tarea, por eso priman la acción y el desarrollo de personajes (incluso de los históricos) sobre el aparataje histórico, magníficamente integrado en las descripciones, en los pensamientos, en los actos, en la trama general en la que nada es accesorio ni supone un exhibicionismo desmesurado de la erudición del autor que detiene (o abandona) el discurrir de la narración (sí, Victor Hugo lo hacía, también Tolstói, no digamos Melville en Moby Dick -clásico con el que mantengo una particular relación de amor/odio-, pero su prosa poseía un virtuosismo sublime y difícil de alcanzar que, al menos, enciende el ánimo del lector aunque, dicho un poco a las bravas, todas esas páginas aporten poco o nada a lo que -se supone al menos- se está contando).

 

   Las cenizas de Hispania, a pesar de los tres volúmenes, nació como una sola novela (“me salió un poco larga, es verdad, jajaja”); por lo tanto, José Zoilo Hernández se ha enfrentado aquí al reto de la segunda novela, ese que muchos autores confiesan más complicado e incluso ingrato que el de la primera puesto que, si se ha tenido cierta repercusión, supone escribir con las expectativas del público sobre la cabeza, uno se siente (aunque sea de un modo inconsciente) menos libre, hay una presión añadida, se es consciente de que se escribe para otros: “Aunque sea la cuarta novela, yo la siento como la segunda, ya que “Las cenizas de Hispania” es una aventura única y así la escribí: al día siguiente de terminar el primer libro empecé con el segundo y lo mismo pasó al terminar este y empezar directamente el tercero, no hubo discontinuidad. Quise cambiar y hacer algo diferente, por más que confieso que la novela escrita en primera persona es algo que me ha llamado siempre, me gusta muchísimo, pero corres el riesgo de repetir siempre el mismo personaje, aunque sea en épocas distintas. Además, ya tenía en mente esta idea y era imposible narrarla desde un único punto de vista, por lo que no me fue difícil tomar la decisión de tirar por otro camino: la historia lo pedía”. Y él cumple con creces con lo que esta necesita, manejándose/llevándonos con infinita soltura por diferentes escenarios, distintos personajes, es una obra un tanto coral en la que el lector jamás se siente perdido por el modo en que se caracteriza a los varios (y variados) protagonistas, por cómo se mantienen vivos y abiertos los frentes (nunca mejor dichos) necesarios para que se comprenda de un rápido vistazo la complejidad geográfica, política y social de la época, por la abracadabrante sencillez con que se hacen las elipsis, por contar sólo lo imprescindible y, al mismo tiempo, suministrar muchísima información, saber priorizar los datos, demostrar sin alardear las indudables horas y horas de documentación e investigación, la precisión en los detalles, en el uso de los topónimos del 711 (para cualquier duda hay un estupendo glosario al final -también de términos y de personajes donde se detalla cuáles son históricos y cuáles debidos a la fértil inventiva del autor-). Así, por ejemplo, nunca existen referencias a la conocida como batalla de Guadalete (que, hagamos hincapié en ello, es tan sólo una parte jugosa y espléndida pero si me apuran pequeña en el desarrollo de la novela) porque en ese momento no se conocía al río con tal nombre (de hecho, guada  es como se dice en árabe río, difícilmente podía utilizarse el término en el 711), que alguien lo llamase de esa manera resultaría, entre otras cosas, una falsedad innecesaria porque, además, no hay duda de a qué se refiere: “Como lector, me chirría encontrar un topónimo actual en una novela histórica, me saca de la historia. Por eso aquí, igual que en Las cenizas de Hispania, que transcurre en el siglo V, escribí “Baética” opto por escribir “Betica”, un nombre algo menos latino, soy muy puntilloso en ese aspecto. Por eso nunca hablo de Guadalete, el nombre al río se le puso posteriormente. Si la novela engancha, el lector lo va a entender, sabe de qué se habla sin necesidad de caer en el anacronismo”.

 

   Uno se detendría a comentar aquellos aspectos de algunos de los personajes principales que más le han marcado, pero eso sería anticipar demasiado, conviene irlos conociendo según el autor nos los presenta, dejar que cada uno ocupe el lugar que le corresponde, intuir algunas cosas, temer que sucedan otras, sorprenderse como el propio Zoilo que, aunque tenía las ideas muy claras (sobre todo en lo relativo a que lo que ahora conocemos como Guadalete fuese un mero episodio sobre el que construir el resto y en dónde, cómo y en qué punto poner el final), consintió en que sus criaturas tomasen las riendas (en la acción en sí y en el proceso creativo): “Cuáles son los personajes principales es algo que, en realidad, se descubre al final: hay que dejarlos evolucionar, ver dónde llegan, qué importancia adquieren en el relato y en el conjunto”. Conjunto repleto, no puede ser de otro modo, de luchas, de escaramuzas, de batallas, algo que suele agotar a quien suscribe porque se pierde entre la jerga bélica del momento, los tipos de armas, la impedimenta, las formaciones, las banderas pero que aquí resulta muy accesible porque están narradas en función de lo que los personajes sienten, de lo que la trama precisa para avanzar, sin poder dejar de destacar la viveza con que Zoilo las narra: “Lo de las batallas es algo que me ha gustado siempre y cuando investigo pongo mucha atención en cómo se usaban las armas, cómo se disponían los ejércitos, todo eso me parece algo básico. Además, creo que ayudan a que se comprenda mucho mejor lo que cuenta la novela: la brutalidad con que se acometen, el horror que suponen sirve para describir a los personajes y acercarlos más al lector”. De este modo, uno la ha vibrado como las novelas/películas de aventuras de la infancia y adolescencia, esas que aunque destilasen/dejasen un poso histórico (a veces ciertamente débil, por no decir fantasioso -o algo peor-) se vivían con la misma emoción (o más viendo a donde hemos llegado) que los protagonizadas por los superhéroes de Marvel, esas que jamás perdían de vista la diversión, el entretenimiento, la evasión (en el sentido más amplio y reivindicado de los términos), esas que plantaban semillas en nuestro interés, esas que, bien se ve aquí, a veces despertaban vocaciones: “La novela histórica no puede pretender sustituir a los libros ni a la asignatura de Historia, pero al ser más amena llega a más público y puede que se despierte la curiosidad y cada uno busque información académica para ampliar los conocimientos. Ojalá en muchos casos, sin salirse del necesario rigor, se supiera transmitirla de una manera divertida, hablar más de las vivencias y no dar una mera sucesión de datos; que gracias a lo que se enseña se comprendan mejor tanto cosas que sucedieron inmediatamente después como cosas de ahora mismo”. Aunque sea, en mi caso como en el de tantos, con muchos años de retraso, gracias a José Zoilo Hernández he (re)descubierto que no todo es como lo recordaba, que no todo es como me hicieron aprenderlo, que hay realidades que apenas se esbozaron, que muchos datos quedaron fuera, que la Historia está muy viva, que por obras como El nombre de Dios es por lo que uno aprecia y gusta de la novela que hunde sus raíces en lo sucedido hace siglos (o en lo que pudo suceder).