Las palabras en sí mismas son, la mayoría de las veces, inocentes, una
mera convención, sólo buscan designar/identificar algo, ni las cuestionamos ni
las analizamos, podría decirse que recurrimos a ellas por hábito, así las
aprendimos, así nos han llegado y así las utilizamos; más allá de las que
tienen de partida un significado negativo de mayor o menor calado (son lo que
son), el idioma nos ofrece infinitas posibilidades (cuando no existe un término
idóneo o preciso lo inventa, se adecúa a las novedades, al transcurrir, a la
evolución -y a la involución-), pone a
nuestro alcance todos los términos posibles (y alguno imposible) para
describir, definir, calificar, descalificar, alabar, denostar. Como digo, las
palabras son inocentes en cuanto herramientas de comunicación (al menos así es
como las contemplo hablando en términos generales), pero el uso que se hace de
ellas, el tono con que se emplean, el contexto que las rodea, el matiz, la
intención que se imprime al pronunciarlas, el (ahora que se emplea tanto el
término) escenario en que se utilizan (a veces el desconocimiento, otras un
error, también una inspiración brillante), alguno de estos factores o varios de
ellos combinados las manipula, las emponzoña, las altera, incluso les da
completamente la vuelta llegando a significar lo opuesto que en su origen,
aquello por/para lo que nacieron. Por lo tanto, la perversión de que tantas
veces se les acusa está en quien se las apropia, las malea, contamina,
mancilla, pisotea, les hace perder su neutralidad o su polisemia, empobreciendo
aún más nuestra deteriorada lengua, ideologizando todo de un modo u otro,
imposibilitando que la carretera tenga más de una dirección, no digamos nada de
bifurcaciones o ramificaciones. Eso es algo que, por ejemplo, viene pasando con
la palabra “revisar” y algunos de sus derivados, el revisionismo puede ser (y
en muchas ocasiones lo es) necesario pero siempre que se haga bajo unos
parámetros éticos, metódicos, estudiando nuevos documentos, analizando nuevas
informaciones, escuchando/dejando hablar a quienes fueron actores o testigos de
los hechos, no tergiversando, manipulando, mintiendo, volviendo a mentir,
reinterpretando a gusto del consumidor; al fin y al cabo, la primera acepción
de la palabra en el DLE dice que “revisar” es “ver con atención y cuidado”, y
ese es el modo en que debería afrontarse una tarea que, hecha así, no
precisaría tantas veces aplicar la segunda, o sea, “someter algo a nuevo examen
para corregirlo, enmendarlo o repararlo” (porque, más allá de intencionalidades
arteras, hay demasiadas historias/realidades que precisan de esa labor de
poda/puesta en limpio).
Puesto que tantos relatos (recurriendo de nuevo a uno de esos términos
de los que tanto se abusa, pero que me parece muy apropiado si lo tomamos en
toda su amplitud, en su variada gama de posibilidades) se han hecho
incompletos, titubeantes, de modo precipitado, prisioneros del miedo y el
dolor, en caliente, o, directamente, no se han hecho o se han silenciado, se ha
optado por ignorarlos, por darlos por finiquitados, se impone una revisión que cuente
y nos cuente (o así lo procure) la historia como sucedió, como quedó
registrada, dando voz a los que en su momento no la tuvieron, contrastando,
investigando, atendiendo a todas las caras del poliedro que inevitablemente es
cualquier suceso de mayor o menor extensión en el tiempo (como aprendimos en
las primeras clases en la facultad gracias al llorado e inolvidable maestro
Bernardino M. Hernando). Y da igual si nos duele, en realidad se trata de eso,
entiéndaseme lo que quiero decir: hay que reparar la tragedia todo lo posible y,
aunque su recuerdo (el que ninguna víctima necesita que le aviven: está siempre
ahí) incomode o algo peor, el único medio a nuestro alcance es interesarnos por
ella, escuchar a quienes la vivieron/sobrevivieron, compartirla (a veces de
nuevo), conocerla, no es reabrir heridas, todo lo contrario, es permitirlas que
sangren y comprender que nunca van a dejar de hacerlo por más que nos
acostumbremos a vivir con un flujo cuyo caudal (¡Ojalá!) ha de ir menguando de
manera natural con el paso del tiempo (para eso hay que haberlo dejado
derramarse primero). En esa tarea que aún tenemos a medias andamos inmersos en
lo que se refiere al terrorismo de ETA, no es algo a lo que pueda ponerse fin
de forma tan rápida e insensible como algunos pretenden, no se pueden diluir
sus estragos, la sangre derramada, los cadáveres reventados, los años de plomo
(que de un modo u otro fueron todos) en aras de una falsa concordia y mucho
menos de “un buen final que es lo que importa” o frasecitas similares
que, a la larga y a la corta, son tan letales como lo sufrido, hablan a las
claras de la connivencia de tantos, es otro modo de ejercer terrorismo o,
cuando menos, de (ahí sí) reavivar sus efectos destructivos, su violencia
inmisericorde, su capacidad para generar dolor.
La mejor baza de Los ausentes, novela de Juana Cortés Amunarriz
publicada en enero por Espasa, es entrar de lleno en el tema integrándolo en
una absorbente, frenética y espléndida trama de thriller, abordarlo desde el
punto de vista social y humano, como lacra real con la que tantos se vieron
obligados a convivir/malvivir mucho tiempo, poner el foco en aquellas víctimas
que o bien se olvidan (se olvidaban ya en su momento) o se difuminan bajo la
para mí muy perversa consideración (¡Qué poca ídem!) de “daños colaterales” a
los que no se atiende ni mucho menos auxilia, que no se previenen, que se
llegan a dar por necesarios (por todas las partes) en aras de una resolución,
del anhelado punto final. Hace algo más de un mes tuve el inmenso placer (como
lo es cualquier iniciativa encabezada por mi Pepa Muñoz) de participar en el
encuentro que los del club de lectura mantuvimos con la autora (pueden visionarlo
en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=nNFmXiCXAQk&t=11s),
tal vez uno de los más encendidos (en el sentido positivo) que hemos celebrado porque,
indudablemente, Los ausentes escarba en la llaga, te enfrenta a tus
peores pesadillas, te lleva a cuestionar los principios más sólidos y arraigados
que podías tener, te hace temblar en sus diferentes facetas, es una magnífica
exploración del miedo y el dolor y de las reacciones que ambos pueden provocar.
Como es patrimonio de las grandes novelas negras/de misterio, la obra de Juana
Cortés Amunarriz plantea preguntas complejas/íntimas de difícil respuesta,
horada en los sentimientos más puros y honestos, nos pone frente al espejo de
nuestras entrañas, nos hace dudar de nosotros mismos, de hasta dónde seríamos capaces
de llegar, de lo que nos atreveríamos a hacer por proteger a las gentes que
queremos. Además, como valor añadido que la distingue y dota de músculo narrativo
y social/personal propio, la novela transcurre en Irún y arranca el miércoles 7
de noviembre de 2007, unos meses después de que ETA anunciase oficialmente el
final de la tregua decretada en marzo de 2006, lo que dota a la narración de
una atmósfera, de unos personajes, de una realidad inmersa en el terror,
sometida al mismo, abatida y al mismo tiempo muy cansada de sufrir, de llorar,
de temer, de sumar víctimas.
Al comenzar la charla, Juana nos contó que el origen de Los ausentes se
remonta a un relato de 2009, La mujer partida, donde ya planteaba la
idea central, el corazón (dicho sea en su sentido más amplio) de la novela, “cómo
gente pacífica puede saltarse sus propios límites cuando se la lleva al límite”,
algo que, de un modo u otro, han explorado otros thrillers, se trata de poner
en primero término ese factor humano que dota al género de vida, esa vuelta de
tuerca al imprescindible “¿quién lo hizo?”, un terreno en el que Patricia
Highsmith sigue siendo la maestra, anegando e incluso abandonando a sus
personajes (y a los lectores) en terrenos muy pantanosos, en ambigüedades
morales de las que no nos creíamos capaces, en decisiones que se nos presentan
como instintivas y dinamitan nuestra (tal vez sólo aparente) fortaleza ética. Como
se señaló, el máximo acierto de Los ausentes es que la autora jamás
olvida que está escribiendo un thriller, maneja con soltura, osadía y vigor los
resortes del género, lo mantiene siempre en primer término, construye una
maquinaria infernal (en todos los aspectos) en la que cada página descuenta
tiempo, no concede descanso en el aspecto más básico (que, lamentablemente,
tantas veces olvidan muchos de los considerados grandes nombres atendiendo tan
sólo al número de ejemplares vendidos) y regocijante para el lector (a pesar del
sudor frío en la espalda, de los temblores, de la boca seca, del corazón
desbocado): el dicho de un modo coloquial rompecabezas a resolver. Pero donde la
autora encuentra su personalidad, su propia voz, donde se nos clava hasta lo
más profundo, donde nos hace estremecer y acongojar (y, si no soltar, al menos
asomar alguna lágrima) es en el retrato y relato descarnado que hace de las
zozobrantes, mutiladas y llevadas al límite emociones de aquellos que sufren la
barbarie terrorista, porque consiente que sus personajes las expresen, porque
las refleja con delicadeza y al mismo tiempo con contundencia, porque no las
finge o imita, porque las toma de nosotros mismos, porque las ha hecho vivir un
proceso que no les ha quitado ni un ápice de verdad (todo lo contrario): “Pasé
del dolor a la contención y de la contención a la literatura”.
En estos tiempos en que tanto se ha abusado del término “equidistante”,
en que tanto se ha utilizado como sinónimo de “cobardía” cuando no de “complicidad”,
ahora que las redes sociales (sus usuarios) parecen imposibilitar la mesura, el
sincretismo, la ecuanimidad, el diálogo, cuando se ignora la amplia gama de
grises, cuando se polariza hasta lo más trivial, cuando no se buscan matices,
una novela como Los ausentes es muy de agradecer y celebrar porque no
pretende imponer respuestas, no sentencia ni proclama, porque toma partido sin decirlo
(sé que habrá quien no lo vea así, pero son los mismos -o parecidos- que aquellos
miraron el dedo en lugar de la luna cuando se estrenó Días contados -lo
de leer la novela de Juan Madrid en que se inspiraba como que no, igual que
ahora, que siempre, se conforman con un titular, con una frase, con un esquema,
con una reinterpretación torticera y a sabiendas mendaz-), porque da al lector
margen de maniobra, porque saca a la luz a muchas víctimas a las que se niega
semejante condición, en parte porque ni nos fijamos en ellas, porque en mi ánimo
resonó durante la lectura aquella frase de La mamma de Mario Puzo que
llevo grabada desde mi adolescencia: “Los hijos pagan los pecados de los
padres”. Y, por supuesto, no me siento concernido ni mínimamente conmovido
por el dolor de quien lo siembra, de quien asesina, de quien ejecuta, ¿eso
incluye a quien busca resarcirse, a quien actúa de manera claramente inhumana
pero lo que pretende es recuperar a la persona amada? ¿Hay fines que justifican
medios? ¿Alguien se ha parado a pensar en las familias, en los hijos de los
criminales o de los cómplices de estos, en aquellos que no saben, no han
escogido, pero sufren las consecuencias de los actos de sus mayores? Ojalá
estos y otros estremecedores interrogantes fuesen sólo el argumento de novelas
(es decir, naciesen dentro de una ficción) tan poderosas y explosivas (dicho en el mejor sentido literario) como Los ausentes.